Así pues, echamos llave a la tumba y nos fuimos, y escalamos el muro del cementerio, lo cual no fue una tarea muy difícil, y condujimos de regreso a Piccadilly.
27 de septiembre.
Amigo John:
Le escribo esto por si algo sucediera. Voy a ir solo a vigilar ese cementerio de la iglesia. Me agradaría que la muerta viva, o no muerta, la señorita Lucy, no saliera esta noche, con el fin de que mañana a la noche esté más ansiosa. Por consiguiente, debo preparar ciertas cosas que no serán de su agrado: ajos y un crucifijo, para sellar la entrada de la tumba. No hace mucho tiempo que es muerta viva, y tendrá cuidado. Además, esas cosas tienen el objeto de impedir que salga, puesto que no pueden vencerla si desea entrar; porque, en ese caso, el muerto vivo está desesperado y debe encontrar la línea de menor resistencia, sea cual sea. Permaneceré alerta durante toda la noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, y si existe algo que pueda observarse, lo haré. No tengo miedo de la señorita Lucy ni temo por ella; en cuanto a la causa a la que debe el ser muerta viva, tenemos ahora el poder de registrar su tumba y guarecernos. Es inteligente, como me lo ha dicho el señor Jonathan, y por el modo en que nos ha engañado durante todo el tiempo que luchó con nosotros por apoderarse de la señorita Lucy. La mejor prueba de ello es que perdimos. En muchos aspectos, los muertos vivos son fuertes. Tienen la fuerza de veinte hombres, e incluso la de nosotros cuatro, que le dimos nuestras fuerzas a la señorita Lucy. Además, puede llamar a su lobo y no sé qué pueda suceder. Por consiguiente, si va allá esta noche, me encontrará allá; pero no me verá ninguna otra persona, hasta que sea ya demasiado tarde. Empero, es posible que no le resulte muy atractivo ese lugar. No hay razón por la que debiera presentarse, ya que su coto de caza contiene piezas más importantes que el cementerio de la iglesia donde duerme la mujer muerta viva y vigila un anciano.
Por consiguiente, escribo esto por si acaso… Recoja los papeles que se encuentran junto a esta nota: los diarios de Harker y todo el resto, léalos, y, después, busque a ese gran muerto vivo, córtele la cabeza y queme su corazón o atraviéselo con una estaca, para que el mundo pueda estar en paz sin su presencia.
Si sucede lo que temo, adiós.
VAN
H
ELSING
28 de septiembre.
Es maravilloso lo que una buena noche de sueño reparador puede hacer por uno. Ayer estaba casi dispuesto a aceptar las monstruosas ideas de van Helsing, pero, en estos momentos, veo con claridad que son verdaderos retos al sentido común. No me cabe la menor duda de que él lo cree todo a pies juntillas. Me pregunto si no habrá perdido el juicio. Con toda seguridad debe haber alguna explicación lógica de todas esas cosas extrañas y misteriosas. ¿Es posible que el profesor lo haya hecho todo él mismo? Es tan anormalmente inteligente que, si pierde el juicio, llevaría a cabo todo lo que se propusiera, con relación a alguna idea fija, de una manera extraordinaria. Me niego a creerlo, puesto que sería algo tan extraño como lo otro descubrir que van Helsing está loco; pero, de todos modos, tengo que vigilarlo cuidadosamente. Es posible que así descubra algo relacionado con el misterio.
29 de septiembre, por la mañana
… Anoche, poco antes de las diez, Arthur y Quincey entraron en la habitación de van Helsing; éste nos dijo todo lo que deseaba que hiciéramos; pero, especialmente, se dirigió a Arthur, como si todas nuestras voluntades estuvieran concentradas en la suya. Comenzó diciendo que esperaba que todos nosotros lo acompañáramos.
—Puesto que es preciso hacer allí algo muy grave, ¿viene usted? ¿Le asombró mi carta?
Las preguntas fueron dirigidas a lord Godalming.
—Sí. Me sentí un poco molesto al principio. Ha habido tantos enredos en torno a mi casa en los últimos tiempos que no me agradaba la idea de uno más. Asimismo, tenía curiosidad por saber qué quería usted decir. Quincey y yo discutimos acerca de ello; pero, cuanto más ahondábamos la cuestión tanto más desconcertados nos sentíamos. En lo que a mí respecta, creo que he perdido por completo la capacidad de comprender.
—Yo me encuentro en el mismo caso —dijo Quincey Morris, lacónicamente.
—¡Oh! —dijo el profesor—. En ese caso, se encuentran ustedes más cerca del principio que nuestro amigo John, que tiene que desandar mucho camino para acercarse siquiera al principio.
A todas luces había comprendido que había vuelto a dudar de todo ello, sin que yo pronunciara una sola palabra. Luego, se volvió hacia los otros dos y les dijo, con mucha gravedad:
—Deseo que me den su autorización para hacer esta noche lo que creo conveniente. Aunque sé que eso es mucho pedir; y solamente cuando sepan qué me propongo hacer comprenderán su importancia. Por consiguiente, me veo obligado a pedirles que me prometan el permiso sin saber nada, para que más tarde, aunque se enfaden conmigo y continúen enojados durante cierto tiempo, una posibilidad que no he pasado por alto, no puedan culparse ustedes de nada.
