Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
—¿Deseáis practicar juegos de palabras, duque Leto, o cerrar un trato? —La reverenda madre miró a Hawat, como si no estuviera segura de lo que podía decir delante del Mentat—. Un asunto que implica a la Casa Atreides ha llegado a nuestro conocimiento. Se refiere a cierta conspiración perpetrada contra vos hace años.
Con una sacudida apenas perceptible, Hawat concentró su atención. Leto se inclinó hacia adelante.
—¿Qué conspiración, reverenda madre?
—Antes de revelaros esta información vital, hemos de llegar a un acuerdo. —Sus palabras no sorprendieron a Leto—. ¿Tanto pedimos a cambio? —Debido a la urgencia de la situación, Mohiam pensó que tal vez sería necesario utilizar la Voz, pero el Mentat se daría cuenta. Jessica seguía de pie a un lado, en exhibición permanente.
—Cualquier otro noble estaría contento de tener a esta niña adorable como parte de su séquito… en cualquier calidad.
La cabeza de Leto daba vueltas.
Está claro que quieren tener a alguien aquí, en Caladan. ¿Con qué propósito? ¿Sólo para ejercer influencia? ¿Por qué se toman la molestia? Tessia ya está aquí, si tanto necesitaban una espía. La Casa Atreides es respetada e influyente, pero no ejerce un poder específico en el Landsraad.
¿Por qué he llamado su atención?
¿Y por qué insisten tanto en esta chica concreta?
Leto rodeó el escritorio y señaló a Jessica.
—Ven aquí.
La joven cruzó el pequeño estudio. Era una cabeza más baja que el duque, de piel inmaculada y radiante. Le dirigió una larga e impertinente mirada.
—He oído que todas las Bene Gesserit son brujas —dijo Leto, mientras pasaba un dedo por el rojo sedoso de su cabello.
La joven sostuvo su mirada y contestó con voz suave.
—Pero tenemos corazones y cuerpos.
Sus labios eran sensuales, invitadores.
—Ah, pero ¿para qué han sido adiestrados tu corazón y tu cuerpo?
Jessica esquivó su pregunta con tono tranquilo.
—Adiestrados para ser leales, para ofrecer los consuelos del amor… para tener hijos.
Leto miró a Thufir Hawat. El guerrero, que ya no estaba en estado de trance Mentat, asintió, para indicar que no se oponía al trato. Sin embargo, en sus conversaciones privadas, habían planificado una política agresiva con la delegación, para ver cómo reaccionaban las Bene Gesserit sometidas a presión, para desorientarlas mientras el Mentat observaba. Daba la impresión de que aquella era la oportunidad de la que habían hablado.
—No creo que la Bene Gesserit dé algo a cambio de nada —replicó Leto, furioso de repente.
—Pero mi señor…
Jessica no pudo terminar la frase, porque el duque desenvainó el cuchillo con mango enjoyado que llevaba al cinto y apoyó la hoja contra su garganta, al tiempo que apretaba a la muchacha contra sí para inmovilizarla.
Sus compañeras Bene Gesserit no se movieron. Miraron a Leto con irritante serenidad, como si pensaran que Jessica podía matarle si así lo decidía. Mohiam observaba la escena con ojos impenetrables.
Jessica echó la cabeza atrás, para dejar expuesta aún más su suave garganta. Era la costumbre de los lobos D, según le habían enseñado en la Escuela Materna: desnuda tu garganta en señal de total sumisión, y el agresor capitulará.
La punta del cuchillo de Leto se hundió un poco más en su piel, pero no lo suficiente para derramar sangre.
—No confío en tu oferta.
Jessica recordó la orden que Mohiam había susurrado en su oído antes de que la lanzadera se posara en el espaciopuerto municipal de Cala. «La cadena no debe romperse —había dicho su mentora—. Has de darnos la hija que necesitamos».
Jessica ignoraba su papel en el programa de reproducción de la Hermandad, y tampoco debía preguntarlo. Muchas jóvenes eran asignadas como concubinas a las Grandes Casas, y carecía de razones para creer que era diferente de las demás. Respetaba a sus superioras y se esforzaba por demostrarlo, pero a veces, los métodos rigurosos de Mohiam la irritaban. Habían tenido una discusión camino de Caladan, y las secuelas todavía coleaban.
—Podría matarte ahora —le susurró Leto al oído.
Pero no podía ocultar, ni a ella ni a las demás hermanas, que su ira era fingida. Años atrás, a modo de prueba, ella había estudiado a este hombre de pelo oscuro, oculta en las sombras de un balcón de Wallach IX.
La joven apretó el cuello contra la hoja.
—Vos no matáis por matar, Leto Atreides. —El duque retiró el filo, pero siguió sujetándola por la cintura—. No tenéis que temer nada de mí.
—¿Cerramos el trato, duque Leto? —preguntó Mohiam, indiferente a su comportamiento—. Os aseguro que nuestra información es muy… reveladora.
