Diecinueve minutos (37 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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Le gustaba leer lo que había escrito en las paredes. En uno de los retretes había una retahíla de chistes breves. En otro aparecían nombres de chicas que supuestamente hacían mamadas. Había una inscripción hacia la que Peter se daba cuenta de que los ojos se le iban repetidamente: TREY WILKINS ES MARICÓN. No conocía a Trey Wilkins, ni creía que fuera ya alumno del Instituto Sterling, pero Peter se preguntaba si Trey había entrado en aquellos baños y había utilizado aquellos mismos inodoros para orinar.

Peter había salido de la clase de inglés en mitad de una prueba sorpresa de gramática. Sinceramente, no creía que en la gran trama de la vida importara mucho si un adjetivo modificaba o no un sustantivo o un verbo, o si desaparecía de la faz de la tierra, que era lo que de verdad esperaba que sucediera antes de volver a clase. Ya había hecho lo que tenía que hacer en el baño; ahora simplemente estaba dejando pasar el tiempo. Si suspendía aquel examen, sería el segundo seguido. No era el enojo de sus padres lo que preocupaba a Peter, sino la forma en que lo mirarían, defraudados por que no se pareciese más a Joey.

Oyó que se abría la puerta del baño, y el bullicio propio de los pasillos que traían consigo los dos chicos que entraron. Peter se agachó, mirando por debajo de la puerta de su cabina. Unas Nike.

—Estoy sudando como un cerdo —dijo una voz.

El segundo chico se rió.

—Eso te pasa por culo-gordo.

—Sí, ya. Podría darte una paliza en la pista de baloncesto con una mano atada a la espalda.

Peter oyó el agua que corría de un grifo abierto, y un chapoteo.

—¡Eh, que me mojas!

—¡Aaah, mucho mejor! —dijo la primera voz—. Así al menos ya no estoy mojado porque sude. Eh, mírame el pelo, parezco Alfalfa.

—¿Quién?

—¿No sabes, o qué? El tipo de la serie «Little Rascals», el que lleva una cola atada a la nuca.

—No sé, pero en serio, pareces marica total…

—Ya te digo… —Más risas—. Pero a que sí me parezco un poco a Peter.

En cuanto oyó su nombre, a Peter le dio un vuelco el corazón. Abrió el pestillo de la puerta del retrete y salió. Delante de los lavatorios había un jugador del equipo de fútbol al que conocía sólo de vista, junto con su propio hermano. Joey llevaba el pelo empapado, goteando, y se lo había levantado por la parte de atrás, como lo llevaba a veces Peter, por mucho que hubiera intentado aplastárselo con el gel para el pelo de su madre.

Joey le lanzó una mirada.

—Piérdete, pendejo —le ordenó, y Peter salió a toda prisa del servicio, preguntándose si era posible perderse cuando uno no se había encontrado en toda tu vida.

Los dos hombres que comparecían delante de Alex compartían un dúplex, pero se odiaban mutuamente. Arliss Undergroot era un instalador de pladur con los brazos tatuados de arriba abajo, la cabeza rapada y el suficiente número de
piercings
en la cara como para hacer saltar los detectores de metales del tribunal. Rodney Eakes era un cajero de banco vegetariano estricto que poseía una colección premiada de grabaciones originales de espectáculos de Broadway. Arliss vivía en el piso de abajo; Rodney, en el de arriba. Unos meses atrás, Rodney había comprado una bala de heno que pensaba utilizar para recubrir su jardín orgánico, pero no llegó a cumplir su propósito, dejando todo este tiempo la bala de heno en el porche de Arliss. Éste le pidió a Rodney que quitase el heno de allí pero Rodney le dio largas. Así que, una noche, Arliss y su novia cortaron el cordón del embalaje y esparcieron el heno por el césped.

Rodney llamó a la policía, que arrestó a Arliss por mala conducta criminal, una forma legal de decir: por destruir una bala de paja.

—Explíqueme por qué los contribuyentes de New Hampshire tienen que pagar con su dinero las costas de un juicio por un caso como éste —pidió Alex.

El fiscal se encogió de hombros.

—A mí se me ha pedido que siga adelante con el procedimiento —dijo, aunque poniendo los ojos en blanco.

Ya había demostrado que Arliss había agarrado la bala de heno y la había esparcido por el césped: el hecho estaba probado, pero la imposición de una condena le acarrearía a Arliss tener antecedentes penales para el resto de su vida.

Puede que hubiera sido un mal vecino, pero tampoco merecía eso.

Alex se volvió hacia el fiscal.

—¿Cuál fue el precio que pagó la víctima por esa bala de heno?

—Cuatro dólares, Su Señoría.

Entonces se encaró con el demandado.

—¿Lleva encima cuatro dólares?

Arliss asintió con la cabeza.

—Bien. El caso se archivará sin fallo en el momento en que se indemnice a la víctima. Saque cuatro dólares de la cartera y entrégueselos a ese agente de policía, que a su vez se los dará al señor Eakes, en el fondo de la sala. —Lanzó una mirada a su escribiente—. Haremos un receso de quince minutos.

