Andrea es escritora, aunque no vive de los libros. Quizá por eso sucumbe a la propuesta de Borja y se encierra para escribir con él un relato erótico que la haga millonaria y la libere. Pero el placer es gratis y la libertad es cara: a los dos les gusta el sexo y les da miedo el amor. ¿Llegarán a dormir juntos o harán sólo todo lo demás?
Más sincero que "Cincuenta sombras de Grey" (E.L. James), este relato erótico se adentra en la piel, en la vida y en el sexo por puro placer; sin cortapisas ni vergüenza. Realista y honesta, la autora juega con el lector y con la verdad. ¿Es autobiografía o es fantasía? Da igual: es literatura erótica de la buena, de la que se puede leer y disfrutar. Con una mano o con las dos.
Andrea se deja llevar y Borja participa con ella. ¿Quién controla a quién? El cuerpo, claro. Y el deseo. Os gustará.
Andrea Hoyos
¿Dormimos juntos?
ePUB v1.1
AlexAinhoa26.10.12
Título original:
¿Dormimos juntos?
Andrea Hoyos, 2012.
Diseño/retoque portada: Raúl Arias
Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.1)
ePub base v2.0
Voy a empezar a escribir un relato erótico y lo voy a hacer a mi manera, que es inventar las cosas que me han pasado, inventarme la verdad. Lo hago, claro, para ganar dinero, porque la tipa de las “Cincuenta sombras de Grey” se ha forrado y yo en su libro no me reconozco, ni a mí ni a nadie, y tampoco encuentro piel ni literatura. No encuentro vida.
El caso es que he decidido hacerlo así, con la verdad y la autobiografía por delante, para que la gente que me tiene manía (que es mucha) se descargue el libro en masa, intentando descubrirme en alguna posición humillante. Chicos, aquí, al final del segundo párrafo, os lo aclaro para que no os esforcéis: seguro que sí.
Os cuento quien soy, para que no haya confusiones. Me llamo Andrea, tengo 37 años. Soy periodista y escritora. Nada de eso me da de comer. Vivo de la publicidad, de inventarme anuncios para productos que la gente antes no necesitaba y ahora ni siquiera compra. Hace un par de años escribí una novela y me fue bien. Bastante bien. O sea, regular. No he ganado suficiente dinero para pagar la hipoteca, pero sí se me ha visto lo justo para despertar envidias en el curro.
Tampoco me he convertido en una guay. No me reconocen demasiado por la calle, pero he tenido pretendientes y acosadores, y en la oficina hay gente que no me habla y que sé, fehacientemente, que desea verme en el suelo.
Ya voy, ya me caigo, tranquilos.
El hombre por el que escribo esto, o para el que escribo esto, o con el que escribo esto, está en todas esas categorías. Pretendiente y acosador, le gusta verme en el suelo. Me ha regalado este
MacAir
tan aparente para que escriba y, sobre todo, para que pueda ir donde él me cite. Ahora os dejo, me llama el deber.
Esta historia empezó como una broma y siguió como algo muy serio. Borja es el presidente de una gran agencia de publicidad, la que sería “la” agencia de publicidad si no fuera porque ahora todas pertenecen al mismo gran grupo. GGP. Gran Grupo de la Publicidad. Grandes Grandísimos Pretenciosos. O algo parecido. Tres consonantes y dos de ellas repetidas.
A Borja lo conocí a los veinte años, veintidós, pero él nunca ha querido sumar y darse cuenta de los muchos que ya tengo. Lo que pasa es que Borja y yo no nos acostamos hasta hace relativamente poco. Muy poco. Casi nada.
Cuando nos conocimos, yo era becaria y él ya era presidente. Ahora que lo pienso, debe ser aburridísimo llevar casi dos décadas haciendo lo mismo, pero, claro, si lo pienso más, me doy cuenta de que a Borja lo que le gusta es el poder: hablar y hacer, conseguir para él y para otros, ser importante, ser influyente, ser querido… Y eso es como la droga: nunca tienes suficiente. O, mejor dicho, cuando tomas suficiente te mueres de sobredosis y de éxito.
