Read Efectos secundarios Online
Authors: Almudena Solana Bajo
Adiro acumulaba recetas médicas y las entregaba posteriormente de diez en diez, una práctica nada legal. La pequeña caja Bayer del ácido acetilsalicílico, registrado en la AEMPS
*
con el número 62828, apenas hacía concesiones al azul y al burdeos; nada que ver con los juguetitos que regalan las leches maternas Blevit o los patitos con termómetro, esos que siempre son de fuerte color amarillo.
Treinta comprimidos recubiertos le secuestraban parcialmente treinta dolores, pero eso no significaba que utilizara uno al día, o una caja al mes. No llevaba bien la cuenta, pero las grageas del pequeño contenedor de cartón cada vez le duraban menos y esto era así porque había veces que a mayor dolor tomaba dos, o porque las tomaba igualmente aunque no fuera mucha la molestia. Ocurría como con los cigarrillos de una cajetilla, al principio duran una semana, o dos, o un mes. Pero luego —no se sabe bien por qué—, aunque no cambien los hábitos, duran menos. Son esas cosas de la vida, como que los regresos siempre son más breves que las partidas o que los billetes de veinte euros al principio de un viaje se estiran, pero, hacia el final del camino, huyen más rápido, se consumen, se aniquilan; desaparecen en los días
destroyer
, que son todos los que vienen después de las primeras tres noches. No más. Son tonterías, pero la vida es eso. Y no hay que ser abuelo para notar que los días se acortan y fluyen más rápido a medida que la vida avanza también.
Ese día el trabajo en la consultoría KPMG le había cundido a Adiro. Apenas desaparecía el sol cuando dejó atrás la oficina. Esto no es decir mucho para un asalariado corriente, pero sí para una mujer ambiciosa y llena de pundonor. Una profesional calculadora en su trabajo y contratada para este fin, para ser buena y mala a la vez con todo lo que cuantifica, define y cataloga. Su eficacia se medía en horas; las horas, en minutos, y en segundos podía poner firme al consejo de administración de una empresa necesitada.
Por el contrario, en su vida Adiro era desordenada, solitaria, ultrasensorial,
cloudy
, líquida, etérea... Por eso era tan asequible en las redes sociales. Podríamos decir que era una mujer solitaria siempre acompañada. Una auténtica mujer Adiro. Si escucho los componentes añadidos al principio activo del ácido acetilsalicílico, me recuerdan a ella. Espero ser capaz de explicarlo. Imaginen una mujer con celulosa en polvo, almidón de maíz, copolímero de ácido metacrílico tipo C, dodecilsulfato de sodio, polisorbato 80, talco y citrato de trietilo. El resultado es Adiro. Por favor, acepten lo que digo, porque lo hago con el mismo convencimiento de una
nariz
que encuentra madera, resina de guayaba y regaliz en la cata de un Tagonius gran reserva del año 2005.
Ha accedido a salir conmigo. La propuesta la hice en Meetic, la página de contactos en Internet que se anuncia a sí misma como «la web que ofrece seis millones de oportunidades de encontrar pareja». A mí me sobraban unas cuantas. Solo quería encontrarme con Adiro, y lo conseguí mucho antes de que llegara el sábado, simplemente haciéndole ver la bondad no impetuosa de mis propósitos.
Cuando la olí profundamente, debajo de su pelo, me hizo sentir pegado a la tierra, sujeto a los bajos de un viñedo, rústico, lleno de uva allí arriba, como flequillos de fruta reventando vida.
Todo ocurrió despacio. El cine era una apuesta fácil; el restaurante, en cambio, algo arriesgado. No quería lanzarme a una conversación el primer día, en la que ya pudiera comprobar su lamentable don para descubrir las mentiras. Por eso pensé que un museo de arte moderno sería una buena manera de organizarnos entre el vacío, la nada y lo imaginario. Así lo prometía la exposición, con una propuesta que iba más allá de lo artístico, casi de investigación, inspirada en la idea de vacío de Jacques Lacan. Fue un lanzamiento fuerte por mi parte citarla en el Reina Sofía para una visita personalizada con servicio de guía, pero pensé que observarnos en medio de un experimento lacaniano de subjetivación entre el silencio y la penumbra nos haría sentir protagonistas de nuestro momento en la tierra, y así podríamos conocernos en esta vida llena de agujeros más allá de lo real, lo simbólico y lo imaginario. ¿Cómo si no solventar nuestras limitaciones? Ella, con su terrible don, podía descubrirme tras cualquier pamplina y yo... yo sabía mucho de ella.
