Desde el primer momento, Hernán Brienza tuvo la convicción de que estaba frente al cadáver del empresario. Pese a su horrible hinchazón, era el rostro
duro, feroz
que había visto en los diarios y en los grandes primeros planos que le habían tomado en el programa de Grondona.
Se volvió hacia Facundo y le dijo:
—Sí, es él.
Facundo volvió a mirar el cuerpo amarillento, que parecía "bañado en talco" y se detuvo en la cara. El sí pudo distinguir los ojos azules y pensó que era "parecido". "Pero estaba tan deformado que era irreconocible."
—No, Hernán, no es. Miralo bien —dijo el chico de América.
Cerraron el ataúd —que tenía manijas de plata y había costado trece mil dólares— y lo taparon con un cobertor marrón y un cubre féretro de seda. Mientras tanto subieron otro cajón vacío a una ambulancia para volver a despistar a los medios. Cuando llegó la hora de cargar el verdadero en el vehículo que iba a transportarlo a Pilar, los funebreros les pidieron ayuda a los periodistas. Entonces escucharon unas pisadas y una voz convincente a sus espaldas:
—Espero que no haya ningún periodista aquí dentro, porque le pego un tiro en la cabeza.
—Es el hermano —murmuró Lazo, y los amenazados se escondieron detrás de los coches fúnebres. Yabrán comenzó a recorrer el garaje hasta que los descubrió y los miró con ojos fulminantes. El periodista de
Perfil
creyó que ese Yabrán, un poco más petiso y pelado que el muerto, que tenía las manos enfundadas en los bolsillos de su campera gris, era el
Toto.
Pero Lazo sabía que era Miguel,
Negrín,
el hombre que se hubiera suicidado como su hermano.
—Tapame, que no me vea —le susurró aterrado a Facundo.
Un policía emergió de las sombras del garaje y con modos respetuosos se llevó a
Negrín
hacia la oficina del dueño, don Hugo Heidenreich, diciéndole que acababa de llegar el doctor Argibay Molina. Mientras tanto, Heidenreich trasladó a los perseguidos al piso superior, donde había un vasto galpón lleno de ataúdes, y les ordenó que no se movieran hasta que mandara a buscarlos. El dueño de la funeraria no quería más muertos esa noche; ni que
Negrín
se metiera en problemas con la prensa. Se consideraba un viejo amigo de los Yabrán y había hecho "varios servicios para la familia", como el de la madre de Alfredo, en 1985. O el del viejo Nallib, el año anterior.
Mientras los invasores descubiertos aguardaban, a oscuras, en el tétrico escondite que les habían asignado, el
Gordo
Argibay y
Negrín
arreglaban con Heidenreich todos los detalles prácticos. Como la factura, que
Negrín
pidió inicialmente a nombre de Yabito SA, pero que luego La Previsora tuvo que dirigir, por órdenes de Buenos Aires, a "Sucesores de Alfredo Yabrán".
Los periodistas esperaron más de veinte minutos en ese galpón repleto de ataúdes hasta el techo. Y cada uno dio rienda suelta a sus obsesiones y locuras. A Lazo lo espantaron los pequeños cajones blancos para niños. Pero no hubiese dudado en sacarle la tapa a uno de adulto para meterse adentro si
Negrín
llegaba a subir empuñando una pistola. Facundo repitió una y otra vez que lo que estaban haciendo allí "era un sacrilegio". "Lo nuestro es antiético —decía—. Es un sacrilegio". Pero al mismo tiempo sentía, al igual que esos compañeros a los que no les veía bien las caras, que estaba viviendo un momento excepcional de su carrera como periodista; siempre había soñado con entrevistar a Yabrán, y ahora le tocaba certificar su muerte. El cadáver más famoso del país era, también, el primer muerto que contemplaba en su vida. Hernán pensó al comienzo que el chico de América tenía razón: no tenían derecho a invadir la soledad de un muerto. Pero después recordó "las teorías conspirativas y paranoicas que en la calle elaboraban otros periodistas" y se dijo: "Confirmar e informar que ese cuerpo muerto es el de Alfredo Yabrán es prioritario". Rodeados de cajones, envueltos por la tiniebla y el frío, los tres pensaron en la muerte. En la del cadáver que acababan de espiar y en la suya propia. Brienza se acordó de Jorge Luis Borges y su definición del barroco: el arte llevado hacia el paroxismo de su propia forma, hacia un ornamentalismo absurdo. Se dijo que Yabrán había elegido una forma barroca de acabar con su vida; que había caído en el paroxismo de su propia violencia al elegir para suicidarse una escopeta 12.70, ideal para la caza mayor.
A las 4.25, un empleado de la funeraria se acercó a decirles:
—Salgan ahora, que
Negrín
no puede verlos.
