—¿Qué hacen acá? —demandó la vecina.
—Somos custodios —respondió uno de los tipos.
—¿De quién? —insistió la mujer, que seguía sospechando.
—Ya vas a ver de quién somos custodios. —Respondió, burlón, el personaje que hablaba con ella, mientras se bajaba del Fiat. Era alto y robusto, medía aproximadamente un metro ochenta. El burlón caminó unos metros y regresó con un tercer individuo, más cortés y mejor vestido, que le dijo:
—No se preocupe, estamos mirando la fiesta.
Luego se metieron en el automóvil y lo desplazaron unos treinta metros para estacionarlo sobre la calle Príamo, de espaldas a la casa del empresario postal.
Cada vez más inquieta, Diana Solana llamó a la puerta de Andreani, donde montaba guardia el vigilador Miguel Bogado a quien le contó el episodio y le pidió que fuera con ella a interrogar, nuevamente, a los merodeadores. Mientras caminaban hacia el Fiat Uno la mujer advirtió sombras que se movían en un baldío cercano.
—Tené cuidado —le dijo a Bogado, que era joven y tal vez no muy experto—. Me parece que son varios.
El custodio se acercó con cautela al coche y le preguntó al que estaba al volante:
—¿Esperan a alguien?
—Somos amigos del disc-jockey. —Respondió sin vacilar el desconocido.
La respuesta no convenció a Bogado y menos a Diana. Cuando se alejaron unos pasos, le dijo al joven custodio:
—Voy a llamar a la policía.
—No, señora, de eso nos ocupamos nosotros. Vaya tranquila a su casa.
Se fue, pero seguía intranquila y pasó un buen rato observando lo que hacían los sospechosos: cada vez que alguno de ellos se bajaba del Fiat Uno, se ponía una campera oscura, caminaba hasta la esquina de la casa de Andreani y regresaba al auto. Entonces se sacaba la campera y la dejaba en el asiento trasero. La puesta de la campera no obedecía a las condiciones climáticas: la temperatura era templada. Era, probablemente, una contraseña. Bogado, mientras tanto, cumplió su promesa y llamó a la comisaría de Pinamar para solicitar que mandaran un patrullero. Hubo varios intentos fallidos: no contestaba nadie. "El teléfono sonaba y sonaba y nadie respondía", declararía después Gabriel Lorenzo, el
public relations man
de Andreani. Entre las cuatro y las cinco de la madrugada, otro extraño personaje apareció en la puerta de la casa del empresario gritando:
—¡Déjenme hablar con Yabrán!
Le explicaron que ésa no era la casa de Yabrán, que Yabrán no estaba siquiera invitado y lo conminaron a retirarse. Unos días después, el 5 de febrero, cuando el comisario Gómez fue desplazado de su cargo bajo la sospecha de haber facilitado un "área libre" para la consumación del crimen, el curioso lunático fue encontrado entre los manifestantes que se habían dado cita frente a la casa de la
Liebre,
para apoyarlo. Era Daniel "el Gitano" Gaitán, uno de los tantos sospechosos alquilados para embarrar la cancha.
Pero el hecho más extraño de todos no tendría resonancia pública. Según un alto oficial de la Bonaerense, que no quiere dar su nombre, la custodia de Duhalde habría interceptado a uno o más móviles de la Caravana de la Muerte, obligando a sus ocupantes a identificarse como policías. El informante recuerda dos nombres: el del cabo Claudio
Máquina
Páez y el del oficial Sergio Camaratta. El hombre que los identificó sería el subcomisario Walter Wilde, a cargo de la seguridad del Gobernador en Pinamar, bajo las órdenes del comisario general (retirado) Enrique Joaquín Mármol, jefe de la custodia. Según la fuente policial, en una reunión en la quinta de San Vicente, el Gobernador le habría aconsejado a Wilde que no comentara el significativo episodio. (En su declaración ante la Justicia, Wilde afirmaría que no había detenido a nadie, aunque hizo mención a una Traffic blanca que le pareció sospechosa.)
Contento, ignorante de todo lo que había ocurrido a pocos metros, José Luis Cabezas dejó la casa de Andreani, no sin antes felicitar al complacido anfitrión.
—¡La fiesta estuvo es-pec-ta-cular!
Palmeó al fotógrafo de
Caras,
Eduardo Lerque y se dirigió hacia el Ford Fiesta. Eran las cinco y diez de la madrugada. Aún era de noche. Un auto hizo un guiño con los faros.
Michi descansaba en Valeria del Mar, con su mujer y los amigos que habían llegado de Buenos Aires; había quedado en verse con José Luis a las dos de la tarde, para cubrir un desfile de Giordano. Cuando aquél no apareció se sorprendió, porque era muy puntual, y llamó a la casa. Lo atendió la suegra y le dijo que José Luis no estaba. A las tres y cuarto empezó a preocuparse y volvió a llamar. La suegra le aclaró entonces que no sólo no estaba sino que no lo veía desde la noche anterior, cuando Michi había pasado a buscarlo para ir a la fiesta.
—Bueno, déjeme averiguar y la llamo —dijo Michi, preocupado.
