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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (20 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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Se despertó con las primeras luces del alba, entumecida y agradeciendo, en el fondo, que se hubiese hecho de día por fin. El bosque no parecía tan amenazador a la luz de la mañana, y se reprendió a si misma por ser tan medrosa. De nuevo se puso en marcha, pero en esta ocasión se preguntó por primera vez si estaría muy lejos de su destino y si reconocería el lugar cuando lo viera.

No se dio cuenta de que unos profundos ojos rasgados la contemplaban desde la espesura. Tampoco oyó los susurros y las risas contenidas que ocultaban la floresta, ni descubrió las ligeras huellas de unos pies diminutos sobre el barro ni los retazos de la piel moteada que podían atisbarse entre los árboles para aquellos que sabían mirar. Todo ello le pasó inadvertido, y no porque no fuera una experta rastreadora sino, simplemente, porque algunas de las criaturas que habitaban en el bosque profundo eran mucho, muchísimo más viejas que ella, y sabían muy bien como ocultarse a los ojos de los mortales.

Por fortuna para Viana, los seres que la vieron abrirse paso al Gran Bosque fueron todos benévolos o, en el peor de los casos, indiferentes. Incluso había pasado demasiado cerca del cubil de una mantícora sin advertirlo. Solo la suerte quiso que la bestia estuviera en aquel momento durmiendo tras una comilona, y que la brisa no soplara en su dirección. Pero Viana nunca supo lo cerca que había estado de no regresar jamás.

Así, aquella tarde llegó hasta un claro del bosque con cierta sensación de inquietud, pero sin haberse visto en peligro en ningún momento y sin haber percibido nada sobrenatural o extraordinario en aquel lugar. No obstante, cuando los árboles se abrieron y dieron paso a un espacio más despejado, Viana lo agradeció profundamente, sobre todo porque por aquel paisaje discurría un río, y ella estaba deseando lavarse y rellenar su cantimplora de agua fresca.

Se acuclilló, pues, a la orilla, y procedió a asearse. Se detuvo a pensar si valía la pena desvestirse para bañarse un poco, pero desechó la idea porque el agua estaba muy fría.

Remontó un poco el curso del río, buscando un paso para vadearlo, y encontró un lugar donde el caudal estaba salpicado de piedras que sobresalían del agua. Viana saltó sobre la primera piedra de ellas y pasó la mirada por el río, tratando de elaborar mentalmente un itinerario para cruzar.

Y entonces vio algo que llamó su atención.

Al principio no supo qué era y se quedó mirándolo, desconcertada: una forma de color pardo cubría una de las rocas por las que tenía previsto pasar. Quizá fuera maleza o musgo, pero parecía demasiado sólido.

Se aproximó con precaución, saltando de piedra en piedra. Cuando estaba un poco más cerca, pensó que tal vez se trataba del cuerpo de algún animal. Se detuvo de nuevo, cautelosa, pero aquello no se movía. Quizá estuviese muerto.

Y entonces se dio cuenta de que era humano. O, al menos, lo parecía.

Viana se agachó sobre la roca en la que se encontraba y observó.

Era un muchacho. Yacía de bruces sobre la piedra musgosa, la parte inferior de su cuerpo sumergida en el agua, los brazos desmadejados, el cabello cubriéndole el rostro. Viana reprimió el impulso de correr en su ayuda por dos motivos: la piel del chico era de un extraño color moteado entre pardo y verdoso… y estaba completamente desnudo.

La joven sintió que le subían los colores. Ni la convivencia con los rebeldes del campamento ni los modales groseros de Lobo habían logrado borrar el decoro que le habían inculcado desde pequeña. Después de todo, habían nacido de un duque y no acostumbraba a ver muchachos desnudos. Por fortuna, aquel estaba tumbado bocabajo sobre la roca. Aun así su vista le resultaba perturbadora, por lo que se acercó más y le echó su propia capa encima para cubrir su cuerpo. Una vez hecho esto, pudo pensar con un poco más de claridad.

Era evidente que aquel no era un chico corriente. Nadie tenía una piel así, por no hablar de su cabello. Viana lo estudió con curiosidad. Parecía rubio, pero de un tono que no había visto nunca, como el del trigo cuando aún no está del todo maduro. El corazón de Viana empezó a latir más deprisa.

¿Qué clase de criatura era aquella? ¿Sería un duende? Ella había oído decir que los duendes eran más pequeños, y el muchacho de piel moteada parecía bastante alto. También contaba que las criaturas feérica tenían las orejas puntiagudas, Viana observó con aprensión. No se atrevía a apartarle el pelo para verlo con mayor claridad, pero habría jurado que sus orejas eran normales.

Por lo demás, parecía un chico normal, de unos quince o dieciséis años. Salvo por aquella extraña piel y aquel pelo tan raro, y por el hecho, claro, de que estaba desnudo a mitad del bosque.

Quizá aquel muchacho supiera algo sobre el manantial de la eterna juventud o cómo llegar hasta él. Eso, naturalmente, en el caso de que estuviera vivo.

