Diecinueve minutos (36 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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«No podía ser».

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Es que la heriste?

Peter negó con la cabeza.

—Eso es una pregunta capciosa.

¿Había algo que Jordan desconociera?

—¿Era tu novia?

Peter sonrió, pero la sonrisa no se reflejó en su mirada.

—No.

Jordan había estado alguna que otra vez en el tribunal del distrito con la jueza Cormier. Le gustaba. Era dura, pero justa. En realidad, era la mejor jueza que Peter podía desear para su caso: la alternativa como juez supremo de Tribunal Superior era el juez Wagner, un hombre muy mayor, y que barría hacia la acusación. Josie Cormier no se contaba entre las víctimas del tiroteo, pero ése no era el único argumento que podía esgrimirse en contra de la designación de la jueza Cormier para presidir el juicio. De repente, Jordan pensó en una posible manipulación de los testigos, en las cien cosas que podían ir mal. Se preguntaba cómo enterarse de lo que Josie Cormier sabía sobre lo sucedido, sin que nadie descubriera que había estado indagando.

Se preguntaba qué sabría ella que pudiera favorecer a la causa de Peter.

—¿Has hablado con ella desde que estás aquí? —dijo Jordan.

—Si hubiera hablado con ella, ¿le habría preguntado si estaba bien?

—Bueno, no hables con ella —le instruyó Jordan—. No hables con nadie salvo conmigo.

—Que es como hablar con una pared —masculló Peter.

—Mira, te podría decir ahora mismo un millar de cosas que preferiría estar haciendo en lugar de estar aquí, sentado en esta sauna.

Peter entornó los ojos.

—¿Y por qué no se larga y se dedica a alguna de ellas? De todos modos no escucha ni una palabra de lo que digo.

—Escucho todas y cada una de tus palabras, Peter. Las escucho, pero luego pienso en las cajas de documentos con pruebas que me ha mandado la fiscal del distrito, cada una de las cuales te presenta como un asesino despiadado. Te he escuchado cuando me has dicho que coleccionabas armas como si fueras un entusiasta de la guerra de secesión, o algo así.

Peter se estremeció.

—Está bien. ¿Quiere saber si pretendía usar esas armas? Pues sí, pretendía usarlas. Lo planeé todo. Lo tenía todo en la cabeza. Calculé todos los detalles, hasta el último segundo. Quería matar a la persona a la que más odiaba. Pero luego no lo conseguí…

—Esas diez personas…

—Se cruzaron en mi camino, nada más —dijo Peter.

—Entonces, ¿a quién querías matar?

En el otro extremo de la habitación, el aparato de aire acondicionado cobró vida de pronto con un estertor. Peter apartó la mirada.

—A mí mismo —dijo.

Un año antes

—Sigo sin creer que haya sido una buena idea —dijo Lewis mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. El perro, Dormilón, estaba tumbado de costado, respirando con gran esfuerzo.

—Ya oíste al veterinario —dijo Lacy, mientras acariciaba la cabeza del animal. Lo tenían desde que Peter tenía tres años; y ahora que tenía doce, los riñones del perro habían dejado de funcionar. Mantenerlo con vida mediante medicamentos era un bien en todo caso para ellos, no para el animal: se les hacía demasiado difícil imaginarse la casa sin el amortiguado ruido de sus patas por los pasillos.

—No me refería a lo de sacrificarlo —aclaró Lewis—. Sino a lo de venir todos.

Peter y Joey bajaron de la parte trasera de la furgoneta como dos piedras pesadas. Entornaron los ojos a la luz del sol, con los hombros encorvados. Sus espaldas le hicieron pensar a Lacy en árboles cuyo tronco se estrechara al penetrar en la tierra. Ambos torcían el pie izquierdo hacia dentro al caminar. Cuánto habría deseado que ellos hubieran sido capaces de ver lo mucho que se parecían.

—No puedo creer que nos hayan hecho venir —dijo Joey.

Peter dio una patada a la gravilla del estacionamiento.

—Vaya mierda.

—Eh, ese lenguaje —le riñó Lacy—. Y en cuanto a lo de venir todos, soy yo la que no puede creer que sean tan egoístas como para no querer despedirse de un miembro de la familia.

—Podríamos habernos despedido en casa —murmuró Joey.

Lacy se llevó las manos a las caderas.

—La muerte forma parte de la vida. Cuando llegue mi hora, a mí me gustaría estar rodeada de las personas a las que quiero. —Esperó a que Lewis tomara a Dormilón en brazos, y luego cerró la portezuela trasera de la furgoneta.

Lacy había pedido ser la última de las visitas del día, para que el veterinario no tuviera prisa. Se sentaron en la sala de espera, con el perro arropando como si fuera una manta los muslos de Lewis. Joey tomó un número de la revista
Sports Illustrated
de hacía tres años y se puso a leer. Peter se cruzó de brazos y se quedó mirando el techo.

—Que cada uno diga el mejor recuerdo que tiene de Dormilón —propuso Lacy.

Lewis suspiró.

—Por el amor de Dios…

—Esto es patético —añadió Joey.

