Drácula, el no muerto (46 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Mina trató de encontrar a Báthory en su mente, pero sólo vio nubes y cielo. No estaba segura de qué significaba eso. Obviamente, el hecho de que fuera una cantidad pequeña de sangre la que había intercambiado con Báthory hacía imposible que Mina obtuviera una imagen clara de sus acciones. Sin lugar a dudas, lo había planeado así. Pero Báthory había sufrido quemaduras de consideración, y necesitaba tiempo para regenerarse. La cuestión era cuánto.

Mina dio marcha atrás y volvió a incorporarse a la carretera. Tenía que llegar a un lugar familiar que pudiera defender, un lugar donde reunirse con Quincey. Tenía que volver a la abadía de Carfax.

Después de regresar a Inglaterra tras su boda, Mina se había enterado de la muerte de Lucy. Ella y Jonathan todavía no habían consumado sus votos matrimoniales, porque Jonathan estaba demasiado enfermo por su terrible experiencia en Transilvania y Mina demasiado sobrecogida por el dolor. Sin embargo, Jonathan había encontrado la fuerza necesaria para unirse a la banda de héroes a fin de encontrar y destruir los ataúdes de Drácula. Fue esa noche cuando Drácula había llegado a Mina. Ella estaba asombrada de que Drácula estuviera tan afligido por Lucy como ella. Culpó a Van Helsing de su muerte. Mina no sabía qué creer. No podía equiparar al monstruo del que hablaba Van Helsing con el atractivo príncipe de la realeza que le daba consuelo. Mina, que no quería decirle a Jonathan que Drácula había acudido a ella, había contado que Drácula le había explicado la verdadera naturaleza de la muerte de Lucy en un sueño. Van Helsing, temiendo que hubiera estado influida por el monstruo, había insistido en que la mantuvieran al margen de sus planes. Como escribió en sus diarios de entonces: «Me resulta extraño que me mantengan al margen después de la confianza total de Jonathan durante tantos años».

Mina se había enfadado con Jonathan. Su relación se había vuelto tensa. Ella y Jonathan se encontraban en la residencia del doctor Seward en Whitby cuando Drácula se presentó de noche. Él le confesó su amor y le ofreció hacer todos sus sueños y deseos realidad. Mientras Jonathan yacía dormido a su lado, Mina no se había podido resistir y se había ido voluntariamente con el príncipe a la abadía de Carfax. Esa vez, a solas con Drácula en las ruinas de la abadía, había sido la primera vez en meses que se sintió en paz, segura y verdaderamente amada.

—No me he atrevido a regresar a Whitby —dijo ahora Mina en voz alta, con la esperanza de que pudiera convencerse de que estaba haciendo lo correcto—. No he estado en la abadía de Carfax desde la noche que pasamos juntos. Cuando…

No pudo decir las palabras por la marea de emociones mezcladas. Recordaba lo mucho que había ansiado revivir esa noche que había pasado con Drácula en Carfax.

Mina pensaba que su compañero estaba dormido, y se sorprendió cuando sus palabras emergieron de debajo de la manta.

—Es lo adecuado. Terminará donde todo empezó.

Habló como un guerrero. No había compromiso en él. Báthory había sobrevivido durante siglos conspirando y retirándose. En cambio, Drácula había atacado donde otros no se atrevían. Pero había un precio por su valor y lo pagaban todos aquellos que lo rodeaban. La sangre siempre engendraba sangre. La lucha constante no era una forma de vivir: no era la lección de vida que quería legarle a Quincey.

Su hijo era el futuro. Mina necesitaba asegurarse de que los sobreviviría a todos. La sangre que fluía por sus venas le daba la fuerza para defenderlo de Báthory, y él necesitaba protección en ese momento más que nunca. Jamás había sido testigo de la fuerza plena de un vampiro. Mina sentía que Quincey había recibido su mensaje telepático y que acudiría a su encuentro. Si tenía razón en su predicción de que Báthory necesitaba tiempo para sanar, todavía había una oportunidad para que escapara. Si Quincey lograba llegar a Carfax antes de que Báthory los encontrara, Mina quizá podría embarcar con su hijo a América. Una vez que Quincey estuviera a salvo y fuera del alcance de Báthory, Mina podría regresar y, en lugar de ser cazada se convertiría en cazadora. Ella y Drácula encontrarían a Báthory, descubrirían dónde dormía en las horas diurnas y la destruirían cuando yaciera indefensa en su ataúd.

Aceleraba por la campiña inglesa; el sol empezaba a bajar en el horizonte. Había estado conduciendo la mayor parte del día y eso le había dado tiempo para pensar. Su racionalidad se había impuesto a sus instintos primarios. El fanatismo y la obsesión eran los defectos de los personajes clásicos y de individuos como Báthory, Cotford y Drácula. No serían los suyos. Ella y Quincey sobrevivirían, porque estaban dispuestos a alejarse. Vivirían para luchar un día más.

