—En primer lugar, porque, a fin de buscar poesía, no he de empezar yo destruyendo la poesía. El amor no ha de buscarse; ha de aparecer, ha de surgir de un modo providencial. Se busca fortuna, se buscan aventuras, se buscan negocios, y tú lo has dicho, se busca colocación; pero amor no se busca. Además, ¿adónde iré yo que no esté más fuera de mi sitio, más aislada que en Villafría? ¿Dónde me presentaré que no sea mirada como una aventurera? Casi estoy fuera de toda clase social. Mis parientes me humillarían si me fuese con ellos. Si me fuese sola, dirían todos como D. Acisclo, que yo era una
vaca sin cencerro
. Pudiera ser marquesa y no lo soy ni quiero serlo, porque es ridículo el título sin las rentas convenientes. Aquí, donde todos me conocen, soy la señorita doña Luz, la marquesita que conserva aún su casa solariega, y que se ha ganado la estimación y el respeto, porque nadie ignora su vida desde hace doce años. Por esos mundos sería yo una doña Luz algo misteriosa, de quien cada cual imaginaría mil horrores. Empezarían por afirmar una verdad, para inventar y poner sobre ella millón y medio de embustes. La verdad sería que soy hija de un marqués calavera y arruinado, y de una tal Antonia Gutiérrez, soltera y costurera, con quien mi padre tuvo amores. Créeme: en parte alguna estoy mejor que aquí, aunque no me enamore ni me case nunca. ¿Y por qué no enamorarme? ¿Por qué el amor ha de estar siempre dormido? Yo me inclino a creer que no hay varios amores, cada cual para su objeto, sino que el amor es uno; y aunque cambie el objeto, no cambia el amor. Si es así, como yo lo deseo, mi amor despertará y se empleará todo en la hermosura del cielo, en Dios que le ha criado, en las flores, en la poesía, y quién sabe si hasta en la ciencia, dado que en mi estrecho cerebro de mujer quepan sus grandes verdades, sus oscuros misterios y sus temerosos problemas.
—Nada sé contestarte —dijo doña Manolita—. Veo que en mucho de lo que dices tienes razón; pero ya que te confías en mí y me haces ver lo más escondido del alma, sácame de una curiosidad: explícame, si puedes, ciertas cosas que me parecen rarísimas en tu existencia. Por imprevisor, por descuidado que fuese tu padre, por pocos amigos y relaciones que tuviese en el mundo, ¿no tuvo a nadie a quien dejarte confiada sino a D. Acisclo? ¿Tú misma, habiendo vivido en Madrid hasta la edad de catorce años, no dejaste allí alguna amiga? ¿No dejaste allí a nadie que se interesara por ti?
—El descuido y la imprevisión de mi padre no podían ser mayores. Harto lo ha probado su ruina; pero además, bastará con que yo, enlazando los rotos recuerdos de mi niñez, te cuente mi modo de vivir en Madrid, para que entiendas que lo mejor, quizá lo único que pudo hacer mi padre, fue dejarme confiada a D. Acisclo. Hasta que cumplí cinco años, viví en casa de una señora, que parecía medianamente acomodada, y que se llamaba doña Francisca. He cavilado después si aquella señora sería mi verdadera madre; pero, sí me trataba bien y hasta con mimo y regalo, se conocía o se debía conocer, juzgando yo por el confuso recuerdo, que yo le era extraña. Me tenía en su casa por favor. No era casada. Iba a visitarla con frecuencia un caballero guapo, amigo de mi padre. Mi padre iba a verme; a veces solo, a veces con el caballero. La señora murió, y mi padre entonces me llevó consigo a su casa, y ya no me confió a nadie. A los pocos meses de estar con mi padre, donde me cuidaba una criada anciana, vino de Inglaterra el aya que mi padre encargó para mí y que ha estado conmigo hasta pocos días antes de que mi padre y yo viniésemos a Villafría.
