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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (32 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Rabban lanzó el primer vibroarpón, una rápida secuencia de potentes lanzazos. En cuanto empezó la matanza, la canción de las ballenas cambió de tono.

Abulurd y Emmi, protegidos con gruesas batas y zapatillas, corrieron hacia los muelles. Confusos criados abrieron las luces del pabellón principal, y los globos brillaron en la oscuridad.

Los distendidos cantos de las ballenas se habían transformado en una cacofonía de chillidos animales. Emmi aferró el brazo de su marido para ayudarle a conservar el equilibrio cuando tropezó en la escalera que descendía a la playa. Intentaba orientarse en la oscuridad, pero las luces que tenían a su espalda eran demasiado brillantes. Sólo distinguían sombras, ballenas que se agitaban… y algo más. Por fin, activaron el faro luminoso situado al final del muelle, que iluminó todo el fiordo.

Emmi lanzó un grito de consternación. Detrás de ellos, bajaban criados por la escalera, algunos provistos de palos o armas toscas, sin saber si les ordenarían defender el pabellón principal.

Una barca a motor se acercó, arrastrando una pesada carga hacia el muelle. Cuando Emmi le dio un codazo, Abulurd subió al muelle para ver quién estaba al timón de la embarcación. No quería admitir lo que ya sabía en el fondo de su corazón.

—¡Lanzadme una cuerda para que pueda amarrarla! —gritó la voz de Glossu Rabban.

Entonces apareció a la luz. Sudaba a causa del ejercicio, y se había quitado la chaqueta. Sus brazos, pecho y cara estaban ensangrentados.

—Creo que he matado ocho. Traigo atadas dos ballenas de las pequeñas, pero necesitaré ayuda para recuperar las demás carcasas. ¿Las despellejáis en el muelle, o las lleváis a alguna instalación?

Abulurd sólo podía mirar, paralizado por el estupor. La cuerda cayó de su mano como una serpiente estrangulada. Rabban se inclinó sobre la borda de la barca, recogió la cuerda y la ató alrededor de una cornamusa.

—¿Tú… las has matado? —preguntó Abulurd—. ¿A todas?

Vio los cadáveres flotantes de dos crías, de pelaje enmarañado y empapado de la sangre que brotaba de numerosas heridas. La piel estaba desgarrada. Sus ojos miraban sin ver como platos desde el agua.

—Pues claro que las he matado. —Rabban frunció el ceño—. De eso se trata cuando sales a cazar.

Bajó de la barca y se quedó inmóvil, como si esperara que le felicitaran por su hazaña.

Abulurd abría y cerraba los puños, mientras una sensación de indignación y asco desconocida se iba apoderando de él. Toda su vida la había esquivado, pero tal vez poseía el legendario temperamento Harkonnen.

Gracias a sus años de experiencia sabía que la caza de ballenas Bjondax debía llevarse a cabo en ciertas épocas y lugares, de lo contrario los grandes rebaños no volverían allí. Rabban no se había tomado la molestia de averiguar los datos básicos sobre la cuestión, no había practicado ninguna de las técnicas, apenas sabía pilotar un barco.

—¡Las has matado en sus zonas de apareamiento, idiota! —gritó Abulurd, y una expresión ofendida y de sorpresa apareció en el rostro de Rabban. Su padre nunca le había hablado así—. Durante generaciones han venido a Tula Fjord para criar a sus retoños y aparearse, antes de regresar a los mares árticos. Pero tienen muy buena memoria, una memoria generacional. Una vez la sangre tiñe el agua, evitan el lugar tanto tiempo como dura el recuerdo.

La cara de Abulurd expresaba horror y frustración. Su propio hijo había maldecido aquellas zonas de apareamiento, había derramado tanta sangre en el fiordo que ninguna ballena Bjondax volvería en décadas.

Rabban contempló las presas que flotaban junto a la barca, y después desvió la vista hacia las aguas del fiordo, sin hacer caso a su padre.

—¿Alguien va a ayudarme, o he de hacerlo solo?

Abulurd le abofeteó y contempló, con horror e incredulidad, su mano, asombrado de haber pegado a su hijo.

Rabban le fulminó con la mirada. Una pequeña provocación más y mataría a todos los presentes.

Su padre prosiguió con voz afligida.

—Las ballenas no volverán aquí a reproducirse. ¿No lo entiendes? Todos estos pueblos del fiordo, toda la gente que vive aquí, dependen del comercio de pieles. Sin las ballenas, estos pueblos morirán. Todos los edificios de la costa quedarán abandonados. Los pueblos se convertirán en ciudades fantasma de la noche a la mañana. Las ballenas no volverán.

Rabban se limitó a menear la cabeza, sin querer comprender la gravedad de la situación.

—¿Por qué te preocupas tanto por esta gente? —Miró a los criados agrupados detrás de sus padres, hombres y mujeres que habían nacido en Lankiveil sin sangre noble y sin perspectivas, simples aldeanos, simples trabajadores—. No tienen nada de especial. Tú les gobiernas. Si vienen tiempos duros, que se aprieten el cinturón. Es la realidad de sus vidas.

