Diario de la guerra del cerdo (19 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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—Le doy la razón.

—¿Entonces?

—No la juzgue por los resultados. Es una protesta.

—Yo le pregunto qué hizo mi amigo Néstor.

—Nada, señor. Pero ni a usted ni a mí nos andan las cosas. También están los responsables.

—¿Quiénes son?

—Los que inventaron este mundo.

—¿Qué tienen qué ver los viejos?

—Representan el pasado. Los jóvenes no salen a matar a los próceres, a los grandes hombres de la historia, por la muy buena razón de que están muertos.

En el énfasis que puso en la palabra
muertos
, Vidal sintió la hostilidad. Pensó: «No voy a rechazar el razonamiento porque venga de un enemigo». Se disgustó: en lugar de poner toda su voluntad y energía en la busca, ya estaba otra vez interesándose en conversaciones que no le importaban. Si no recuperaba a Nélida —ahora lo entendía claramente— la vida se le había acabado.

XLIII

El
Salón Magüenta
—espacioso, de estilo más o menos egipcio y de coloración decididamente ocre— ese martes a la noche se hallaba casi vacío. Amplificadores amarillos, atados con alambre, difundían una música por momentos dulces, por momentos ansiosa, que se repetía en obstinadas variaciones. En la enorme pista bailaba una sola pareja; el resto de la concurrencia, tres o cuatro personas, estaba diseminada por las mesitas. Cuando llegó al bar, Vidal sabía que Nélida no se encontraba en el salón. El hombre del bar conversaba con un gordo, que posiblemente fuera empleado de la casa o tal vez el patrón. Siguieron esos dos la charla, sin advertir la llegada ni la actitud especiante de Vidal. «Hay gente así, de mentalidad poco ágil, que sólo nota lo que tiene delante, como si llevara anteojeras», pensó Vidal y sintió un impulso de cólera, pero recordó que no podía permitirse tales lujos: para dar con Nélida iba a necesitar la buena voluntad de todos. Por de pronto de los dos, que ahí seguían hablando, imperturbablemente.

—Y con el conjunto
La Tradición
, ¿arreglaste algo?

—Como te dije.

—¿No chillaron?

—¿Por qué van a chillar los mequetrefes? Deberían pagarnos para que los dejemos tocar. ¿Vos te das promoción, lo que significa?

—Pero mientras tanto, viejo, ¿de qué viven?

—Nosotros también tenemos que vivir, y por eso estamos acá, sudando con bandeja y clientes, y no meta guitarra, que al fin y al cabo es lo que a ellos les gusta.

Hubo un silencio, que Vidal aprovechó para preguntar:

—Señores, ¿aquí toca un trío que se llama
Los porteñitos
?

—El sábado, el domingo y los días de fiesta.

—¿Hoy no?

—Hoy no. Para estos náufragos —explicó el del bar y con un vago ademán señaló la sala —¿no pretenderá que montemos una orquesta?

El gordo, ya dispuesto a olvidar a Vidal, comentó:

—A esos
Porteñitos
habría también que apretarles las clavijas. Los artistas, o lo que sean, no deben ganar demasiado. Por ellos mismos. Para que no se echen a perder.

—¿Ustedes no conocen —preguntó Vidal— a una muchacha que se llama Nélida?

—¿Cómo es?

—De estatura mediana y de cabello castaño.

—Igual a todas —comentó el del bar.

—Se llama Nélida —insistió Vidal.

—Yo conozco a una Nelly, pero es rubia —dijo el gordo—. Trabaja en la panadería. El del bar protestó:

—¿Cómo supone, mi buen señor, que voy a fijarme en cada una y en todas las mujeres que pasan por aquí? Ya estaría tuberculoso. Créame, un elemento más bien parejo: morenas, de cabello negro. Todas de tierra adentro. La provincia en Buenos Aires.

Si no porfiaba, no la encontraría nunca. Fingiendo preocupación, pidió:

—Hagan memoria, señores. Apostaría que la conocen.

—No la ubico.

Insistió una vez más, articulando rápidamente, como si las palabras lo quemaran:

—Fue novia de un tal Martín, de
Los Porteñitos
.

—Martín —repitió ponderosamente el gordo—. Con ese tenés que hablar. El del bar aseguró:

—Perdé cuidado. El mismo sábado.

—¿Dónde queda
La Esquinita
? —preguntó Vidal.

No lo escuchaban.

—Ahí nomás —concedió por fin el gordo—.

XLIV

La Esquinita
era un lugar claro, de paredes blanqueadas. Vidal echó una ojeada desde la puerta: había un solo parroquiano, un hombre flaquísimo, que soplaba la taza que sostenía entre las manos. «Aquí no pregunto nada», dijo Vidal y se alejó por Güemes.