—Me parece muy leal su proceder —interrumpió Quincey—. Respondo por el profesor. No tengo ni la menor idea de cuáles sean sus intenciones; pero les aseguro que es un caballero honrado, y eso basta para mí.
—Muchas gracias, señor —dijo van Helsing con orgullo—. Me he honrado considerándolo a usted un amigo de confianza, y su apoyo me es muy grato.
Extendió una mano, que Quincey aceptó.
Entonces, Arthur tomó la palabra:
—Doctor van Helsing, no me agrada «comprar un cerdo en un saco sin verlo antes», como dicen en Escocia, y si hay algo en lo que mi honor de caballero o mi fe como cristiano puedan verse comprometidos, no puedo hacer esa promesa. Si puede usted asegurarme que esos altos valores no están en peligro de violación, le daré mi consentimiento sin vacilar un momento; aunque le aseguro que no comprendo qué se propone.
—Acepto sus condiciones —dijo van Helsing—, y lo único que le pido es que si considera necesario condenar alguno de mis actos, reflexione cuidadosamente en ello, para asegurarse de que no se hayan violado sus principios morales.
—¡De acuerdo! —dijo Arthur—. Me parece muy justo. Y ahora que ya hemos terminado las
negociacione
s, ¿puedo preguntar qué tenemos que hacer?
—Deseo que vengan ustedes conmigo en secreto, al cementerio de la iglesia de Kingstead.
El rostro de Arthur se ensombreció, al tiempo que decía, con tono que denotaba claramente su desconcierto:
—¿En donde está enterrada la pobre Lucy?
El profesor asintió con la cabeza, y Arthur continuó:
—¿Y una vez allí…?
—¡Entraremos en la tumba!
Arthur se puso en pie.
—Profesor, ¿está usted hablando en serio, o se trata de alguna broma monstruosa? Excúseme, ya veo que lo dice en serio.
Volvió a sentarse, pero vi que permanecía en una postura rígida y llena de altivez, como alguien que desea mostrarse digno. Reinó el silencio, hasta que volvió a preguntar:
—¿Y una vez en la tumba?
—Abriremos el ataúd.
—¡Eso es demasiado! —exclamó, poniéndose en pie lleno de ira—. Estoy dispuesto a ser paciente en todo cuanto sea razonable; pero, en este caso…, la profanación de una tumba… de la que…
Perdió la voz, presa de indignación. El profesor lo miró tristemente.
—Si pudiera evitarle a usted un dolor semejante, amigo mío —dijo—, Dios sabe que lo haría; pero esta noche nuestros pies hollarán las espinas; o de lo contrario, más tarde y para siempre, ¡los pies que usted ama hollarán las llamas!
Arthur levantó la vista, con rostro extremadamente pálido y descompuesto, y dijo:
—¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado!
—¿No cree usted que será mejor que escuche lo que tengo que decirles? —dijo van Helsing—. Así sabrá usted por lo menos cuáles son los límites de lo que me propongo. ¿Quieren que prosiga?
—Me parece justo —intervino Morris.
Al cabo de una pausa, van Helsing siguió hablando, haciendo un gran esfuerzo por ser claro:
—La señorita Lucy está muerta; ¿no es así? ¡Sí! Por consiguiente, no es posible hacerle daño; pero, si no está muerta…
Arthur se puso en pie de un salto.
—¡Santo Dios! —gritó—. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha habido algún error? ¿La hemos enterrado viva?
Gruñó con una cólera tal que ni siquiera la esperanza podía suavizarla.
—No he dicho que estuviera viva, amigo mío; no lo creo. Solamente digo que es posible que sea una muerta viva, o no muerta.
—¡Muerta viva! ¡No muerta! ¿Qué quiere usted decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué?
—Existen misterios que el hombre solamente puede adivinar, y que desentraña en parte con el paso del tiempo. Créanme: nos encontramos actualmente frente a uno de ellos. Pero no he terminado. ¿Puedo cortarle la cabeza al cadáver de la señorita Lucy?
—¡Por todos los diablos, no! —gritó Arthur, con encendida pasión—. Por nada del mundo consentiré que se mutile su cadáver. Doctor van Helsing, está usted abusando de mi paciencia. ¿Qué le he hecho para que desee usted torturarme de este modo? ¿Qué hizo esa pobre y dulce muchacha para que desee usted causarle una deshonra tan grande en su tumba? ¿Está usted loco para decir algo semejante, o soy yo el alienado al escucharlo? No se permita siquiera volver a pensar en tal profanación. No le daré mi consentimiento en absoluto. Tengo el deber de proteger su tumba de ese ultraje. ¡Y les prometo que voy a hacerlo!