Emmi le miró, y dio rienda suelta por fin a las intensas emociones que reprimía.

—¿Cómo te atreves a hablar así? Ha sido difícil perdonarte muchas cosas, Glossu… pero esta es la peor.

Rabban no dio señales de arrepentimiento.

—¿Cómo podéis ser los dos tan ciegos e idiotas? ¿No tenéis idea de quiénes sois, o de quién soy yo? ¡Somos la Casa Harkonnen! —rugió—. Me avergüenzo de ser vuestro hijo.

Sin decir una palabra más se encaminó al pabellón principal, donde se lavó, recogió sus escasas pertenencias y se fue. Quedaba otro día antes de que tuviera permiso del barón para abandonar el planeta. Pasaría ese tiempo en el espaciopuerto.

Ardía en deseos de regresar a un lugar donde la vida tuviera sentido para él.

35

Un hombre que insiste en ir de caza donde no existe, puede que espere eternamente sin tener el menor éxito. La persistencia en la búsqueda no es suficiente.

Sabiduría zensunni de las Peregrinaciones

Durante cuatro años, Gurney Halleck no había descubierto ninguna pista sobre el paradero de su hermana, pero nunca había abandonado la esperanza.

Sus padres se negaban a pronunciar el nombre de Bheth. Continuaban estudiando la Biblia Católica Naranja durante sus silenciosas y aburridas veladas, encontraban serenidad al descubrir citas que afirmaban su papel en la vida…

Gurney se quedó solo con su dolor.

La noche en que recibió la paliza, sin que los habitantes de Dmitri le ayudaran, sus padres habían arrastrado por fin el cuerpo contusionado de Gurney hasta el interior de la vivienda prefabricada. Guardaban algunos medicamentos, pero una vida de privaciones les había enseñado los rudimentos de los primeros auxilios. Su madre le acostó y curó como pudo, mientras su padre montaba guardia junto a las cortinas, esperando en silencio a que los Harkonnen regresaran.

Cuatro años después, las cicatrices de aquella noche conferían a Gurney un aspecto más rudo que antes. Una expresión inquietante se había instalado en su faz rubicunda. Cuando se movía, sentía agudos dolores en sus huesos. En cuanto fue capaz, se levantó y volvió al trabajo. Los aldeanos aceptaron su presencia sin comentarios, y ni siquiera demostraron alivio por su colaboración.

Gurney Halleck sabía que ya no era como ellos.

Tampoco deseaba volver a la taberna, de modo que pasaba las noches en casa. Tras meses de penosos esfuerzos, Gurney consiguió reparar su baliset y extraer música del instrumento, aunque su escala era limitada y no estaba completamente afinado. Las palabras del capitán Kryubi se habían grabado a fuego en su cerebro, pero se negó a dejar de componer canciones que interpretaba en su habitación, donde otras personas podían fingir que no las oían. No obstante, la sátira amarga había desaparecido de sus letras. Ahora, las canciones se concentraban en los recuerdos de Bheth.

Sus padres estaban tan pálidos y demacrados que era incapaz de evocar su imagen, aunque estuvieran sentados en la habitación de al lado. Sin embargo, después de tantos años, recordaba todos los detalles del rostro de su hermana, todos los matices de sus gestos, su pelo pajizo, sus expresiones, su dulce sonrisa.

Plantó más flores en el jardín, cuidó de los lirios cala y las margaritas. Quería conservar con vida las plantas, conservar el recuerdo de Bheth. Mientras trabajaba, tarareaba sus canciones favoritas y experimentaba la sensación de que estaba con él. Hasta imaginaba que tal vez estaban pensando el uno en el otro al mismo tiempo.

Si ella seguía con vida…

Una noche, muy tarde, oyó movimientos en el exterior, vio una forma envuelta en sombras que deambulaba en la oscuridad. Pensó que estaba soñando, hasta que oyó un crujido sonoro y alguien respiró hondo. Se incorporó al instante, oyó que algo se alejaba a toda prisa.

Había una flor sobre el antepecho de su ventana, un lirio cala recién cortado, como un tótem, un mensaje obvio. Su cuenco de pétalos contenía un trozo de papel.

Gurney cogió el lirio, indignado por el hecho de que alguien se burlara de él con la flor favorita de Bheth, pero mientras olía la flor, echó un vistazo al papel. Se trataba de media página escrita con letra apresurada pero femenina. La leyó con tal rapidez que apenas captó la esencia del mensaje.

Las primeras palabras eran: «¡Dile a nuestros padres que estoy viva!».

Gurney arrugó el papel, saltó sobre el antepecho de la ventana y corrió por las calles de tierra. Miró de un lado a otro hasta que vio una sombra desaparecer entre dos edificios. La figura corría hacia la carretera principal, que conducía a una subestación de tránsito y después se adentraba en Harko City.

Gurney no gritó. Eso sólo conseguiría que el desconocido se diera más prisa. Le siguió cojeando, sin hacer caso de los dolores que afligían su cuerpo todavía no recuperado. ¡Bheth estaba viva!