Doña Manolita, que era la mejor muchacha del mundo, y que amaba y admiraba a doña Luz, muy satisfecha de las confidencias que le hacía, y muy curiosa de saberlo todo, escuchaba sin pestañear, sentada enfrente de su amiga.
Esta prosiguió:
—Mi aya era el deber personificado; pero, como el deber, sin calor, sin entusiasmo y sin afecto. Casi estoy por afirmar que no me besó nunca, que nunca me hizo una caricia. En cambio me enseñó cuanto ella sabía, y mi padre me consideraba como un portento precoz, como una sabia pequeñuela.
La vida de mi padre, aunque yo entonces no lo comprendía, comprendo ahora que era disipadísima, y todo lo contrario de ejemplar. Jugaba, cortejaba, estaba fuera de casa hasta las tres o las cuatro de la mañana. Yo era como su refugio, como el medio de su purificación, como su consuelo santo en los momentos de abatimiento y de tristeza. Me llamaba a su cuarto, y ya solo conmigo, me decía ternuras, me besaba y lloraba a veces. Como yo era tan niña, ni podía averiguar por mí, ni tratar de saber de él la causa de sus pesares.
Varias veces me hizo también ir a su cuarto en ocasión en que no estaba solo, sino con una mujer hermosa y elegante, aunque vestida con descuido, y esta mujer me celebraba de bonita y graciosa, y me hacía mil cariños.
—Esa mujer sería tu madre —interrumpió doña Manolita.
—Así lo hubiera pensado yo también —prosiguió doña Luz—, si esa mujer hubiera sido siempre la misma; pero fueron varias. Todas se recataban de la gente; estaban allí con cierto misterio, y nunca el aya las vio. A mí misma cuando fui grandecita, cuando cumplí nueve años, jamás volvió mi padre a enseñarme a ninguna de dichas mujeres, que, por la impresión que me dejaron, se me figuraba que habían de ser señoras y no gente vulgar. Mi padre era un galán caballero y agradaba mucho a las damas. Entonces nada infería yo de esto; pero más tarde he inferido la inverosimilitud de que fuese yo en realidad hija de una Antonia Gutiérrez, costurera. ¿No podría mi padre haber procurado esta madre postiza para legitimarme, sin comprometer a alguna dama? Aun en vida de mi padre, a pesar de mi corta edad, pensé alguna vez en esto; pero jamás me atreví, ni indirectamente, a preguntar nada a mi padre sobre el particular. Él esquivaba la conversación, si por acaso recaía sobre mi supuesta o verdadera madre Antonia Gutiérrez. Después de muerto, y después de haber cumplido yo veinte años, he buscado con empeño algo que me dé luz entre sus papeles. Él rasgaba todas las cartas de cierto interés, porque era descuidado y temía dejarlas en cualquier parte y que las leyesen. Lo que he encontrado, pues, era insignificante: ni un retrato ni una palabra escrita. Sólo, sobre su mismo cuerpo, se halló este medallón de oro, sin cifra ni signo alguno.
Doña Luz sacó de su propio seno el medallón de que hablaba.
—Desde entonces llevo el medallón en mi seno, como memoria de mi padre. Dentro, mira (y abriéndole, enseñó el contenido a doña Manolita), mira a través de este cristal; hay un rizo de pelo más rubio aún que el mío. ¿Será de Antonia Gutiérrez, será de cualquiera otra mujer que fuese mi madre, o será de alguna enamorada de mi padre, que nada tiene que ver conmigo? ¿Quién ha de saberlo? Los dos criados antiguos que conservo son listos ambos; pero ambos entraron en casa con mucha posterioridad a mi nacimiento, y de fijo no saben nada. Juana vino a servirme cuando tenía yo diez años. Tres años después entró Tomás de ayuda de cámara de mi padre.
—¿Y no sabes de ningún lance singular de la vida del marqués —preguntó doña Manolita—, por donde se aclare algo el misterio de tu nacimiento?
