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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (34 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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La Cofradía Espacial exigía su soborno periódico de especia.

Por una cantidad exorbitante de esencia de especia, la Cofradía hacía la vista gorda sobre las actividades de terraformación secretas, olvidaba los movimientos de los fremen. Los Harkonnen no podían comprender por qué era tan difícil obtener proyecciones meteorológicas y análisis cartográficos detallados, pero la Cofradía siempre daba excusas… porque los fremen nunca olvidaban pagar la cuota.

Cuando Liet y Warrick encontraron un rincón del arrecife de lava protegido para montar su destiltienda, Liet sacó los pasteles de especia con miel que su madre había hecho. Los dos jóvenes se sentaron, contentos con su mutua compañía, y hablaron de las jóvenes fremen que vivían en los sietches que habían visitado.

A lo largo de los años, los hermanos de sangre habían realizado muchos actos valientes, y también muchas imprudencias. Algunas se habían convertido en desastres, de otras habían escapado por los pelos, pero Liet y Warrick habían sobrevivido a todas. Los dos habían cosechado numerosos trofeos Harkonnen, y habían recibido cicatrices a cambio.

Rieron hasta bien entrada la noche de la ocasión en que habían saboteado los tópteros Harkonnen, de aquella otra en que habían forzado el almacén de un rico mercader y robado golosinas muy preciadas (que luego sabían fatal), de cuando habían perseguido el espejismo de una escurridiza playa blanca salada, con el fin de pedir un deseo.

Satisfechos por fin, los dos se pusieron a dormir bajo la luz de las dos lunas, con la intención de despertar antes del amanecer. Aún les quedaban varios días de viaje.

Una vez atravesada la frontera de los gusanos de arena, donde la humedad del suelo y las largas afloraciones rocosas impedían que los gusanos se desplazaran, Liet-Kynes y Warrick continuaron a pie. Guiados por su sentido de la orientación innato, atravesaron cañones y llanuras gélidas. En gargantas rocosas de altas paredes conglomeradas, vieron antiguos lechos de río secos. Sus sensibles narices fremen eran capaces de detectar un aumento de humedad en el gélido aire.

Los dos jóvenes pasaron una noche en el sietch de las Diez Tribus, donde espejos solares fundían el permafrost del suelo, produciendo así suficiente agua para que crecieran las plantas cuidadas con el máximo esmero. Habían plantado huertos, además de palmeras enanas.

Warrick exhibía una ancha sonrisa en su cara. Se quitó los tapones del destiltraje de la nariz y aspiró una bocanada de aire puro.

—¡Huele las plantas, Liet! Hasta el aire está vivo. —Bajó la voz y miró con solemnidad a su amigo—. Tu padre es un gran hombre.

Los cuidadores tenían una expresión inquietante pero extasiada en su rostro, henchidos de fervor religioso al ver que sus esfuerzos fructificaban. Para ellos, el sueño del Umma Kynes no era un nuevo concepto abstracto, sino un auténtico futuro cercano.

Los fremen reverenciaron al hijo del planetólogo. Algunos se adelantaron para tocarle el brazo y el destiltraje, como si así creyeran estar más cerca del profeta.

—¡Y el desierto se regocijará, y florecerá como una rosa! —gritó un anciano, citando la Sabiduría Zensunni de las Peregrinaciones.

Los demás iniciaron un canto ritual.

—¿Qué es más precioso que la semilla?

—El agua donde germina la semilla.

—¿Qué es más precioso que la roca?

—El suelo fértil que la cubre.

La gente continuó de manera similar, pero su adoración incomodó a Liet. Warrick y él decidieron partir en cuanto las obligaciones de la hospitalidad lo permitieran, después de compartir café con el naib y dormir bien en la fría noche.

La gente del sietch de las Diez Tribus les dio ropas de abrigo, que hasta ahora no habían necesitado. Después, Liet y Warrick se pusieron en marcha de nuevo, con su valiosa carga de especia concentrada.

Cuando los dos jóvenes llegaron a la legendaria fortaleza del mercader de agua Rondo Tuek, el edificio se les antojó más un almacén industrial mugriento que un fabuloso palacio, asentado entre destellantes montañas de hielo blanco. El edificio era cuadrado, comunicado mediante numerosas tuberías y zanjas. Maquinaria de excavación había perforado el suelo duro como el hierro con el fin de extraer la escarcha dispersa enterrada en la tierra, dejando feas montañas de detritos.

La nieve prístina había quedado enterrada mucho tiempo antes en capas de polvo grueso y guijarros, el conjunto consolidado por agua helada. Extraer la humedad era una operación sencilla: se excavaban enormes cantidades de suelo y después se liberaba mediante calor el vapor de agua encerrado.

Liet rompió un pedazo de tierra helada y la lamió, notó el sabor de la sal, así como el del hielo mezclado con la arena. Sabía que el agua estaba allí, pero le parecía tan inaccesible como si se hallara en un lejano planeta. Avanzaron hacia el edificio con sus cajones de especia destilada.