A Leto no le gustaba que le acorralaran, pero se alejó de Jessica.
—¿Habéis dicho que perpetraron una conspiración contra mí?
Una sonrisa asomó a las arrugadas comisuras de la boca de la reverenda madre.
—Antes, tenéis que acceder al trato. Jessica se queda aquí y será tratada con el debido respeto.
Leto y su guerrero Mentat intercambiaron una mirada.
—Puede vivir en el castillo de Caladan —dijo el duque por fin—, pero no accedo a llevarla a mi cama.
Mohiam se encogió de hombros.
—Utilizadla como deseéis. Jessica es un recurso útil y valioso, pero no malgastéis sus talentos.
La biología seguirá su curso.
—Reverenda madre, ¿cuál es esa información vital? —preguntó Hawat.
Mohiam carraspeó.
—Hablo de un incidente ocurrido hace unos años, debido al cual fuisteis falsamente acusado de atacar a dos naves tleilaxu. Hemos averiguado que los Harkonnen estuvieron implicados.
Tanto Leto como Hawat se pusieron tensos. El ceño del Mentat se frunció, mientras se concentraba para almacenar más datos.
—¿Tenéis pruebas de esto? —preguntó Leto.
—Utilizaron una nave de guerra invisible para disparar contra las naves tleilaxu, implicaros, y así desencadenar una guerra entre los tleilaxu y los Atreides. Tenemos los restos de esa nave en nuestra posesión.
—¿Una nave invisible? Jamás había oído nada semejante.
—Pero existe. Tenemos el prototipo, el único de su especie. Por suerte, los Harkonnen sufrieron problemas técnicos, lo cual contribuyó a su… caída… cerca de nuestra Escuela Materna. También hemos comprobado que los Harkonnen son incapaces de fabricar otra nave igual.
El Mentat la estudió.
—¿Habéis analizado la tecnología?
—La naturaleza de lo que hemos descubierto no puede ser revelada. Un arma tan temible podría causar estragos en el Imperio.
Leto lanzó una breve carcajada, satisfecho de haber obtenido por fin una respuesta a la pregunta que le atormentaba desde hacía quince años.
—Thufir, entregaremos esta información al Landsraad, y limpiaremos mi nombre de una vez por todas. Reverenda madre, proporcionadnos todas vuestras pruebas y documentación…
Mohiam negó con la cabeza.
—Eso no forma parte de nuestro trato. La tempestad se ha calmado, duque Leto. Vuestro Juicio por Decomiso ha terminado, y habéis sido exonerado de los cargos.
—Pero no del todo. Algunas Grandes Casas todavía sospechan que estuve implicado. Podríais presentar pruebas concluyentes de mi inocencia.
—¿Tanto significa eso para vos, duque Leto? —Mohiam enarcó las cejas—. Quizá podríais encontrar una manera más eficaz de solucionar ese problema. La Hermandad no apoyará tal empeño sólo para gratificar vuestro orgullo o salvar vuestra conciencia.
Leto se sintió indefenso y muy joven ante la intensa mirada de Mohiam.
—¿Cómo podéis facilitarme semejante información y esperar que no la aproveche? Si no tengo pruebas de lo que decís, vuestra información no sirve de nada.
Mohiam frunció el entrecejo y sus ojos oscuros destellaron.
—Por favor, duque Leto. ¿Es que la Casa Atreides sólo está interesada en adornos y documentos? Pensé que valoraríais la verdad por ella misma. Os he dado la verdad.
—Eso decís vos —contestó con frialdad Hawat.
—El líder sabio comprende la paciencia. —Lista para marchar, Mohiam señaló a sus compañeras—. Un día descubriréis la mejor forma de utilizar esta información. Pero animaos. Tan sólo comprender que lo que ocurrió de verdad en aquel Crucero debería ser muy valioso para vos, duque Leto Atreides.
Hawat estuvo a punto de protestar, pero Leto levantó una mano.
—Ella tiene razón, Thufir. Esas respuestas son muy valiosas para mí. —Miró a la chica de pelo rojizo—. Jessica puede quedarse aquí.
El hombre que se rinde a la adicción a la adrenalina se revuelve contra toda la humanidad. Se revuelve contra sí mismo. Huye de los problemas solucionables de la vida y admite una derrota que sus propias acciones violentas ayudan a crear.
C
AMMAR
P
ILRU
, embajador ixiano en el exilio,
Tratado sobre la caída de gobiernos injustos
El cargamento secreto de explosivos llegó intacto por mediación de cuadrillas de reparto extraplanetarias sobornadas, oculto entre cajones, entregado en un muelle de carga concreto de las aberturas de la caverna situada en los riscos del cañón del puerto de entrada.