—Para mí —continuó Lacy, como si ellos no hubieran abierto la boca—, fue cuando Dormilón era un cachorro, y me lo encontré subido a la mesa del comedor, con la cabeza metida dentro del pavo. —Acarició la cabeza del perro—. Ese año tuvimos que comer sopa el Día de Acción de Gracias.

Joey dejó con exasperación la revista sobre la mesita del rincón y suspiró.

Marcia, la ayudante del veterinario, era una mujer con una larga trenza que le llegaba hasta más abajo de las caderas. Lacy la había asistido en el parto de sus mellizos, cinco años atrás.

—Hola, Lacy —dijo, acercándose y dándole un abrazo—. ¿Todo bien?

Lo malo de lo relacionado con la muerte, como Lacy sabía, era que te priva de las palabras que normalmente son eficaces para tranquilizar.

Marcia fue hasta Dormilón y le acarició detrás de las orejas.

—¿Quieren esperar aquí?

—Sí —le dijo Joey a Peter sin sonido, articulando exageradamente con los labios.

—Entraremos todos —afirmó Lacy con firmeza.

Siguieron a Marcia hasta una de las salas de curas y depositaron a Dormilón sobre la mesa de reconocimiento. El animal pateó buscando un asidero, haciendo chasquear las pezuñas contra el metal.

—Buen chico —dijo Marcia.

Lewis y los chicos entraron en fila en la sala, colocándose uno tras otro contra la pared, como si se tratara de una rueda de reconocimiento policial. Cuando entró el veterinario blandiendo la aguja hipodérmica, se pegaron aún más a la pared.

—¿Podrían sujetarlo, por favor? —preguntó el veterinario.

Lacy dio un paso al frente, asintiendo con la cabeza, y unió sus brazos a los de Marcia.

—Bueno, Dormilón, has sido un buen combatiente —dijo el veterinario, y a continuación se volvió hacia los chicos—. No sentirá nada.

—¿Qué es? —preguntó Lewis, mirando la aguja.

—Una combinación de productos químicos que relajan la musculatura e interrumpen la transmisión nerviosa. Y sin transmisión nerviosa no hay pensamiento, ni sensibilidad, ni movimiento. Es un poco como quedarse dormido. —Buscó una vena en la pata del perro, mientras Marcia lo sujetaba con firmeza. El veterinario le inyectó la solución y acarició la cabeza del animal.

El perro dio un profundo suspiro y se quedó quieto. Marcia se retiró un paso, dejando a Dormilón entre los brazos de Lacy.

—Nos marchamos un minuto —dijo, y ella y el veterinario salieron de la sala.

Lacy estaba acostumbrada a sostener una nueva vida entre las manos, y no a sentir que la vida se escapaba del cuerpo que tenía entre ellas. Era tan sólo otro tipo de transmisión: del embarazo al nacimiento, de la infancia a la edad adulta, de la vida a la muerte… Pero había algo en el hecho de despedirse de la mascota familiar que resultaba más difícil, como si fuera un poco tonto albergar sentimientos tan fuertes hacia algo que no era humano. Como si admitir que uno amaba a un perro que estaba metiéndose siempre entre los pies, y arañando el cuero, y entrando barro en la casa, tanto como a los propios hijos biológicos fuera una idiotez.

Pero aun así…

Era el mismo perro que había dejado estoicamente y en silencio que Peter, un niño de tres años, cabalgara sobre él por el jardín como si fuera un poni. Era el perro que había alarmado a toda la casa con sus ladridos cuando Joey, entonces un adolescente, se había quedado dormido en el sofá mientras se preparaba la cena y el horno se había prendido fuego. Era el perro que se sentaba bajo el escritorio a los pies de Lacy, en pleno invierno mientras ella contestaba el correo electrónico, dejándola compartir el calor de su pálido y rosado vientre.

Lacy se inclinó sobre el cuerpo sin vida del perro y empezó a llorar, al principio en silencio, y luego con ruidosos sollozos que obligaron a Joey a mirar a otro lado y a Lewis a hacer muecas.

—Hagamos algo —oyó decir a Joey, con voz hueca y floja.

Notó una mano en el hombro, y dio por sentado que era la de Lewis, pero era Peter, que empezó a decir:

—Cuando era un cachorro, cuando fuimos a recogerlo de la camada, sus hermanos y hermanas intentaban trepar para salir de la jaula, pero él estaba en lo alto de los escalones, nos miró, se tropezó y se cayó encima de todos. —Lacy levantó la vista hacia él—. Ése es mi mejor recuerdo —dijo Peter.

Lacy siempre se había considerado afortunada porque le había tocado en suerte, por así decir, un niño que no era el típico chico americano; un niño sensible y emotivo, y que sabía captar de tal modo lo que los demás sentían y pensaban. Soltó el cuerpo del perro y abrió los brazos para acoger a Peter en ellos. A diferencia de Joey, que era ya más alto que ella y tenía más musculatura que Lewis, a Peter aún podía abarcarlo de un abrazo. Incluso la cuadrada envergadura de sus omoplatos, que se percibían tan fácilmente bajo la camiseta de algodón, parecía más delicada entre sus manos. Tallado aún en bruto y sin acabar, un hombre a la espera de su hombría.

