Donde se alzan los tronos (14 page)

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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Donde se alzan los tronos
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—Vamos, Lou-Lou —solía llamarla así en la intimidad—, sal de ahí… ¿No ves que hace mucho frío?

—No pienso salir. Voy a pasar aquí la noche.

—¡No seas tonta! Ven aquí conmigo, mira qué caliente estoy… —La cabeza real cada vez colgaba más, y ya casi rozaba el suelo—. ¡Te vas a poner enferma!

—No saldré de aquí hasta que le des permiso a la
zia
para leer las cartas del Embajador. ¡Así me muera!

—¡No puedo! El abuelo me echaría una buena regañina. Anda, sube, que tenemos que hacer un hijo… Sube y verás qué ganas tengo… ¡Mi estoque está muy recio!

—¡No!

El Rey se sentó en la cama y reflexionó. ¿Qué debía hacer…? Si el abuelo se enteraba de que la Princesa espiaba a sus Embajadores, tendría un problema grave. Miró hacia su recio estoque, que empezaba a hacerle sufrir. ¿Y por qué iba a enterarse…? Volvió a ponerse boca abajo:

—De acuerdo. Que abra las cartas. ¡Venga, sube, que ya no puedo más…!

Y así fue como la Camarera Mayor llegó a leer aquella carta, precisamente aquélla, dirigida al Ministro de Asuntos Exteriores de Luis, en la que, entre otras lindezas, el abate D’Estrées aseguraba que ella se había casado tiempo atrás a escondidas de todos con su secretario Jean d’Aubigny. Podría habérselo tomado a broma. Pero, desde que se creía instalada en la nube olímpica, Mariana había perdido el sentido del humor. Y aquella acusación le pareció la más indignante de todas las que había recibido hasta entonces: ella, hija del Marqués de Noirmoutier, viuda del Conde de Chalais, viuda del Príncipe de los Ursinos, ella, descendiente y miembro de una saga innombrable de guerreros que habían puesto despectivamente sus pies sobre cadáveres de señores de cien razas diferentes, que habían dominado a millones de almas inmortales que les servían y les adoraban como se adora a un dios, que habían atesorado riquezas sin fin en sus numerosos palacios, ella, consejera del Rey más poderoso de todos los tiempos, ella, casada con un hombre del pueblo… ¡Era de todo punto inadmisible!

Es verdad que sentía un gran cariño por Jean d’Aubigny. Al principio, cuando él empezó a trabajar a su lado diecisiete años atrás, le gustaba mirarle sin que se diera cuenta. De hecho, tenía que reconocer que le había elegido entre varios candidatos por su belleza. Le hacía sentarse cerca, y observaba su mandíbula rotunda, los labios carnosos y descarados, el cuerpo firme —aún sin redondeces ni blanduras— que asomaba impetuoso bajo la ropa, y no podía evitar pensar en lo mucho que disfrutaría de aquel hombre en su cama, dejando que sus muslos se trenzaran con los de él. A veces se sentía tan excitada que tenía que abandonar la habitación durante un rato por miedo a perder el control y abalanzarse a morder aquella nuca deseable que parecía ofrecérsele, dispuesta a todos los roces imaginables, mientras él inclinaba la cabeza sobre sus papeles. Pero les separaban más de veinte años, y jamás se le hubiera ocurrido ponerse a sí misma en una situación que pudiera dar lugar a un rechazo por parte de su secretario. Era demasiado orgullosa, demasiado consciente de que el comienzo de su decrepitud estaba ya cercano como para someterse a semejante humillación.

Sin embargo, a medida que pasaban los días y aumentaba la confianza entre ellos, fue él el que empezó a mirarla con evidente deseo. A menudo, cuando la Princesa alzaba la vista, veía los ojos centelleantes de D’Aubigny deslizándose sobre ella y deteniéndose a la altura de sus pechos, aunque el secretario tratase inmediatamente de disimular y fingir que, simplemente, estaba reflexionando sobre algún sesudo asunto de los que le mantenían ocupado. Una tarde, después de uno de aquellos movimientos, ella se levantó, se acercó a él y se inclinó sobre la mesa. Los senos rozaron resueltamente la espalda del hombre, y su mano, después de fingir que se dirigía hacia los papeles, descansó acariciante en el dorso de la mano de él.