Y se puso a buscar a los colegas de los otros medios. Nadie sabía nada. Trató de tranquilizarse pensando que a lo mejor José Luis se había sentido mal y se había quedado a dormir en lo de Andreani. Llamó a lo de Andreani y lo atendió una mucama: nadie se había quedado a dormir. Empezó a pensar en un accidente y llamó al comisario Gómez. Lo atendió el hijo. La
Liebre
se estaba bañando.
—Preguntale si sabe algo de José Luis Cabezas, de
Noticias.
Gómez le mandó a decir que no sabía nada. Entonces le pidió a uno de sus amigos que lo llevara a Pinamar. Su idea era pasar por el hospital a ver si José Luis estaba allí accidentado. Viajó con su mujer y uno de sus amigos. De camino cambió de idea y fueron a la casa de Gómez que estaba detrás de la comisaría.
—Mire —le dijo al comisario—, estoy buscando a José Luis porque desde anoche, cuando nos despedimos en lo de Andreani, no sé nada.
La
Liebre
lo observó, cazurro.
—No, no sé nada.
Pero, sin transición, soltó una pregunta:
—¿Y cómo se movían ustedes?
—En un Ford Fiesta blanco.
—Mmm..., me parece que tengo una muy mala noticia para darte.
Michi sintió el latigazo de adrenalina. Pensó en un accidente. En un asalto.
—¿Qué pasó?
Gómez chasqueó la lengua.
—Esperá que me cambio.
Michi lo esperó, rechazando mentalmente la palabra "murió", que insistía en meterse en su cabeza. Cuando caminaban desde la casa a la comisaría, Gómez le informó:
—Encontraron un cuerpo a unos kilómetros de acá, en el campo, en General Madariaga. Había una persona quemada dentro del auto.
—Pero no puede ser que sea José Luis —dijo Michi, lívido.
—Sí, mirá, todo coincide, un auto igual. ¿La patente era AUD 396?
—Mire, no tengo idea de cuál era. Pero no puede ser, no puede ser —balbuceó el periodista, que empezaba a pensar que sí podía ser.
Mientras Gómez lo llevaba hacia la cava, se descontroló.
—¡Fue Yabrán! ¡Fue Yabrán!
El comisario lo miró, con los ojos entrecerrados. Y Michi recordó lo que se decía: que el hijo de Gómez laburaba en el Arapacis, que el propio comisario era el encargado oficioso de la seguridad del hotel. Se maldijo por haberse ido de lengua. Llegaron a la cava donde decenas de "Patas Negras", periodistas y turistas curiosos pisoteaban el terreno que la Bonaerense no había demarcado, arrojando colillas a la tierra que se mezclaban con las posibles colillas de los asesinos. Era un pozo de dos metros de profundidad por catorce de largo y siete de ancho. Y estaba el Ford Fiesta, totalmente quemado.
—Bueno, bajá —ordenó Gómez.
Observó el coche con ojos desorbitados y siguió diciéndose que no podía ser. Hasta que descubrió el golpe en el guardabarros derecho, el espejito roto. Le mostraron una bota tejana. No quería ver la silueta carbonizada que caía del asiento delantero.
—¿Cómo saben que es él? —atinó a preguntar— ¿Encontraron su cámara?
Le mostraron unos cartuchos quemados. Cartuchos de rollos fotográficos. Alguien le acercó un reloj Tag Heuer detenido a las 5.43.
No lo reconoció, nunca había reparado en el reloj de José Luis.
Y
recién se convenció cuando le mostraron las llaves: no había dudas, eran las de la oficina de
Noticias
en Pinamar. El shock era tan fuerte que no reparó en un detalle crucial: si todo estaba quemado, si
has
ta algunos vidrios se habían derretido ¿cómo era que se había salvado la patente del auto? ¿Quién la había preservado de las llamas? ¿Para qué?
Entonces lo acercaron al cadáver y le mostraron las esposas que rodeaban los muñones. Hasta ese momento nadie le había dicho que estaba esposado. Con las manos hacia adelante. Las rodillas se le aflojaron.
Regresó a Buenos Aires el 26, deshecho. Sentía dolor por la horrible muerte de José Luis, indignación y miedo. Rechazaba ese pavor espeso que lo invadía y se decía que era justamente lo que los asesinos buscaban, pero en esas primeras horas todavía no podía desterrarlo.
¿Y
si se habían equivocado de víctima? ¿No hubiera debido estar él ahí en vez del pobre José Luis? ¿Qué hubiera ocurrido si salían juntos de la fiesta? ¿Habría dos cuerpos quemados en la cava? Tal vez alguien estaba pensando en ese mismo momento en reparar el error, y concluir la faena. Su vida corría peligro.
La inmensa mayoría de los periodistas argentinos se hizo las mismas preguntas. El miedo recorrió las redacciones, como en los tiempos de la Triple A, como en los años del Proceso. El temor alcanzó el cénit en la propia redacción de
Noticias.
