Dune. La casa Harkonnen (43 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—Ahora aprenderemos, maestro —entonó la clase.


Bushido
—dijo el maestro con solemnidad—. ¿Dónde empieza el honor? Los antiguos maestros samuráis colgaban espejos en cada uno de sus templos Shinto, y pedían a sus partidarios que se miraran en ellos para ver sus corazones, los diversos reflejos de su Dios. Es en el corazón donde el honor germina y florece.

Dirigió una mirada significativa a Trin Kronos y a los demás estudiantes de Grumman, y prosiguió.

—Recordad esto siempre: el deshonor es como un corte en el tronco de un árbol. En lugar de desaparecer con la edad, se hace más grande.

Obligó a la clase a repetir tres veces la máxima antes de continuar.

—El código de honor era más valioso para un samurái que cualquier tesoro. Nunca se ponía en duda la palabra de un samurái, su
bushi no ichigon
, como nunca se pone en duda la palabra de un maestro espadachín de Ginaz.

Dinari sonrió por fin, expresando su orgullo.

—Jóvenes samuráis, primero aprenderéis movimientos básicos con las manos desnudas. Cuando hayáis perfeccionado estas técnicas, se utilizarán armas en vuestras rutinas. —Les dirigió una mirada aterradora con sus ojos negros—. El arma es la extensión de la mano.

Una semana después, los agotados estudiantes se retiraron a sus catres, dentro de las tiendas plantadas en la escarpada orilla norte. La lluvia tamborileaba sobre sus refugios, y vientos alisios soplaban desde primera hora de la noche. Fatigado por el riguroso entrenamiento, Duncan se dispuso a dormir. Los accesorios de la tienda matraqueaban, los ojetes metálicos tintineaban contra los nudos de cuerda con un ritmo constante que le acunaba. A veces, pensaba que nunca volvería a estar seco por completo.

Una voz atronadora le sobresaltó.

—¡Todo el mundo fuera!

Reconoció el timbre de voz del maestro Dinari, pero su tono transmitía algo nuevo, algo ominoso. ¿Otro ejercicio sorpresa?

Los estudiantes salieron al chaparrón, algunos vestidos con pantalones cortos, otros sin nada. Sin vacilar, se alinearon en la formación habitual. A estas alturas, ni siquiera sentían la lluvia. Globos luminosos oscilaban al viento, al extremo de los cables suspensores.

Todavía vestido con los pantalones caqui, un agitado maestro Dinari paseaba delante de su clase como un animal al acecho. Sus pasos eran fuertes y airados. Le daba igual chapotear en charcos de barro. Detrás de él, el motor de un ornitóptero que acababa de aterrizar zumbaba, mientras sus alas articuladas azotaban el aire.

Un foco estroboscópico rojo situado sobre el aparato iluminó la figura esbelta y calva de Karsty Toper, que había recibido a Duncan en Ginaz. Vestía su habitual pijama negro de artes marciales, ahora empapado, y aferraba una placa diplomática reluciente impermeable a la humedad. Su expresión era dura y preocupada, como si apenas pudiera contener su ira o indignación.

—Hace cuatro años, un embajador de Grumman asesinó a un embajador ecazi después de ser acusado de sabotear árboles de madera de niebla ecazi, y después tropas grumman llevaron a cabo un criminal bombardeo sobre Ecaz. Estas agresiones ruines e ilegales violaban la Gran Convención, y el emperador estacionó una legión de Sardaukar en Grumman para impedir más atrocidades.

Toper hizo una pausa para que los estudiantes asimilaran las implicaciones.

—¡Hay que seguir las formalidades! —dijo Dinari, que parecía muy ofendido.

Karsty Toper avanzó y alzó su documento de cristal como si fuera un garrote. La lluvia resbalaba sobre su cuero cabelludo, sus sienes.

—Antes de retirar sus Sardaukar de Grumman, el emperador recibió promesas de ambos bandos de que todas las agresiones mutuas cesarían.

Duncan miró a los demás estudiantes en busca de una respuesta. Nadie parecía saber de qué estaba hablando la mujer o por qué el maestro espadachín parecía tan enfurecido.

—Ahora, la Casa Moritani ha atacado de nuevo. El vizconde no cumplió el pacto —dijo Toper—, y Grumman…

—¡Han incumplido su palabra! —interrumpió el maestro Dinari.

—Y agentes de Grumman secuestraron al hermano y a la hija mayor del archiduque Armand Ecaz y los ejecutaron públicamente.

Los estudiantes expresaron con murmullos su desaprobación. No obstante, Duncan adivinó que no se trataba de una simple lección de política. Tuvo miedo de lo que se avecinaba.

A la derecha de Duncan, Hiih Resser se removió nervioso. Llevaba pantalones cortos, sin camisa. Dos filas detrás, Trin Kronos parecía complacido por lo que su Casa había hecho.

—Siete miembros de esta clase son de Grumman. Tres son de Ecaz. Aunque estas Casas son enemigos jurados, los estudiantes no habéis permitido que tal enemistad influyera en el funcionamiento de nuestra escuela. Debo reconocerlo.

