Diecinueve minutos (29 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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—¿Qué? —dijo Courtney, poniéndose en jarras delante de ella.

—¿Qué de qué?

—¿Por qué pones esa cara?

Josie se encogió de hombros.

—Por nada. Es que tu habitación es muy diferente de la mía.

Courtney echó una ojeada a su alrededor, como si viera su habitación por primera vez.

—¿Diferente en qué?

En la habitación de Courtney había una alfombra de un color púrpura chillón y lámparas bordadas con cuentas que colgaban envueltas en vaporosos pañuelos de seda, para crear ambiente. Tenía la parte superior de un tocador dedicada por entero a productos de maquillaje; un póster de Johnny Depp colgado de la parte de atrás de la puerta y un equipo estéreo a la última en un estante. Tenía también su propio reproductor de DVD.

En comparación, la habitación de Josie era de lo más espartano. Había en ella una estantería de libros, un escritorio, un tocador y una cama. Su edredón parecía la colcha de una vieja dama comparada con la de satén de Courtney. Si Josie tenía algún estilo, sería algo así como Soso Americano Primitivo.

—Pues diferente, sólo eso —dijo Josie.

—Mi mamá es decoradora. A ella le parece que esto es con lo que soñaría cualquier quinceañera.

—¿Y a ti también te parece?

Courtney se encogió de hombros.

—No lo sé. A mí más bien me parece como un burdel o algo así, pero no quiero estropearle el capricho. Deja que vaya a buscar mi carpeta y nos ponemos…

Cuando se fue escalera abajo, Josie se quedó mirándose al espejo. Inclinada hacia el tocador, con todos los potes de maquillaje encima, se puso a agarrar y mirar frasquitos y tubos que le eran completamente desconocidos, como un arqueólogo que examinara sus hallazgos. Su madre raramente se maquillaba; se pintaba los labios tal vez, pero eso era todo. Josie levantó un tubito de rímel y desenroscó el tapón, pasando el dedo por el negro cepillo. Destapó un botellín de perfume y lo olió.

En la imagen reflejada en el espejo, vio a una chica idéntica a ella que agarraba una barra de lápiz de labios («¡Absolutamente arrebatador!», se leía en la etiqueta), y se la aplicaba. Su rostro se iluminó de color, como si hubiera cobrado vida.

¿Tan fácil era convertirse en otra persona?

—¿Qué haces?

Josie se sobresaltó al oír la voz de Courtney. Vio por el espejo cómo ésta se acercaba a ella y le quitaba el lápiz de labios de las manos.

—Yo… yo… lo siento —balbuceó Josie.

Ante su sorpresa, Courtney Ignatio la miró con una sonrisa ladeada.

—La verdad es que te favorece.

Joey sacaba mejores notas que su hermano pequeño; también era mejor deportista que Peter. Era más gracioso; más sensato; más imaginativo; era el centro de atención en las fiestas. Sólo había una cosa, que Peter supiera (y las había contado todas), de la que Joey no fuera capaz: no podía soportar la visión de la sangre.

Cuando Joey tenía siete años y su mejor amigo se cayó de la bicicleta saltando por encima del manubrio y abriéndose una brecha en la frente, fue Joey el que se desmayó. Siempre que daban un reportaje de medicina por televisión, tenía que salir de la sala. Por esta causa no había ido nunca a cazar con su padre, a pesar de que Lewis les había prometido a sus hijos que en cuanto cumplieran doce años podrían salir con él al bosque y aprender a disparar.

A Peter le parecía que había estado esperando todo el otoño la llegada de aquel fin de semana. Se había informado leyendo cosas sobre el rifle que su padre le iba a dejar utilizar, un Winchester modelo 94 de palanca 30-30 que había sido de su padre antes de comprar el Remington 721 de cerrojo 30.06 que usaba ahora para cazar venados. A las cuatro y media de la mañana, Peter apenas podía creer que estuviera sosteniéndolo en sus manos, con el seguro puesto. Avanzaba entre los árboles, detrás de su padre, mientras el vaho de su respiración se cristalizaba en el aire.

Había nevado durante la noche, razón por la cual las condiciones eran perfectas para la caza del venado. Habían salido el día anterior para buscar marcas frescas, señales dejadas en los árboles que indicaran que algún macho se había frotado en ellos la cornamenta repetidamente para marcar su territorio. Ahora era cuestión de encontrar esos lugares y rastrear las huellas frescas, para comprobar si el ciervo había pasado ya por allí o aún no.

El mundo era muy diferente cuando no había nadie en él. Peter intentaba seguir las pisadas que iba dejando su padre, pisando en las mismas huellas. Se imaginaba que estaba en el ejército, enfrascado en una misión guerrillera. El enemigo podía estar detrás de cualquier árbol. De un momento a otro podía verse envuelto en un tiroteo.

—Peter —susurró su padre por encima del hombro—. ¡Mantén el rifle apuntado!

