Diecinueve minutos (53 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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Alex recorrió las letras con los dedos. Se preguntó por qué Josie la había guardado. Por qué no se la había dado nunca a su destinataria. ¿Acaso Josie había esperado tanto que se le había olvidado? ¿Se había enfadado por algo con Alex y había decidido no dársela?

Alex se puso en pie y dejó con cuidado la caja donde la había encontrado. Dobló la falda negra sobre el brazo y se fue a su habitación. Sabía que la mayoría de los padres rebuscaban entre las cosas de sus hijos por si guardaban condones o bolsitas de marihuana, intentando agarrarlos por sorpresa. Para Alex era distinto. Para ella, rebuscar entre las cosas de Josie era la manera de aferrarse a lo que había perdido.

La triste verdad de estar soltero era que Patrick no podía justificar molestarse en cocinar. Tomaba la mayor parte de las comidas de pie frente al fregadero, así que ¿de qué servía llenarlo todo con docenas de tarros, cazuelas e ingredientes frescos? No iba a decirse a sí mismo «Patrick, gran receta, ¿de dónde la has sacado?».

De modo que lo tenía perfectamente organizado. El lunes era la noche de la pizza. El martes, Subway. El miércoles, chino. El jueves, sopa. Y el viernes se comía una hamburguesa en el bar donde solía tomarse una cerveza antes de ir a casa. Los fines de semana eran para las sobras, y siempre había muchas. A veces se limitaba a encargar comida —¿hay alguna frase más triste que «Arroz con camarones y cerdo agridulce para uno»?—, pero en realidad esa rutina le había permitido hacer muchos amigos. Sal, de la pizzería, le daba pan de ajo gratis porque iba cada semana. El tipo del Subway, cuyo nombre Patrick ignoraba, lo señalaba y sonreía. «Una buena pechuga de pavo italiano con extra de queso-mayonesa-olivas y pepinillos-sal-y-pimienta», solía exclamar, el equivalente verbal de su apretón de manos secreto.

Al ser miércoles, estaba en el Dragón Dorado, esperando a que le preparasen lo que había encargado en la hoja del pedido. Vio que May movía la sartén en la cocina —siempre se preguntaba dónde demonios podría comprar alguien un wok tan grande—, y prestó atención a la televisión que había en la barra, donde la partida de los Sox acababa de comenzar. Una mujer estaba sentada sola, rompiendo el borde del posavasos mientras esperaba a que el camarero le trajera la bebida.

Ella le daba la espalda, pero Patrick era un detective, y podía deducir algunas cosas de lo que veía. Como que tenía un buen culo, por un lado, y que debería deshacerse el moño de bibliotecaria que llevaba y dejar que el pelo le cayera por los hombros. Vio que el camarero —un coreano llamado Spike, nombre que a Patrick siempre le sonaba divertido —abría una botella de Pinot Noir, de manera que archivó también ese detalle: ella tenía clase. Nada con una pequeña sombrilla de papel dentro.

Se deslizó por detrás de la mujer y le dio a Spike uno de veinte.

—La invito —dijo Patrick.

Ella se dio la vuelta, y por un momento Patrick se quedó inmóvil, preguntándose cómo era posible que aquella mujer misteriosa tuviese la cara de la jueza Cormier.

A Patrick le vino un recuerdo de haber estado en el instituto, con quince o dieciséis años, y haber catalogado de Nena Sexy en Potencia a la madre de un amigo antes de darse cuenta de quién era en realidad. La jueza le quitó a Spike el billete de veinte dólares de las manos y se lo devolvió a Patrick.

—No puede pagarme una bebida —dijo, y sacó algo de dinero del monedero para dárselo al camarero.

Patrick se sentó en el taburete junto a ella.

—Bueno, pero usted sí puede pagarme una a mí —dijo.

—No creo —contestó ella mirando alrededor—. No creo que deban vernos hablando juntos.

—El único testigo es la carpa de la pecera, junto a la caja registradora. Creo que está a salvo —replicó Patrick—. Además, sólo estamos hablando. No estamos hablando del caso. Todavía se acuerda de cómo hablar fuera de un juzgado, ¿verdad?

Ella agarró el vaso de vino.

—Por cierto, ¿qué hace aquí?

Patrick bajó la voz.

—Llevo un caso de drogas de la mafia china. Importan opio sin refinar en los paquetes de azúcar.

Ella abrió los ojos desorbitadamente.

—¿En serio?

—No. Además, ¿se lo diría si fuera verdad? —preguntó él sonriendo—. Estoy esperando mi pedido. ¿Y usted?

—Espero a alguien.

Cuando ella dijo eso, él se dio cuenta de que estaba disfrutando de su compañía. Le encantaba ponerla nerviosa, algo que, la verdad, no era tan difícil. La jueza Cormier le recordaba al Gran y Poderoso Oz: todo voces, campanas y silbidos, pero cuando retirabas la cortina no era más que una mujer normal.

Y tenía un buen culo.

Él sintió que el calor se le subía a la cabeza.

—Familia feliz —dijo Patrick.

—¿Perdón?