Todo lo demás fue fácil. Y magnífico. El placer fluyó mutuamente sin falsos pudores ni retraimientos, y también la ternura y la intimidad. En todo aquel largo y espléndido tiempo, Jean d’Aubigny se había convertido en una persona muy importante en su vida. Era su amante y su amigo, y su brazo derecho en los asuntos políticos y en la administración de sus bienes. Y era igualmente un cómplice discreto y astuto en los negocios turbios y en las intrigas. Pero jamás se había casado con él, por supuesto. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza semejante idea absurda. De hecho, no pensaba volver a contraer matrimonio con nadie, ponerse de nuevo en manos de un hombre al que las leyes permitiesen que la tratase como un objeto de su propiedad. Y mucho menos —jamás, aunque ésa fuera la única manera de salvar su vida— con alguien que careciera del menor de los títulos: estaba segura de que sus antepasados y sus dos maridos tan ilustres como muertos saldrían de sus tumbas para perseguirla por semejante desvergüenza y volverla loca.

¡Y aquel desalmado se atrevía a acusarla de una bajeza semejante! Indignada por su maldad, la Camarera Real llevó la carta a Felipe y a María Luisa, que se sintieron tan ofendidos como ella. También hizo copias y las envió a sus buenos amigos de Versalles. Estaba segura —ingenuamente segura, ahora lo sabía— de que cuando Luis se enterase del agravio cometido contra su respetadísima Princesa, le pararía los pies a D’Estrées y lo llamaría de vuelta a Francia, igual que había hecho con su tío, condenándolo al horrible limbo de los Olvidados.

Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: Luis estalló en ira olímpica al enterarse de que una súbdita que tanto le debía se había atrevido a interceptar y hacer pública una carta que iba dirigida a uno de sus Ministros y, en última instancia, a él mismo. Ése fue el día en que su cólera desenfrenada le llevó a romper el tacón del zapato. Lo cierto es que aquella mañana estaba de muy mal humor. Sufría un insoportable dolor de muelas, había pasado una noche terrible y, para colmo, la tarde anterior le temblaba tanto el pulso que no había logrado cazar ni una miserable pieza. ¡Sólo le faltaba aquella estupidez de una dama que se las daba de lista y no era más que una entrometida y una cotilla! ¿Qué se creía la dichosa Princesa de los Ursinos…? ¿Que podía devolverle los favores que le había hecho al colocarla tan alto espiando descaradamente la correspondencia de los miembros de su gobierno…? No pensaba permitir que nadie obrase con semejante soberbia ante sus propios ojos. Cuando terminó de tirar al suelo todos los objetos que estaban encima de su mesa y notó que, además de la muela, ahora le dolía también la garganta de tanto como había gritado, el Rey volvió a su sillón —cojeando a causa de la ausencia del tacón derecho, que en su vuelo había ido a dar, rompiéndolo, contra un impresionante dragón de porcelana azul enviado por el mismísimo Emperador de la China—, se sentó serenamente, carraspeó y afirmó, sin que le temblase la voz un poco enronquecida:

—Nos declaramos que la Camarera Mayor de Su Majestad el Rey Felipe ha cometido delito de lesa majestad. Será castigada con la destitución de su empleo y con el destierro fuera de los reinos de España.

Y ahora estaba en aquella carroza, volando hacia el exilio, escoltada por cuatrocientos hombres armados. Las águilas macho habían capturado la cabra, y a ella se la habían quitado de en medio, dejándola tendida en el suelo, picoteada y sangrante. Pero no muerta. Aún no. Sus alas todavía podían volar y, si ponía empeño en ello, estaba segura de que la llevarían muy lejos. Mientras se acercaba a Alcalá —donde podría permanecer una semana organizando sus asuntos y su viaje—, se iba dando cuenta de que aún le quedaban muchas fuerzas para seguir luchando. Y ganas de hacerlo. La derrota no había terminado con ella. Le había dado, por el contrario, una energía nueva, una ferocidad reluciente que estaba estallando dentro de su cuerpo y que la hacía revolverse sin pausa en el coche, ansiosa por llegar ya a su retiro y empezar a poner en pie nuevas estrategias. Lucharía y vencería. Tenía razón el abate Jean d’Estrées: la guerra aún no había llegado a su final. Hacia el oeste, el sol se iba poniendo y la oscuridad era ya una amenaza cercana. Pero, entretanto, el cielo se había vuelto rojo y ardía en fuerza y poder imparables.

