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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (84 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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En su mente, los años se fundieron como derretidos por un rayo láser. Goire recordó que había crecido en la pobreza en Cala Bay, ganado dinero para su madre y dos hermanas menores como pescador. Nunca había conocido a su padre. A la edad de trece años, Goire había conseguido un empleo de pinche en las cocinas del castillo de Caladan, limpiado hornos y despensas, fregado suelos. El chef era severo pero bondadoso, y había ayudado al joven.

Cuando Goire cumplió dieciséis años, poco después de la muerte del viejo duque, ingresó en la guardia y fue ascendiendo de rango hasta convertirse en uno de los hombres de confianza del duque Leto. El duque y él se llevaban pocos meses, y por diferentes caminos llegaron a amar a la misma mujer: Kailea Vernius.

Y Kailea había arruinado sus vidas antes de lanzarse desde una ventana.

Durante el minucioso interrogatorio de Thufir Hawat, Goire no había esgrimido excusas. Lo confesó todo, incluso había aportado delitos adicionales para aumentar su culpabilidad, con la esperanza de sobrevivir al dolor, o morir de él. Debido a su locura, había permitido a Kailea el acceso a la llave de la armería, y así Chiara obtuvo los explosivos. Nunca conspiró para matar al duque, pues le quería y todavía era así.

Después, Gurney Halleck le había entregado el veneno.

—Acepta la única alternativa que te queda —dijo, sin la menor sombra de compasión—. La alternativa del honor.

Dejó el hipoinyector en la celda de Goire y se fue.

Goire acarició con un dedo la aguja. Con un solo pinchazo, pondría fin a su vida arruinada. Respiró hondo, cerró los ojos. Resbalaron lágrimas sobre sus mejillas.

—Espera, Swain.

Franjas de luz se encendieron en el techo. Abrió los ojos y vio la afilada aguja. Sus manos temblaban. Se volvió poco a poco hacia la voz.

El campo de contención se apagó, y el duque Atreides entró, seguido de Halleck, que parecía disgustado. Goire se quedó petrificado, con el inyector extendido ante él. La sola visión del duque, todavía vendado, apenas recuperado de sus peores heridas, estuvo a punto de matarle. Aguardó resignado el castigo que Leto decretara.

El duque hizo lo peor que podía imaginar. Se apoderó del inyector.

—Swain Goire, eres el hombre más digno de compasión —dijo Leto en voz baja, como si le hubieran arrebatado el alma—. Amabas a mi hijo y juraste protegerlo, pero contribuiste a la muerte de Victor. Amabas a Kailea, y me traicionaste con mi propia concubina aun cuando afirmabas amarme. Ahora Kailea ha muerto, y jamás podrás recuperar mi confianza.

—Ni la merezco.

Goire miró a los ojos de Leto, atormentado por la angustia. —Gurney quiere que te ejecute… pero no voy a permitirlo —dijo Leto, cada palabra como un puñetazo—. Swain Goire, te sentencio a vivir… a vivir con lo que has hecho.

El hombre guardó silencio durante un largo momento, estupefacto. Brotaron lágrimas de sus ojos.

—No, mi duque. No, por favor.

Gurney Halleck le fulminó con la mirada.

—Swain, no creo que volvieras a traicionar a la Casa Atreides nunca más, pero tus días en el castillo de Caladan han terminado. Te enviaré al exilio. Te irás sin nada, aparte de tus crímenes.

Halleck ya no pudo contenerse más.

—¡Pero, señor, no podéis dejar vivo a este traidor, después de todo lo que ha hecho! ¿Es eso justicia? Leto le dirigió una fría y dura mirada.

—Gurney, esto es justicia en el más puro sentido de la palabra… Y un día mi pueblo comprenderá que no había castigo más apropiado.

Goire se derrumbó contra la pared. Respiró hondo y contuvo un gemido.

—Un día, mi señor, os llamarán Leto el Justo.

99

Ninguna persona puede saber nunca lo que anida en el corazón de otra. Todos somos Danzarines Rostro en el fondo del alma.

Manual secreto tleilaxu

Bajo el sol de Thalim, los Bene Tleilax clausuraban sus planetas a los forasteros, pero permitían que representantes selectos aterrizaran en zonas de cuarentena específicas, que habían sido despejadas de objetos sagrados. En cuanto Thufir Hawat partiera, los tleilaxu desinfectarían cada superficie que hubiera tocado.

La ciudad principal de Bandalong distaba cincuenta kilómetros del complejo del espaciopuerto, emplazada en una llanura desprovista de carreteras y vías férreas. Cuando la lanzadera descendió, Hawat estudió la inmensa extensión y calculó que Bandalong albergaba millones de personas. Pero el Mentat, un forastero, no podía ir a la ciudad. Conduciría sus asuntos en uno de los edificios del espaciopuerto. Y después, volvería a Caladan.

Hawat se contaba entre la docena de pasajeros de la lanzadera, la mitad de los cuales eran tleilaxu. Los demás parecían hombres de negocios que iban a comprar productos biológicos, como ojos nuevos, órganos sanos, Mentats pervertidos, incluso un ghola, al igual que Hawat.

