Dora Bruder (6 page)

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Authors: Patrick Modiano

BOOK: Dora Bruder
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Pero reflexionaba acerca de la disparidad de sus destinos. No contaba con muchos recursos una chica de dieciséis años, librada a sí misma, en París, el invierno de 1942, después de haberse escapado de un pensionado. A los
ojos
de la policía y de las autoridades de la época se encontraba en una situación doblemente irregular: judía y menor de edad fugada.

Para mi padre, que tenía catorce años más que Dora Bruder, la senda ya estaba trazada: puesto que habían hecho de él un fuera de la ley, sólo le restaba deslizarse por la pendiente, vivir de trapicheos y perderse en las ciénagas del mercado negro.

No hace mucho tiempo me enteré de que la chica del coche celular no podía ser Dora Bruder. He intentado encontrar su nombre en una lista de mujeres que fueron internadas en el campo de Tourelles. Dos de ellas, de veinte y veintiún años, judías polacas, ingresaron en Tourelles el 18 y el 19 de febrero de 1942. Se llamaban Syma Berger y Fredel Traister. Las fechas encajan, pero ¿cuál de ellas le correspondía a cada una? Después de pasar por la prisión preventiva, los hombres eran enviados al campo de Drancy, las mujeres al de Tourelles. Cabe la posibilidad de que la desconocida escapara, como mi padre, a la suerte común que les estaba reservada. Tengo la certeza de que tanto ella como las otras sombras que fueron detenidas aquella noche permanecerán siempre en el anonimato. Los policías para asuntos judíos destruyeron todos los ficheros, todos los atestados de los interrogatorios practicados tras las redadas o las detenciones individuales llevadas a cabo en la calle. Si yo no diera fe de ello, no quedaría huella de la presencia de esa desconocida y de la de mi padre en un coche celular en febrero de 1942, en los Campos Elíseos. Sólo serían personas -muertas o vivas- a las que se clasifica en la categoría de «individuos no identificados».

Veinte años después, mi madre interpretaba una obra en el teatro Michel. A menudo la esperaba en el café de la esquina de la calle Mathurins con la calle Greffulhe. No sabía entonces que mi padre había arriesgado allí su vida y que yo volvía a un lugar que había sido como un agujero negro. íbamos a comer a un restaurante, en la calle Greffulhe: quizá en los bajos del edificio donde operaba la policía para asuntos judíos; allí habían arrastrado a mi padre hasta el despacho del comisario Schweblin. Jacques Schweblin. Nacido en 1901 en Mulhouse. Sus hombres se dedicaban a registrar a los internos en los campos de Drancy y de Pithiviers antes de que salieran hacia Auschwitz:

«El señor Schweblin, jefe de la policía para asuntos judíos, se presentaba en el campo acompañado de cinco o seis ayudantes, que él denominaba "policías amáliares", dando sólo su nombre. Estos policías vestidos de civil llevaban un cinto con un revólver y una porra».

Tras instalar a sus ayudantes, el señor Schweblin abandonaba el campo y no aparecía hasta la noche para llevarse el producto del saqueo. Sus ayudantes se instalaban en un barracón con una mesa y un recipiente a cada lado, uno para el dinero en metálico, otro para las joyas. Desfilaban entonces los internos en grupo para un registro minucioso y humillante. A menudo les pegaban y les hacían quitarse los pantalones a patadas, entre reflexiones del tipo de: "¡Qué! ¿Quieres recibir más badana de policía?" Tanto los bolsillos exteriores como los interiores eran desgarrados brutalmente con el pretexto Ras-Tarchao de hacer más expedito el registro. No voy a hablar del registro de mujeres efectuado en rincones íntimos».

Después del registro, dinero y joyas eran metidos a presión en maletas, éstas atadas con un bramanVÍante y selladas y luego introducidas en el coche del señor Schweblin».

EI sistema de sellado carecía de todo rigor, dado que el precinto quedaba en manos de los policías. Éstos podían apropiarse de dinero y joyas. No se privaban de sacar de sus bolsillos joyas de valor, al tiempo que decían: "¡Anda! ¡Esto no es bisutería!" O un puñado de billetes de mil o de quinientos francos, mientras exclamaban: "¡Anda, me había olvidado de esto!" El registro llegaba también a los dormitorios; los colchones, los edredones y las almohadas eran destripados. Pero no queda rastro de ninguna de las pesquisas efectuadas por la Policía para asuntos judíos».
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El equipo dedicado a los registros estaba compuesto por siete hombres, siempre los mismos. Y una mujer. Nadie sabía sus nombres. Eran jóvenes y algunos todavía viven. Pero no es posible identificarlos.

Schweblin desapareció en 1943. Los alemanes debieron de desembarazarse de él. Sin embargo, cuando mi padre me contó su paso por el despacho de ese hombre me dijo que, un domingo, una vez finalizada la guerra, había creído reconocerlo en la puerta de Maillot.Los coches celulares no habían cambiado mucho a principios de los años sesenta. La única vez que me vi dentro de uno de ellos fue en compañía de mi padre, y no me referiría a ese periplo si no hubiera adquirido para mí un carácter simbólico.