Una vez en su despacho, Alex se despojó de la toga y tomó una caja de cigarrillos. Bajó por la escalera de atrás hasta el piso inferior del edificio y encendió un cigarrillo, aspirando profundamente. Había días en que se sentía muy orgullosa de su trabajo, y otros, en cambio, como aquél, en que se preguntaba por qué se molestaba siquiera.

Encontró a Liz, la encargada de mantenimiento, pasando el rastrillo por el césped de entrada de los juzgados.

—Te invito a un cigarrillo —dijo Alex.

—¿Cuál es el problema?

—¿Cómo sabes que hay algún problema?

—Porque hace años que trabajas aquí, y nunca antes me habías invitado a un cigarrillo.

Alex se apoyó contra un árbol, mientras observaba las hojas, brillantes como joyas, atrapadas entre los dientes del rastrillo de Liz.

—Es que acabo de malgastar tres horas en un caso que jamás debería haber llegado a la sala de un tribunal. Tengo un dolor de cabeza terrible. Y además, se ha acabado el papel higiénico del baño de mi despacho y he tenido que llamar a la escribiente para que fuera a buscarme un rollo al servicio de mantenimiento.

Liz alzó la vista hacia la copa del árbol, mientras una ráfaga de viento enviaba un nuevo montón de hojas sobre la hierba por la que acababa de pasar el rastrillo.

—Alex —dijo—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—¿Cuándo fue la última vez que te echaron un polvo?

Alex se volvió, boquiabierta.

—¿Y eso qué tiene que ver con… ?

—La mayor parte de la gente, cuando está en el trabajo se pasa el día pensando en el tiempo que les falta para volver a casa y hacer lo que de verdad tienen ganas de hacer. En tu caso es justo al revés.

—Eso no es verdad. Josie y yo…

—¿Qué hicieron este fin de semana para divertirse?

Alex apresó una hoja y tiró de ella. En los últimos tres años, la agenda social de Josie había estado repleta de llamadas telefónicas, de noches pasadas en casa de amigas y de grupos de chicos y chicas quedando para ir al cine o para reunirse en una guarida ubicada en el sótano de alguno de ellos. Aquel fin de semana, Josie había ido de compras con Haley Weaver, una estudiante de segundo de instituto que acababa de sacarse el carnet de conducir. Alex había redactado dos resoluciones y había limpiado los cajones de la fruta y de las verduras del refrigerador.

—Te voy a arreglar una cita a ciegas —dijo Liz.

Un buen número de establecimientos en Sterling contrataban adolescentes para trabajar después de las clases. Después de su primer verano en la copistería QuikCopy, Peter concluyó que ello se debía a que la mayoría de aquellos trabajos eran una mierda, y sus propietarios no encontraban a nadie más que quisiera hacerlos.

Él era el encargado de fotocopiar la mayor parte del material docente de la Universidad de Sterling, material que le traían los propios profesores. Sabía reducir un documento a un treintaidosavo de su tamaño original y reponer el tóner. Cuando los clientes se disponían a pagarle, a él le gustaba intentar adivinar de qué valor sería el billete que sacarían de la cartera, sólo por la forma de ir vestidos o peinados. Los estudiantes universitarios siempre llevaban billetes de veinte. Las mamás con cochecitos de bebés blandían tarjetas de crédito. Los profesores usaban billetes de un dólar arrugados.

La razón de que se hubiera puesto a trabajar era que necesitaba una computadora nueva con una tarjeta gráfica mejor, para poder poner en práctica algunos de los diseños para juegos que él y Derek habían estado configurando últimamente. A Peter nunca dejaba de asombrarle el modo en que una serie de comandos, en apariencia sin sentido, en la pantallas podían convertirse, como por arte de magia, en un caballero, o en una espada, o en un castillo. Le gustaba la idea misma: que algo que una persona corriente podía desestimar como un galimatías incomprensible pudiera ser en realidad algo llamativo y emocionante, si sabías cómo mirarlo.

La semana anterior, cuando su jefe le había dicho que iba a contratar a otro alumno del instituto, Peter se había puesto tan nervioso que había tenido que encerrarse veinte minutos en el baño antes de ser capaz de actuar como si no le importara en absoluto. Por estúpido y aburrido que fuera aquel trabajo, para él era un refugio. Allí, Peter estaba solo la mayor parte de la tarde, sin tener que preocuparse por encontrarse con los chicos más populares.

Pero si el señor Cargrew contrataba a alguien del Instituto Sterling, seguro que quien viniera sabría quién era Peter. Y aunque el chico no formara parte del grupo de alumnos más populares, la copistería dejaría de ser un lugar en el que pudiera sentirse a sus anchas. Peter tendría que pensar las cosas antes de decirlas o de hacerlas, si no quería convertirse en pasto para los rumores del colegio.

Sin embargo, para gran sorpresa de Peter, resultó que su compañera de trabajo iba a ser Josie Cormier.