Capítulo VI

La guerra no resultó ser muy larga. Y fue la Princesa de los Ursinos quien venció y pudo coronarse con los laureles de triunfadora. Sin duda se lo debió por encima de todo a sí misma, a su inteligencia, a su conocimiento de los complicados asuntos del gobierno de España, a su buen hacer y su capacidad para ser amable sin llegar a la adulación, para mostrarse precisa y clara sin hacer ninguna exhibición de rencor ni de afán de venganza. En todas las escaramuzas supo mantenerse serena, aunque visiblemente emocionada, y aquello le hizo ganar muchos apoyos. Igual que su astucia para inventar mentiras sobre sus enemigos. Mentiras creíbles, eso sí, alejadas de la insultante estupidez que ellos habían demostrado al dar por supuesto que personas tan inteligentes como el mismísimo Rey de Francia serían capaces de admitir su sarta de ridículas fábulas. Pero, además, contó con el apoyo fundamental de María Luisa, que mostró tener una fuerza de voluntad más propia de un general curtido que de una Reina de dieciséis años.

Desde el primer día, su comportamiento respecto a la expulsión de su Camarera Mayor había sido radical. A la mañana siguiente de la partida, recibió de luto riguroso a Pierre de Châteauneuf, que había escoltado a Mariana hasta Alcalá: las contraventanas del aposento habían sido cerradas a cal y canto, y tan sólo una docena de cirios mortuorios iluminaban la habitación en la que se apiñaban un puñado de tristes dueñas y enanas vestidas de negro de la cabeza a los pies. Ella, por supuesto, también estaba de negro, sin alhajas, sentada en un sillón oscuro como la noche, con el rostro muy pálido y los ojos hinchados de tanto llorar, igual que una hija huérfana y desolada. Era su primera demostración pública de protesta.

Durante los siguientes catorce meses, hasta que se confirmó que la Princesa volvería a Madrid, María Luisa no dejó de incordiar con el asunto. Tres veces al día, asistía ostentosamente a misa en la capilla del Alcázar para rezar por el regreso de su querida
zia
. Su capellán tenía órdenes de mencionar el asunto en cada oficio, de tal manera que el nombre de Mariana de la Trémoille flotaba incesantemente en medio del humo de las velas y de los incensarios, y se elevaba al Cielo a diario, coronado de regias añoranzas y de bendiciones sagradas. La Reina también molestaba sin cesar a los enviados de Luis y a todos los que sabía que tenían cierta influencia en Versalles. Y al mismísimo Luis lo asaeteaba con cartas semanales en las que le rogaba una y otra vez que le enviara de nuevo a su Camarera Mayor, sin la cual se sentía terriblemente sola. Por no hablar de los llantos y riñas con el Rey, que, entretanto, no acababa de tener muy claro qué actitud debía adoptar.

Mientras estaba lejos de su esposa, en el frente de batalla —al que acudió en varias ocasiones durante aquellos meses—, Felipe se dejaba convencer por los enemigos de la Princesa: ella era la culpable de que el reino no estuviera unido a su alrededor y fuese dividiéndose cada vez más. En esos momentos la recordaba como una vieja señora malvada, una especie de bruja tortuosa que se había dedicado a conseguir todo lo que deseaba abusando de su bondad y su inocencia. Cuando regresaba al Alcázar, en cambio, los sollozos de su mujer y sus palabras terminaban por conmoverle. Entonces se borraba de su mente el retrato negro de Mariana y volvía a pensar que sin sus consejos estaban perdidos, y que el inmenso artificio que sostenía su trono terminaría desmoronándose a los pies de los Habsburgo, que con sus ruinas levantarían nuevos palacios aún más esplendentes.