Ocurrió en circunstancias muy banales. Tenía dieciocho años, todavía era menor de edad. Mis padres se habían separado pero vivían en el mismo edificio, mi padre con una mujer de cabello rubio pajizo, muy nerviosa, una especie de falsa Mylene Demongeot.
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Y yo con mi madre. Un día se desencadenó una bronca discusión entre mis padres a causa de la modesta pensión que mi padre estaba obligado a pasamos por decisión judicial para mi mantenimiento, luego de un juicio por episodios: tribunal de primera instancia del distrito del Sena. Primera sala suplementaria del tribunal de apelación. Notificación del fallo a las partes. Mi madre decidió que yo llamase a su puerta y que le reclamase el dinero que nos debía. Por desgracia no contábamos con ningún otro recurso para subsistir. No fui muy afortunado. Llamé a su casa con la intención de disculparme por el recado, pero él me dio con la puerta en las narices. Oí a la falsa Mylene Demongeot gritar y llamar a la policía aduciendo que «había un golfo armando escándalo».

Algunos minutos más tarde la policía vino a buscarme a mi casa y subí con mi padre a un coche celular que esperaba a la puerta del edificio. Nos sentamos uno enfrente del otro en la banqueta de madera, rodeado cada uno de guardias. Pensé que, si bien a mí era la primera vez que me sucedía una cosa semejante, a mi padre ya le había ocurrido otra vez hacía veinte años, aquella noche de febrero de 1942 en que se lo habían llevado los inspectores de la Policía para asuntos judíos en un coche celular muy parecido al que ocupábamos. y me preguntaba qué pensaría él en ese momento. Pero fingía no verme y evitaba mi mirada.

Me acuerdo perfectamente del trayecto. Los muelles. Luego la calle de Saints-Peres. El bulevar Saint-Germain. La parada ante el semáforo rojo, a la altura del café Deux-Magots. A través de la ventanilla enrejada veía a los parroquianos sentados en la terraza, al sol, y los envidiaba. Pero no arriesgaba gran cosa: felizmente vivíamos en una época anodina, inofensiva, llamada «la Década Prodigiosa».

No obstante, yo estaba asombrado de que mi padre, que había vivido durante la Ocupación lo que había vivido, no manifestara el menor reparo a que me metieran en un coche celular. Estaba allí, delante de mí, impasible, con un aire vagamente disgustado, ignorándome como si yo fuera un apestado, mientras yo advertía que estábamos llegando a la comisaría y no esperaba ninguna compasión por su parte. Y ello me parecía más injusto por cuanto había comenzado a escribir un libro -mi primer libro- en el que echaba sobre mis hombros la angustia que había experimentado durante la Ocupación. Algunos años antes había descubierto en su biblioteca ciertos libros de autores antisemitas aparecidos en los años cuarenta y que sin duda había comprado para intentar comprender qué era lo que sus autores le reprochaban. Y me imagino de qué manera le habría sorprendido la descripción de ese monstruo judío imaginario, fantasmagórico, cuya sombra amenazante se proyectaba en las paredes, con su nariz ganchuda y sus manos rapaces, esa criatura corrompida por todos los vicios, responsable de todos los males y culpable de todos los crímenes. Yo quería responder en mi primer libro a toda esa gente cuyos insultos me habían herido a causa de mi padre. Y cerrarles la boca de una vez en el campo de la prosa francesa. Ahora me doy cuenta de lo infantil de mi proyecto: la mayor parte de esos autores habían desaparecido, habían sido fusilados o se habían visto obligados a exiliarse, o ya estaban chochos o habían muerto de viejos. Sí, por desgracia yo llegaba demasiado tarde.

El coche celular se detuvo en la calle de Abbaye, delante de la comisaría del barrio de Saint-Germain-des Prés. Los guardias nos condujeron al despacho del comisario. Mi padre les explicó, en tono severo, que yo era «un golfo» y que iba a armar «escándalo a su casa» desde los diecisiete años. El comisario me dijo que «la próxima vez iría a parar allí» con el tono que se emplea con un delincuente. Comprendí que mi padre no hubiera movido un dedo si aquel comisario hubiese cumplido su amenaza y me hubiera enviado a prisión preventiva.

Salimos de la comisaría. Le pregunté a mi padre si había sido necesario llamar a la policía y acusarme luego delante de ellos. No respondió. No lo odiaba. Como vivíamos en la misma casa, seguimos nuestro camino, uno al lado del otro, en silencio. Estuve a punto de recordarle aquella noche de febrero de 1942 en que lo habían introducido en un coche celular y de preguntarle si se le había ocurrido pensarlo. Pero quizá aquello tuviera más importancia para mí que para él.

No cruzamos una sola palabra durante todo el trayecto. Lo vi dos o tres veces al año siguiente, un mes de agosto durante el cual me sustrajo mis papeles militares con la idea de enrolarme a la fuerza en el cuartel de Reuilly. Jamás volví a verlo.