Bajaron a la carrera, cruzaron delante de las ambulancias y se internaron en el túnel oscuro que daba a la calle. "El frío de la madrugada —escribió ese mismo jueves Brienza— me devolvió a la vida". Facundo respiró hondo, asimiló "el frío de mayo" y se abrazó con Hernán. Al oído se juraron no revelar "nada por un tiempo". "Creo que ambos sentíamos miedo. Pero la primicia, como siempre, pudo más. Llamé a un compañero que se encontraba en Buenos Aires y le conté lo que había visto; le dije que estaba irreconocible. Esa misma conversación fue grabada por alguien que días más tarde reprodujo la cinta en el contestador de mi celular, advirtiéndome claramente que nos estaban escuchando".
A las cinco de la mañana salió de La Previsora la ambulancia
muletto
con el féretro vacío. Muchos periodistas volvieron a morder el anzuelo. A las seis menos diez logró escapar hacia Pilar la buena, la que llevaba el cadáver más solicitado del país. La Argentina renovaba incansablemente su afición necrofílica y la tendencia histórica a considerar que la línea recta no siempre es la distancia más corta entre dos puntos. El
Gordo
Argibay, agotado, iba en uno de los coches que seguían al muerto. Ya no le tocaban los canapés de langostino y la sonrisa programada de la azafata de Lanolec. Apenas había podido darse una ducha en el hotel. Después de enfrentar a la jauría periodística y de poner la jeta diciendo que el muerto era Yabrán y que se había suicidado, el
Gordo
había tenido que sufrir todos los engorros burocráticos que precedieron a la entrega del cadáver. Nadie quería firmar nada. Una espesa sensación de miedo había envuelto a médicos, policías y funcionarios judiciales, a pesar de la aparente claridad del caso. Primero, había costado un huevo que uno de los forenses estampara su firma en el certificado de defunción. Después hubo que esperar a que la escribiente municipal de Aldea San Antonio (un pueblo de mil setecientos habitantes) despachara con una Olivetti de museo la cantidad infinita de certificados de defunción que se necesitaban para cada paso del infinito papeleo. Él no lo sabía todavía, pero uno de esos múltiples Testimonios de Defunción diría Alberto (Enrique Nallib Yabrán) en lugar de Alfredo. Un incidente idiota, si se quiere, pero que provocaría justificadas ironías en la prensa. Todos caminaban sobre un campo minado, empezando por la gordita Pross Laporte, que le había puesto a la causa 7814 una carátula involuntariamente cómica, por lo larga y retorcida en el uso del condicional: "ACTUACIONES PARA ESTABLECER FORMAS Y CIRCUNSTANCIAS EN QUE PERDIERA LA VIDA QUIEN HABRÍA SIDO IDENTIFICADO COMO ALFREDO ENRIQUE NALLIB YABRÁN".
El
Gordo
sabía que estaban soplando poderosos vientos encontrados. Como el silencio oficial de la familia respecto de las acusaciones póstumas del propio Alfredo. Pensó que a más de uno le venía bien el famoso secreto del sumario. ¿Había temor de ir a fondo contra Duhalde? Los hijos ya habían frenado la solicitada que pensaban sacar en vida de Alfredo y donde disparaban munición gruesa contra el Gobernador, el abogado de la familia Cabezas, Alejandro Vecchi, y los dos camaristas de Dolores, además del gomazo tradicional contra Cavallo. La habían detenido y uno de sus promotores, Wenceslao Bunge, parecía haber caído en desgracia. ¿Cuáles serían los mensajes secretos de los muchachos del poder?
En el cementerio, mientras los forenses terminaban su trabajo, Argibay había aceptado hablar unos minutos con Andrés Klipphan, el enviado de
Página
/12,
y le había largado una pequeña bombita: el contenido de la carta al "Señor Juez", donde Alfredo liberaba de culpa a Macchi (a quien definía como una persona honorable) y le pegaba un garrotazo al Gobernador, responsable, según él, de lo que el abogado llamaba en privado "Operación Excalibur": la conspiración pergeñada en La Plata para hundir a Yabrán como autor intelectual del crimen de Cabezas. Varias veces, mientras miraba distraído por la ventanilla del auto que se dirigía a Pilar, pensó en el hombre que había visto tirado en el baño de San Ignacio. Él solía llamarlo Larry Flint, en recuerdo del famoso empresario de la pornografía que había desafiado a la Justicia de Estados Unidos. Se dijo que Alfredo era otro gigantesco transgresor, como Larry. "Con huevos. Porque muchos dirían que era una cobardía haberse suicidado, pero para volarse el bocho, perdón, hay que tener los cojones bien puestos".
Cuando llegaron al Parque Memorial de Pilar —uno de esos cementerios privados de césped inglés y apariencia californiana que se multiplicaron con la globalización—, el
Gordo
Argibay pensó que se iba a producir otro quilombo de órdago. Y no se equivocaba.
