Donde los árboles cantan (15 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

BOOK: Donde los árboles cantan
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—Entraremos por la puerta de atrás —le dijo—. Siempre está abierta para que corra el aire, porque si no, el herrero pasa mucho calor.

—Pero ¿no habrá cerrado la herrería por ser día de fiesta?

Airic se rió.

—¿Cerrar la herrería? ¿Precisamente hoy, con tanto guerreros en el pueblo? Está claro que no conocéis a Gilrad.

—Bueno, pues es evidente que tú sí —replicó Viana, algo molesta—. ¿Nos dejará entrar en su casa, así, por las buenas?

—Soy amigo de uno de sus hijos —respondió Airic como si eso lo explicará todo.

Resultó que su joven guía tenía razón. La puerta trasera del taller estaba abierta y el herrero se afanaba sobre su yunque, al parecer ajeno a los festejos que tenían lugar en la plaza.

—Buenos días, Gilrad —saludó Airic—. ¿Está Peitan en casa?

—No lo sé —gruñó el herrero sin dejar de trabajar y sin molestarse en mirarlo; su voz era tan potente que resonaba por encima de los golpes del martillo—. No creo, pero sube a ver.

—¡Gracias!

Airic se apresuró a trepar por la escalera, y Viana lo siguió en silencio, maravillada por la astucia y el descaro del muchacho.

Subieron hasta el segundo piso sin encontrar a nadie; probablemente, todo el mundo estaba disfrutando de la fiesta. Airic condujo a su compañera hasta la habitación más alta, la que había justo bajo el tejado. Ambos se asomaron al ventanuco, que ofrecía una vista perfecta de la plaza.

Ya hacía rato que la danza había terminado. El carpintero estaba terminando de montar un estrado sobre el cual se había colocado el gran sitial de madera para el rey Harak. No muy lejos de allí, los regidores, nerviosos, esperaban el momento de rendir homenaje al caudillo bárbaro.

Y entonces los aldeanos dejaron paso a la comitiva real. Viana echó un vistazo al cielo: era casi mediodía. Se apresuró a montar su arco y extraer un par de flechas de su carcaj.

—¿Qué hacéis, mi señora? —preguntó Airic, inquieto.

Viana le dirigió una encantadora sonrisa.

—Vengar un agravio —respondió.

Tensó la cuerda del arco y buscó el blanco adecuado.

Vio que los bárbaros entraban a caballo en la plaza. Hundad, el nuevo señor de Torrespino, abría la marcha, acompañado por uno de sus guerreros. Detrás iba el rey Harak. Viana apuntó a su figura y esperó el momento oportuno.

Le llamó la atención el joven que cabalgaba junto al rey: era un caballero de Nortia, no un bárbaro. Llevaba cota de mallas y un sobreveste con los colores de su escudo de armas: una espada de oro que surgía entre olas de plata y azur sobre campo de gules. Un distintivo que Viana conocía muy bien. El escudo de Castelmar.

Viana bajó el arco con el corazón latiéndole con fuerza. No podía ser. Seguramente se trataría de otra persona.

Examinó de nuevo al hombre que acompañaba a Harak y confirmó sus peores sospechas. En efecto, era Robian. Parecía mayor, más adulto quizá, y también más serio. Un rictus de amargura estropeaba sus bellas facciones, pero era él, sin duda; el muchacho que había crecido con Viana y a quien ella había jurado amor eterno.

Inspiró hondo. Aquello formaba parte de un pasado que ella había creído totalmente superado y, sin embargo… allí estaba Robian de nuevo para atormentarla con su presencia.

—¿Sucede algo, mi señora? —quiso saber Airic.

Viana se esforzó por concentrarse. El chico había sugerido la posibilidad de que Robian fuese el señuelo preparado por Harak. Enrojeció. ¿Tan conocida era entre el pueblo la relación que los había unido? Después comprendió que, desde el punto de vista de una hipotética fuerza rebelde nortiana, Robian era un traidor al que, sin duda, muchos querrían hacer pagar cara su decisión de servir a los bárbaros. No todo girada en torno a ella, se recordó a sí misma.