—Es lo que he pedido. Sólo intentaba ayudarla en nuestra conversación casual.

—¿Sólo ha pedido un plato? Nadie va a un restaurante chino y pide un único plato.

—Bueno, no todos tenemos chicos en edad escolar en casa.

Ella pasó el dedo por el borde de la copa de vino.

—¿No tiene hijos?

—Nunca me he casado.

—¿Por qué?

Patrick sacudió la cabeza, esbozando una sonrisa.

—No he tenido ocasión.

—Deben de habérsela jugado —dijo la jueza.

Se quedó sorprendido. ¿Acaso era como un libro abierto?

—Supongo que no tiene el monopolio de las facultades detectivescas asombrosas —comentó ella, riendo—. Nosotras lo llamamos intuición femenina.

—Sí, eso le daría de inmediato la placa de policía —dijo observando su mano sin anillo—. Y ¿por qué no está usted casada?

La juez repitió su respuesta.

—No he tenido ocasión.

Sorbió algo de vino en silencio durante un momento mientras Patrick golpeaba la barra con los dedos.

—Ella ya estaba casada —admitió.

La jueza dejó la copa en la mesa, vacía.

—Él también —confesó, y cuando Patrick se dio la vuelta, ella lo miró a los ojos.

Los de ella eran de un gris pálido que evocaba el crepúsculo, el brillo de balas de plata y la llegada del invierno. El color del cielo antes de que un relámpago lo rasgue.

Patrick nunca se había dado cuenta, y pronto supo por qué.

—No lleva anteojos.

—Me encanta saber que Sterling tiene a alguien tan agudo como usted como protector y servidor.

—Usualmente lleva anteojos.

—Sólo cuando trabajo. Las necesito para leer.

«Y cuando yo suelo verla, está trabajando».

Por eso no se había dado cuenta de que Alex Cormier era atractiva. Antes, cuando se encontraban, ella iba a vestida de jueza, con la toga totalmente abotonada. No la había visto inclinada sobre la barra de un bar, como una flor en un invernadero. Nunca le había parecido tan… humana.

—¡Alex!

La voz les llegó desde atrás. El hombre iba muy elegante, con un buen traje y zapatos de calidad, con las suficientes canas en las sienes como para parecer interesante. Llevaba escrito en la cara que era abogado. Sin duda era rico y estaba divorciado. El tipo de hombre que se pasaría la noche hablando del código penal antes de hacer el amor. El tipo de hombre que duerme en su lado de la cama en lugar de abrazado a ella con tanta fuerza que, incluso aunque se cayesen de la cama seguirían pegados.

«Dios mío —pensó Patrick mirando al suelo—. ¿A qué viene esto?».

¿Qué le importaba con quién se viera Alex Cormier, aunque el tipo fuera lo suficientemente mayor como para ser su padre?

—Whit —dijo ella—, estoy tan contenta de que hayas venido.

Lo besó en la mejilla y luego, dándole aún la mano, se dirigió a Patrick.

—Whit, éste es el detective Patrick Ducharme. Patrick, Whit Hobart.

El hombre tenía un buen apretón de manos, lo que todavía cabreaba más a Patrick. Éste esperó a ver qué más decía la jueza acerca de él, pero de hecho, ¿qué iba a decir? Patrick no era un viejo amigo y tampoco era alguien a quien hubiera conocido en el bar; y no podía mencionar que ambos estaban en el caso Houghton, porque entonces no deberían estar hablando.

Patrick se dio cuenta de que eso era lo que ella había estado intentando decirle todo el rato.

May salió de la cocina con una bolsa de papel doblada y bien cerrada.

—Aquí lo tienes, Pat —dijo—. Te vemos la semana que viene, ¿de acuerdo?

Él sabía que la jueza lo estaba mirando.

—Familia feliz —dijo ella, ofreciéndole como premio de consolación la más pequeña de las sonrisas.

—Ha sido un placer verla, Su Señoría —dijo Patrick con educación.

Abrió la puerta del restaurante con tanta fuerza que golpeó la puerta exterior. Cuando estaba a medio camino del coche, se dio cuenta de que ya no tenía hambre.

La noticia principal en los informativos locales de las 11:00 de la noche era la audiencia en el Tribunal Superior para apartar a la jueza Cormier del caso. Jordan y Selena estaban sentados en la cama, a oscuras, con un tazón de cereales cada uno sobre la barriga, viendo llorar a la madre de una chica parapléjica en la pantalla.

—«Nadie tiene en cuenta a nuestros hijos —decía—. Si el caso se complica por algún asunto legal… bueno, no son lo suficientemente fuertes como para pasar por lo mismo dos veces».

—Ni tampoco Peter —señaló Jordan.

Selena dejó la cuchara.

—Cormier va a quedarse en el caso aunque tuviera que arrastrarse hasta su silla.

—Bueno, tampoco voy a contratar a alguien que le rompa las rodillas, ¿no?

—Vamos a mirar la parte positiva —dijo Selena—. Nada de lo que diga Josie puede perjudicar a Peter.

—¡Dios mío, tienes razón!

