Dublineses (11 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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—No creo, señor —le dijo—, que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta.

Se hizo una pausa hasta en la misma respiración de los empleados. Todos estaban sorprendidos (el autor de la salida no menos que sus vecinos), y Miss Delacour, que era una mujer robusta y afable, empezó a reírse. Mr. Alleyne se puso rojo como una langosta y su boca se torció con la vehemencia de un enano. Sacudió el puño en la cara del hombre hasta que pareció vibrar como la palanca de alguna maquinaria eléctrica.

—¡So impertinente! ¡So rufián! ¡Le voy a dar una lección! ¡Va a saber lo que es bueno! ¡Se excusa usted por su impertinencia o queda despedido al instante! ¡O se larga usted, ¿me oye?, o me pide usted perdón!

Se quedó esperando en el portal frente a la oficina para ver si el cajero salía solo. Pasaron todos los empleados y, finalmente, salió el cajero con el oficinista jefe. Era inútil hablarle cuando estaba con el jefe. El hombre se sabía en una posición desventajosa. Se había visto obligado a dar una abyecta disculpa a Mr. Alleyne por su impertinencia, pero sabía la clase de avispero que sería para él la oficina en el futuro. Podía recordar cómo Mr. Alleyne le había hecho la vida imposible a Peakecito para colocar en su lugar a un sobrino. Se sentía feroz, sediento y vengativo: molesto con todos y consigo mismo. Mr. Alleyne no le daría un minuto de descanso; su vida sería un infierno. Había quedado en ridículo. ¿Por qué no se tragaba la lengua? Pero nunca congeniaron, él y Mr. Alleyne, desde el día en que Mr. Alleyne lo oyó burlándose de su acento de Irlanda del Norte para hacerles gracia a Higgins y a Miss Parker: ahí empezó todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins, pero nunca tenía nada. Un hombre con dos casas que mantener, cómo iba, claro, a tener…

Sintió que su corpachón dolido le echaba de menos a la comodidad del pub. La niebla le calaba los huesos y se preguntó si podría darle un toque a Pat en O'Neill's. Pero no podría tumbarle más que un chelín —y de qué sirve un chelín—. Y, sin embargo, tenía que conseguir dinero como fuera: había gastado su último penique en la negra y dentro de un momento sería demasiado tarde para conseguir dinero en otro sitio. De pronto, mientras se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de préstamos de Terry Kelly, en Fleet Street. ¡Trato hecho! ¿Cómo no se le ocurrió antes?

Con paso rápido atravesó el estrecho callejón de Temple Bar, diciendo por lo bajo que podían irse todos a la mierda, que él iba a pasarla bien esa noche. El dependiente de Terry Kelly dijo «¡Una corona!». Pero el acreedor insistió en seis chelines; y como suena le dieron seis chelines. Salió alegre de la casa de empeño, formando un cilindro con las monedas en su mano. En Westmoreland Street las aceras estaban llenas de hombres y mujeres jóvenes volviendo del trabajo y de chiquillos andrajosos corriendo de aquí para allá gritando los nombres de los diarios vespertinos. El hombre atravesó la multitud presenciando el espectáculo por lo general con satisfacción llena de orgullo, y echando miradas castigadoras a las oficinistas. Tenía la cabeza atiborrada de estruendo de tranvías, de timbres y de frote de troles, y su nariz ya olfateaba las coruscantes emanaciones del ponche. Mientras avanzaba repasaba los términos en que relataría el incidente a los amigos:

Así que lo miré a él en frío, tú sabes, y le clavé los ojos a ella. Luego lo miré a él de nuevo, con calma, tú sabes. «No creo que sea justo que usted me pregunte a mí eso», díjele.

Chisme Flynn estaba sentado en su rincón de siempre en Davy Byrne's y, cuando oyó el cuento, convidó a Farrington a una media, diciéndole que era la cosa más grande que oyó jamás. Farrington lo convidó a su vez. Al rato vinieron O'Halloran y Paddy Leonard. Hizo de nuevo el cuento.

O'Halloran pagó una ronda de maltas calientes y contó la historia de la contesta que dio al oficinista jefe cuando trabajaba en la Callan's de Fownes's Street; pero, como su respuesta tenía el estilo que tienen en las églogas los pastores liberales, tuvo que admitir que no era tan ingeniosa como la contestación de Farrington. En esto Farrington les dijo a los amigos que la pulieran, que él convidaba.