Cuando salió a la plataforma, un hombre de piel grisácea corrió a interceptarle.

—¿Thufir Hawat, Mentat de los Atreides? —El diminuto hombre exhibió unos dientes afilados cuando sonrió—. Soy Wykk. Acompañadme.

Sin estrecharle la mano ni esperar respuesta, Wykk condujo a Hawat por una pasarela en espiral hasta una corriente de agua subterránea, donde abordaron una barca automática. De pie en la cubierta, se agarraron a las barandillas cuando la embarcación aceleró en el agua lodosa, dejando una considerable estela detrás.

Después de desembarcar, Hawat se agachó para seguir a su guía hasta un mugriento vestíbulo, en uno de los edificios periféricos del espaciopuerto. Tres tleilaxu estaban hablando. Otros atravesaban el vestíbulo a buen paso. No vio mujeres por ninguna parte.

Una máquina mensajera (¿de fabricación ixiana?) se detuvo ante Wykk. El tleilaxu recogió un cilindro metálico de una bandeja y lo entregó al Mentat.

—La llave de vuestra habitación. Debéis quedaros en el hotel.

Hawat observó jeroglíficos en el cilindro que no reconoció, y un número en galach imperial.

—Dentro de una hora os encontraréis con el Amo aquí. —Wykk indicó una de las puertas, a través de la cual se veían varias mesas alineadas—. Si no os presentáis a la cita, enviaremos investigadores a buscaros.

Hawat se erguía muy tieso, resplandeciente en su uniforme militar de gala.

—Seré puntual.

Su habitación consistía en una cama combada, sábanas manchadas y deyecciones de sabandija en los antepechos de las ventanas. Thufir analizó la habitación con un escáner manual en busca de micrófonos o cámaras ocultas, pero no descubrió ninguno, lo cual debía significar que eran demasiado sutiles para que su escáner lo detectara, o de fabricación esotérica.

Se presentó a la cita diez minutos antes y vio que el restaurante estaba todavía más sucio que la habitación: manteles manchados, servicios de mesa sin lavar, vasos rayados. Un murmullo de conversación flotaba en el aire, en un idioma que no entendió. Todos los aspectos del lugar habían sido pensados para que los visitantes se sintieran a disgusto, para animarles a partir lo antes posible.

Esa era la intención de Hawat.

Wykk salió de detrás de un mostrador y le condujo hasta una mesa situada junto a un amplio ventanal de plaz. Ya había Otro hombre diminuto sentado a la mesa, que tomaba cucharadas de sopa grumosa. Vestido con una chaqueta roja, pantalones abultados y sandalias, levantó la vista sin molestarse en secarse la sopa que goteaba de su barbilla.

—Amo Zaaf —dijo Wykk, e indicó una silla al otro lado de la mesa—, os presento a Thufir Hawat, representante de los Atreides. En relación con nuestra propuesta.

Hawat sacudió migas de la silla antes de sentarse a Una mesa demasiado pequeña para un hombre de su tamaño. Reprimió cualquier muestra de asco.

—En honor a nuestros invitados de otros planetas, hemos preparado una deliciosa sopa de bacer —dijo Zaaf.

Un esclavo mudo llegó con una sopera y vertió el líquido en un cuenco. Otro esclavo dejó caer pedazos de carne sanguinolenta delante de ambos hombres. Nadie se molestó en identificar la carne.

Siempre consciente de la seguridad, Hawat miró alrededor y no vio detectores de veneno. Sus defensas le bastarían.

—No tengo mucha hambre, considerando el difícil mensaje que traigo de mi duque.

El Amo Zaaf se puso a desmenuzar un pedazo de carne con sus pequeñas pero fuertes manos, y se lo metió en la boca. Hizo ruidos groseros mientras comía, como si intentara ofender a Hawat.

Zaaf se limpió la barbilla con la manga. Miró al Mentat con ojos negros centelleantes.

—Es habitual compartir la comida durante este tipo de negociaciones. —Cambió su plato y el cuenco por los de Hawat, y empezó otra vez—. ¡Comed, comed!

Hawat utilizó un cuchillo para cortar un trozo pequeño de carne. Sólo comió lo que exigía la cortesía, y sintió que el inyector implantado en su boca funcionaba con cada bocado. Tragó con dificultad.

—Intercambiar platos es una antigua tradición —dijo Zaaf—, nuestra manera de comprobar si la comida está envenenada. En este caso, vos, como invitado, habríais debido insistir, no yo.

—No lo olvidaré —contestó Hawat, y se ciñó a sus instrucciones—. Hemos recibido hace poco una oferta de los tleilaxu para cultivar un ghola del hijo de mi duque, fallecido en un terrible accidente. —Hawat extrajo un documento doblado del bolsillo de la chaqueta, lo pasó por encima de la mesa, y se manchó al instante de grasa y sangre—. El duque Atreides me ha pedido que pregunte vuestras condiciones.