Jordan se incorporó tan rápido que salpicó con leche el edredón. Dejó el tazón en la mesita de noche.

—Es brillante.

—¿El qué?

—Diana no va a llamar a Josie como testigo de la acusación porque no puede declarar nada que les sea útil. Pero nada me impide llamarla a mí como testigo de la defensa.

—¿Estás bromeando? ¿Vas a poner a la hija de la jueza en tu lista de testigos?

—¿Por qué no? Era amiga de Peter y él ha tenido contados amigos. Lo hago de buena fe.

—Pero no puedes…

—No creo que tenga que llamarla. Pero la acusación no va a saberlo —dijo sonriendo a Diana—. Y, a propósito, tampoco la jueza.

Selena también dejó el tazón.

—Si incluyes a Josie en tu lista de testigos… Cormier tiene que abandonar.

—Exactamente.

Selena se abalanzó para tomarle la cara con las manos y darle un beso en los labios.

—Eres diabólicamente bueno.

—¿Cómo?

—Ya me has oído.

—Sí —dijo Jordan sonriendo—, pero no me importaría nada oírlo de nuevo.

El edredón se deslizó hacia abajo mientras él la abrazaba.

—Mi pequeño glotón —murmuró Selena.

—¿No fue eso lo que te hizo enamorarte de mí?

Selena se echó a reír.

—Bueno, desde luego no fueron ni tu encanto ni tu gracia, cariño.

Jordan se inclinó sobre Selena, besándola hasta que dejara de burlarse de él, o al menos eso esperaba.

—Vamos a hacer otro niño —susurró él.

—¡Aún estoy amamantando al primero!

—Entonces vamos a practicar cómo tener otro.

Para Jordan no había nadie en el mundo como su mujer. Escultural e impresionante, la más lista de los dos —aunque nunca lo hubiese admitido ante ella —y tan perfectamente compenetrada con él que casi se veía obligado a abandonar su escepticismo y a creer que los telépatas existían. Enterró la cara en la parte de Selena que más le gustaba: donde la nuca daba paso al hombro, donde su piel tenía el color del jarabe de arce y era incluso más dulce.

—Jordan —dijo—, ¿nunca te preocupas por nuestros hijos? Quiero decir… ya sabes. Haciendo lo que haces… y viendo lo que ves…

—Bueno —dijo poniéndose boca arriba—, acabas de matar el momento.

—Lo digo en serio.

Jordan suspiró.

—Por supuesto que pienso en eso. Me preocupo por Thomas. Y por Sam. Y por cualquier otro que pueda venir.

Se apoyó en un codo para verle los ojos en la oscuridad.

—Pero luego me imagino que los hemos tenido para eso.

—¿Qué quieres decir?

Él miró por encima del hombro de Selena, hacia la luz verde que parpadeaba en el monitor del bebé.

—Quizá —dijo Jordan —ellos sean los que cambien el mundo.

Whit no había hecho cambiar a Alex de opinión. Ella ya pensaba así cuando se vieron para cenar. No obstante, él fue el ungüento que ella necesitaba para sus heridas, la justificación que temía darse a sí misma.

—A la larga tendrás otro gran caso —le había dicho él—. Pero no recuperarás este momento con Josie.

Alex entró en la oficina con energía, principalmente porque sabía que eso era lo más fácil. Apartarse del caso y escribir la moción para recusarse a sí misma no sería ni con mucho tan terrible como lo que sucedería al día siguiente, cuando ya no fuera la jueza del caso Houghton.

Cuando, en lugar de eso, tuviera que comportarse como una madre.

Eleanor no aparecía por ninguna parte, pero había dejado el papeleo sobre la mesa de Alex. Ésta se sentó y lo estudió.

Jordan McAfee, quien el día anterior ni siquiera había abierto la boca durante la audiencia, estaba pensando llamar a Josie como testigo.

Notó un cosquilleo en la barriga. Era una emoción para la cual Alex no tenía palabras, el instinto animal que aparece cuando te das cuenta de que alguien a quien amas está atrapado.

McAfee había cometido el pecado imperdonable de involucrar a Josie, y a Alex le daba vueltas la cabeza preguntándose qué podría hacer para hacer que se fuera o incluso expulsarlo. Pensando en ello, ni siquiera le importaba si la venganza estaba dentro o fuera de la ley. Entonces Alex se detuvo de pronto. No sería de Jordan McAfee de quien se ocuparía, sino de Josie. Haría lo que fuera para evitar que volvieran a herir a su hija.

Quizá debería agradecerle a Jordan McAfee que le hubiera hecho darse cuenta de que ya tenía en su interior la materia prima para ser una buena madre.

Alex se sentó frente al portátil y empezó a escribir. El corazón le palpitaba con fuerza cuando se dirigió a la mesa de Eleanor y le entregó la hoja de papel. Es lo normal cuando se está a punto de saltar por el precipicio.

—Tienes que llamar al juez Wagner —dijo Alex.

La orden de búsqueda no estaba a cargo de Patrick, pero cuando oyó que otro oficial decía que iba a pasarse por el juzgado, intervino.

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