Viana se atrevió a rozarlo con la punta de los dedos. Su piel estaba cálida y, al mismo tiempo, sorprendentemente suave. La joven casi habría jurado que fuese áspera o rugosa, pero parecía la de un niño.

El muchacho se estremeció bajo su tacto y dejó escapar un especie de gañido.

Estaba vivo. Viana retrocedió con brusquedad y lo observó un momento más, dudando entre salir huyendo o ayudarlo. Finalmente, la compasión fue más fuerte y se inclinó sobre él, con precaución, para comprobar su estado. Le dio la vuelta —manteniendo su capa estratégicamente situada sobre el cuerpo de él— y examinó su rostro. No parecía haber sufrido heridas ni golpes, pero sus labios estaban resecos y agrietados. «Tiene sed», advirtió Viana, extrañada. ¿Cómo era posible que aquel chico hubiese llegado sediento hasta el centro de un río sin haberse detenido a beber?

«Quizá el agua no sea buena», pensó la joven con una punzada de temor. Desechó aquella idea de su mente. No había notado nada anormal en su sabor y, en todo caso, si estaba contaminada era ya demasiado tarde para ella. Decidió arriesgarse, y mojó los labios del muchacho con un chorro de agua de su cantimplora.

Él dio un respingo, sobresaltado. Viana contuvo el aliento al ver sus ojos, de un verde tan profundo como el musgo que cubría los árboles centenarios.

—Tranquilo, tranquilo —trató de calmarlo—. Estás a salvo. Bebe, te sentará bien.

Pero el muchacho no parecía entenderla. Contempló asustado la boca de Viana, como si no comprendiera por qué salían de ella tantos sonidos, y después se quedó mirando el odre que le tendía, al parecer sin saber qué debía hacer con él. Viana, entre desconcentrada y exasperada, vertió un chorro sobre sus labios…

…Y él se asustó tanto que se removió entre sus brazos, resbaló sobre la roca y cayó al río con un sonoro chapoteo.

Viana no entendía por qué el chico de piel moteada actuaba de una forma tan extraña. ¿Estaría desorientado? ¿O quizá enfermo? En cualquier caso, tenía que sacarlo del agua, porque parecía evidente que tampoco sabía nadar.

Tiró de él hasta ponerlo de nuevo a salvo sobre la roca y después recuperó su capa, que estaba totalmente empapada. Era absurdo volver a ponérsela ahora, de modo que la apartó con un suspiro y trató de no fijarse en el cuerpo desnudo del muchacho. Volvió a sostenerlo entre sus brazos e intentó obligarlo a beber agua. Al principio, él mantuvo sus labios obstinadamente cerrados, pero Viana lo forzó a abrir la boca y a tomar un par de tragos. El chico tosió, apunto de atragantarse; entonces pareció comprender que el agua le sentaba bien, porque dejó de poner resistencia. Finalmente, saciada su sed, el joven contempló con maravillado interés todo lo que lo rodeaba. Metió un pie en el agua y aguardó un momento. No sucedió lo que él parecía estar esperado que pasara, fuera lo que fuera eso, de modo que sacó el pie con el ceño fruncido y observó la cantimplora como si no terminara de comprender del todo su funcionamiento. La volcó para ver cómo caía el agua de ella, y después se la llevó a la boca. Pero se quedó muy desconcertado al ver que no salía más líquido.

—Así no —lo riñó Viana, arrebatándosela de las manos—. Mira, se utiliza así —añadió, llenándola en la corriente y bebiendo para después mostrárselo.

El chico la contempló fascinado y luego volvió a tomar la contimplora para mirarla desde todos los ángulos. Viana suspiró cargada de paciencia.

—Eres como un niño paqueño —le dijo—. Y supongo que no me entiendes cuando te hablo, ¿verdad? ¿Es que hablas en otro idioma? ¿El de los duendes, quizá? ¿O el de los elfos? ¿O no hablas en absoluto?—adivinó al ver cómo él la observaba con asombro cada vez que pronunciaba alguna palabra—. Pero no puedes ser tan…

«Tonto», estuvo a punto de decir. Se contuvo, sin embargo, porque no quería ser grosera con un desconocido, aun cuando este se pasease en cueros por el bosque y no comprendiera una sola palabra de lo que decía.

«Quizá ha perdido la memoria», pensó. Sí, eso le parecía lo más probable. Cuando Viana era pequeña, uno de los mozos del castillo había recibido una coz en plena cara. Había permanecido inconsciente durante unos días, y al despertar no recordaba quién era. Se necesitaron varias semanas para que recuperara parte de sus recuerdos, pero nunca volvió a ser el de antes.

Viana miró al muchacho del río, conmovida. Se preguntó entonces qué clase de cosas había olvidado. ¿Quién era él? ¿Era humano, como parecía? Y, en ese caso, ¿por qué tenía un aspecto tan extraño?

El chico, ajeno a las cavilaciones de su salvadora, seguía jugando con la cantimplora. Se sombresaltó cuando, tras volcarla por encima de su cabeza, le cayó un chorro de agua en la cara, pero pareció encontrarlo divertido, porque dejó escapar una carcajada. También lo asustó el sonido de su propia risa, como si llevara mucho tiempo sin oírlo.