Disfrutamos los dos en esa estancia vacía llena de arte moderno. En una inmensa nave de granito gris, entre lo desocupado y la ausencia, nos convertimos en la auténtica materia prima del experimento. Éramos los únicos elementos de esa instalación inerte que, con nosotros, cobró vida. Al menos nos sentimos muy vivos. Allá, en lo alto de la nave, una luz roja, después lentamente azul, nos acompañaba. Nada más. El mundo era nuestro, estaba en nuestras manos. Nos sentimos estimulados por comprender esta pieza, más aún cuando pasé mi brazo por su hombro y nos orientamos así hacia la salida, justo antes de decir adiós a la guía. Me pareció que mi gesto también era un buen símbolo. Ella respondió solícita, y colocó con dulce cadencia su brazo en mi cintura,
comme une amoureuse.
Entonces dijo algo como que, en una exposición, uno empieza sintiéndose un mástil y acaba como un bastón. Los dos, ya casi entrelazados por completo, nos sentíamos... muy grandes.
Y así ocurrió después. Sí, nos sentimos dioses por ser nosotros mismos arte, dos cuerpos organizados entre el vacío y la luz.
Ella abandonó sus medias tupidas de color granate antes de que yo mismo pudiera dejar mi cazadora de cuero gris oxidado. Mi casa estaba bien ordenada; las botellas de ginebra azul y los cojines de algodón marrón. Sin embargo, todo ocurrió antes; no lejos del museo y sin apenas saber nada de mí, ella me apartó tras una inmensa columna en plena calle. Allí, como en escorzo, apareció la sucursal de un banco no muy iluminado en el inicio de la noche. Parecía que esa puerta estaba ahí esperando que nosotros la abriéramos para comenzar la segunda parte de la cita de un jueves anochecido en Madrid. Ella introdujo su tarjeta por la ranura electrónica de la pared como una vez yo había metido la mano en la Bocca della Verità, en Roma. La puerta se abrió como si ella quisiera realmente acceder a sacar dinero en el cajero automático del descansillo del interior. En ese momento, me introdujo con ella; ya dentro del pequeño rellano, y con la puerta bloqueada desde el interior tras un suave clic sonoro de metal, me olvidé de la verdad y de la mentira, también olvidé la cámara de seguridad y todas las bocas del mundo, y me lancé a lo único cierto: los deseos de su mano, muy fría, abriendo poco a poco mi pantalón.
No conocía mi barrio.
—¿Habrá una farmacia abierta por aquí? —preguntó al salir de mi casa, mirándome como si ya fuéramos marido y mujer necesitados de una urgencia.
Fue en ese momento cuando saqué un Adiro de mi bolsillo y me inventé algo creíble para que mis pastillas parecieran flores y no el resultado de las acciones de un fisgón que conocía de sobra su vida.
«No siempre se da cuenta de las mentiras», me había dicho el farmacéutico.
Era falso, siempre se daba cuenta.
—A veces llevo Enantyum; hoy, casualmente, tengo Adiro —le dije, como quitándole importancia.
Era verdad. Llevaba Adiro, para ella, guardado en un bolsillo. Me arriesgué al decir que lo llevaba
por casualidad
, que hasta en esto había que tener cuidado, pero no detectó la media mentira; se lo creyó con la misma ingenuidad con la que un niño admite que su padre no tiene dinero para una piruleta de fresa mientras recoge el cambio de un billete grande tras comprar un periódico y dos revistas.
—¡Vayamos a tomar algo! —Cogió mi brazo, contenta.
—Un Vips, y te tomas el Adiro...
—¿Sabes que Alzheimer es una ciudad perdida en medio de Arkansas? —me preguntó de repente en el paso de peatones.
—Buen nombre entonces... Se lo diré a mi madre —respondí.
—Lo leí en algún sitio. Está en el condado de Jefferson, es un poblado que no llega ni a mil habitantes.
—Yo sabía que era el nombre de un médico alemán... Lo miro en el móvil... Ah, sí... Aquí está. ¡Es la caña mi móvil! —Me sentí como un chaval—. Alois Alzheimer... Tiene cara de buen tipo. Me gusta el nombre, Alois...