Se acercaban al círculo de árboles en los que el día anterior habían visto las marcas de cuernos. En esos momentos, las señales de cornamenta eran frescas; la blanca madera del árbol y las pálidas tiras verdes del tronco pelado estaban al desnudo. Peter miró a sus pies. Había tres tipos de huellas diferentes, unas mucho mayores que las otras dos.

—Ya ha pasado por aquí —dijo el padre de Peter en voz baja—. Seguramente va siguiendo a las ciervas.

Los ciervos en celo perdían instinto de conservación. Estaban tan concentrados en las hembras que perseguían, que se olvidaban de los seres humanos que pudieran ir a su caza.

Peter y su padre caminaban con paso quedo a través del bosque, siguiendo las huellas que les llevaban hacia la zona pantanosa. De pronto, su padre levantó la mano para señalarle que se detuviera. Al levantar la vista, Peter pudo distinguir dos ciervas, una adulta, la otra primal. Su padre se volvió hacia él y, moviendo los labios, articuló: «Quédate quieto».

Cuando el macho salió de detrás de un árbol, a Peter se le cortó la respiración. Era imponente, majestuoso. Su recio cuello sostenía el peso de una cornamenta de seis puntas. El padre de Peter le hizo un imperceptible gesto con la cabeza, señalándole el rifle. «Dispárale».

Peter maniobró a duras penas con el rifle, que parecía como si le pesase veinte kilos. Lo elevó hasta apoyárselo en el hombro y apuntó al ciervo. El pulso le latía con tal fuerza, que el arma le temblaba.

Aún le parecía estar oyendo las instrucciones de su padre, como si se las estuviera repitiendo en voz alta: «Dispara a la parte baja del cuerpo, por debajo de las piernas delanteras. Si le aciertas en el corazón, lo matarás al instante. Y si no le das al corazón, entonces lo habrás herido en los pulmones, de modo que quizá pueda correr cien metros o poco más, antes de caer abatido».

Entonces el ciervo se volvió y le miró, clavando los ojos en el rostro de Peter.

Peter apretó el gatillo. El disparo salió desviado.

A propósito.

Los tres ciervos se agacharon al unísono, sin saber a ciencia cierta de dónde les llegaba el peligro. Mientras Peter se preguntaba si su padre se habría dado cuenta de que se había arredrado, o si habría pensado que era un pésimo tirador, restalló un segundo disparo procedente del rifle de su padre. Las ciervas salieron en estampida, en tanto el macho caía a plomo en el suelo.

Peter se acercó al venado, contemplando cómo le salía sangre del corazón.

—No ha sido por robarte la pieza —le dijo su padre—, pero si esperaba a que volvieras a cargar el rifle, hubieran oído el ruido y se habrían escapado.

—No —dijo Peter, que no podía apartar los ojos del ciervo—. Si no pasa nada.

Se dio la vuelta y se puso a vomitar entre unos arbustos.

Oía a su padre hacer algo detrás de él, pero no se volvió. Peter se quedó mirando una porción de nieve que había empezado ya a derretirse. Notó que su padre se acercaba. Peter podía oler la sangre en sus manos, y su decepción.

El padre de Peter le dio unas palmadas en el hombro.

—La próxima vez será —suspiró.

A Dolores Keating la habían trasladado a la escuela de secundaria aquel curso, en el mes de enero. Era una de esas alumnas que pasa desapercibida, ni muy guapa, ni muy inteligente, ni problemática. Se sentaba delante de Peter en clase de francés, y su pelo recogido en una cola se movía arriba y abajo mientras conjugaba verbos en voz alta.

Un día, mientras Peter hacía esfuerzos desesperados por no dormirse mientras Madame recitaba la conjugación del verbo
avoir
, advirtió que Dolores se había sentado justo encima de una mancha de tinta. Le pareció una cosa muy graciosa, dado que la chica llevaba unos pantalones blancos, pero entonces se dio cuenta de que aquello no era una mancha de tinta.

—¡Dolores tiene la regla! —gritó en voz alta, verdaderamente conmocionado. En un hogar de hombres, con la excepción de su madre, claro está, la menstruación era uno de esos grandes misterios relacionados con las mujeres; como también lo era cómo conseguían ponerse rímel sin arrancarse los ojos, o cómo eran capaces de abrocharse ellas solas el sujetador a la espalda; ese tipo de cosas.

Todos se volvieron hacia Dolores, que se puso tan roja como sus pantalones. Madame la acompañó al pasillo y le aconsejó que fuera a la enfermería. En la silla de delante de Peter había quedado una pequeña mancha de sangre. Madame llamó al encargado, pero para entonces la clase estaba ya fuera de control. Los cuchicheos corrían como la pólvora acerca de la gran cantidad de sangre que había, de que ahora Dolores era otra de las chicas de las que todo el mundo sabía que ya le había venido la menstruación.

—A Keating le ha venido la regla —le dijo Peter al chico sentado a su lado, cuyos ojos se iluminaron.