Si se los pudiera mantener así: conservados en ámbar, sin acabar de crecer.

En todos los conciertos y representaciones en los que había participado en su vida, Josie sólo había contado con uno de sus padres entre el público. Su madre, cosa que había que ponerla en su haber, había reorganizado la agenda de sesiones del tribunal para poder ver a Josie haciendo de placa dental en la obra del colegio sobre higiene bucal, o para oír su solo de cinco notas en la coral de Navidad. Había también otros niños a cuyas funciones asistía sólo uno de sus padres, en los casos en que éstos estaban divorciados, por ejemplo, pero Josie era la única persona del colegio que no conocía a su padre. Cuando era pequeña, y toda la clase de segundo curso hacía tarjetas en forma de corbata para el Día del Padre, ella estaba en un rincón, con otra niña cuyo padre había muerto prematuramente de cáncer, con cuarenta y dos años.

Con la curiosidad connatural de cualquier niño, al crecer le había preguntado a su madre sobre la cuestión. Josie quería saber por qué sus padres ya no estaban casados; no se había imaginado siquiera que nunca lo hubieran estado.

—No es un tipo de hombre al que le guste el matrimonio —le dijo Alex, aunque Josie no entendía por qué eso implicaba que tampoco fuera el tipo de hombre al que le gustara enviar un regalo por el cumpleaños de su hija, o invitarla una semana a su casa en vacaciones, o incluso llamar para escuchar su voz.

Aquel año en el colegio tendrían la asignatura de biología, y Josie estaba nerviosa de antemano por la lección de genética. No sabía si su padre tenía los ojos castaños o azules; si tenía el pelo rizado, o pecas, o seis dedos. Su madre había contestado las preguntas de Josie con un encogimiento de hombros:

—Seguro que en tu clase habrá más de uno que sea adoptado —dijo—. Tú ya sabes el cincuenta por ciento de tu herencia genética más que ellos.

Esto era lo que Josie había ido coligiendo por cosas dichas aquí y allá acerca de su padre:

Su nombre era Logan Rourke. Era profesor de la facultad de derecho a la que había asistido su madre.

Se le había puesto el pelo blanco de forma prematura, pero, según aseguraba su madre, eso no le había restado atractivo.

Era diez años mayor que su madre, lo cual significaba que tenía cincuenta.

Tenía los dedos largos y tocaba el piano.

No sabía silbar.

Todo eso no daba para completar una biografía estándar, según el parecer de Josie, aunque tampoco nadie se había molestado en confeccionarla.

Estaba sentada con Courtney en el laboratorio de ciencias naturales. Por regla general no solía escoger a Courtney como compañera en el laboratorio, no era precisamente una lumbrera, pero no parecía importar mucho. La señora Aracort era la maestra-consejera de las animadoras, y Courtney era una de ellas. Por malos que fueran los trabajos de laboratorio de éstas, no se sabía cómo, se las arreglaban siempre para sacar sobresaliente.

En la mesa de delante, junto a la señora Aracort, había un cerebro de gato disecado. Olía a formol y parecía el de un gato atropellado en una cuneta. Por si no era suficiente, acababan de volver de la hora del almuerzo. («Esa cosa —había comentado Courtney con un escalofrío—, va a hacer que me vuelva aún más bulímica».) Josie intentaba no mirarlo mientras trabajaba en su proyecto para la clase: a cada alumno se le había proporcionado una computadora portátil Dell con conexión inalámbrica a Internet para que navegaran por la Red en busca de ejemplos de investigación animal humana. Hasta el momento, Josie había encontrado un estudio sobre primates llevado a cabo por un fabricante de pastillas contra la alergia, por el que se volvía asmáticos a los monos para luego curarlos; y otro estudio concerniente a cachorros y al síndrome de muerte súbita infantil.

Por error, le dio a otro botón del navegador y fue a parar a una página del periódico
Boston Globe
. En la pantalla apareció información electoral, sobre la pugna entre la titular de la plaza de fiscal del distrito y su oponente: el decano de la facultad de derecho de Harvard, un hombre llamado Logan Rourke.

Josie sintió como si se le encogiera el estómago. No podía haber más de un hombre con ese nombre y apellido. ¿O sí? Entornó los ojos, acercándose a la pantalla, pero la fotografía era granulosa, y el sol reflejaba.

—Pero ¿qué haces? —le susurró Courtney.

Josie sacudió la cabeza y cerró la tapa del portátil, como si así pudiera guardar su secreto.

Nunca lo hacía en uno de los urinarios. Aunque tuviera muchas ganas de orinar, a Peter no le gustaba ponerse de pie junto a algún gigantón de algún curso superior que pudiera hacer algún comentario acerca de, bueno, del hecho de que él fuera un canijo de noveno, en particular por lo que se refería a sus partes bajas. Prefería meterse en un retrete y cerrar la puerta para poder tener intimidad.

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