¡Y quién vino cuando hacía su catálogo de venenos sino Higgins! Claro que se arrimó al grupo. Los amigos le pidieron que hiciera su versión del cuento y él la hizo con mucha vivacidad, ya que la visión de cinco whiskys calientes es muy estimulante. El grupo rugió de risa cuando mostró cómo Mr. Alleyne sacudía el puño en la cara de Farrington. Luego, imitó a Farrington, diciendo: «Y allí estaba mi tierra, tan tranquila», mientras Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y sucios, sonriendo y a veces chupándose las gotas de licor que se le escurrían por los bigotes.

Cuando terminó la ronda se hizo una pausa. O'Halloran tenía algo, pero ninguno de los otros dos parecía tener dinero; por lo que el grupo tuvo que dejar el establecimiento a pesar suyo. En la esquina de Duke Street, Higgins y Chisme Flynn doblaron a la izquierda, mientras que los otros tres dieron la vuelta rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las calles frías y, cuando llegaron a las Oficinas de Lastre, Farrington sugirió la Scotch House. El bar estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y de vasos. Los tres hombres se abrieron paso por entre los quejumbrosos cerilleros a la entrada y formaron su grupito en una esquina del mostrador. Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a un tipo joven llamado Weathers, que era acróbata y artista itinerante del Tívoli. Farrington invitó a todo el mundo. Weathers dijo que tomaría una media de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que tenía noción de las cosas, les preguntó a los amigos si iban a tomar también Apollinaris; pero los amigos le dijeron a Tim que hiciera el de ellos caliente. La conversación giró en tomo al teatro. O'Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó otra, con Weathers protestando de que la hospitalidad era demasiado irlandesa. Prometió que los llevaría tras bastidores para presentarles algunas artistas agradables. O'Halloran dijo que él y Leonard irían pero no Farrington, ya que era casado; y los pesados ojos sucios de Farrington miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que sabía que era chacota. Weathers hizo que todos bebieran una tinturita por cuenta suya y prometió que los vería algo más tarde en Mulligan's de Poolbeg Street.

Cuando la Scotch House cerró se dieron una vuelta por Mulligan's. Fueron al salón de atrás y O'Halloran ordenó
grogs
para todos. Empezaban a sentirse entonados. Farrington acababa de convidar a otra ronda cuando regresó Weathers. Para gran alivio de Farrington esta vez pidió un vaso de negra. Los fondos escaseaban, pero les quedaba todavía para ir tirando. Al rato entraron dos mujeres jóvenes con grandes sombreros y un joven de traje a cuadros y se sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó y le dijo a su grupo que acababan de salir del Tívoli. Los ojos de Farrington se extraviaban a menudo en dirección a una de las mujeres. Había una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa bufanda de muselina azul pavoreal daba vueltas al sombrero para anudarse en un gran lazo por debajo de la barbilla; y llevaba guantes color amarillo chillón, que le llegaban al codo. Farrington miraba, admirado, el rollizo brazo que ella movía a menudo y con mucha gracia; y cuando, más tarde, ella le devolvió la mirada, admiró aún más sus grandes ojos pardos. Todavía más lo fascinó la expresión oblicua que tenían. Ella lo miró de reojo una o dos veces y cuando el grupo se marchaba, rozó su silla y dijo: «Oh, perdón», con acento de Londres. La vio salir del salón en espera de que ella mirara para atrás, pero se quedó esperando. Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que había tenido que pagar, particularmente los whiskys y las Apollinaris que tuvo que pagarle a Weathers. Si había algo que detestaba era un gorrista. Estaba tan bravo que perdió el rastro de la conversación de sus amigos.

Cuando Paddy Leonard le llamó la atención se enteró de que estaban hablando de pruebas de fortaleza física. Weathers exhibía sus músculos al grupo y se jactaba tanto que los otros dos llamaron a Farrington para que defendiera el honor patrio. Farrington accedió a subirse una manga y mostró sus bíceps a los circunstantes. Se examinaron y comprobaron ambos brazos y finalmente se acordó que lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la mesa y los dos hombres apoyaron sus codos en ella, enlazando las manos. Cuando Paddy Leonard dijo: «¡Ahora!», cada cual trató de derribar el brazo del otro. Farrington se veía muy serio y decidido.

Empezó la prueba. Después de unos treinta segundos, Weathers bajó el brazo de su contrario poco a poco hasta tocar la mesa. La cara color de vino tinto de Farrington se puso más tinta de humillación y de rabia al haber sido derrotado por aquel mocoso.