—¡Más que el apellido! ¿Se ve su firma? —Se apretó aún más.
—Mira los labios... —Retrocedió a la imagen del médico alemán metiendo su cabeza en mi móvil. ¡Mira, mira la cara...! —Casi saltaba cogida de mi brazo. ¡Tiene labios de tocar la flauta travesera!
—¿Y a qué viene eso? ¡Tienes unas cosas! —Yo también estaba contento.
Seguimos sin prisa, esperando en la madrugada a que el peatón del semáforo se pusiera verde en el paso de cebra. No había coches ni personas, nadie; sólo el muñeco del semáforo a punto de cambiar de color rojo a color verde, y nosotros. Ni máquinas ni personas a las que ceder el paso. Pero nosotros, ahí quietos en mitad del frío, no queríamos desprendernos de esa alegría que nos permitía estar con los pies en lo alto del bordillo de un paso de cebra, como si ese bordillo de cemento fuera el punto más alto de un inolvidable carrusel.
—Pues yo sé el nombre de su primera paciente —dijo de repente.
—¿Y a quién le importa eso? —Tal vez fui brusco pero ella lo tomó a risa.
—¡Claro que es importante! Se llamaba Augusta... ¡Augusta D! ¿No es un nombre precioso?
—Venga, vamos a brindar por Augusta. —La tomé por esa cintura que ya conocía bien.
Brindamos por ella, regresamos a mi casa, cruzamos nuestras piernas en millones de posturas, y aún volvimos a cenar.
—No sé si pedirte otro Adiro... Parece que me vuelve el dolor. —Se tocó la ceja izquierda.
Parecíamos un par de desmemoriados, que no eran conscientes de que al día siguiente había que madrugar. Yo era feliz imaginando una vida a su lado. No me importaba escucharla, lo que dijera era importante para mí.
—De todas mis relaciones, la que tengo con estas pastillas es la más regular. ¿Qué haría yo sin Adiro?
—Ya. —Sonreí sin ganas; aquello me pareció un golpe bajo.
—¡Somos polvo y en polvo nos convertiremos! —Rió con estridencia.
Se acusaban ya todas las cervezas de la noche. Y la falta de sueño.
—Polvo de Adiro —dije, como un idiota, pero a ella le gustó.
—¡Celulosa en polvo! Viva la celulosa... Germán. —Agradecí escuchar mi nombre.
—¡Viva! —repetí.
—¿Por qué a las mujeres nos gusta tanto la celulosa?
—¿Cómo?
—
Tissues
, pañuelitos de papel perfumados, toallitas... —Se acercaba a mí como solo se acercan los que apuran la noche en exceso.
—Vamos a dormir, Adiro...
—¡Estos comprimidos —me enseñó uno entre sus dedos— son redondos y de color blanco! —Se rió sin poder parar—. ¡Mira, mira, lo pone en el prospecto!
—Ya lo veo —dije sin mirar.
—Es que lo dice, lo dice... Lo pone aquí... ¿dónde lo ponía? —Buscaba en el prospecto.
Parecía borracha.
—Aquí, hacia el final —le indiqué a ciegas.
—¿Y por qué será rojo este prospecto de comprimidos blancos y redondos? —Volvió a reír.
—Adiro... Vamos a descansar —le dije suavemente.
—Sí, lo que necesito es dormir. Yo creo que esto no lo necesito ya, no me lo voy a tomar... —Se quedó con la pastilla en la mano, sin saber qué hacer con ella hasta que la soltó casi en el aire. Todo era muy difícil a esas horas de la madrugada.
La magia se había acabado. Los medicamentos —también lo indicaba el prospecto— nunca se deben tirar ni por el desagüe ni a la basura. Yo tampoco quería echar por la borda una noche tan especial y, decididamente, nos fuimos a descansar. No pudimos ni quitarnos la ropa. Caímos —sin más— sobre el colchón. El despertador de la mesilla izquierda quedó como máximo responsable de las horas siguientes. En esa mesilla, alrededor del reloj, giraba un comprimido blanco que, en su vuelo desde lo alto, terminó allí, dando vueltas en torno al reloj como si fuera un rápido segundero que también quisiera descansar, como si fuera una luna acelerada y pequeña metiendo prisa a la Tierra.