Viana reaccionó. Era curioso ver cómo aquel muchacho desmemoriado parecía estar redescubriendo el mundo, pero ella tenía muchas cosas que hacer.

Lo sacó del río como pudo (el chico se armo tal lío con piernas y brazos que por poco no acabaron en el agua los dos) y lo sentó al pie de un árbol mientras rebuscaba en su morral.

—Tengo ropa de repuesto —le dijo—. Tienes suerte de que no sean vestidos de doncella.

Tal y como esperaba, el muchacho no dio muestras de comprenderla, pero observó con curiosidad lo que hacía. Cuando Viana le lanzó una camisa y unas calzas, se asustó y se quitó las prendas de encima rápidamente.

—Eh, no, ni hablar —replicó Viana—. No me importa si en tu mundo los hombres vais en cueros por la vida; yo sigo siendo una dama y no pienso tratar contigo hasta que no estés vestido con decencia.

Era perfectamente consciente de que su compañero no la entendía, pero oírselo decir a sí misma en voz alta la tanquilizó un poco.

Entretanto, el muchacho de piel moteada había estado examinado la ropa con interés. Pareció darse cuenta de que era similar a la que cubría a Viana. Ladeó la cabeza y se la quedó mirando como si la viera por vez primera.

—Sí, eso es —asintió ella, incómoda de repente—. Mira, ¿ves para qué sirve? —le mostró su propia ropa y la comparó con la que él tenía entre sus manos—. Ahora, tú. Ah, no, no, eso sí que no —protestó al ver que el muchacho parecía esperar que lo ayudara a vestirse—. Aprende tú solo. Ya he estado más cerca de ti de lo que debería, y hasta que no estés vestido… —tomó aire, consciente de que había enrojecido otra vez—. Pues eso —concluyó.

Se alejó un poco de él y lo dejó contemplando las prendas. Supuso que tendría que tener paciencia con él y darle una oportunidad. «Tonto no parece», reconoció. «Es simplemente… como si esto le sucediera por primera vez». Seguía convencida de que había perdido la memoria, pero, además de eso, también era posible que el muchacho procediera de un lugar donde los usos del mundo civilizado fueran del todo desconocidos. Viana había estado escuchando historias acerca de las cortes del reino de las hadas, sofisticadas y resplandecientes, pero también le habían contado cuentos sobre un mundo subterráneo, hogar de duendes y trasgos, donde aquellas criaturas vivían casi como animales. Aguardó un tiempo prudencial y después regresó al árbol para ver si el chico se había vestido ya. Parecía haber captado bien la idea general, porque se había puesto las calzas más o menos correctamente, aunque se había hecho un lío con las mangas de la camisa. Viana rio divertida y lo ayudó a colocársela bien.

—Ahora —le dijo— pareces un muchacho decente.

Pero lo cierto era que el chico del río estaba bastante desconcertado. Así, vestido como una persona de verdad, su extraño pelo resultaba todavía más salvaje, y el sorprendente color de su piel resaltaba contra la blancura de la ropa.

—Bueno —suspiró entonces Viana—, creo que ha llegado el momento de hablar de cosas importantes. Quiero decir… que yo hablaré y tú escucharás, supongo. Y espero hacerte comprender algo.

Se sentó junto a él y lo obligó a mirarla a los ojos. De nuevo se quedó sin palabras ante aquel verde oscuro tan profundo como el corazón del bosque, y tuvo que carraspear antes de continuar hablando:

—Yo me llamo Viana —se presentó—. Vi-a-na. ¿Comprendes? Vamos, repítelo: Vi-a-na.

Pero el muchacho se limitó a contemplar su boca con curiosidad. Ni siquiera hizo amago de repetir los sonidos, y la chica empezó a plantearse si no sería mudo.

—¿Cómo te llamas tú? —lo interrogó, colocando el índice sobre el pecho del muchacho al pronunciar la última palabra.

Se lo preguntó de todas las maneras posibles y gesticulando mucho, pero él seguía sin hablar. Se limitaba a observarla desconcertado, como si no entendiera nada de lo que estaba haciendo.

Finalmente, Viana se rindió.

—De acuerdo, no tienes nombre. Y supongo que tampoco podrás indicarme por dónde se va a la fuente de la eterna juventud o dónde está ese lugar donde dicen que los árboles cantan —añadió mirandolo de soslayo; pero el chico permaneció inexpresivo—. Bueno, pero tendré que llamarte de alguna manera. Y «mozo» o «muchacho» no me parece apropiado, teniendo en cuenta que ya te he visto… eh… mejor dejémoslo estar —concluyó precipitadamente. Él siguió mirándola sin inmutarse, y Viana se sintió conmovida por su inocencia.

Se calló un momento, preguntándose cómo debería llamarlo. Porque estaba claro que él necesitaba un nombre.

Lo miró de nuevo. Era guapo a su manera, aunque al contemplar su extrañapiel (sintió deseos de acariciarla, sin saber por qué) volvió a recordar los cuentos que le contaba su madre cuando era niña. Algunos de ellos estaban protagonizados por un duende travieso llamado Uri. Aquellos habían sido sus favoritos.

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