Donde se alzan los tronos (15 page)

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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Donde se alzan los tronos
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Era un gran proyecto. Y Felipe se lo tomó muy en serio. Tan en serio, que ni siquiera le afectó demasiado que las tropas de su abuelo tuvieran que abandonar los territorios alemanes y replegarse a Francia tras la grave derrota sufrida frente a los imperiales y los ingleses en Höchstädt. Casi treinta mil soldados franceses quedaron allí para siempre, muertos para que el trono de su Rey fuera aún más alto y su corona más pesada, convertidos en esqueletos y polvo en los campos de trigo arrasados, a orillas del Danubio enrojecido, bajo los perfumados pinos del Jura o los rosales de delicadísimas flores de los jardines de Blenheim. Felipe asistió a un réquiem en memoria del General De Marsin, que había fallecido al frente de sus tropas y ahora descansaba bien momificado en la capilla de su mejor castillo, lejos de los cadáveres sin blasones, que ya habían sido devorados por las alimañas. Durante el oficio se mostró piadoso pero frío y ausente, como si aquella batalla perdida no tuviera nada que ver con él, y luego volvió tranquilamente al Alcázar para enrolarse en una larga y ruidosa partida de
lansquenet
.

Tampoco pareció preocupado cuando, el 4 de agosto de 1704, las tropas angloholandesas del Almirante sir George Rooke y del Príncipe de Hesse-Darmstadt tomaron Gibraltar, abriéndole a la flota aliada el camino hacia el Mediterráneo. Era de esperar: aquella plaza fuerte se encontraba en muy mala situación, a pesar de su importancia estratégica. Tan sólo disponía para defenderla de un pequeño grupo de hombres, mal armados y con escasas municiones. Jean Orry, el anterior administrador de las finanzas, había planeado reforzarla. Orry era la única persona capaz de poner orden en las patéticas arcas de los ejércitos de los reinos de España, pero era gran amigo de la Camarera Mayor, y había sido arrastrado tras ella en su caída, igual que el resto de sus fieles. Así que, cuando llegó la noticia de la pérdida de Gibraltar, Felipe se encogió de hombros: ¿acaso no habían decidido
ellos
que Orry se fuera de Madrid siguiendo los pasos de la Princesa? Pues bien, como decía María Luisa, ahora que resolviesen
ellos
el entuerto.

En Versalles, entretanto, Luis se desesperaba. ¿Qué iba a hacer con aquella pareja de tarados…? Al ver que las cosas en España iban de mal en peor, había empezado a pensar que quizá tuvieran razón, y que acaso la presencia de la Princesa de los Ursinos fuese fundamental para el buen gobierno de los reinos de su nieto. Es más, estaba casi del todo seguro de que era así. Pero no podía volverse atrás en su decisión: había declarado que esa mujer había cometido delito de lesa majestad y ahora era prisionero de sus propias palabras, como si se hubieran convertido en barrotes que ni siquiera él mismo podía romper. Perdonar un crimen como aquél sería establecer un precedente peligroso, y pondría en cuestión su propia autoridad. Y, sin embargo, sabía que se había equivocado. En las noches de insomnio, recordaba muy bien que aquel día estaba de muy mal humor, y se daba cuenta de que había actuado llevado más por la rabia que por la importancia de los hechos. Pero ya era demasiado tarde para resolver su error. Además, ahora que le había llegado la vejez, Luis había comprendido al fin que Dios —al que siempre había tratado como a un amigo— era más poderoso que él mismo, y solía resignarse a ese hecho, tranquilizando de paso su conciencia. Así que, a fin de cuentas, si el trono de su nieto terminaba por hundirse, arrollado por la guerra y por la ausencia de la Camarera Mayor junto a él, sería porque Dios lo había querido así. Con esa apaciguadora idea bien instalada en su cabeza, el Rey de Francia se daba la vuelta en la cama y conseguía al fin dormirse.

Sin embargo, las cosas cambiaron a finales del invierno de 1705, cuando Luis vivió un momento de esplendor. Durante un instante de aquel mes de marzo, la joven Marquesa de Grandchêne, recién llegada a la corte con su marido, cayó ardorosamente en sus brazos. Fue una relación breve y costosa. Costosa en un doble sentido: por los esfuerzos que el Rey tuvo que hacer para estar a la altura de su antigua fama de varón potentísimo, y por el caro aderezo de brillantes que la dama, fresca y sonrosada como un capullo, supo obtener a cambio de su corta quincena de amor y de la dolorosa ruptura, decidida por supuesto por el propio Luis cuando ya no pudo más de cansancio. En cualquier caso, al Monarca le compensó el precio, pues los encuentros torpes con la Marquesa —que ella supo rodear de gemidos y suspiros y susurros— le hicieron creer durante un tiempo que aún era el seductor Sol del pasado.