—Hay, en efecto, en la vida de mi padre un lance singular; lance ocurrido a los dos años de haber nacido yo: pero lance tan misterioso que por él nada se aclara. Podría o no podría tener dicho lance alguna relación con la culpa a que debo el ser.
—¿Y qué fue ese lance, si puedo saberlo?
—Mi padre recibió una mañana una visita, a quien nadie vio, porque mi padre mismo abrió la puerta. Los criados no podían extrañar esto. Él solía recibir visitas así, abriendo él mismo, y encerrándose con ellas. Aquella mañana, a la media hora de haber recibido la visita, llamaron desde el cuarto de mi padre con fuertes campanillazos. La puerta del cuarto estaba abierta. La visita había desaparecido. Y los criados hallaron sobre la alfombra una espada sangrienta, y a mi padre tendido también, con otra espada empuñada, y el pecho atravesado por una herida mortal. Dicen que fue milagro de la ciencia el que se librase de la muerte. Jamás se pudo averiguar quién, ni por qué le había herido. Mi padre se limitó siempre a decir que no buscasen al culpado, que la herida había sido en buena lid. Raro duelo, en verdad, sin padrinos, sin testigos, sin nadie que haya sabido jamás de él sino aquel doloroso resultado.
—Todo esto me hace presumir —dijo doña Manolita— que eres hija de una gran señora.
—No sé —contestó doña Luz—. Legalmente soy hija de Antonia Gutiérrez, libre cuando se unió con mi padre. Más vale esto que deber la vida a un adulterio. ¡Ah! mejor es que mi padre no me haya revelado nada. ¿Cómo había de haber manchado mi mente limpia, a los quince años, con impurezas y delitos? Harto perturbada estaba ya mi mente con la vergonzosa catástrofe de Madrid antes de refugiarnos en este lugar. Hubo que vender los muebles que allí teníamos para acabar de pagar a los usureros y acreedores. Mi padre se vino aquí humillado y melancólico, y a poco murió. ¿Con quién querías que hubiese vuelto yo a Madrid? ¿Qué papel iba a hacer en Madrid la marquesita arruinada y bastarda? Lo mejor que pude hacer es lo que he hecho, quedarme aquí para siempre.
De este modo confió doña Luz todos sus secretos a la hija del médico.
La amistad de ambas jóvenes se estrechó desde entonces, y en adelante todo se lo confiaron.
El casamiento de doña Manolita se hizo por la posta. Un mes después de haber dado parte a su amiga estaba ya casada.
Su pronóstico de que su casamiento no enfriaría la amistad con doña Luz se cumplió a la letra. Doña Manolita era gran profetisa.
También se cumplió cuanto con relación a Pepe Güeto había ella pronosticado. Ni hubo vara de mimbre, ni ella entró más en costura que cuando estaba soltera; pero en cambio, Pepe Güeto se reía como un loco, sobre todo con los chistes de su mujer, que le hacían mucha gracia, y con sus risas que tenían para él mucho de agradablemente contagioso.
Para doña Luz pasaron entre tanto los meses, sin otra novedad que el cambio alternado y regular de las estaciones. Pasó la primavera, pasó el verano, y llegó el mes de Octubre, estación de la vendimia.
Algo muy importante tendría que decir D. Acisclo a doña Luz, cuando una mañana, estando ya vendimiando, entró a verla y a hablarla no menos matinalmente que doña Manolita había entrado meses antes.
El correo llegaba a Villafría a altas horas de la noche y se repartía al amanecer.
Don Acisclo traía una carta ya abierta en la mano, y la agitaba con vivas muestras de satisfacción y de júbilo.
El Padre Enrique
—¿Qué hay? ¿Qué dice esa carta? ¿Qué grata novedad contiene? D. Acisclo, ¿le ha caído a V. la lotería? —preguntó doña Luz.
—Mejor que eso, hija, mejor que eso —contestó el interrogado—. Lee tú misma y entérate —y entregó la carta a doña Luz.
