Don Alfredo (47 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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El periodista salió abatido de la entrevista. Ibarra se palpó la 45 y comentó: "A mí no me van a agarrar desprevenido. Esta gente tiene una filosofía oriental y se toma su tiempo para vengarse". Dos años más tarde, cuando al periodista y al ex chofer los unía una relación amistosa, el hombrecillo de la Jaula le mostró sus pinturas y dibujos. Algunos tenían una belleza sombría, inquietante. Uno de los dibujos, a lápiz, mostraba una camioneta de OCASA, circulando. Al volante iba una calavera.

Después de Ibarra, otros tres antiguos empleados de OCASA coincidieron en recordarla como "un campo de concentración". Ninguno de ellos hablaba por resentimiento, por haber sido postergados: habían tenido a cargo tareas de responsabilidad como auditores y jefes. Uno de los informantes sufrió un extraño "asalto" en la calle, pocos días después de brindar un testimonio con identidad reservada para este libro. Fue brutalmente golpeado y nunca creyó en serio que se tratara de vulgares chorros. Otro, hasta ahora indemne, relató la vida de los caminantes que no hacen camino al andar y a los que se llama DD (Distribuidores Domiciliarios), que se hizo más dura a partir de "los perjuicios que causó Cavallo", cuando el Grupo comenzó a inflar OCA, que tenía mejor imagen y a desinflar la empresa amarilla que Yabrán siempre había reconocido como propia. Entonces los viejos empleados de OCASA ingresaron a OCA sin que se les reconocieran los años de trabajo, con contratos de seis meses, no renovables y sin aportes jubilatorios. Al entrar debían firmar un telegrama de renuncia en blanco y adjuntar la fotocopia del título de una propiedad con la que se quedaría la empresa en caso de que el DD fuese encontrado cometiendo un delito.

En el mundo amarillo todos los días se violan pautas del convenio. Este le fija a cada caminante un máximo de 8,5 kg de peso a transportar y 10 km de recorrido. Los DD llegan a transportar hasta 35 kg y en algunas zonas superan los 20 km. No les dan capas de lluvia, ni botas, ni biromes y si quieren un plano del área que les toca deben pagar la fotocopia. El DD que se equivoca en un formulario de entrega o se olvida de anotar un dato (en una tarjeta son siete datos y a veces entregan cien por día) es sancionado automáticamente. Una pensión mal entregada equivale a cinco días de suspensión. Los caminantes son literalmente perseguidos en la calle por los múltiples controles, que verifican las características de las casas y comercios donde el DD debe entregar la correspondencia y luego las comparan con lo que dice el caminante. Cualquier disparidad significa una sanción, porque el auditor siempre tiene razón. También se controla el tiempo que tardaron en esperar el colectivo y cuánto duró el viaje, cotejando lo que dice la planilla y el boleto del colectivo que se entrega como comprobante. Pero nada de esto los aflige: la real pesadilla del caminante es el robo. Los DD sufren a diario dos tipos de robos: el de los rateros que les sacan la plata, las zapatillas o el reloj de cinco pesos y el de los profesionales que les roban el bolso buscando tarjetas de crédito para venderlas. Al día siguiente, el asaltado debe someterse a un interrogatorio humillante en la Casa Central: "¿Está seguro de que lo robaron? ¿No habrá tirado usted el bolso? ¿Cómo puede ser que no se acuerde de la patente del auto en que rajaron los tipos?". Luego, como si él fuera el ladrón, debe llenar dos veces, ante dos funcionarios distintos, una declaración escrita. Cuando a un DD le roban el bolso cuatro veces, pasa a ser clasificado como un "ocho-cuatro", ocho horas de lunes a viernes y cuatro los sábados, tenga la antigüedad que tenga. Y cambian sus condiciones de trabajo. No puede hacer horas extra, sus horarios cambian día a día, no tramita nada importante, es auditado varias veces por mes y se le agravan las sanciones. Un apercibimiento se transforma en dos días de suspensión. Un día, en cinco. Lo suspenden de cinco a diez días por mes y pierde el presentismo, los días de trabajo y las comidas. Su sueldo puede bajar de ochocientos o novecientos pesos mensuales a menos de cuatrocientos.

Además de una dura crítica a las condiciones laborales, los relatos de los ex OCASA destilan humor negro y vergüenza por la violencia moral que les significó presenciar o tener que hacer "cosas raras", especialmente las maniobras con la máquina franqueadora, que permitía adulterar el número de cartas realmente enviado, para disminuirlas si convenía reducir el canon que se debía pagar al correo oficial o para aumentarlas si así convenía para un fin inexplicable al que los hombres de Cavallo le encontrarían la única explicación plausible, que es la del lavado. ("Soy como un país, al emitir estampillas es como si pudiera emitir dinero", había dicho Don Alfredo.) Los tres —por separado— recordaron las bromas que se hacían cuando transportaban las bolsas del servicio postal pre y postaéreo: "Y, ¿ya entregaste la falopa?". El chiste, que podía no responder a la verdad del contenido, revelaba el estado de sospecha que reinaba en la intimidad de la empresa, mucho antes de que esa sospecha se trasladara a la sociedad. Uno de ellos evocó también que cuando llegaban los inspectores de ENCOTEL, la empresa los agasajaba con un sabroso
lunch,
para darles tiempo a las manos ágiles que ponían en orden los papeles y las chapas con las direcciones para la inspección.