El desconocido dejó atrás la aldea y corrió hacia los campos periféricos. Gurney supuso que tenía un pequeño vehículo aparcado cerca. Cuando el hombre se volvió y vio la vaga silueta que corría hacia él, apretó el paso.

Gurney, jadeante, se precipitó.

—¡Espera! Sólo quiero hablar contigo.

El hombre no se detuvo. A la luz de la luna, vio pies calzados con botas y ropas relativamente elegantes. No era un campesino, desde luego. La dura vida de Gurney había convertido su cuerpo en una máquina de músculo y fibra; y pronto acortó distancias. El desconocido tropezó en el terreno irregular, lo cual concedió a Gurney el tiempo suficiente para abalanzarse sobre él.

El hombre intentó levantarse y huir hacia los campos, pero Gurney le retuvo. Rodaron hasta caer en una zanja de dos metros de profundidad, donde los aldeanos habían plantado tubérculos krall.

Gurney agarró al hombre por la pechera de la camisa y le empujó contra la pared de la zanja. Rocas, grava y polvo cayeron a su alrededor.

—¿Quién eres? ¿Has visto a mi hermana? ¿Se encuentra bien?

Gurney acercó la luz de su crono a la cara del hombre. Pálido, ojos hundidos que se movían nerviosamente. Facciones afables.

El hombre escupió tierra e intentó revolverse. Llevaba el pelo muy bien cortado. Su ropa era la más cara que Gurney había visto en su vida.

—¿Dónde está? —Gurney acercó la cara y extendió la nota, como si fuera una prueba acusadora—. ¿De dónde ha salido esto? ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo sabías lo del lirio?

El hombre resolló y liberó uno de sus brazos para frotarse un tobillo dolorido.

—Yo… soy el empadronador Harkonnen de este distrito. Viajo de pueblo en pueblo. Mi trabajo es llevar la cuenta de toda la gente que sirve al barón.

Tragó saliva.

Gurney aumentó su presa sobre la camisa.

—Veo a mucha gente. Yo… —Emitió una tosecita nerviosa—. Vi a tu hermana. Está en un lupanar, cerca de una guarnición militar. Me pagó el dinero que había ahorrado durante años.

Gurney respiró hondo, concentrado en cada palabra.

—Le dije que mis desplazamientos me llevarían al pueblo de Dmitri. Me dio todos sus solaris y escribió esta nota. Me dijo lo que debía hacer, y yo cumplí mi palabra. —Apartó la mano de Gurney y se incorporó, indignado—. ¿Por qué me has atacado? Te he traído noticias de tu hermana.

—Quiero saber más —gruñó Gurney—. ¿Cómo puedo encontrarla?

El hombre meneó la cabeza.

—Sólo me pagó para que sacara a escondidas esta nota. Lo hice a riesgo de mi vida, y ahora vas a conseguir delatarme. No puedo hacer nada más por ti, ni por ella.

Las manos de Gurney aferraron la garganta del hombre.

—Sí que puedes. Dime qué lupanar, qué guarnición militar. ¿Prefieres correr el riesgo de que los Harkonnen te descubran… o que yo te mate? —Apretó la laringe del hombre para dar ejemplo—. ¡Dímelo!

Era la primera noticia que Gurney había recibido de su hermana en cuatro años, y no iba a dejar escapar la oportunidad. Bheth estaba viva. Su corazón se inflamó de alegría.

El empadronador sufrió arcadas.

—Una guarnición situada sobre el monte Ebony y el lago Vladimir. Cerca, los Harkonnen tienen pozos de esclavos y minas de obsidiana. Los soldados vigilan a los prisioneros. El lupanar… —Tragó saliva, temeroso de revelar la información—. El lupanar sirve a todos los soldados. Tu hermana trabaja allí.

Gurney, tembloroso, intentó pensar en cómo cruzar el continente. Tenía escasos conocimientos de geografía, pero podía reunir más. Contempló la luna desaparecer tras las nubes, al tiempo que empezaba a concebir un plan provisional para liberar a Bheth.

Gurney asintió y dejó caer los brazos. El empadronador salió de la zanja y se alejó por los campos cojeando por culpa del tobillo torcido. Se dirigía hacia un grupo de matorrales, tras el cual debía de haber escondido un vehículo.

Gurney, entumecido y agotado, se derrumbó contra la pared de la zanja. Exhaló un profundo suspiro. Le daba igual que el hombre hubiera escapado.

Al fin tenía una pista del paradero de su hermana.

36

El gobernante eficaz castiga a la oposición al tiempo que recompensa la colaboración; mueve sus fuerzas al azar; oculta los principales elementos de su poder; pone en marcha un ritmo de contraposición que desequilibra a sus oponentes.

W
ESTHEIMER
A
TREIDES
,
Elementos del liderazgo

Cuando Leto fue padre, tuvo la impresión de que el tiempo pasaba más deprisa todavía.

El niño, vestido con una armadura de juguete y provisto de un escudo de papel laminado, atacó con ferocidad al toro salusano de peluche con su vara, y después retrocedió. Victor, el hijo de dos años del duque Atreides, se tocaba con una gorra festoneada de verde con un emblema rojo Atreides.

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