—No se debe echar nunca el peso del cuerpo sobre el brazo —dijo—. Hay que jugar limpio.

—¿Quién no jugó limpio? —dijo el otro.

—Vamos, de nuevo. Dos de tres.

La prueba comenzó de nuevo. Las venas de la frente se le botaron a Farrington y la palidez de la piel de Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y brazos temblaban por el esfuerzo. Después de un largo pulseo Weathers volvió a bajar la mano de su rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un murmullo de aplauso de parte de los espectadores. El dependiente, que estaba de pie detrás de la mesa, movió en asentimiento su roja cabeza hacia el vencedor y dijo con confianza zoqueta:

—¡Vaya! ¡Más vale maña!

—¿Y qué carajo sabes tú de esto? —dijo Farrington furioso, cogiéndola con el hombre—. ¿Qué tienes tú que meter tu jeta en esto?

—¡Sió! ¡Sió! —dijo O'Halloran, observando la violenta expresión de Farrington—. A ponerse con lo suyo, caballeros. Un sorbito y nos vamos.

Un hombre con cara de pocos amigos esperaba en la esquina del puente de O'Connell el tranvía que lo llevaba a su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de desquitarse; no estaba siquiera borracho; y no tenía más que dos peniques en el bolsillo. Maldijo a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina, había empeñado el reloj y gastado todo el dinero; y ni siquiera se había emborrachado. Empezó a sentir sed de nuevo y deseó regresar al caldeado pub. Había perdido su reputación de fuerte, derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó el corazón de rabia, y cuando pensó en la mujer del sombrerón que se rozó con él y le pidió «¡Perdón!», su furia casi lo ahogó.

El tranvía lo dejó en Shelbourne Road y enderezó su corpachón por la sombra del muro de las barracas. Odiaba regresar a casa. Cuando entró por el fondo se encontró con la cocina vacía y el fogón de la cocina casi apagado. Gritó por el hueco de la escalera:

—¡Ada! ¡Ada!

Su esposa era una mujercita de cara afilada que maltrataba a su esposo si estaba sobrio y era maltratada por éste si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño bajó corriendo las escaleras.

—¿Quién es ése? —dijo el hombre, tratando de ver en la oscuridad.

—Yo, papá.

—¿Quién es yo? ¿Charlie?

—No, papá, Tom.

—¿Dónde se metió tu madre?

—Fue a la iglesia.

—Vaya… ¿Me dejó comida?

—Sí, papá, yo…

—Enciende la luz. ¿Qué es esto de dejar la casa a oscuras? ¿Ya están los otros niños en la cama?

El hombre se sentó pesadamente a la mesa mientras el niño encendía la lámpara. Empezó a imitar la voz blanca de su hijo, diciéndose a media: «A la iglesia. ¡A la iglesia, por favor!» Cuando se encendió la lámpara, dio un puñetazo en la mesa y gritó:

—¿Y mi comida?

—Yo te la voy… a hacer, papá —dijo el niño.

El hombre saltó furioso, apuntando para el fogón.

—¿En esa candela? ¡Dejaste apagar la candela! ¡Te voy a enseñar por lo más sagrado a no hacerlo de nuevo!

Dio un paso hacia la puerta y sacó un bastón de detrás de ella.

—¡Te voy a enseñar a dejar que se apague la candela! —dijo, subiéndose las mangas para dejar libre el brazo.

El niño gritó: «Ay, papá» y le dio vueltas a la mesa, corriendo y gimoteando. Pero el hombre le cayó detrás y lo agarró por la ropa. El niño miró a todas partes desesperado pero, al ver que no había escape, se hincó de rodillas.

—¡Vamos a ver si vas a dejar apagar la candela otra vez! —dijo el hombre, golpeándolo salvajemente con el bastón—. ¡Vaya, coge, maldito!

El niño soltó un alarido de dolor al sajarle el palo un muslo. Juntó las manos en el aire y su voz tembló de terror.

—¡Ay, papá! —gritaba—. ¡No me pegues, papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti… Voy a rezar un avemaría por ti, papacito, si no me pegas… Voy a rezar un padrenuestro…

Polvo y ceniza

La supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.

María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: «Sí, mi niña», y «No, mi niña». La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la supervisora le dijo:

—¡María, es usted una verdadera pacificadora!

Y hasta la auxiliar y dos damas del comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.

Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: «Un Regalo de Belfast». Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.

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