Esta, antes de leer, conoció la letra y vio la firma que decía: «Enrique». Era de un sobrino, hijo de una hermana que D. Acisclo había tenido, el cual sobrino era fraile dominico, residente en Filipinas.
Casi todos los que se hacen ricos niegan el acaso, la fortuna, el hado o la suerte: éstos les parecen vanos nombres, detrás de los cuales procuran ocultarse la pereza, el despilfarro, el desorden y la tontería. De aquí que se tengan por las personas más prudentes, más razonables, más ingeniosas y más sabias de la tierra. Y puede que les sobre razón. Yo no lo niego ni lo afirmo. Digo sólo que D. Acisclo era así. Estaba muy contento de sí propio e imaginaba que no había merecimiento mayor que el suyo. Toda otra gloria se le antojaba inferior y de menos quilates. Sin embargo, una gloria con algo de sobrenatural y de ultramundano, si no en los medios en el fin, y adquirida por individuo de su familia, no parecía a D. Acisclo de corto valer tampoco; y tal era la gloria de su sobrino el P. Enrique; gloria que en cierto modo se reflejaba en él y en toda la parentela. Era, casi a par de los dineros adquiridos, timbre de nobleza para su casa.
Don Acisclo idolatraba, pues, al P. Enrique, y hablaba de él con complaciente jactancia, diciendo:
—Aquí servimos para todo; lo mismo para un fregado que para un barrido; yo quise ser millonario y lo soy; a Enrique le dio por la santidad y aún le hemos de ver en los altares. —Para demostrarlo y hacer probable el cumplimiento de su vaticinio, D. Acisclo refería a menudo las andanzas del P. Enrique: de modo que doña Luz le tenía por conocido y amigo, aunque hacía cerca de veinte años que él faltaba del lugar y de Europa.
Todo este tiempo no le había vivido sólo en Manila. Había estado en diversas tierras de gentiles, difundiendo la luz del Evangelio; había pasado apenas creíbles trabajos; había arrostrado graves peligros, y aun había estado dos veces a punto de alcanzar una muerte tan cruel como gloriosa, no salvando la vida sino después de sufrir prolongado martirio.
Referidas estas historias por D. Acisclo, fuerza es confesarlo, aparecían grotescas en los pormenores. Por dicha, el P. Enrique escribía a su tío tres o cuatro veces al año, y el tío se deleitaba en que doña Luz le leyese las cartas en alta voz. Así conoció doña Luz que el P. Enrique, a más de ser valiente hasta el heroísmo, y entusiasta y fervoroso en todos sus actos y misiones apostólicas, era sujeto de claro ingenio y de singular discreción y prudencia.
Su constitución física distaba mucho de corresponder a sus bríos espirituales, y, aunque no tenía aún cuarenta años, ya en sus últimas cartas se quejaba dulcemente de lo quebrantado de su salud, que le impedía trabajar en empresas activas, y le estorbaba algo en sus estudios.
La carta recién llegada era muy corta y traía fecha de Cádiz. Doña Luz leyó, y decía así:
«Mi querido tío: Mis males se agravaron hasta tal extremo en Manila, que los médicos decidieron que yo debía venir a Europa a pasar una larga temporada. Con los aires del país natal aseguraban que me repondría. Mis compañeros me echaron de allí: hasta el mismo Sr. Arzobispo me mandó que me viniese. No hubo, pues, más remedio. Salí de Manila y, a Dios gracias, hice una dichosa navegación. Tres días ha que estoy en Cádiz, bastante más fuerte ya. Pasado mañana salgo de aquí en el ferrocarril para esa villa. Expresiones cariñosas a los primos, primas, amigos y demás parientes, y a su huéspeda de V. la señorita doña Luz. Le quiere a V. mucho y desea abrazarle, su afectísimo sobrino».
Tal era la causa del júbilo de D. Acisclo; iba a abrazar al sobrino santo, iba a vivir con él, iba a tener el gusto de lucirle en el lugar.