El caso es que yo a Borja me lo encontré después de publicar la novela. Me llamó, emocionado.
—Sabía que ibas a llegar lejos, Andrea. Quedamos y me la dedicas.
Y una no es inmune a los halagos de quien tienen cuatro casas y seis coches más de los que yo tendré nunca.
Cuando Borja me llamó, mi jefa de la agencia ya había dejado de hablarme, porque hay mujeres que no quieren ser cuota y, sin embargo, saben que lo son, así que no quieren tener cerca (ni debajo, ni al lado) a otras tías que les puedan hacer sombra.
—A ver, Pilar, relájate, que yo soy directora creativa y tú eres directora general. No pasa nada. Tú a gestionar, yo a crear. Tú a ir vestida guay, yo a ir vestida como puedo. En serio, relax, que estoy vendiendo libros pero tu jefe, el consejero delegado, no me va a subir el sueldo ni me va a dar tu puesto. De hecho, lo que va a hacer es lo mismo que tú, sospechar que estoy escribiendo mis cosas en el curro y ponerme todas las cámaras del mundo cuando os puedo decir ya que no, que no lo hago, que no lo haré.
Da igual.
El caso es que tuve mis razones para agradecer sus halagos, quedar con él y firmarle la dedicatoria. Y él tuvo también sus razones para lo que hizo: reservar un reservado.
Me gustan las redundancias cuando proceden. Y proceden. Hay restaurantes en este Madrid vacío y en crisis que aún venden caros sus reservados, espacios pequeños e insonorizados, en los que oyes llegar al camarero para poder callarte a tiempo, o quedarte quiero, o vestirte, o…
Teníamos comida en la mesa, pero no cenamos mucho.
“Me encantas, me gustas desde siempre Andrea. Me gustas tanto como me gusto yo, que ya sabes que es mucho. Y me gusta tener razón: ya advertí hace años que tú tenías talento…”
—Sí, claro, me advertiste a mí. Me dijiste que iba a tener problemas, que tenía demasiada memoria.
—Y la tienes… Mira lo bien que te acuerdas.
—Claro, fue como una maldición gitana.
“No me estás dejando explicarme, Andrea. Eres la mujer más inteligente que conozco, y tienes tanta vida en los ojos… No quiero ponerme cursi con una escritora, tú usas las palabras mejor que yo, pero en tus ojos están todos los secretos del mundo, y están desde que eras una niña…”
“Te veo la cara, estás pensando, ‘ya está este viejales dorándome la píldora para acostarse conmigo’. En este momento te hago una promesa solemne, Andrea. No me voy a acostar contigo. Y no es por falta de ganas, todo lo contrario, es porque para mí es más importante que me creas: Andrea, quiero ayudarte. Han pasado todos esos años y te he visto desde lejos pelearte con el mundo. No te va como mereces, y yo te voy a ayudar”.
Y, así, sin más, Borja se puso a hablarme del fenómeno editorial del año, del porno para mamás, de las novelas malas con sexo regular, del
sadomaso
frente a la realidad, de lo que se permiten algunos y algunas leer en sus
iPads
y sus
e—readers
, de lo que funciona y de lo que no, del dinero y de la libertad.
“Quiero ser tu mecenas, Andrea. Pero no un mecenas a fondo perdido. Quiero invertir en ti. ¿Qué te parece pedir una excedencia y dedicar un mes a escribirme un relato erótico? Un relato que sea como si lo estuvieras viviendo de verdad, escribírmelo a mí, y ya me ocupo yo de publicarlo luego, y de que venda diez millones de copias, o mil, y de que te retire y te dé libertad, de que puedas dejarlo todo y hacer lo que quieras, con quien quieras…”
Igual debería describir a Borja. En Madrid hay dos tipos de hombres llamados Borja, los vascos y los pijos. Éste es pijo y no es vasco. Lo cual significa que es alto, que se cuida, y que siempre parece recién salido de la ducha: huele siempre bien y apetece tocarle sólo para que te contagie su limpieza y su frescura. Borja, además, mira fijo. Se cree magnético, pero no lo es. O al menos a mí no me lo parecía. Claro que yo soy un poco especial: me cansan las poses, y esa pose de rico intelectual y
cultureta
…, esa pose de mecenas incomprendido…
Uf. Qué pereza.