El escopetazo de San Ignacio sacudió a la Argentina como un viento negro, reforzando la sospecha social sobre el poder y poniendo de manifiesto hasta qué grado crimen y política eran dos caras de la misma moneda en el último acto del reinado menemista. Para muchos observadores, las antipáticas comparaciones con México saltaban a la vista: aquí, como allá, el partido populista que había creado el Estado de bienestar era el encargado de desarmarlo. O, como dijera Eduardo Galeano, los mismos que habían escrito el prólogo escribían el epílogo. En ambos países la corrupción había llegado a límites intolerables, cuestionados pero disimulados por Washington a cambio de la sumisión política y la entrega económica, bajo los afeites cortesanos de la globalización. En México el narcotráfico era más intenso y evidente por la cercanía con el mayor consumidor de la Tierra. Allí los nexos orgánicos de los narcotraficantes con los mandos del ejército, la policía y el poder político estaban más que probados. Ya en la década anterior, la denuncia de esta articulación le había costado la vida al periodista más famoso del país, Manuel Buendía. En la Argentina, corredor de narcóticos hacia Europa, el comercio de estupefacientes era menor, pero iba en ascenso y se complementaba con su inseparable acompañante: el tráfico de armas. Además, el lavado de dinero procedente de la droga representaba ya una parte sustancial en el total de los movimientos financieros. Y, desde 1989, venía creciendo de manera exponencial, creando una red de complicidades que abarcaba funcionarios del Ejecutivo, legisladores, jueces, policías y periodistas. El entramado de mafia, negocios y poder tenía además una inquietante mano de obra disponible como equivalente local de los "soldados" de las "familias": los antiguos integrantes de los Grupos de Tareas de la dictadura militar, siempre dispuestos a secuestrar, apretar e incluso asesinar.
En ambos países, por si fuera poco, habían reinado dos príncipes de nombre Carlos (Salinas de Gortari y Menem) que se resistían a dejar el poder cuando agonizaban sus mandatos y habían quedado salpicados por gravísimos delitos perpetrados en su entorno más íntimo, cuando no por sus familiares más directos. Como ocurrió con Raúl Salinas de Gortari, hermano de Carlos, acusado de asesinar al jefe del Partido Revolucionario Institucional (PRI), nada menos que su antiguo cuñado José Francisco Ruiz Massieu. En el caso argentino, uno de los escándalos había involucrado a Amira Yoma, cuñada del Presidente y encargada de llevarle la agenda diaria. La menor de los Yoma fue acusada de transportar valijas con dinero de la droga. Sólo faltaba en el cuadro de similitudes el asesinato del Delfín rebelde.
En México, un balazo había acabado en plena campaña con el candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, y ese recuerdo hostigaba las noches del gobernador bonaerense Eduardo Duhalde, el hombre que se consideraba "candidato natural del peronismo" para las elecciones presidenciales de 1999.
En esos días del escopetazo y contra toda lógica política, el Presidente trataba de forzar una re-reelección, a través de una Corte Suprema dócil que le permitiera interpretar maliciosamente la Constitución del '94, para acceder, en 1999, a un tercer mandato. Era una quimera, porque el Partido Justicialista había sido barrido por la Alianza opositora en las elecciones de octubre de 1997; pero Menem era lo suficientemente temerario como para no darse por aludido y tratar de mantener, a cualquier costo, el centro de la escena. No pocos dirigentes, acostumbrados a la verticalidad del peronismo, apostaron a él, porque lo vieron más caudillo, más Jefe, que ese Duhalde apocado, que parecía haberse comprado para él solo la derrota de octubre. Ahora, con el
Cartero
muerto, el Delfín rebelde se quedaba sin el espantajo que más temía el Ejecutivo. Y perdía la oportunidad de competir con la Alianza, erigiéndose en el campeón de los derechos humanos; en el dedo acusador que impulsaba "la pista Yabrán" en el caso Cabezas. Tenía que sacar pronto un conejo de la galera o estaría perdido. Y lo sacaría finalmente, pero un poco más tarde. Durante esas horas guardó silencio en público y se movió en privado.
Sus voceros hicieron trascender que el Gobernador había recibido datos de los servicios de informaciones de Francia, según los cuales sus enemigos de la Rosada preparaban una operación de inteligencia para vincularlo con el narcotráfico y promover, entonces, la intervención de la principal provincia del país por parte del Poder Ejecutivo. En la operación, se dijo, participarían expertos vinculados al ex presidente norteamericano George Bush. Por las dudas, los mismos voceros filtraron el antídoto: Duhalde habría tomado conocimiento de un informe secreto de la DEA que involucraría a Yabrán en el tráfico de drogas y el lavado de dinero en sociedad con el Cartel de Cali. Si Menem pensaba intervenir la provincia, debía pensarlo dos veces. El Excalibur había demostrado estadísticamente la relación del
Cartero
con la Casa Rosada. El ingeniero en electrónica Ariel Garbarz se había tomado el trabajo de reordenar los listados de dos mil doscientos cruces telefónicos realizados desde y hacia el "teléfono rojo" de Yabrán en las oficinas de Yabito, en Carlos Pellegrini 1165. Y desde ese mismo teléfono —el 394–2528— había establecido más comunicaciones con el Poder Ejecutivo, en los meses anteriores y posteriores al asesinato de Cabezas, que con las empresas y los personajes más cercanos al difunto, como el vocero Bunge.