La instalación estaba hecha de bloques de seudocemento fabricados a partir de los restos del proceso de extracción de hielo. Las paredes de la fortaleza eran blancas y sin adornos, tachonadas de ventanas y reforzadas mediante espejos y colectores de energía que absorbían la luz del sol. Hornos de extracción de escarcha emitían gases de escape parduscos, los cuales impregnaban el aire de polvo y arena.

Rondo Tuek era el propietario de una opulenta mansión en Carthag, pero se decía que el mercader de agua visitaba muy pocas veces su espectacular vivienda de la ciudad. Tuek había obtenido pingües beneficios con sus minas de agua en el sur, que vendía en las ciudades del norte y los pueblos de las depresiones y cuencas.

Sin embargo, el terrible clima del hemisferio sur, en especial las impredecibles tormentas de arena, destruían un cargamento de cada cuatro, y Tuek se veía obligado a comprar sin cesar maquinaria nueva, así como a contratar nuevas cuadrillas de trabajadores. Por suerte para él, un cargamento de agua antártica le reportaba suficientes beneficios para superar las pérdidas. Pocos empresarios deseaban correr tales riesgos, pero Tuek tenía contactos secretos con los traficantes, la Cofradía y los fremen. De hecho se rumoreaba que la extracción de agua no era más que una tapadera, un negocio legal que ocultaba la actividad con que en realidad ganaba dinero: actuar de intermediario con los contrabandistas.

Warrick y Liet avanzaron codo con codo entre las ruidosas máquinas y los obreros de otros planetas, hasta las puertas de entrada. Tuek utilizaba sobre todo trabajadores mercenarios que nunca se desplazaban al norte para pasar el tiempo en la árida realidad de Dune. El mercader de agua lo prefería así, pues esos hombres eran más capaces de guardar secretos.

Aunque Liet era más bajo que Warrick, se alzó en toda su estatura y le precedió. Un hombre vestido con mono de trabajo y guantes aislantes les adelantó para dirigirse a su puesto, y les miró de reojo.

Liet le detuvo.

—Somos una delegación fremen, y hemos venido a ver a Rondo Tuek. Yo soy Liet-Kynes, hijo de Pardot Kynes, y este es Warrick…

El obrero señaló con brusquedad hacia atrás.

—Está por ahí dentro. Ve a buscarle.

Se encaminó hacia una de las máquinas que perforaban la roca de hielo incrustada de tierra.

Liet, desairado, miró a su amigo. Warrick sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—De todos modos, no tenemos tiempo para formalidades. Vamos a buscar a Tuek.

Se adentraron en el cavernoso edificio como si trabajaran allí. El aire era frío, aunque globos de calor zumbaban en las paredes y rincones. Liet obtuvo vagas indicaciones de algunos obreros, que le señalaron un pasillo y después el siguiente, hasta que los dos se perdieron por completo en un laberinto de oficinas de inventario, terminales de control y almacenes.

Un hombre bajo y ancho de espalda avanzó hacia ellos, moviendo los brazos.

—No es difícil fijarse en dos fremen aquí dentro —dijo—. Soy Rondo Tuek. Venid a mis aposentos privados. —El hombre miró por encima del hombro—. Y traed vuestros pertrechos. No dejéis esa carga tirada por ahí.

Liet había visto al hombre sólo una vez, años antes, en el banquete celebrado por Fenring en su residencia de Arrakeen. Tenía grandes ojos grises, pómulos aplastados y una barbilla casi inexistente, que convertía su cara en un cuadrado perfecto. Su pelo color herrumbre empezaba a ralear en la coronilla, pero crecía con abundancia en las sienes. Era un hombre de extraño aspecto que caminaba con un paso raro, la antítesis de la gracia que caracterizaba a los fremen.

Tuek les precedió. Liet y Warrick arrastraron los contenedores. Tuvieron que darse prisa para no rezagarse. Todo en aquel lugar parecía ordinario y vulgar, una decepción para Liet. Hasta en el sietch más humilde, los fremen tenían alfombras y colgaduras de alegres colores, o figuras decorativas de piedra arenisca tallada. En los techos había grabados dibujos geométricos, en ocasiones con mosaicos taraceados.

Tuek les guió hasta una ancha pared, tan falta de adornos como las demás. Miró a uno y otro lado para comprobar que sus trabajadores habían abandonado la zona, y luego apoyó la palma contra un lector. La cerradura se abrió con un siseo y reveló una cálida cámara repleta de riquezas inimaginables.

Había botellas de cristal del mejor coñac kirana y vinos de Caladan alineadas en nichos. Una araña incrustada de joyas arrojaba una luz facetada sobre cortinas púrpura que dotaban a las paredes de una suavidad apagada, tan confortable como un útero.

—Ah, los tesoros ocultos del mercader de agua —dijo Warrick.