Lo cierto es que siempre acababa pensando lo mismo que pensaba María Luisa: la Reina había aprendido muy bien cuál era la mejor manera de persuadirle. Si alguna vez él se mostraba testarudo y se mantenía firme en sus decisiones en contra del criterio de su mujer, a ella le bastaba con negarse a complacerlo en la cama para que rápidamente cambiase de opinión. Las noches entre los brazos de su esposa —y las mañanas, y a veces también un rato por las tardes— se habían convertido en lo más importante de su existencia, junto con su presencia en la guerra. Ya no podía vivir sin aquella intensidad del deseo, sin el espléndido temblor de la carne y el placer inigualable que María Luisa sabía extraer de los rincones más ocultos de su cuerpo.

Su ansia de estar con ella era tan grande que, en contra de la etiqueta y de los buenos hábitos, dormían juntos todas las noches, gozando antes de cerrar los ojos y volviendo a gozar nada más abrirlos. Aquel cuarto y la gran cama en la que pasaban todas esas horas eran para Felipe un auténtico santuario, un espacio sagrado, el único lugar —además del campo de batalla— en el que se sentía verdaderamente vivo, mientras notaba cómo la sangre le corría por las venas, arriba y abajo, veloz y cálida, llenándolo de energía. En cuanto el último gentilhombre salía de la habitación y cerraba la puerta, dejándolo solo con María Luisa, le parecía que entre ellos dos y el mundo —con todos sus problemas y sus atroces obligaciones— se alzaba una muralla que nadie podría atravesar y en la que ambos adquirían de pronto su verdadera esencia humana, que no tenía que ver con los tronos y las reverencias y los banquetes interminables, sino con el ámbito leve e inmenso de la ternura y los juegos y con la sensación de inmortalidad que le procuraba el éxtasis amoroso.

Y la única dueña de esos espasmos infinitos de felicidad era ella, su esposa, la hermosísima, complaciente y carnalmente docta María Luisa. Ella era la diosa de aquel templo, y a la vez la sacerdotisa que dirigía el culto. Y si la sacerdotisa se negaba a ejercer su función, él se quedaba a solas con su deseo y su recio estoque dispuesto al ataque, aislado en mitad de la nada, como un niño afligido al que le hubieran arrancado el juguete favorito y ya no supiera qué hacer de su ímpetu, sobre qué depositar sus manos ni a qué dedicar el tiempo interminable de la vida. María Luisa aprendió a manejar muy bien ese resorte. Y así fue como logró convencerle una y otra vez —cuando ya no le valían los sollozos— para que escribiera igual que ella al abuelo exigiendo el regreso de la Princesa de los Ursinos.

Pero al ver que pasaban los meses y Luis XIV daba largas al asunto y no se decidía a resolverlo, una mañana, mientras Felipe estaba dentro de ella a punto de alcanzar su particular paraíso, la Reina interrumpió de pronto sus movimientos y le susurró cariñosamente al oído que lo que debían hacer era dejar de gobernar. Puesto que
ellos
habían secuestrado a su mejor consejera, que gobernasen
ellos
. El Rey intentó resistirse un breve momento, trató de hacerle entender que aquello iba en contra de su sentido del deber y que no estaba bien, pero al cabo de unos minutos de soledad, después de que ella le expulsara de su vientre y se hubiera alejado de él, manteniéndose quieta y muda al otro lado de la cama, acabó aceptando la argucia. Y no sólo para poder continuar con su delicioso coito matinal, sino también porque en aquellos minutos pensó que, en realidad, un descanso no le iría nada mal: sí, sería muy agradable disponer de unas cuantas semanas sin tener que aguantar a los Ministros, ni hacer esfuerzos para no dormirse mientras le hablaban de problemas de los que no entendía nada y le explicaban posibles soluciones que le parecían declamadas en algún idioma misterioso, unas cuantas semanas sin recibir a los pesados de los Embajadores, que constantemente exigían cosas absurdas, ni tener que firmar decenas y decenas de papeles cuyo contenido no le interesaba en absoluto. Tan sólo cazar, dormir y retozar con María Luisa.

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