Pero ese mismo miedo al abismo, ese temor generalizado a retroceder hacia la selva, generó la reacción opuesta. Periodistas y reporteros gráficos salieron a la calle. Nacieron los "camarazos" de los fotógrafos. Los grandes plantones frente al Obelisco. O la Rosada, símbolo de un poder casado con la impunidad. Con distintas motivaciones, los dueños de los medios cerraron filas y dieron luz verde a la furia creciente de sus trabajadores. Se engendró una reacción que los paniaguados del Poder quisieron devaluar llamándola "corporativa".
Y
la sociedad reaccionó instantáneamente, con un vigor que no había evidenciado en muchos años frente a otros crímenes. El "No se olviden de Cabezas" fue una especie de catarsis para la culpa que muchos sentían por haber tolerado el terrorismo de Estado, y hasta los fariseos tuvieron que adoptar la consigna, que enseguida devino "políticamente correcta". Y se fotografiaron con la foto de Cabezas entre sus garras. Los jefes de las grandes facciones en el poder intuyeron que el Partido Justicialista iba a ser derrotado en las decisivas elecciones legislativas de octubre. Duhalde dijo, y después lo negó, que le habían tirado el cadáver de Cabezas en el mismo sendero por donde pasó esa misma mañana del 25 para ir a pescar a la laguna. Habían elegido a "Cabezas" como una broma macabra hacia su apodo de
Cabezón.
Menem sintió que las miradas se dirigían hacia él, en busca de los secretos de su agenda. La oposición conjeturó que el peronismo podía explotar, como en el pasado, en sangrientas internas, en batallas que ahora no se librarían en nombre de la ideología, sino en un marco delincuencial, donde asomaban los fantasmas de los sicarios colombianos. Pero alguien se dijo en las sombras que a pesar de esa reacción social, que dividía como un parteaguas la historia argentina de la última década, la operación —aún inconclusa— había sido un éxito y pronto alcanzaría los objetivos prefijados.
Pero, mientras tanto, ¿qué había ocurrido en esas horas con el hombre que algunos empezaban a mirar como sospechoso?
No se sabe si el hombre era técnico, mozo de banquetes o un simple trabajador. Pero estaba francamente asustado por lo que había visto aquel jueves 23 de enero, en una estancia del sur de Entre Ríos. Quería contarlo y a la vez no quería. Al final aceptó hablar frente al grabador de una periodista para protegerse.
Cuando arribó a Colonia Elía, desconocía aún que el trabajo para el que lo habían conchabado debía realizarse en un campo que él, ingenuamente, denominaba "la quinta de Yabrán". Llamó por teléfono a un celular de la custodia presidencial y le dieron las señas requeridas, no sin antes asombrarse de conocer ese número de teléfono. Le costó encontrar el lugar. Fue orientado por unos paisanos, en la gomería del pueblo. Los paisanos también le comentaron que ése era el campo al que iban "Menem, Cavallo y otros políticos". Una vez en el lugar se topó con un hombre canoso, muy educado, con pulsera y reloj de oro, "que luchaba con un celular para tratar de comunicarse. Estaba vestido normal, nada extravagante. En ese momento no pensé que era Yabrán; ni sabía quién era Yabrán". Conversando con él tuvo la mala idea de preguntarle si por allí caía Cavallo cada tanto, "y el canoso me puso cara como que no le gustó". La misma pregunta absurda se la había hecho un rato antes a los tipos que custodiaban la entrada armados con escopetas Itaka. "Ahora no; ahora no viene más", dice que le contestaron. En cambio reconocieron que el Presidente solía andar por allí siete u ocho veces por año. Los tipos no parecían pesados traídos de la Capital. Eran entrerrianos, "como maltratados. A uno le faltaban los dientes. Tenían un auto viejo; no parecían una custodia invulnerable".
El viernes 24 al mediodía fue al campo y advirtió "que la cosa había cambiado mucho con respecto al jueves". Ahora había una custodia invulnerable, que lo dejó pasar después de identificarse, no sin antes subrayarle que no anduviera haciendo preguntas. Menem llegó después del mediodía, "a las 13 o las 14, en el helicóptero de Yabrán. Una máquina blanca, con panza naranja que tiene la hélice de atrás rara, como si estuviera adentro de una caja, como si fuera un ventilador. Cuando ya estaba Menem me recibió un custodio bajito, gordito, no muy pulido para hablar, con un celular en la mano". Y lo autorizaron a ver "algunos puntos clave del campo, para que chequeara el trabajo", que hasta entonces no se sabía en qué consistía. "En la quinta, mientras estaba Menem, había unos quince o veinte autos importados". El viernes a la tarde el hombre se fue. "Vino a reemplazarme un compañero que se quedó en la quinta mientras estuvo Menem. El sábado 25 al mediodía Menem se fue, porque iba a la carrera de motonáutica que largaba el domingo en Mar del Plata. Mi amigo lo tuvo que seguir. Yo no sé a qué fue Menem con los amigos a la estancia de Yabrán. Por lo que me dijeron, Yabrán usa ese campo para cazar con su gente. Nadie sabe a qué fue Menem, ni sé si esto tiene o no que ver con el crimen de Cabezas. Pero sí creo importante que se sepa que Menem y Yabrán estuvieron juntos esos días".