Me pregunto qué hizo Dora Bruder el 14 de diciembre de 1941 en los primeros momentos de su fuga. Tal vez decidió no regresar al pensionado en el momento mismo en que llegaba ante el porche y vagabundeó toda la tarde por el barrio hasta la hora del toque de queda.

Barrio cuyas calles aún llevan nombres de resonancias rurales: calle de los Molineros, del Barranco de los Lobos, sendero de las Zarzas. Pero al final de la callecita sombreada por los árboles que bordea el recinto del Sagrado Corazón de María se halla la estación de mercancías y, más allá, si se sigue por la avenida Daumesnil, la estación de Lyon. Las vías férreas pasan a algunos centenares de metros del pensionado. Barrio tranquilo, que parece ajeno a París, con sus conventos, sus recogidos cementerios y sus avenidas silenciosas, es también el barrio de los adioses.

Ignoro si la proximidad de la estación de Lyon animó a Dora a fugarse. Ignoro si oía, desde el dormitorio, en el silencio de las noches de apagón, el estrépito de los trenes de mercancías o de los que partían de la estación de Lyon hacia la zona libre… Sin duda ella conocía esas dos engañosas palabras: zona libre.

En la novela que escribí, sin saber casi nada de Dora Bruder pero para no dejar de pensar en ella, la joven de su edad que yo llamé Ingrid se refugia con un amigo en la zona libre. Pensaba en Bella D. quien, también a los quince años y procedente de París, había cruzado de modo furtivo la línea de demarcación y se había encontrado en una prisión en Toulouse; en Anne B., que fue detenida a los dieciocho años, sin pasaporte, en la estación de Chalon-sur-Saone, y había sido condenada a doce semanas de prisión… Eso es lo que me habían contado en los años sesenta.

¿Había preparado Dora Bruder su fuga mucho tiempo antes, con la complicidad de algún amigo o amiga? ¿Se había quedado en París o había intentado pasar también a la zona libre?

El registro de incidencias de la comisaría de policía del barrio de Clignancourt lleva la siguiente anotación con fecha del 27 de diciembre de 1941, bajo las columnas:

Fecha y dirección - Estado civil - Resumen del asunto:

27 de diciembre de 1941. Bruder Dora, nacida el 25/2/26 en París, distrito 12.°, domiciliada en bulevar Ornano, 41. Declaración de Bruder, Ernest, 42 años, su padre.

En el margen están escritas las siguientes cifras, que no sé a qué corresponden: 7029 21/12.

La comisaría del barrio de Clignancourt ocupaba el número 12 de la calle Lambert, detrás de la Butte Montmartre, y el comisario se llamaba Siri. Pero es probable que Ernest Bruder se dirigiera a la izquierda del ayuntamiento, a la comisaría de distrito, en el 74 de Montcenis, que era también oficina de correos: se encontraba más cerca de su domicilio. El comisario se llamaba Cornec.

Dora se había fugado trece días antes y Ernest Bruder había esperado hasta entonces para denunciar su desaparición. Es posible imaginar su angustia y sus dudas a lo largo de trece largos días. No había declarado a Dora en el censo de octubre de 1940 en esa misma comisaría y los policías podían advertirlo. Al intentar la búsqueda de la joven, atraía la atención sobre ella.

La declaración de Ernest Bruder no figura en los archivos de la Prefectura de policía. Sin duda en las comisarías destruían los documentos de ese tipo a medida que se hacían viejos. Algunos años después de la guerra otros archivos habían sido destruidos, como los registros especiales abiertos en junio de 1942, la semana en que los judíos recibieron tres estrellas amarillas por persona, a partir de la edad de seis años. En esos registros constaba la identidad del judío, su número de carnet de identidad, domicilio, y un espacio reservado a las anotaciones al margen donde debía firmar después de recibir las estrellas. Más de cincuenta registros fueron abiertos de este modo en las comisarías de París y alrededores.

Nunca se sabrá qué preguntas tuvo que responder Ernest Bruder en relación a su hija y a sí mismo. Tal vez fue atendido por un funcionario para el cual se tratase de un trabajo de rutina, como antes de la guerra, y que no hiciera distinciones entre Ernest Bruder y su hija y los demás franceses. Cierto que aquel hombre era «ex austríaco», vivía en un hotel y carecía de profesión. Pero su hija había nacido en París y tenía la nacionalidad francesa.

Una fuga de adolescente. Algo que ocurría con frecuencia en aquellos trastornados tiempos. ¿Fue aquel policía quien le aconsejó a Ernest Bruder insertar un anuncio en el
Paris-Soir,
considerando que ya habían transcurrido dos semanas desde la desaparición de Dora? ¿ O bien un redactor del diario, encargado de los «perros atropellados» y de hacer la ronda de las comisarías, espigó al azar ese anuncio entre los incidentes del día para la sección «De ayer a hoy»?

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