—A Keating le ha venido la regla —repitió el chico, y la cantinela se difundió por toda el aula. «A Keating le ha venido. A Keating le ha venido». Peter se encontró al otro lado de la clase con la mirada de Josie. Josie, que últimamente había empezado a ponerse maquillaje. Ella también repetía el estribillo junto con el resto de la clase.

Formar parte del grupo tenía un efecto euforizante. Peter sintió como si lo inflaran por dentro con helio. Había sido él quien había iniciado todo aquello. Al señalar a Dolores, él había pasado a formar parte del círculo cerrado.

Aquel día, durante el almuerzo, estaba sentado con Josie cuando Drew Girard y Matt Royston se acercaron con sus bandejas.

—Dicen que tú lo has visto todo —le dijo Drew, y se sentaron para que Peter les contara los detalles. Él exageró la cosa. Lo que había sido un poco de sangre se convirtió en un charco; la pequeña mancha en sus pantalones blancos pasó a ser una de enormes proporciones propia de un test de Rorschach. Llamaron a sus amigos, algunos de ellos compañeros de Peter en el equipo de fútbol, pero que no le habían dirigido la palabra en todo el año.

—Explícaselo a ellos también, es para partirse el pecho —dijo Matt, sonriéndole a Peter como si éste fuera uno de ellos.

Aquel día, Dolores no volvió a clase. Peter sabía que lo mismo daría que se quedara un mes entero en casa, o más. La memoria de los alumnos de séptimo era como una caja hermética de acero, y durante el resto de su carrera escolar en el instituto, a Dolores se la recordaría siempre como la chica a la que le vino la regla en clase de francés y dejó la silla perdida de sangre.

La mañana en que la chica volvió al instituto, nada más bajarse del autobús, Matt y Drew la flanquearon de inmediato.

—Para ser una mujer —le dijeron, alargando las palabras—, no es que tengas muchas tetas.

Ella se alejó de ellos, y Peter no volvió a verla hasta la hora de francés.

A alguien, Peter no sabía a quién, se le había ocurrido un plan. Madame llegaba siempre a clase con retraso, pues venía del otro extremo del edificio. Así que, antes de que entrara, todo el mundo tenía que acercarse al pupitre de Dolores y ofrecerle un tampón, que les había proporcionado Courtney Ignatio, la cual le había sustraído una caja a su madre.

El primero fue Drew. Al depositar el tampón encima del pupitre de la chica, dijo:

—Me parece que se te ha caído.

Seis tampones más tarde, Madame no había aparecido todavía en el aula. Peter se levantó, con el tubito en el puño, dispuesto a dejarlo sobre el pupitre… cuando vio que Dolores estaba llorando.

Lo hacía en silencio, y apenas era perceptible. Pero cuando Peter alargó el brazo con el tampón en la mano, repentinamente cayó en la cuenta de que así era como se había sentido él cuando estaba al otro lado, del lado del infierno.

Peter estrujó el tampón cerrando el puño.

—Ya está bien —dijo en voz baja, y se volvió hacia los siguientes tres alumnos que hacían cola para humillar a Dolores—. Basta ya.

—¿Qué pasa contigo, marica? —preguntó Drew.

—Que ya no tiene gracia.

Tal vez no la había tenido nunca. Aunque esta vez no le había tocado a él, y eso ya era mucho.

El chico que venía detrás de él empujó a Peter apartándolo a un lado y tiró el tampón de forma que rebotó en la cabeza de Dolores y rodó bajo la silla de Peter. Entonces llegó el turno de Josie.

Primero miró a Dolores, y luego a Peter.

—No —musitó él.

Josie apretó los labios y abrió los dedos, dejando caer el tampón encima del pupitre de Dolores.

—Ups —exclamó, y cuando Matt Royston se rió, se fue hacia él y se quedó a su lado.

Peter estaba al acecho. Aunque hacía varias semanas que Josie ya no volvía a casa caminando con él, sabía lo que hacía después del colegio. Por lo general, se iba a pasear al centro, donde se tomaba un té helado con Courtney y compañía, y luego se iban a mirar escaparates. A veces él se mantenía a una distancia prudencial y la observaba, como quien contempla una mariposa a la que sólo conociera bajo el aspecto de oruga, preguntándose cómo demonios podían darse cambios tan drásticos.

Esperó hasta que Josie se despidió de las demás chicas, y entonces la siguió por la calle que llevaba hasta su casa. Cuando llegó a su altura y la agarró del brazo, ella chilló.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¿Es que quieres matarme de un susto, Peter? Había estado repasando mentalmente lo que quería preguntarle, porque le costaba mucho expresarse. Pero cuando tuvo a Josie tan cerca, después de todo lo que había sucedido, las palabras no le salieron. Y en lugar de preguntarle lo que había ensayado, se dejó caer en el bordillo, mesándose los cabellos.

—¿Por qué? —preguntó.

Ella se sentó a su lado, cruzando los brazos sobre las rodillas.

—No lo hago para hacerte daño a ti.

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