Sin embargo, lo más grave no eran las posibles trampas, sino la evidencia de que ocurrieron cosas con el personal "que recordaban los tiempos del Proceso". Algunos choferes y caminantes que habían sido robados fueron llevados a las oficinas de Bridees en la calle Paraná para ser interrogados por expertos, que solían dejar sus armas sobre los escritorios. Uno de los casos más recordados es el de Mariano Durante, que estuvo quince días enclaustrado en la Jaula de los Choferes y un día fue transportado al edificio de Paraná 597 en un Peugeot 504 blanco. Una vez en la sede de Bridees, sufrió un interrogatorio policial por parte de un individuo al que uno de los choferes recordaría como "el comisario Marcelo Carmona". El apriete fue tan duro, que el secuestrado Durante, cuando lo llevaban de regreso a OCASA, abrió la puerta del 504 y se perdió en las calles de la ciudad.

Es probable que el informante equivoque el nombre y la repartición a la que pertenecía el interrogador, pero acierte con el personaje en cuestión, porque hay una coincidencia sugestiva: el suboficial retirado del Servicio Penitenciario Federal Marcelo Claudio Carmona, alias
Choper,
que había prestado servicios en los sótanos de la ESMA (como casi todos los hombres de la Guardia Imperial) daba como domicilio legal, desde 1988, Paraná 597. Cuando se crearon las tres Zapram, Carmona experimentó un notable ascenso social y pasó a desempeñarse simultáneamente como socio gerente de Zapram SRL y presidente de Zapram Technical, en compañía de otros "candados" devenidos grandes ejecutivos y empresarios, de la noche a la mañana. Como Carlos Orlando Generoso (alias
Fragote),
feroz torturador de la ESMA y miembro del comando fascista de la Triple A que asesinó al sacerdote Carlos Mugica. Por obra y gracia del Espíritu Santo, Generoso llegó a ser presidente de Zapram SA y socio gerente de Zapram SRL, cuando en Bridees revistaba como simple "vigilador". O Juan Carlos Castillo (alias
la Serpiente),
que de vicepresidente de Zapram Technical pasó a "culata" de Bridees SA. O Héctor Francisco Montoya, director de Zapram Technical, hermano de Domingo Osvaldo Montoya que fue presidente de Bridees SA. O Juan Carlos Cocina, otro suboficial del SPF que luego pasó a Bridees y fue uno de los sospechosos no investigados en el caso Cabezas. Pero policías también había en Bridees. Como el oficial inspector Roberto González (alias
Federico),
que participó en el asesinato de Rodolfo Walsh y secundó al
Tigre
Acosta en una de sus venganzas, borrando de la faz de la Tierra a casi todos los miembros de la familia Tarnopolsky.

Estos eran los tétricos lúmpenes que reclutó el capitán Donda. Y que según se lo diría él mismo al periodista Edi Zunino del semanario
Noticias,
"limpiaron de contrabandistas los depósitos fiscales" de Ezeiza. Hasta que vino Cavallo y —según el marino— les tiró encima a la DGI. Entonces, se disolvieron en la bruma, con una maniobra antológica, por lo burda, que se repetiría después con providenciales incendios en empresas turísticas del Grupo, y se prolongaría, más allá de la muerte de Yabrán, con el fuego que en 1999 "purificó" los archivos del hotel Arapacis y el Terrazas al Golf, en Pinamar. La misma ciudad donde otro fuego consumió el cuerpo de José Luis Cabezas.

27

La guerra entre Cavallo y Yabrán fue una guerra con todas las de la ley: con espías, informes de inteligencia, operaciones abiertas y encubiertas, tiros, bombas, acción psicológica a través de periodistas de los dos bandos, propaganda, treguas, mesa de negociaciones, ruptura de la tregua y aniquilamiento del enemigo. No fue una guerra mafiosa en el sentido convencional, porque ya se sabe, los mafiosos de
El Padrino
se preocupaban por aclarar que sus acciones cruentas no tenían nada que ver con el odio sino con la correcta marcha de los negocios
(nothing
personal,
only
business,
era la consigna). Y en este caso el odio personal fue creciendo hasta atrapar y sofocar a los dos contendientes, hasta convertir una puja por intereses encontrados en un combate metafísico, sin límites en el espacio y en el tiempo, donde entraban en juego valores, creencias, deseos y temores, de los que no fueron totalmente conscientes los propios protagonistas.