El sargento Lee abrió el armario y miró con precaución en la oscuridad. No había nada dentro salvo ropa colgada. Al cerrar la puerta, miró por la ventana para inspeccionar el cielo nocturno: lluvia, truenos distantes y relámpagos. Lee cerró las cortinas.

—Todo despejado. Nada que temer.

—Debajo de la cama —susurró la voz detrás de él.

Debajo de la cama. Por supuesto. Lee era tan alto que detestaba tener que agacharse bajo la cama, pero para mantener la paz obedeció. Nada. Ni siquiera un calcetín perdido.

—No hay nada —anunció—. No hay monstruos aquí.

Se levantó y miró en los ojos aliviados de su hijo de cinco años; se volvió y sonrió a su hija de cuatro años. Los dos niños estaban acurrucados en sus camas, bajo las sábanas. Lee odiaba mentir a sus hijos. Nadie sabía mejor que él que realmente había monstruos en el mundo. No de la clase que los niños imaginaban, duendes y similares, sino monstruos reales, monstruos que acechaban en las calles oscuras de Londres buscando a quien hacer daño. La clase de monstruos que él había jurado llevar ante la justicia. Era mejor que los niños permanecieran ajenos a tales horrores reales mientras pudieran.

Lee alisó las sábanas al inclinarse para besar a sus hijos en la frente.

—Buenas noches, dulces sueños.

—No olvides la puerta, papi —susurró con urgencia su hija.

—La dejaré entornada como siempre. —Le sonrió—. Os quiero.

Sus hijos creían que la luz de los apliques del pasillo repelía a los monstruos.

Ojalá fuera tan sencillo.

Salió al pasillo y vio a su mujer, ya con camisón y gorro, esperando para darle las buenas noches. Reconoció la expresión de preocupación en su rostro. Cogió a su mujer del brazo y la llevó a la sala de estar. Necesitaba hablar y quería asegurarse de que no les oyeran los niños.

—¿Qué vas a decirles? —preguntó ella, alarmada.

—No quiero que te preocupes. No me pasará nada —dijo Lee.

Había estado sumido en una profunda tristeza desde que había recibido el telegrama de Scotland Yard esa tarde, y su mujer estaba al borde del pánico. El telegrama era una confirmación oficial, pero Lee ya conocía la triste noticia por el inspector Huntley, que había estado en la zona de la estación de metro de Strand esa mañana. El inspector Cotford, el forense de la Policía, el agente Price y los policías que los habían acompañado estaban muertos. Los capitostes de Scotland Yard tenían muchas preguntas sin contestar y Lee iba a comenzar su turno nocturno con una citación a la oficina del subdirector para describir su papel en las acciones del inspector Cotford. Se sacudió el polvo de las rodillas y se remetió los faldones de la camisa blanca almidonada.

Después de averiguar que Cotford había muerto siguiendo sus creencias, el instinto inicial de Lee había sido coger la espada de la mano de su amigo muerto y continuar la carga. Pero, cuando se obligó a dejar la rabia de lado, se dio cuenta de que no podía permitirse ceder a su sed de venganza. No podía permitirse ser aniquilado como Cotford. Se negaba a viajar por esa oscura senda. Era difícil para él admitirlo, pero Van Helsing y Cotford eran lados opuestos de la misma moneda. Ambos habían sido consumidos por una búsqueda tenebrosa. Al final, decir la verdad no devolvería la vida a su compañero ni descubriría la identidad de Jack el Destripador. Los superiores de Lee le echarían una reprimenda, posiblemente incluso lo apartarían del servicio por participar en la investigación injustificada e imprudente de Cotford. No podía arriesgar su carrera diciéndoles a sus superiores lo que no querían oír. Sin su trabajo, ¿cómo mantendría Lee a su familia? Un hombre debería medirse por lo que era capaz de proporcionar a su familia y no por cuántos criminales detenía. En ese punto, él difería en gran medida del difunto inspector. Siempre habría delincuentes vagando por la calle: era una batalla interminable. Lee miró atrás por el pasillo hacia la habitación de sus hijos y los imaginó cayendo en un apacible sueño. No sintió culpa al decidir lo que tenía que hacer: traicionaría al inspector. Mentiría a sus superiores y declararía que su compañero estaba como una cabra y que había perdido el juicio. No sería del todo mentira. El inspector era un fanático, y eso había sido su perdición. Lee testificaría que se dio cuenta de su locura y que aquélla fue la razón por la que se había negado a unirse al inspector en su nueva investigación de los crímenes del Destripador. Al fin y al cabo, Huntley le había dado su palabra de que nunca lo implicaría. Siendo un viejo militar, como lo era Lee, el subdirector aceptaría aquella explicación y respetaría su lealtad. Creía que ese proceder incluso le ayudaría en su carrera; a partir de entonces, lo verían como un hombre en el cual se podía confiar.

Después de ponerse el sobretodo y el sombrero y besar a su mujer, Lee la acompañó a la cama. Una vez que oyó que se cerraba la puerta del dormitorio matrimonial, se apresuró a entrar en su estudio y abrió el cajón inferior. Sacó el viejo expediente que Cotford se había llevado de Scotland Yard. Al leer el nombre que había en la tapa sintió un escalofrío:
Abraham van Helsing
.