En realidad, todo él parecía haber rejuvenecido. Incluso tuvo la sensación de que la vieja fuerza de tiempos remotos volvía a agitarse en su interior, y con ella el deseo de abrir bien los brazos y agarrar el pedazo de mundo más grande que pudiese, aunque para ello tuviera que enfrentarse a la mismísima voluntad divina. Y para agarrar bien el pedazo del mundo que tenía al sur, necesitaba a la Princesa de los Ursinos. Y así fue como una tarde, cuando su esposa le comentó que había vuelto a recibir carta de Sus Majestades desde Madrid suplicando a favor de Mariana, ordenó llamarla a Versalles. Que fuera, que hablase, que se defendiera. Ya decidiría él lo que le pareciese más adecuado.

Y Mariana fue, habló, se defendió y convenció. Convenció tanto, desmontó con tanta serenidad las calumnias de sus enemigos contra ella, armó con tanta astucia las suyas contra ellos, explicó tan bien sus aciertos en el gobierno y los errores de los otros, pidió perdón con tan profundísima y emocionadísima humildad, que Luis se lo concedió. Y no sólo la mandó de nuevo a Madrid, sino que aumentó su asignación anual y le pidió que redactase un memorial describiéndole cuáles eran, desde su punto de vista, los principales problemas de los reinos de España y las soluciones que ella proponía. La Princesa de los Ursinos volvía a ser Camarera Mayor de Su Majestad Doña María Luisa, y además, a ojos de todo el mundo, se había convertido en consejera del Rey de Francia.

Antes de regresar al Alcázar, Mariana fue invitada a pasar unos días en el palacio de Marly, allí donde sólo iban los íntimos del Gran Hombre, aquel puñadito de elegidos a los que él se dignaba regalar unos días de descanso en su cercanía, lejos de las estrecheces y la estricta etiqueta de Versalles. Tan sólo doce personas eran llamadas cada vez, doce invitados excelsos que —con sus familias y criados— se alojaban en uno de los doce pabellones levantados a ambos lados del suyo, como los símbolos del zodíaco alrededor del Sol. Para colmo de magnanimidad, la Princesa ocupó el más cercano al del propio Luis. Desde su ventana podía entrever cada mañana la cabeza calva del Rey mientras le afeitaban y le colocaban la peluca. Y ante aquella visión emocionante, ella, que no era de mucho rezar, terminaba por arrodillarse, hondamente conmovida, y dar gracias a la pequeña parte de Dios en la que creía por haberle permitido estar tan cerca de lo más parecido a la divinidad que existía en la tierra.

El mundo giraba a mayor velocidad que de costumbre. Por las tardes, Mariana solía dar un paseo a solas por los jardines, escoltada únicamente por dos lacayos. Durante el resto de su vida, recordaría aquellos momentos de tranquilidad en el parque del Rey, absoluta propiedad suya, ordenado y controlado por él, simétrico y perfecto, alejado del caos y del capricho de la naturaleza gracias a su raciocinio y su firme voluntad, con sus árboles perfectamente recortados, todos semejantes, como un ejército que rindiera pleitesía a su señor, y las flores repuestas cada noche para alegrar la regia mirada, y las cascadas de agua que caían con impecable mesura y armonía para que deleitasen sus oídos sin molestarle, y las estatuas de los grandes Reyes de otros tiempos a los que él era comparable, y sus carpas favoritas, que nadaban silenciosas en el Gran Espejo, después de haber sido trabajosamente llevadas en toneles desde Versalles, adonde regresarían unos días más tarde acompañando a su amo.

A Mariana le parecía que ella compartía una parte importante de esa capacidad de control sobre la vida. Tenía la sensación de que los pájaros trinaban para ella, que los árboles se inclinaban a su paso, que los botones de peonías se abrían para regalarle su hermosura, y que si se hubiese animado a entrar en el canal, las aguas se habrían dividido en dos ante su grandeza, como lo habían hecho siglos atrás para Moisés. Sí, el mundo giraba veloz, pero se acompasaba a su propio paso, rítmico, desbordante hasta los confines de cosas hermosas que podía agarrar con sólo extender la mano, porque todo lo que desease estaba puesto allí para ella, y se le entregaría sumiso en aquella ofrenda universal que la Naturaleza entera le dedicaba.

Y así fue como regresó a Madrid, pletórica, rejuvenecida en cuerpo y alma por la satisfacción y el orgullo. Y cuando al llegar a Canillas, justo a la entrada de la capital, comenzaron a sonar todas las campanas de las iglesias llamando al ángelus, y la gente que se había reunido para aclamarla se arrodilló y empezó a rezar, Mariana se quedó convencida de que rezaban por ella, para dar gracias a Dios por haberla devuelto al reino y pedirle que viviera largos años y pudiera servir al trono en todo lo imprescindible.

Claro que lo imprescindible era mucho, y hay que reconocer que a los pocos días ya estaba agotada y a ratos añoraba secretamente los meses de reposo, teatro y fiestas en París, cuando todo florecía a su alrededor y su única preocupación, una vez resuelto el perdón a su delito, era la de arreglarse lo mejor posible, sonreír en la medida exacta e inclinar la cabeza sin soberbia pero al mismo tiempo sin humildad. Lo primero que la inquietó, nada más llegar, fue el aspecto de la Reina. En aquel año y medio, María Luisa se había transformado. Cuando Mariana la dejó era todavía una niña, pero ahora de pronto parecía una mujer mayor. Estaba muy delgada y pálida, envejecida, y en el cuello le habían salido unos bultos rojizos que ella intentaba cubrir con cuellos altos y complicadas gargantillas.