Toper guardó en el bolsillo la placa diplomática.

El viento azotaba los extremos del pañuelo que Dinari llevaba alrededor de la cabeza, pero él parecía tan fuerte como un roble.

—Aunque no hemos intervenido en esta disputa, y nos mantenemos alejados por completo de la política imperial, la Escuela de Ginaz no puede tolerar tal deshonor. Hasta me avergüenza escupir el nombre de vuestra Casa. Todos los de Grumman que den un paso al frente. ¡Adelante y al centro!

Los siete estudiantes obedecieron. Dos (incluido Trin Kronos) iban desnudos, pero se pusieron firmes con sus compañeros como si fueran vestidos. Resser parecía alarmado y avergonzado. Kronos alzó la barbilla en señal de indignación.

—Tenéis que tomar una decisión —dijo Toper—. Vuestra Casa ha violado la ley imperial y se ha deshonrado. Después de cuatro años en Ginaz, sin duda comprenderéis la inmensa gravedad de esta ofensa. Nadie ha sido jamás expulsado de esta escuela por motivos políticos. Por consiguiente, podéis denunciar la insensata política del vizconde Moritani ahora mismo, o ser expulsados para siempre de la academia. —Indicó el ornitóptero que aguardaba.

Trin Kronos frunció el entrecejo.

—Así, después de tanta palabrería sobre el honor, ¿nos pedís que renunciemos a la lealtad a nuestra Casa, a nuestras familias? ¿Así como así? —Traspasó con la mirada al obeso maestro—. No puede haber honor sin lealtad. Mi eterna lealtad es para Grumman y la Casa Moritani.

—La lealtad a una causa injusta es una perversión del honor.

—¿Causa injusta? —Kronos enrojeció de indignación—. No me corresponde a mí discutir las decisiones de mi señor… ni a vos tampoco.

Resser tenía la vista clavada al frente.

—Yo elijo ser maestro espadachín, señor. Me quedo.

El pelirrojo volvió al lado de Duncan, mientras los demás grumman le miraban como si fuera un traidor.

Animados por el ejemplo de Kronos, los restantes seis se negaron a claudicar.

—Corréis un grave peligro al insultar a Grumman —gruñó Kronos—. El vizconde nunca olvidará vuestra intromisión.

Sus bravatas no parecieron impresionar al maestro Dinari ni a Karsty Toper.

Los grumman se mostraban orgullosos y arrogantes, aunque era evidente que se sentían molestos por encontrarse en tal situación. Duncan simpatizaba con ellos, pues comprendía que ellos también habían elegido una conducta honrosa, una forma diferente de honor, porque se habían negado a abominar de su Casa, pese a las acusaciones. Si se viera obligado a elegir entre la Escuela de Ginaz y la lealtad a la Casa Atreides, habría elegido al duque Leto sin vacilar…

Los estudiantes de Grumman, a quienes sólo se concedió unos minutos para vestirse y recoger sus posesiones, subieron a bordo del tóptero. Las alas se extendieron por completo, y después batieron con furia mientras el aparato sobrevolaba las aguas oscuras hasta que su foco rojo se desvaneció como una estrella agonizante.

47

El universo es un lugar inaccesible, ininteligible, completamente absurdo… con el que la vida, en especial la vida racional, está enemistada. No hay lugar seguro, ni principio básico, del que el universo dependa. Sólo hay relaciones transitorias y encubiertas, confinadas en sus dimensiones limitadas, y condenadas al cambio inevitable.

Meditaciones desde Bifrost Eyrie
, texto budislámico

La matanza de ballenas peludas en Tula Fjord fue sólo el primero en la cadena de desastres que se abatieron sobre Abulurd Harkonnen.

Un día soleado, cuando el hielo y la nieve habían empezado a fundirse después de un largo y duro invierno, una terrible avalancha sepultó Bifrost Eyrie, el mayor de los retiros de montaña construidos por los aislados monjes budislámicos. También era el hogar ancestral de la Casa Rabban.

La nieve cayó como un martillo blanco y barrió todo cuanto encontró a su paso. Aplastó edificios, sepultó millares de devotos religiosos. El padre de Emmi, Onir Rautha-Rabban, envió una petición de auxilio al pabellón principal de Abulurd.

Con un nudo en el estómago, Abulurd y Emmi subieron a un ornitóptero, al frente de transportes más grandes llenos de voluntarios locales. Abulurd pilotaba con una mano, y estrechaba con la otra la de su esposa. Durante un largo momento, estudió el firme perfil de la cara ancha de su mujer, y su largo cabello negro. Aunque no era hermosa en ningún sentido clásico, nunca se cansaba de mirarla, o de estar con ella.

Volaron a lo largo de la línea de la costa, y después se internaron en las escarpadas cordilleras. Muchos retiros aislados carecían de carreteras que condujeran a los riscos donde estaban asentados. Todos los materiales puros eran extraídos de las montañas. Todos los suministros y gente llegaban vía tóptero.