—No —respondió—. Nada en absoluto.

Volvió a apuntar y, por un instante, tuvo a Robian a tiro. Sería tan fácil soltar la flecha…

Pero no debía permitir que sus emociones interfirieran en la labor que pretendía llevar a cabo. Por otro lado, una parte de ella no deseaba ver muerto a Robian. La idea de que aún pudiera sentir algo por él la inquietaba, pero Viana no se detuvo a considerarla y apuntó cuidadosamente el corazón del rey bárbaro.

Aguardó, sin perder el blanco, a que él penetrar en la plaza. Y cuando decidió que era el instante adecuado, soltó la cuerda del arco.

La flecha hendió el aire con un silbido letal… y se hundió en el corazón de Harak.

—¡Lo habéis conseguido, señora! —exclamó Airic, jubiloso.

Viana bajó el arco, muy orgullosa de sí misma. Abajo, en la plaza, reinó el caos. Mientras Harak se tambaleaba sobre el caballo, sus hombres, desconcertados, miraban a todas partes en busca del autor del disparo. A Viana no le importaba que la vieran. No ahora que Harak estaba muerto…

Pero entonces…

—Mirad, señora… —susurró Airic, con un tono repleto de temor reverencial.

Viana ya lo estaba viendo, pero no podía creerlo.

Harak no había caído de su caballo. Por el contrario, se había arrancado la flecha del pecho y la alzaba en alto con un rugido de ira.

—No puede ser —murmuró la muchacha.

Buscó frenéticamente alguna explicación a lo que acababa de contemplar. Lo había herido en pleno corazón, estaba segura de ello. Y la flecha había salido de su pecho tinta en sangre, lo cual indicaba que no había sido detenida por ningún tipo de armadura.

Harak debería estar muerto. Pero estaba vivo.

—Es el diablo, señora, el diablo… —musitó Airic.

Pero Viana no lo escuchaba.

Porque Harak los había descubierto en la ventana y, con un segundo grito de rabia, estaba lanzando a sus hombres contra ellos.

Capítulo VI

De la ira del rey bárbaro y de lo que se contaba acerca de él.

Viana se había quedado clavada en el sitio. Airic tiró de ella para ponerla a cubierto justo en el momento en que una pequeña hacha de mano se hundía, con una mortífera vibración, en el marco de la ventana a la que estaban asomados.

—¡Tenemos que marcharnos de aquí, señora! —urgió. Sin embargo, Viana seguía sin poder reaccionar.

—Tendría que estar muerto —murmuró—. ¿Por qué no está muerto?

Oyeron un tumulto en la planta baja. Los hombres de Harak se habían precipitado al interior de la herrería, y allí se habían topado con Gilrad, que trataba de averiguar el por qué de tanta agitación.

—¡Uno a uno, señores! —tronaba—. ¡La tienda está abierta a todo el mundo, pero mi casa, no!

—No tenemos mucho tiempo —dijo Airic.

Viana buscó con la mirada una vía de escape. No podían volver por donde habían venido, porque la estrecha escalera no tardaría en estar ocupada por una tropa de bárbaros. Sus ojos localizaron entonces otra ventana en la parte opuesta de la habitación.

Airic también la había visto. Los dos se abalanzaron hacia ella y se asomaron casi al mismo tiempo.

La ventana daba a un callejón tan estrecho que la parte superior de la herrería casi tocaba la fachada del piso superior de la casa de enfrente, que se alzaba en voladizo sobre la planta baja. Allí había otra ventana, pero solo uno de los postigos estaba abierto.

—¡Ya vienen! —exclamó Airic.

La joven trató de mantener la cabeza fría, tal y como Lobo le había enseñado. Se encaramó a la abertura, aferrándose al marco, y calibró las posibilidades que había de que lograse saltar hasta la casa de enfrente y alcanzar la ventana sin caer al suelo.