Se bajaba a
FOB
por una escalera de caracol, bastante angosta. Aquello parecía una carbonera: un cuartito minúsculo y, sobre todo, oscuro. Si Nélida estaba ahí, tenía tiempo de irse antes de que él acostumbrara los ojos a la penumbra. ¿Por qué atribuir a Nélida una voluntad opuesta a la suya? La chica lo había tratado siempre generosamente, pero tal vez porque estaba un poco desesperado temía que el amor fuera un sentimiento esencialmente inseguro, que podía volverse en contra de individuos imbéciles como él, incapaces de dominar los nervios, de quedarse en casa y esperar, como estaba convenido… Por si acaso, más le valía no cambiar de sitio hasta acostumbrarse a la oscuridad. Seguía con la mano izquierda apoyada en la baranda de la escalera; procuraba discernir las caras de los asistentes y se decía: «Ojalá que no llame la atención. Que no vengan a ofrecerme una mesa». Sin duda estaba perturbado: cuando una mano se apoyó en la suya, el corazón le palpitó fuertemente. Del otro lado de la baranda lo miraba, casi invisible, una mujer. Pensó: «Mientras los ojos no se acostumbren a la oscuridad, puede ser cualquiera. Lo más probable es que sea Nélida. Ojalá que sea Nélida». Era Tuna.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Tuna—. ¿No te sentás conmigo?

La siguió. Ahora veía, como si la oscuridad se hubiera disipado.

—¿Qué toman? —inquirió el mozo.

—¿Te importa? —dijo Tuna—. Si no pedimos algo, rezongan. Dentro de un rato salimos.

—Pedí lo que quieras.

Estaba seguro de que Nélida no estaba ahí. Se preguntó si ahora diría o no la verdad y, antes de resolverse, explicó:

—Ando buscando a una amiga que se llama Nélida.

—Déjate de embromar.

—¿Por qué?

—Por todo. Primero por la pesadez y después…

—No entiendo.

—¿Cómo no entiendo? Un momento de ofuscación y te arrepentís el resto de la vida.

—No estoy loco, che.

—Perfectamente. Pero un hombre no se presta a situaciones que son un verdadero compromiso. Llegas, como decís, con la santa intención, pero da la casualidad que la encontrás en brazos del otro y perdés la cabeza. Puede suceder.

—No creo.

—No creo, no creo. ¿Por qué? ¿Porque es una santa? Si preguntás por ella, ni el más desgraciado te dirá que la vio, aunque termine de irse.

—¿Y si uno la busca porque la quiere?

—¿Cómo el que garabateaba
Angélica siempre te busco
en las paredes del hotel de Vilaseco? Mira, la gente está escamada, evita complicaciones y todo el mundo apoya al que se desbanda.

—Yo tengo que hablar con una muchacha que se llama Nélida, o si no con un tal Martín.

—Dejalos que se diviertan juntos y venite al hotelito de la otra cuadra. Te dan todas las comodidades. Hasta música funcional.

—No puedo, Tuna.

—Hoy en día no conviene ofender a una mujer joven.

—Yo no quiero ofenderte.

Tuna sonrió. La palmeó en el brazo, pagó y se fue.

XLV

Se dijo que iría cuanto antes a la calle Guatemala. Para confirmar la decisión agregó: «Tal vez está esperándome». Imaginó entonces las habitaciones vacías y determinó que pasaría primero por el inquilinato, para preguntarle a Antonia qué sabía de Nélida. Aunque estuvo con ella apenas unas horas, ya se había acostumbrado a la dicha de vivir juntos. Ahora la calle Güemes por donde emprendía la vuelta, se alargaba anormalmente; la vereda bajo los pies resultaba demasiado dura y las cornisas y los adornos de los frentes infundían tristeza. Pensar en Nélida era un talismán contra el desaliento, pero también era el temor de haberla perdido. Para interrumpir esta última cavilación, recordó a Tuna y sin proponérselo entendió la conducta de Rey cuando lo llevó con embustes al hotel de citas; los chicos y los viejos alardean de mujeres (porque
ya
o porque
todavía
las consiguen). Desde luego, Rey trató de complicarlo en la pantomima de Tuna, para que después no se burlara. Quizá una de las pocas enseñanzas de la vida fuera que nadie debe romper una vieja amistad porque sorprenda una debilidad o una miseria en el amigo. En el conventillo descubrió que toda persona, en la intimidad es repulsivamente débil, pero también, por los compromisos de vivir y morir, valiente. Asimismo pensó que el destino era imparcialmente desigual y que él no debía sentir soberbia, sino tan solo gratitud, porque le hubiera tocado en suerte Nélida, en lugar de Tuna.

Para no perder tiempo, ni se asomaría a su cuarto. Si lo veía, Isidorito lo retendría con preguntas —dónde había estado, por qué no se quedaba— y no sería extraño que acabaran peleados. «El amor en el propio padre, ¿a quién no enoja? Corriendo como un chiquitín detrás de una mujer. Claro que Nélida es muy distinta. A lo mejor el pobre muchacho está inquieto, pensando que me ha pasado algo malo, Aunque esa nueva manía de aborrecer a los mayores tal vez lo trastornó. Las otras noches, cuando me escondió en el altillo, tendría toda la intención de protegerme, pero me trató con una desconsideración que no tolero».