Después del caso Cabezas, cuando Yabrán inició el descenso que lo llevaría a la encrucijada de San Ignacio y se hizo evidente que ya no podía presentarse (al menos con su nombre y sus empresas) en la licitación para la privatización del centenario correo oficial, el posgraduado de Harvard le comentó
—off the
record—
al periodista de
Página/12:
"Ya está, algo ganamos con todo esto; al menos el Correo ya no se lo va a llevar". Tomó una hoja de papel y realizó un cálculo matemático que nunca incluyó en sus denuncias públicas, tal vez porque estaba querellado por Yabrán y por varios de sus lugartenientes y amigos, como Héctor Colella o Bernardo Neustadt. Según él, al establecer un monopolio del correo privado, el
Amarillo
pudo cobrarle a los usuarios tres pesos con cincuenta centavos por envío, de los cuales sólo debía pagar a ENCOTEL los setenta y cinco centavos de canon que costaba entonces una carta simple dentro del territorio nacional. Esa diferencia, multiplicada por la cantidad de piezas transportadas, significaba un ingreso anual de cuatrocientos millones de dólares, que, multiplicados por los diez años que duró el monopolio (hasta la desregulación de 1993), le habrían representado un ingreso bruto de cuatro mil millones de dólares. "Descuéntele gastos y coimas por valor de dos mil millones y verá que de todas maneras embolsó unos dos mil millones en diez años. Y eso solamente con el correo, sin tener en cuenta los otros negocios legales. Y ni hablemos de los ilegales que se le sospechan", estimó el padre de la convertibilidad.

Algunos años antes, cuando la guerra estaba en sus inicios, Cavallo discutió con Bunge por Yabrán. Se había descubierto un contrabando de televisores en Ezeiza y el Ministro de Economía le dijo a
Wences:
"Ves, ahí está, ésas son las jodas de tu amigo". Bunge protestó y le dijo algo que tal vez ya había ocurrido: "Mirá,
Mingo,
parala con esa obsesión que tenés con Alfredo. Desde ya te advierto que si algún día trazás la raya yo voy a quedar de su lado". Don Alfredo padecía una obsesión simétrica. En una de las grandes fiestas que se llevó a cabo en la mansión de la calle Alvear, salió al proscenio con una máscara de látex que reproducía a la perfección los rasgos del odiado "mediterráneo". Al rato, hizo distribuir caretas entre la concurrencia y el salón de baile se llenó de docenas de Cavallos que bailaban y reían, cagándose en el original. Otra vez envió una tarjeta de Feliz Año a sus íntimos, con una curiosa paráfrasis de San Jorge y el Dragón. El santo era el santo y clavaba su lanza en el costado del monstruo, pero el dragón flamígero tenía los ojos celestes de Cavallo. Una leyenda manuscrita sentenciaba que el año debía comenzar sacándose a la mala bestia de encima. Una de las tarjetas llegaría mucho después a manos del dragón, que la esgrimiría como evidencia de que el
Amarillo
lo había condenado a muerte. Lo curioso, sin embargo, pese a esos exorcismos, es que Don Alfredo tenía la convicción íntima de que el dragón, al final, se lo iba a comer, invirtiendo la leyenda. A pesar de su orgullo y de su poder —cada vez más imbricado con el poder— lo asaltaba a veces un sentimiento de inferioridad social, patológico e invencible; él no era como Soldati, como Escassany, como Amalita, como el Gato Richard Handley: sus ojos azules no valían lo mismo que los del doctorcito de Harvard, venía de una piel oscura y despreciada. Y ese temor, ese odio, ese resentimiento, aflorarían mucho después —bajo una apariencia racional— en una de sus solicitadas, donde lo diría con todas las letras: "Cavallo ya ganó".

Una de las prodigiosas invenciones de Domingo Felipe Cavallo fue el nuevo verbo
desregular,
que el módico diccionario español de Bill Gates señala en pantalla con el fideo rojo de los vocablos desconocidos o impropios. Por desregular, él entendía abrir el camino al mercado y la libre competencia, lo cual obviamente no era cierto, porque los monopolios estatales que la reforma del Estado privatizó se convirtieron, sin excepciones, en monopolios u oligopolios privados, a los que un Estado desvencijado no supo, no quiso o no pudo controlar; como lo probaría el apagón más grande de la historia mundial, protagonizado por la empresa Edesur. Cavallo sostenía que las privatizaciones parciales,
periféricas,
de ciertos servicios que antes prestaban las empresas y los bancos públicos, emprendidas por la dictadura militar, entorpecían la
verdadera privatización,
la privatización total que estaba en sus planes. Se preguntaba (con cierta razón, desde su óptica), quién apostaría a comprar los aeropuertos si los depósitos fiscales, el servicio de rampa y "la crema del negocio" que eran las tiendas libres de impuestos, estaban ya en manos de un grupo que usaba a la Fuerza Aérea como socio formal y aquiescente. ¿Quién compraría un correo debilitado y desprestigiado al que un oligopolio privado sustraía más de un tercio de la torta? Era preciso hundir o debilitar al oligopolio privado, legalizando paulatinamente la competencia de centenares de empresas "piratas" que operaban sin permiso, y fortalecer decididamente al correo oficial, abriéndole la puerta de las licitaciones públicas y convirtiéndolo en una verdadera empresa. Una sociedad fundamentalmente estatal, pero con cierta participación de los trabajadores y de algunos particulares
del exterior.
Una empresa que pagara impuestos. Lo que llegaría a ser —en 1993— ENCOTESA, que sucedió a la vieja ENCOTEL.

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