—Adelante —la animó Airic al comprender cuáles eran sus intenciones—. Si nos quedamos aquí, nos matarán.

Viana inspiró profundamente y saltó.

Se agachó sin muchos problemas a la contraventana que estaba abierta; esta se dobló por el impacto, y la muchacha chocó contra la pared. Logró izarse hasta la ventana antes de que el postigo cediera del todo y la precipitara al suelo.

Cayó en el interior de la estancia, jadeando, pero no perdió el tiempo: se puso de pie y abrió del todo el otro postigo para que Airic pudiera entrar con mayor facilidad. Le tendió las manos cuando saltó y lo ayudó a penetrar en la habitación justo cuando los bárbaros irrumpían como una tromba en el desván que acababan de abandonar.

—No podrán saltar hasta aquí —dijo Viana—, pero no tardarán en cerrarnos el paso por la entrada principal. ¡Corre!

Sus perseguidores perdieron un tiempo precioso asomándose a la ventana para increparlos desde allí, de modo que cuando los dos jóvenes llegaron a la planta baja, la calle aún estaba despejada. Atravesaron la estancia principal de la casa como una exhalación, pasando por delante de una anciana que estaba hilando junto a la ventana, y que se quedó mirándolos tan perpleja como si acabara de ver un par de fantasmas.

Airic y Viana salieron a la calle y se detuvieron solo un momento para evaluar sus opciones. El bramido de los bárbaros se oía todavía desde la plaza. No tardarían en alcanzarlos.

—¡Por aquí! —dijo el muchacho.

Viana lo siguió a través de un callejón aún más estrecho que el que acaban de dejar atrás. Desembocaron en una calle un poco más amplia, casi a las afueras del pueblo, pero se detuvieron en seco porque un caballo estuvo a punto de arrollarlos.

—¡Eres estúpida! —le soltó su jinete a Viana sin ceremonias.

Ella alzó la cabeza y vio que se trataba de Lobo, que la observaba con los ojos echando chispas. Abrió la boca para replicar, pero él no le dio tiempo.

—¡Sube! —ordenó—. ¡Puede que aún logremos arreglar este desaguisado!

—Pero… Airic… —acertó a decir Viana. El muchacho negó con la cabeza.

—¡Marchaos sin mí, mi señora! Sabré arreglármelas.

Viana iba a protestar, pero Airic retrocedió un par de pasos y desapareció en las sombras de un angosto pasaje entre dos edificios. Lobo ayudó a su pupila a subir a la grupa de su caballo y ambos partieron al galope, justo cuando los hombres de Harak doblaban la esquina.

Dejaron atrás Campoespino, pero la caza no terminó ahí. Los habían visto marchar a caballo y no se limitaron a seguir su rastro. Porco antes de llegar al puente que cruzaba el arroyo, Viana se volvió sobre la grupa y vio que una partida de bárbaros los seguía al galope.

—¡Más rápido! —urgió a Lobo—. ¡Nos persiguen!

Lobo gruñó y espoleó a su montura todavía más.

Poco a poco, y ante la angustia de Vania, los bárbaros fueron recortando distancias. Después de todo, el caballo de Lobo cargaba con dos jinetes, y los animales de sus perseguidores eran fuertes y musculosos. Viana escuchaba los gritos de los bárbaros tras ellos, e incluso el silbido de algún virote lanzado desde una ballesta que, por fortuna, no llegó a alcanzarlos.

Por fin, Lobo y Vania llegaron a las lindes del Gran Bosque. Como buen conocedor del terreno que era, Lobo guió a su caballo a través de senderos ocultos entre la maleza. No consiguió, sin embargo, dejar atrás a sus perseguidores. Precipitó entonces a su montura hasta el arroyo y galopó aguas arriba.

—¿Qué haces? —protestó Vania—. ¡Así vamos mucho más lentos!