Cuando llegaba al inquilinato calló, por temor de que algún conocido lo oyera. Sigilosamente abrió la puerta y entró. Tal vez por que entró como un ladrón, o porque había vivido un día en casa de Nélida, o porque él mismo estaba cambiado, creyó notar un cambio en el aspecto del patio. Le pareció triste, como los frentes de las casas, un rato antes. Todas las casas le recordaban otras, vistas no sabía dónde, de mampostería recargada y melancólica; debió de verlas en un sueño.

Cruzó el primer patio, golpeó en una puerta, aguardó. De pronto advirtió que adentro una voz ahogada repetía: «Aquí mando yo, aquí mando yo, aquí mando yo». Estaba tan perturbado que por error había llamado a la puerta de doña Dalmacia. Ahora llamó a la de Antonia. Pensó rápidamente: «Si no la vio a Nélida, va a creer que estamos peleados, por más que le asegure lo contrario. Si la vio, va a darme malas noticias». No tenía fuerzas para recibir malas noticias de Nélida.

—Uy, sos vos. Perdóname que salga con esta facha —se excusó Antonia, alisándose el vestido—. Acababa de meterme en cama. Qué suerte que apareciste. ¿La encontraste?

Vidal interpretó como signo favorable la circunstancia de que Antonia lo tuteara. Se dijo: «Me tutea, porque tutea a Nélida y ahora yo soy parte de Nélida».

—No, no la encontré.

—¿No me digas? A esta hora la pobre chica ha de estar medio loca. Te buscó en casa del panadero, en casa de todos esos viejos locos, amigos tuyos. Hasta fue a lo del finado y al hospital.

—Ya no sé dónde buscarla.

—Y mientras tanto has revolucionado la casa y todo el mundo te busca a vos. Isidorito —mira que a ese no se le mueve un pelo por nadie— empezó a preocuparse y salió a ver si te encontraba.

—¿La acompañó a Nélida?

—No, cada cual por su lado. Yo creo que se fue a uno de los garages de Eladio —no al de Billinghurst, sino al de Azcuénaga, ¿sabes?, frente a La Recoleta— que el gallego utiliza como aguantadero de viejos.

—Qué barbaridad, esa chica sola por las calles.

—Sabe cuidarse, che.

—Ojalá que por mi culpa no le pase nada.

—Te hubieras quedado en la casa, como te dijo.

XLVI

Al doblar por Vicente López divisó las cúpulas y los ángeles que asoman por arriba del paredón de la Recoleta y con desagrado descubrió que esa noche todas las casas le parecían bóvedas. El paredón, hacia Guido, estaba roto como si hubiera reventado. En la calle había cascotes, tierra desparramada, maderas, fragmentos de cruces y de estatuas. Un señor bajo, extremadamente blanco, fofo y cabezón, que apenas retenía por la correa a un perrito tembloroso, le habló.

—La barbarie —dijo, con voz no menos temblorosa que el perrito—. ¿Oyó las bombas? La primera estalló en el propio Asilo de Ancianos. La segunda, vea lo que ha hecho. Suponga, mi señor, que hubiéramos adelantado nuestro paseo. Hágase cargo.

El perrito husmeaba frenéticamente. De pronto Vidal imaginó que toda la tristeza del cementerio desbordaba por esa abertura y que él la absorbía por los sentidos; tuvo que cerrar los ojos, como si fuera a desmayarse. Reflexionó que esa tristeza debía de corresponder a una gran desgracia. «Pero», se dijo, «lo raro es que la desgracia no ha sucedido». Recordó a Nélida y pidió: «Que no le suceda nada».

Contra la vereda había un camión colorado, adornado con dibujos blancos. Vidal pasó de largo, entró en el garage, buscó a Eladio o al peón, leyó el letrero
Prohibida la entrada a toda persona ajena al garage
, olvidó lo que había leído, porque estaba tan cansado que olvidaba todo, como si pensara soñando. Contra los automóviles alineados en el fondo apareció una figura con los brazos en alto. Distraídamente oyó que lo llamaban:

—¡Viejo!

Por un instante interpretó ese llamado como una acusación, pero en seguida reconoció la voz de su hijo. Vio al muchacho, con los brazos en alto, corriendo hacia él. «Contento de verme. Qué raro» comentó sin ironía y también sin la menor sospecha de que muy pronto se arrepentiría del comentario. Hubo una alteración en las imágenes. Vio la desaforada mole, oyó el alarido, oyó los vidrios y los hierros que seguían cayendo interminablemente. Después, en un instante de absoluto silencio —quizá el encontronazo paró el motor— entendió por fin: contra los automóviles del fondo, el camión había atropellado a Isidorito. Los hechos en ese punto se confundían, como si lo hubieran emborrachado. Las escenas mantenían la vividez, pero estaban barajadas en cualquier orden. Su atención desesperadamente se dirigía hacia una especie de arlequín reclinado contra un automóvil. El camión retrocedía despacio, con mucho cuidado. Vidal notó que le hablaban. El camionero le explicaba con una sonrisa casi afable:

—Un traidor menos.

Si le hablaban, pensó Vidal, no oiría los lamentos ni la respiración de su hijo. Ahora lo abrazaba un extraño que decía:

—No mirar —Vidal reconoció la voz de Eladio—. Y armarse de coraje.

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