Lee volvió a la sala y alimentó la chimenea con el atizador. El momento de la verdad. De nuevo con una creciente sensación de culpa, trató de justificar su acción. Había deducido por las pruebas del Midland Grand que Arthur Holmwood había atravesado el pecho de Van Helsing con una flecha y que ambos se habían precipitado al vacío. Si Cotford tenía razón y Van Helsing era Jack el Destripador, entonces había terminado todo. El inspector nunca había buscado la gloria. Sólo había buscado justicia, y se había hecho justicia. Respecto a Mina Harker, no quedaba ninguna prueba que la implicara en crimen alguno.

Estaba seguro de que era Quincey Harker el hombre que había visto junto al cadáver de Holmwood a las puertas del Midland Grand Hotel. A pesar de lo que creía haber visto, se ceñiría a los hechos. Los hechos eran… que no tenía pruebas reales contra aquel joven. Además, el caso de asesinato del callejón, el que había puesto en marcha todo aquello, pertenecía al inspector Huntley. No era problema suyo.

Lee arrojó el expediente de Van Helsing a la chimenea y observó que los papeles se oscurecían, humeaban y ardían. Había terminado con Jack el Destripador. Rogó a Dios que lo perdonara. Bien o mal, la parte de Lee en esa historia había acabado.

Las nubes se arremolinaron y cubrieron rápidamente la luna, sumiendo el campo inglés en la oscuridad. El caballo de Quincey galopaba por la costa, jadeando, resollando y sudando. Se encogió ante el rugido distante de un trueno. Una serie de relámpagos desgarraron el cielo, causando que la montura de Quincey se parara en seco y luego se desbocara de repente. Quincey clavó los talones y tiró con fuerza de las riendas, tratando de mantener el equilibrio. Por fin controló al caballo y le dio unos golpecitos en el cuello para tranquilizarlo. Era como si los elementos le arrojaran toda la ira del cielo a su paso para frenar su marcha. ¿Acaso no había mencionado Stoker en su novela que Drácula controlaba los elementos? Apenas quedaba un alma a la que preguntar si las suposiciones de Stoker eran ciertas.

«Drácula sabe que voy», se dijo.

Quincey apretó los muslos y obligó al caballo a ponerse de nuevo en marcha. Era la sangre. Todo lo que él supiera, lo sabía Drácula. La sorpresa estaba descartada. Quincey comprendió que las posibilidades no estaban a su favor, pero no flaquearía en su persecución. Drácula tenía que morir.

Si le hubieran preguntado a Quincey por su fe en lo sobrenatural dos meses antes, se habría reído a carcajadas. Ahora se había dado cuenta de su error. Dependía de él terminar la adusta tarea que la valerosa banda de héroes había iniciado veinticinco años antes.

Cabalgando por los páramos, Quincey se convenció de que ése había sido siempre su destino. Por primera vez en su vida, el camino por el que viajaba estaba despejado de culpa, remordimiento, miedo o duda. Quincey estaba decidido. Se dice que aquellos que dan la espalda a su destino nunca pueden encontrar el éxito. Él había aplicado esa lógica en su decisión de convertirse en actor. Ahora las consecuencias que se derivaban de sus actos eran mucho mayores.

Siguió al galope, se agachó bajo la rama de un árbol que casi lo descabalga: tan perdido había estado en sus pensamientos que no lo había visto venir. Sólo sus sentidos recién potenciados lo habían salvado de golpearse la cara. Hubiera sido una forma de morir bastante estúpida. Quincey nunca había pensado demasiado en su propia muerte. Era joven y, hasta hacía sólo unos días, aún creía que era invencible. Ojalá fuera cierto. Sentía que su búsqueda de sangre se hinchaba con la tormenta que se avecinaba. Recordó una frase de Macbeth, un papel que conocía pero que nunca había tenido la oportunidad de representar en el escenario: «Lucharé hasta el final. Pega bien, Macduff; y maldito el que grite “basta”».

Báthory saltó los escalones de la basílica de Saint-Denis cuando el cielo nocturno empezaba a disolverse en el azul traslúcido del alba. Si hubiera habido alguien despierto para ser testigo de su llegada, le habría parecido que una de las gárgolas de piedra había caído al suelo. La capa negra con capucha que llevaba Báthory para cubrirse la piel chamuscada se mezclaba casi a la perfección con la piedra.

Báthory caminó hacia la entrada de la iglesia. Sufría un dolor torturante. Las llamas la habían quemado profundamente; sus músculos se habían endurecido y constreñido. Con cada nuevo movimiento, sentía que su carne se rasgaba y renacía lentamente. Ansiaba descansar y el abrazo amoroso de sus mujeres de blanco. Ellas habrían estado ansiosas por cuidar de sus heridas. Báthory echaba de menos la devoción que le profesaban. Ahora estaban muertas. Dos razones más para que Drácula y Mina sufrieran.

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