Van Helsing se levantó del asiento en que había permanecido sentado durante todo aquel tiempo, y dijo, con gravedad y firmeza:
—Lord Godalming, yo también tengo un deber; un deber para con los demás, un deber para con usted y para con la muerta. ¡Y le prometo que voy a cumplir con él! Lo único que le pido ahora es que me acompañe, que observe todo atentamente y que escuche; y si cuando le haga la misma petición más adelante no está usted más ansioso que yo mismo porque se lleve a cabo, entonces… Entonces cumpliré con mi deber, pase lo que pase. Después, según los deseos de usted, me pondré a su disposición para rendirle cuentas de mi conducta, cuando y donde usted quiera —la voz del maestro se apagó un poco, pero continuó, en tono lleno de conmiseración—: Pero le ruego que no siga enfadado conmigo. En el transcurso de mi vida he tenido que llevar a cabo muchas cosas que me han resultado profundamente desagradables, y que a veces me han destrozado el corazón; sin embargo, nunca había tenido una tarea, tan ingrata entre mis manos. Créame que si llegara un momento en que cambiara usted su opinión sobre mí, una sola mirada suya borraría toda la tristeza enorme de estos momentos, puesto que voy a hacer todo lo humanamente posible por evitarle a usted la tristeza y el pesar. Piense solamente, ¿por qué iba a tomarme tanto trabajo y tantas penas? He venido desde mi país a hacer lo que creo que es justo; primeramente, para servir a mi amigo John, y, además, para ayudar a una dama que yo también llegué a amar. Para ella, y siento tener que decirlo, aun cuando lo hago para un propósito constructivo, di lo mismo que usted: la sangre de mis venas. Se la di, a pesar de que no era como usted, el hombre que amaba, sino su médico y su amigo. Le consagré mis días y mis noches… antes de su muerte y después de ella, y si mi muerte puede hacerle algún bien, incluso ahora, cuando es un muerto vivo, la pondré gustosamente a su disposición.
Dijo esto con una dignidad muy grave y firme, y Arthur quedó muy impresionado por ello. Tomó la mano del anciano y dijo, con voz entrecortada:
—¡Oh! Es algo difícil de creer y no lo entiendo. Pero, al menos, debo ir con usted y observar los acontecimientos.
Eran las doce menos cuarto en punto de la noche cuando penetramos en el cementerio de la iglesia, pasando por encima de la tapia, no muy alta. La noche era oscura, aunque, a veces, la luz de la luna se infiltraba entre las densas nubes que cubrían el firmamento. Nos mantuvimos muy cerca unos de otros, con van Helsing un poco más adelante, mostrándonos el camino. Cuando llegamos cerca de la tumba, miré atentamente a Arthur, porque temía que la proximidad de un lugar lleno de tan tristes recuerdos lo afectaría profundamente; pero logró controlarse. Pensé que el misterio mismo que envolvía todo aquello estaba mitigando su enojo. El profesor abrió la puerta y, viendo que vacilábamos, lo cual era muy natural, resolvió la dificultad entrando él mismo el primero. Todos nosotros lo imitamos, y el anciano cerró la puerta. A continuación, encendió una linterna sorda e iluminó el ataúd. Arthur dio un paso al frente, no muy decidido, y van Helsing me dijo:
—Usted estuvo conmigo aquí el día de ayer. ¿Estaba el cuerpo de la señorita Lucy en este ataúd?
—Así es.
El profesor se volvió hacia los demás, diciendo:
—Ya lo oyen y además, no creo que haya nadie que no lo crea.
Sacó el destornillador y volvió a quitarle la tapa al féretro. Arthur observaba, muy pálido, pero en silencio.
Cuando fue retirada la tapa dio un paso hacia adelante. Evidentemente, no sabía que había una caja de plomo o, en todo caso, no pensó en ello. Cuando vio la luz reflejada en el plomo, la sangre se agolpó en su rostro durante un instante; pero, con la misma rapidez, volvió a retirarse, de tal modo que su rostro permaneció extremadamente pálido. Todavía guardaba silencio. Van Helsing retiró la tapa de plomo y todos nosotros miramos y retrocedimos.
¡El féretro estaba vacío!
Durante varios minutos, ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. El silencio fue interrumpido por Quincey Morris:
—Profesor, he respondido por usted. Todo lo que deseo es su palabra… No haría esta pregunta de ordinario…, deshonrándolo o implicando una duda; pero se trata de un misterio que va más allá del honor o el deshonor. ¿Hizo usted esto?
—Le juro por todo cuanto considero sagrado que no la he retirado de aquí, y que ni siquiera la he tocado. Lo que sucedió fue lo siguiente: hace dos noches, mi amigo Seward y yo vinimos aquí… con buenos fines, créanme. Abrí este féretro, que entonces estaba bien cerrado, y lo encontramos como ahora, vacío. Entonces esperamos y vimos una forma blanca que se dirigía hacia acá, entre los árboles. Al día siguiente volvimos aquí, durante el día, y vimos que el cadáver reposaba ahí. ¿No es cierto, amigo John?