Entró en el establecimiento detrás del señor Cargrew.

—Ésta es Josie —dijo a modo de introducción—. ¿Se conocían ya?

—Más o menos —repuso Josie, mientras Peter contestaba:

—Psé.

—Peter te enseñará los secretos —dijo el señor Cargrew, y los dejó para irse a jugar al golf.

A veces, cuando Peter iba por un pasillo del instituto y veía a Josie con su nuevo grupo de amigos, no la reconocía. Vestía de forma diferente, con pantalones vaqueros que le dejaban al aire su liso vientre, y varias camisetas de diferentes colores superpuestas una sobre otra. Y se maquillaba de un modo que le hacía unos ojos enormes, cosa que le daba un aspecto un poco triste, pensaba él a veces, pero dudaba que ella lo supiera.

La última conversación de verdad que había mantenido con Josie había sido hacía cinco años, cuando ambos estaban en sexto curso. Él estaba convencido de que la Josie de verdad lograría salir de aquella nube de popularidad y comprender que el brillo de aquellas personas con las que iba era como el del oropel. Estaba seguro de que, tan pronto como empezaran a despellejar a otras personas, ella volvería con él. «Dios mío», diría ella, y ambos se reirían de su periplo por el Lado Oscuro. «Pero ¿en qué estaría pensando?».

Pero eso no sucedió, y luego Peter empezó a frecuentar a Derek, a partir de su coincidencia en el equipo de fútbol, y en séptimo le costaba ya creer que alguna vez él y Josie se hubiesen pasado semanas saludándose con un apretón de manos secreto que nadie habría sido jamás capaz de imitar.

—Bueno —había dicho Josie aquel primer día, como si no lo conociera de nada—, ¿qué es lo que tenemos que hacer?

Ahora ya llevaban trabajando juntos una semana. Bueno, quizá no tanto como juntos; más bien era como si ambos llevaran a cabo una danza interrumpida por los suspiros o los roncos gruñidos de las fotocopiadoras y por el timbre agudo del teléfono. Cuando hablaban, la mayor parte de las veces se trataba de un mero intercambio de información: «¿Queda tóner para la fotocopiadora en color? ¿Cuánto tengo que cobrar por la recepción de un fax?».

Aquella tarde, Peter estaba fotocopiando artículos para un curso de psicología de la facultad. De vez en cuando, mientras las hojas se depositaban en las bandejas separadoras, veía imágenes escaneadas de cerebros de esquizofrénicos, unos círculos de un rosa brillante en los lóbulos frontales que se reproducían en diversas tonalidades de gris.

—¿Cómo se llama cuando dices el nombre de la marca de una cosa en lugar de lo que es en realidad?

Josie estaba grapando un trabajo. Se encogió de hombros.

—Como Xerox —insistió Peter—. O Kleenex.

—Jell-O —repuso Josie después de pensarlo.

—Google.

Josie levantó la vista de su trabajo.

—Band-Aid —dijo.

—Q-Tip.

Reflexionó unos segundos, mientras esbozaba una amplia sonrisa.

—Fed-Ex. Wiffle ball.

Peter sonrió a su vez.

—Rollerblade. Frisbee.

—Crock-Pot.

—Ésa no…

—Compruébalo si quieres —replicó Josie—. Jacuzzi. Post-it.

—Magic Marker.

—¡Ping-Pong!

Los dos habían dejado de trabajar y estaban riéndose, cuando repiqueteó la campanilla situada sobre la puerta.

Matt Royston entró en el establecimiento. Llevaba una gorra de hockey del equipo de Sterling: aunque la temporada no comenzaría hasta al cabo de un mes, todo el mundo sabía que iba a ser seleccionado para el equipo titular, a pesar de ser alumno de primer año. Peter, que se había dejado embelesar por el espejismo de haber recuperado a la Josie de antes, vio cómo ella se volvía hacia Matt. A la chica se le sonrojaron las mejillas, y los ojos le resplandecían como una llama.

—¿Qué haces tú aquí?

Matt se inclinó apoyando los brazos sobre el mostrador.

—¿Así es como tratas a tus clientes?

—¿Necesitas que te fotocopie algo?

La boca de Matt se torció formando una sonrisa.

—De eso nada. Soy puro original. —Lanzó una mirada alrededor de la tienda—. Así que aquí es donde trabajas.

—No, vengo porque dan caviar y champán gratis —bromeó Josie.

Peter asistía a la conversación desde detrás del mostrador. Esperaba que Josie le dijera a Matt que estaba ocupada, cosa que no tenía por qué ser necesariamente verdad, pero de hecho, cuando él entró, ellos también estaban teniendo una conversación. O algo así.

—¿A qué hora acabas? —preguntó Matt.

—A las cinco.

—Hemos quedado algunos del grupo en casa de Drew, esta noche.

—¿Eso es una invitación? —preguntó ella, y Peter se fijó en que, cuando sonreía, cuando sonreía mucho, se le formaba un hoyuelo que él no le conocía. O quizá fuera que con él nunca había sonreído así.

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