—¡Cierra la boca y salta cuando yo te lo diga!

—¿Qué?

—¡Que saltes! ¡Ya!

La mente de Vania tenía un montón de objeciones al respecto, pero su cuerpo se había acostumbrado a obedecer todas las órdenes de Lobo, especialmente cuando las expresaba en aquel tono. De modo que, antes de que quisiera darse cuenta, había saltado del caballo y caía sobre el agua. Viania no tuvo tiempo de quejarse, porque Lobo tiró de ella para arrastrarla hasta la orilla. Los dos se ocultaron entre los arbustos mientras el caballo, libre ya de sus jinetes, galopaba con mayor ligereza río arriba.

Lobo y Viana contuvieron el aliento y se quedaron totalmente inmóviles mientras la tropa de bárbaros pasaba ante ellos sin verlos. Cuando sus voces sonaban ya lejos, Lobo se incorporó y dirigió una breve mirada a su compañera.

—Volvamos a casa —le dijo con dureza—. Tenemos muchas cosas que hacer.

Viana se levantó sin protestar y lo siguió, convencida de que se había ganado una buena reprimenda. Sin embargo, su maestro se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la cabaña.

—Entra y recoge tus cosas —ordenó entonces.

—¿Perdón?

—Que recojas tus cosas. ¿Es que te has vuelto sorda de repente? No, espera… De repente, no. Quizá no me oíste cuando te dije que te quedaras en casa. Aunque pensaba que captarías el mensaje al encontrar cerrada la puerta de la cabaña. En serio, Viana, ¿qué parte de que «no vayas a la Fiesta del Florecimiento» no has entendido?

Viana suspiró, aliviada en el fondo. Era más fácil lidiar con la ira de Lobo que con su indiferencia.

—Tenía que encontrar a Dorea —intentó justificarse—. Y, de todos modos, no tienes ningún derecho a mantenerme encerrada en casa.

—Bien —replicó él—, pues gracias a ti y a tus «derechos», nos hemos quedado sin hogar.

Viana estaba dispuesta a responder, pero las últimas palabras de Lobo la detuvieron en seco en el umbral.

—¿Cómo? ¿Por qué?

Lobo lanzó un suspiro cargado de impaciencia y la empujó al interior.

—Los bárbaros saben que estás viva —le explicó lentamente, como si estuviera hablando con alguien realmente corto de entendederas—. Acabas de clavarle una flecha en el corazón a su rey y te han visto entrar al galope en el bosque. ¿Crees que van a dejar las cosas así?

La realidad golpeó a Vania como una maza.

—No… Es cierto —admitió—. Supongo que peinarán todo el bosque buscándonos.

—Todo el bosque, no —puntualizó Lobo—. Pero sí la franja más cercana a la aldea. Y nuestra cabaña está situada en ella, así que no te quedes ahí como un pasmarote y haz el equipaje. Vamos, vamos, mueve el culo. No tenemos mucho tiempo.

Viana obedeció. Le sorprendió ver que sí tenía cosas que quería conservar. Había llegado al bosque sin nada, pero en todo aquel tiempo había reunido una serie de objetos que le habían resultado mucho más útiles que las joyas y los vestido que había dejado en Rocagrís: su capa de piel, su cuchillo de caza, su arco y su carcaj, sus botas de cuero blando, su escudilla de madera, yesca y pedernal para encender hogueras, cuerda para tender trampas… Cuando terminó de recogerlo todo y se cargó al hombro su escarcela de loca, se maravilló de comprobar que apenas pesaba nada; y, sin embargo, habría podido viajar hasta el fin del mundo solamente con lo que contenía.

Recordar lo que había perdido le trajo a la memoria el estuche de terciopelo que había escondido bajo su cama, poco antes de abandonar su casa para ir al encuentro de Harak en Normont. Se preguntó si llegaría a recuperarlo algún día. No necesitaba aquellas joyas, en realidad, pero eran un recuerdo de su madre y no quería perderlas.

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