C’tair, que trabajaba con los descargadores, localizó las sutiles marcas y desvió el contenedor de aspecto inofensivo, como había hecho tantas veces. No obstante, cuando descubrió los discos explosivos, empaquetados con minuciosidad, se quedó atónito. ¡Debía de haber mil! Aparte de las instrucciones de uso de los presuntos elementos, no había mensaje, ni siquiera en clave, y ninguna fuente de información, pero de todos modos C’tair sabía la identidad del remitente. El príncipe Rhombur nunca había enviado tanto material. C’tair sintió renovadas esperanzas, así como el peso de una tremenda responsabilidad.
Sólo quedaban unos pocos rebeldes independientes, pero no confiaban en nadie. C’tair se comportaba de la misma forma. Aparte de Miral Alechem, se sentía solo en esta lucha, aunque Rhombur y los tleilaxu pensaban al parecer que existía una resistencia mucho más numerosa y organizada.
Aquellos explosivos les darían la razón.
Durante su juventud, el príncipe Rhombur Vernius había sido un chico regordete. C’tair le recordaba como una especie de bufón bondadoso, que dedicaba más tiempo a recoger especímenes geológicos que a aprender el arte de gobernar o los procesos industriales ixianos. Por lo visto, para él siempre había tiempo.
Pero todo había cambiado con la llegada de los tleilaxu.
Todo.
Aun en el exilio, Rhombur todavía conservaba códigos de paso y contactos con la administración de embarques, gracias a la cual entraban los materiales en bruto en la ciudad-fábrica. Había conseguido entrar de tapadillo suministros vitales, y ahora los discos explosivos. C’tair juró que cada uno sería utilizado. Ahora, su principal preocupación era esconder los materiales de demolición antes de que los perezosos suboides ixianos descubrieran el verdadero contenido del paquete.
Vestido con el uniforme robado a un obrero de nivel superior, transportó el cargamento de explosivos a la ciudad estalactita en un carro antigravitatorio, junto con otras entregas. No corrió hacia su escondrijo. Siempre mantenía una expresión vacua y pasiva, sin trabar conversación, sin apenas responder a los comentarios o insultos de los Amos tleilaxu.
Cuando llegó por fin al nivel correcto y entró en su cubículo, protegido por sensores, a través de la entrada camuflada, C’tair amontonó los discos, negros y de textura rugosa, y después se tendió en su catre, con la respiración acelerada.
Aquel sería su primer gran golpe en años.
Cerró los ojos. Momentos después oyó un clic en la puerta, pasos y crujidos. No se movió ni miró porque los sonidos le eran familiares, un ápice de consuelo para él en un mundo despiadado. Percibió el tenue y dulce perfume de la joven.
Hacía meses que vivía con Miral Alechem. Se habían aferrado a su mutua compañía después de hacer el amor en un túnel a oscuras, apresurados y nerviosos, mientras se escondían de una patrulla Sardaukar. Durante sus años de patriota ixiano, C’tair se había resistido al impulso de entablar relaciones personales, contacto íntimo con otros seres humanos. Era demasiado peligroso, demasiado perturbador. Pero Miral compartía los mismos objetivos y necesidades. Y era tan bonita…
Oyó que dejaba algo en el suelo con un leve golpe. Le besó en la mejilla.
—Traigo algunas cosas, un cable de alta energía, un equipo láser, un…
Oyó que respiraba hondo.
C’tair sonrió, siempre con los ojos cerrados. Ella había visto las pilas de discos.
—Yo también he traído algunas cosas.
De repente, se incorporó y explicó cómo habían llegado los explosivos a sus manos y cómo funcionaban. Cada disco negro, del tamaño de una moneda pequeña y lleno de glóbulos detonadores comprimidos, contenía suficiente potencia para volar un pequeño edificio. Con sólo un puñado, colocados en sitios estratégicos, causarían tremendos daños.
Los dedos de la joven se acercaron a la pila, vacilaron. Ella le miró con sus ojos grandes y oscuros, y mientras tanto C’tair pensó en ella, como tan a menudo hacía. Miral era la mejor persona que había conocido en su vida. Era admirable la tenacidad con que corría riesgos comparables a los de él. Ella no le había seducido ni tentado. Su relación había sucedido, así de sencillo. Estaban hechos el uno para el otro.
Pensó en su breve enamoramiento juvenil de Kailea, la hija del conde Vernius. Había sido una fantasía, un juego, que quizá se habría transformado en realidad si Ix no hubiera caído. Sin embargo, Miral era toda la realidad que podía tolerar.
—No te preocupes —la tranquilizó—. Hace falta un detonador para activarlos.
Señaló una cajita roja llena de temporizadores.
Miral cogió un disco en cada mano, los inspeccionó como haría un joyero de Hagal con nuevas gemas de fuego. C’tair se demoró en las posibilidades que desfilaban por su mente, puntos clave de la ciudad, lugares donde los explosivos causarían más estragos a los invasores.
—Ya he elegido algunos blancos —dijo—. Confiaba en que tú me ayudarías.
La joven dejó los discos en su sitio con cautela y luego se tumbó sobre la litera y se abrazaron.
—Ya sabes que sí.
Sintió su aliento cálido en el oído. Se quitaron la ropa en una exhalación.