La edad, en cambio, no es un factor. Borja tiene veinte años más que yo. Los ha contado él. Exactos. Los dos cumplimos en verano.
Terminamos de cenar y Borja me llevó a casa. Se empeñó, además, en acompañarme al portal, “que soy un caballero”, y luego al ascensor, y luego a casa. A todo esto yo vivo sola. Podía haberle dicho que subiera, pero a veces es un no, clarito y seguro.
Borja intentó en el portal todo lo que había prometido no intentar en el reservado. Me sujetó la puerta y se coló conmigo. Le dieron igual las cámaras de seguridad. Me empujó contra una pared y me metió la mano por debajo de la camiseta, la mano izquierda. O sea, esa mano buscando tocar pecho, apartando el sujetador, en esa posición tan incómoda en que te asalta la vergüenza porque la teta se te sale por debajo, y sabes que está fea, y el elástico te aprieta y te hace daño. Pero era más fuerte su mano derecha, tapándome un oído y besándome muy fuerte.
No olía a la copa que se había bebido, sabía bien, pero yo no quería. Y pensaba que si se desobedecía a sí mismo igual era por eso, por las copas, y que entonces no estaría a la altura, pero sí. Tenía en el pantalón, contra mi cadera, un bulto durísimo.
“Que no, Borja”, le dije.
“Joder, que así no”.
Y me fui corriendo como una virgen adolescente. No por virgen, no por adolescente, sino por la sorpresa. A mí no me gusta que me violen en el portal, me gusta follar y hacer el amor, las dos cosas, que son distintas.
Yo no le llamé y él me dejó respirar.
Tardamos, de hecho, un par de meses. Y le llamé yo. Mi jefa estaba nerviosa y me ponía nerviosa a mí. No soy más guapa que ella, no soy más lista, pero sí soy más libre: no quiero más, quiero sólo vivir en paz. Mi jefa me estaba volviendo loca y yo soñaba con la libertad.
Lo malo es que no había manera de exigirle a Borja el mecenazgo prometido sin que sonara a insinuación.
“Hola, Borja. Oye… ¿la propuesta del libro erótico iba en serio?”.
No hay manera.
Hasta por teléfono noté su sonrisa maligna y directa, su “lo sabía”.
Vino a casa esa noche, para hablarlo. Le serví un
gintonic
, lo senté en el salón. Fue él el que se acercó. “Estoy mayor y un poco sordo, Andrea. Déjame que me siente a tu lado. Para escucharte mejor”.
El lobo feroz.
Yo le proponía alternativas, líneas argumentales, personajes… Él me miraba, cerraba luego los ojos y parecía concentrado.
En otra cosa.
“Me gusta tu casa, Andrea. Tu casa eres tú. Yo creo que eres la persona adecuada. ¿Vas a firmarlo o prefieres un seudónimo? Da igual, porque todo el mundo va a saber quién lo ha escrito. Tienes un estilo tan personal como tu olor. Hueles a sexo antes del sexo”.
—Bah. Borja, vamos a hablar en serio.
—Estoy hablando en serio.
Estaba hablando en serio. Y actuando en serio.
Tan en serio que extendió una mano y me la metió por dentro de los pantalones, y me encontró el sexo.
—No estás húmeda, Andrea. ¿No te gusto?
—No.
—Te voy a gustar.
Y, sin pedir permiso, acostumbrado a conseguir siempre lo que quiere, dejó de tantear y se tiró de lleno. Primero un dedo, el corazón, dentro, hasta el fondo, buscando humedad, empujándola al exterior. Luego dos. Luego tres. Sin levantar los ojos de mi cadera, del bulto que formaba yo retorciéndome con su mano dentro.