Al día siguiente de su llegada, la Camarera Mayor convocó a los médicos en su gabinete. Quería saber exactamente qué le ocurría a Su Majestad, porque era obvio que estaba enferma. Aquellos hombres sabios le aseguraron que no tenía nada grave, aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para entenderles, porque la mitad de sus palabras las pronunciaban en latín, construyendo además complejísimas frases sobre las que había que pararse a pensar largo rato sin poder llegar a ninguna conclusión firme. Le pareció comprender que lo que querían decirle era que había pasado demasiado tiempo entristecida por la ausencia de su amada
zia
, y que eso había hecho que el humor frío de la bilis negra invadiera su cuerpo, desequilibrándole la salud. Pero la estaban sometiendo a sangrías y purgas frecuentes, a apósitos de calor sobre el bazo y a una dieta a base de sopas de ortigas y sangre de buey cocida con leche de cabra y canela que estaba produciendo en ella una gran mejoría. A Mariana, que tendía a desconfiar de los médicos, no le quedó más remedio que aceptar aquellas explicaciones poco convincentes.

Sin embargo, la preocupación por la salud de la Reina quedó pronto apagada ante la grave situación de la guerra. Todo parecía ir de mal en peor. En los Países Bajos, las tropas francesas perdían terreno de día en día a favor de los aliados. Y en la propia Península, las cosas estaban muy delicadas. Hacia el oeste, los ejércitos enemigos agrupados en Portugal amenazaban con cruzar la frontera e invadir Extremadura. Pero lo más alarmante ocurría sin duda en el Levante. La toma de Gibraltar había permitido a la flota angloholandesa circular libremente por el Mediterráneo. Ciento ochenta barcos —las velas desplegadas, los galeotes remando incesantemente, los mil cañones impolutos y engrasados cada día— navegaban cerca de la costa, rebosantes de hombres ansiosos de entrar en batalla, acabar felizmente con unas cuantas vidas y saquear a gusto alguna ciudad, violando de paso a un buen puñado de mujeres.

Por las noches, mientras dormían amontonados en cubierta, protegidos bajo alguna lona o una manta sucia, aquellos soldados soñaban con regresar a sus casas, a Scarborough o a Haarlem o a Klagenfurt, allá lejos, donde el aire olía bien, y se comía pan rico y fresco, y el vino con los amigos en la taberna sabía a gloria. Volverían como héroes, cubiertos de cicatrices veneradas, enriquecidos por los pillajes, y llevarían a sus madres los vestidos robados a sus víctimas, y depositarían las joyas expoliadas en los cuerpos impolutos de las novias con las que contraerían matrimonio ante Dios, y cuyos vientres preñarían con los mismos miembros con los que habían desgarrado a las doncellas y profanado a las viudas, dejándoles en las entrañas hijos abominados. Y el tiempo pasaría y se harían viejos, y acudirían a la iglesia rodeados de nietos, y morirían en paz consigo mismos y con el Señor.

Quizá de entre todos aquellos hombres el que más soñaba —aunque sus sueños fuesen más opulentos y ostentosos, cargados de piedras preciosas y de sumisión— era el mismísimo Archiduque Carlos de Austria, pretendiente al trono de España, que había embarcado en Lisboa y ahora navegaba hacia un futuro de esplendor. Aunque, en aquel momento, no causaba exactamente esa sensación: hombre de tierra adentro, nacido en el sólido e inmóvil Hofburg vienés, el Archiduque se había mareado nada más poner el pie en el barco, antes incluso de adentrarse en la mar. Llevaba semanas enfermísimo, vomitando sin parar, e incluso en alguna ocasión había llegado a pensar en tirarse por la borda con tal de librarse de aquella jauría de fieras que transportaba en el estómago. Pero su fe le había mantenido vivo —era un hombre muy piadoso—, y también el deseo de ocupar un trono, él, que como segundo hijo varón del Emperador Leopoldo no había tenido muchas posibilidades hasta aquel momento de recibir el ansiado título de Majestad y llevar sobre su hombros el manto de armiño que tanto deseaba desde pequeño.

El Archiduque Carlos era, a pesar de su mareo, un hombre valiente. Así que, de vez en cuando —cada dos o tres días—, cargándose de toda la vieja dignidad habsburguiana que llevaba en las venas, se atrevía a subir a cubierta y hacer un breve discurso en el que hablaba de honor, de valores supremos y de designios divinos. La verdad es que casi no se le oía, porque con el malestar tenía apenas un hilillo de voz. Pero los hombres a bordo fingían escucharle y disimulaban la risa ante su tez verdosa, la ancha corbata manchada de vómitos y la larga peluca morena a menudo torcida en la pelea de su cuerpo contra los movimientos del barco. Luego gritaban cada uno en su idioma «¡Viva el Rey!», o algo parecido, y continuaban con la faena.

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