Las butacas eran enormes y mullidas. Había holos de espectáculos amontonados sobre una mesa de superficie pulida. Espejos moteados situados en el techo reflejaban la luz de las columnas corintias luminosas, hechas de alabastro de Hagal opalescente, que fuegos moleculares iluminaban por dentro.

—La Cofradía trae pocas comodidades a Arrakis. Los Harkonnen no aprecian los objetos bellos, y aparte de ellos pocos se los pueden permitir. —Tuek encogió sus anchos hombros—. Y nadie quiere transportarlas a través de los infiernos del hemisferio sur hasta mi fábrica.

Enarcó sus pobladas cejas.

—Pero debido a mi acuerdo con vuestro pueblo —accionó un control para cerrar las puertas—, la Cofradía envía de vez en cuando naves y las sitúa en la órbita polar. Descienden lanzaderas para entregarme los suministros que necesito. —Palmeó los pesados contenedores de carga que Warrick había traído—. A cambio de vuestro… pago mensual de especia.

—Nosotros lo llamamos soborno de especia —dijo Liet.

Tuek no pareció ofenderse.

—Semántica, hijo mío. La esencia pura de melange que los fremen extraéis de las profundidades del desierto es más valiosa que la miseria encontrada por las cuadrillas Harkonnen en el norte. La Cofradía destina estos cargamentos a su propio uso, pero ¿quién puede comprender lo que los Navegantes consiguen de ella?

Volvió a encogerse de hombros.

Tamborileó con los dedos sobre una libreta.

—Voy a anotar que hemos recibido vuestro pago mensual. He dado órdenes a mi jefe de intendencia de que os proporcione suficientes provisiones para vuestro viaje de vuelta.

Liet no había esperado muchos detalles de Tuek, y aceptó su comportamiento práctico. No quería quedarse allí ni un minuto más, aunque la gente de las ciudades o los pueblos hubiera prolongado su estancia para admirar los adornos exóticos y el elegante mobiliario. Liet no había nacido para apreciar esas cosas.

Como su padre, prefería pasar el día en el desierto, su hogar.

Si se daban prisa, Liet calculaba que podrían llegar al sietch de las Diez Tribus al anochecer. Anhelaba el calor del sol, para así poder flexionar sus manos entumecidas.

Pero era el frío lo que impresionaba a Warrick. Se quedó inmóvil con los brazos abiertos, las botas de desierto plantadas en el suelo.

—¿Has experimentado alguna vez esto, Liet? —Se frotó la mejilla—. Noto la piel quebradiza. —Respiró hondo y miró sus botas—. Y se intuye la presencia de agua. Está aquí, pero… atrapada.

Contempló las montañas parduscas de glaciares incrustados de polvo. Warrick era impulsivo y curioso, y rogó a su amigo que esperara.

—Hemos terminado nuestra misión, Liet. No nos demos tanta prisa en regresar.

Liet se detuvo.

—¿Qué estás tramando?

—Nos encontramos aquí, en las legendarias montañas de hielo. Hemos visto los palmerales y las plantaciones que tu padre inició. Quiero dedicar un día a explorar, a sentir el hielo sólido bajo mis pies. Subir a esos glaciares empinados sería el equivalente de escalar montañas de oro.

—No podrás ver el hielo en estado puro. La humedad está congelada en el polvo y la tierra. —Al ver la expresión ansiosa de su amigo, la impaciencia de Liet se desvaneció—. Será como tú dices, Warrick. ¿A qué vienen tantas prisas? —Para los dos jóvenes de dieciséis años, aquella podía ser una aventura mucho mayor, y más segura, que sus ataques contra las fortalezas Harkonnen—. Vamos a escalar glaciares.

Caminaron bajo la perpetua luz solar apagada del polo sur. La tundra poseía una austera belleza, sobre todo para alguien acostumbrado a la realidad de los desiertos.

Cuando dejaron atrás las excavaciones industriales de Tuek, la delgada nube de polvo y detritos expulsados arrojaba una neblina pardusca sobre el horizonte. Liet y Warrick subieron más, astillaron rocas y encontraron una película de hielo. Chuparon fragmentos rotos del suelo congelado, percibieron el sabor amargo de productos químicos alcalinos, y escupieron la tierra y la arena.

Warrick corrió, disfrutando de la libertad. Como fremen, les habían preparado toda la vida para no bajar jamás la guardia, pero los cazadores Harkonnen no se aventuraban hasta el polo sur. Aquí estaban probablemente a salvo. Probablemente.

Liet continuaba escudriñando el terreno y los riscos que se alzaban en grandes amasijos de tierra pardusca congelada. Se agachó para examinar una marca apenas perceptible, una muesca ínfima.

—Warrick, mira esto.

Estudiaron una pisada impresa en la tierra esponjosa que se había ablandado en el cenit de una estación cálida. Tras examinar el terreno, descubrieron sutiles marcas donde otros rastros habían sido borrados a propósito y con sumo cuidado.

—¿Quién ha estado aquí?

Warrick le miró.

—¿Y por qué se esconden? —añadió—. Estamos lejos de la fábrica de agua de Tuek.

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