Zaaf apenas miró el documento, y después lo dejó a un lado para concentrarse en su carne. Comió tanto como quiso, y después la trasegó con un líquido turbio de una copa. Cogió el documento y se puso en pie.

—Ahora que hemos comprobado vuestro interés, decidiremos el precio que consideramos aceptable. Quedaos en vuestra habitación, Thufir Hawat, y esperad nuestra respuesta.

Se acercó más al Mentat, y Hawat distinguió el odio más encarnizado hacia los Atreides detrás de sus pupilas.

—Nuestros servicios no resultan baratos.

100

Los humanos somos propensos a exigir cosas imposibles a nuestro universo, a formular preguntas absurdas. Con excesiva frecuencia, hacemos tales preguntas después de adquirir una experiencia dentro de un marco o referencia que mantiene escasa o nula relación con el contexto en el que se formula la pregunta.

Observación zensunni

En una de sus escasas tardes de relajación, mientras tomaba el sol en el patio de su propiedad richesiana, la mente del doctor Wellington Yueh seguía preocupada con pensamientos sobre pautas nerviosas y diagramas de circuitos. El laboratorio artificial que era la luna de Korona surcaba el cielo en una órbita baja, cosa que hacía dos veces al día.

Después de ocho años, Yueh casi había olvidado sus desagradables experiencias con el barón Vladimir Harkonnen. El médico Suk había alcanzado muchos logros en el ínterin, y sus investigaciones eran más interesantes que una simple enfermedad.

Yueh había invertido la extravagante minuta del barón en las instalaciones del laboratorio que rodeaban su nueva propiedad de Richese, y había conseguido grandes avances en el desarrollo de cyborgs. En cuanto hubiera solucionado el problema del receptor electronervioso biológico, los nuevos pasos se sucederían con rapidez. Nuevas técnicas, nuevas tecnologías y, para alegría de los richesianos, nuevas oportunidades comerciales.

El primer ministro Ein Calimar ya había obtenido humildes beneficios del proyecto, y vendía en secreto los diseños de Yueh para extremidades, manos, pies, oídos y ojos óptico-sensores biónicos. Era el empujón que necesitaba la economía richesiana.

El agradecido primer ministro había recompensado al médico con una elegante villa y una inmensa extensión de terreno en la península de Manha, junto con toda una dotación de criados. Wanna, la mujer de Yueh, disfrutaba de la casa, sobre todo de la biblioteca y los estanques de meditación, mientras el médico pasaba la mayor parte de su tiempo en las instalaciones de investigación.

Tras tomar un sorbo de té de flores dulce, el bigotudo médico vio que un ornitóptero blanco y dorado aterrizaba sobre una amplia extensión de césped situada junto al borde del agua. Un hombre vestido con un traje blanco bajó y subió una suave pendiente en su dirección, con paso ligero pese a su avanzada edad. La luz del sol se reflejó en las solapas doradas.

Yueh se levantó de la silla e inclinó la cabeza.

—¿A qué debo el honor de vuestra visita, primer ministro Calimar?

El cuerpo envejecido de Yueh era delgado y nervudo, y su largo cabello oscuro estaba sujeto en una cola de caballo por un solo aro de plata.

Calimar se sentó a una mesa sombreada. Mientras escuchaba cantos de pájaros grabados que emitían altavoces ocultos en los arbustos, despidió con un ademán a un criado que llegaba con una bandeja de bebidas.

—Doctor Yueh, me gustaría que reflexionarais sobre el problema Atreides, y sobre Rhombur Vernius, que se halla gravemente herido.

Yueh se acarició su largo bigote.

—Se trata de un caso desgraciado. Muy triste, por lo que me ha contado mí esposa. La concubina de Rhombur también es una Bene Gesserit, como mi Wanna, y su mensaje era muy desesperado.

—Sí, y tal vez podríais ayudarle. —Los ojos de Calimar centellearon detrás de sus gafas—. Estoy seguro de que obtendríais un precio extravagante.

La petición no agradaba a Yueh, que se sentía a gusto en su propiedad, pero recordó cuánto le quedaba por hacer. No quería trasladar sus instalaciones, sobre todo al lluvioso Caladan, pero había empezado a aburrirse en este planeta tan parecido a un parque, sobre todo porque no encontraba otros retos que el trabajo iniciado hacía años. .

Pensó en las lesiones de Rhombur.

—Jamás he llevado a cabo una sustitución tan completa de un cuerpo humano. —Se pasó un dedo por el bigote—. Será una tarea formidable, y exigirá gran parte de mi tiempo. Tal vez incluso instalarme en Caladan.

—Sí, y el duque Atreides pagará con generosidad. —Los ojos de Calimar seguían brillando detrás de sus gafas—. No podemos desperdiciar una oportunidad como esta.

El salón principal del castillo de Caladan parecía demasiado grande, al igual que el trono ducal, desde el cual Paulus Atreides había administrado justicia durante tantos años. Leto parecía incapaz de llenar los inmensos espacios que le rodeaban, o el de su corazón. De todos modos, había salido al fin de sus aposentos. Era un progreso, cuando menos.

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