Cuatro generaciones atrás, una débil Casa Rabban había cedido los derechos industriales y económicos del planeta a los Harkonnen, con la condición de que les dejaran vivir en paz. Las órdenes religiosas construyeron monasterios y concentraron sus energías en escrituras y sutras, en un intento de comprender los matices más sutiles de la teología. A la Casa Harkonnen no habría podido importarle menos.

Bifrost Eyrie había sido una de las primeras ciudades erigidas, como un sueño de Shangri-La en las cordilleras. Edificios de piedra tallada estaban situados sobre peñascos tan altos que se alzaban sobre las nubes perpetuas de Lankiveil. Vistos desde los balcones de meditación, los picos flotaban como islas en un mar de cúmulos blancos. Las torres y minaretes estaban cubiertas de oro, extraído con grandes penalidades de minas lejanas. Cada pared estaba grabada con frisos o tallas dulces que plasmaban antiguas sagas y metáforas de elecciones morales.

Abulurd y Emmi habían ido a Bifrost Eyrie muchas veces, para visitar al padre de la mujer o retirarse cuando necesitaban paz interior. Tras regresar a Lankiveil después de siete años en el polvoriento Arrakis, su mujer y él habían necesitado un mes en Bifrost Eyrie para purificar sus mentes.

Y ahora, una avalancha casi había destruido el gran monumento. Abulurd no sabía si soportaría ver el espectáculo.

Estaban sentados muy tensos mientras el ornitóptero volaba. Dominaba el aparato pese a las corrientes de aire traicioneras. Como había pocos accidentes geográficos característicos y ninguna carretera, confiaba en las coordenadas del sistema de navegación del tóptero. El aparato sobrevoló una cordillera y bajó hacia una cuenca ocupada por un glaciar, y después ascendió una pendiente negra en dirección al lugar donde debería estar la ciudad. El sol era cegador.

Emmi tenía clavados al frente sus ojos de color jaspe, contaba picos para orientarse, hasta que al fin extendió el dedo para señalar, sin soltar la mano de su marido. Abulurd reconoció varias agujas de oro, las piedras de un blanco lechoso de que estaban construidos los magníficos edificios. Una tercera parte de Bifrost Eyrie había sido borrada del mapa, como si una escoba gigante de nieve lo hubiera barrido todo, arrasando todos los obstáculos, ya fueran peñascos, edificios o monjes.

El tóptero aterrizó en lo que había sido la plaza de la ciudad, despejada ahora para acoger a los grupos de rescate y salvamento. Los monjes y visitantes supervivientes habían salido al campo nevado. Los monjes utilizaban herramientas improvisadas e incluso las manos desnudas para rescatar a los supervivientes, pero sobre todo para desenterrar cadáveres congelados.

Abulurd bajó del tóptero y ayudó a su mujer a salir. Tenía miedo de que sus piernas temblaran tanto como las de ella. Si bien ráfagas heladas arrojaban cristales de hielo a sus caras, las lágrimas que derramaban los ojos claros de Abulurd no eran de frío.

Al verles llegar, el robusto burgomaestre Onir Rautha-Rabban se adelantó a recibirles. Su boca se abría y cerraba sobre una barbilla barbuda, pero no podía hablar. Por fin, rodeó con sus gruesos brazos a su hija, a la que retuvo durante un largo momento. Abulurd también abrazó a su suegro.

Bifrost Eyrie había sido famosa por su arquitectura, por las ventanas de cristales prismáticos que reflejaban arcoíris en la montaña. La gente que habitaba la ciudad eran artesanos que creaban objetos preciosos, los cuales se vendían a clientes ricos y entendidos de otros planetas. Los más famosos eran los irreemplazables libros de delicada caligrafía, así como adornados manuscritos de la enorme Biblia Católica Naranja. Sólo las Grandes Casas más ricas del Landsraad podían permitirse el lujo de una Biblia escrita a mano y embellecida por los monjes de Lankiveil.

De particular interés habían sido las esculturas de cristal cantarín, armónicas formaciones de cuarzo extraídas de grutas, dispuestas con sumo cuidado y sintonizadas con las longitudes de onda apropiadas, de modo que la resonancia de un cristal, al recibir un levísimo golpe, producía una vibración en el siguiente, y en el siguiente, como una ola de armonía, una música que no se parecía a ninguna otra del Imperio.

—Más cuadrillas de trabajo y transporte vienen hacia aquí —dijo Abulurd a Onir Rautha-Rabban—. Traen pertrechos y suministros de emergencia.

—Lo único que vemos alrededor es dolor y tragedia —dijo Emmi—. Sé que es demasiado para que pienses con lucidez, padre, pero si podemos hacer algo…

El hombre de la barba gris asintió.

—Sí, hay algo que podéis hacer, hija mía. —Onir miró a Abulurd a los ojos—. El mes que viene hemos de pagar nuestro diezmo a la Casa Harkonnen. Hemos vendido suficientes cristales, tapices y libros, y ya habíamos apartado la cantidad requerida de solaris. Pero ahora… —Indicó con un gesto las ruinas que había dejado la avalancha—. Todo está sepultado ahí abajo, y el dinero que tenemos lo necesitaremos para sufragar…

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