Detrás de la Lluvia (19 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Fue operado con urgencia en el Hospital Militar de Melilla, tras unas rápidas curas. En la convalecencia acudieron a verle el capitán Rosado, los tenientes y los sargentos. Y Javier, con la mujer de ojos inusitados por la que cobró la herida.

—¿Cómo supiste que ese cabrón lo intentaría?

—Pagué a uno de confianza para que vigilara. Vino a decirme que el sujeto rondaba. No quise preocuparte pero debía protegerla mientras tú estabas en el Pelotón. El permiso que pedí para asuntos familiares y estancia en Melilla fue para estar al acecho. Me instalé en casa de mi informador. Al tercer día apareció el matón.

—Casi te matan por mí... Puedes contar conmigo para siempre —dijo Javier, intentando que las lágrimas no le fluyeran.

El asunto salió en la Orden del día y fue muy comentado, no sólo en el Tercio. Se hicieron discursos acerca de la solidaridad y ejemplaridad legionaria. En pocos sitios los hombres actuaban así en defensa de un compañero. El suceso llenó de orgullo a los soldados y constituyó tema de conversación en todos los acuartelamientos de las distintas Armas instalados en esa zona del Protectorado.

El tipo grande de pelo acicalado fue buscado. Sus datos constaban en la Comandancia, pero de él y su sicario, ni rastro. Se dio orden de búsqueda, que abarcaba todo el territorio, y se enviaron despachos a la policía de España.

Diez días después Carlos fue dado de alta. Y todo volvió a la rutina. Pero el aviso no quedó en saco roto. Javier decidió casarse para acceder al permiso nocturno y a la residencia en el poblado, al igual que todos los legionarios casados. La boda, que formalizó el capellán de la bandera en la capilla, tuvo a Carlos como padrino destacado. Fue un acto sencillo y alegre, y hubo una pequeña fiesta en la que participaron los amigos, el capitán Rosado, el teniente Martín y los sargentos Ramos y Serradilla. Desde entonces los dos amigos sólo se veían durante el tiempo de sus obligaciones militares. Y el tiempo fue perseverando incansable.

Pero un sábado por la tarde llegó un compañero presuroso y se precipitó sobre la litera donde Carlos leía.

—¡Ven conmigo, rápido! Ha ocurrido algo.

Corrieron hacia el poblado. Delante de la casa de Marina había un corro de gente y la Guardia Militar. Subieron. Los estrechos pasillos se hicieron más angostos a medida que su imaginación se inundaba de los peores presagios. No había habitación, ni paredes, ni nada. Sólo ese cuerpo inerte, blanco rosado, como si dentro le estuviera naciendo una luz, los ojos de obsidiana escatimados. A su lado su amigo, desalojado de ira, sobornado de pesar, vacío de llanto.

Nadie dudó de la autoría del asesinato. El frustrado macarra habría pagado a alguien para cometer el acto. La Policía Militar hizo redada en toda la zona y cayeron algunos maleantes. No pudieron situar al sicario y la creencia final era que nunca se encontraría. Desde la Península se informó que el proxeneta seguía sin ser localizado.

Javier cayó en una enfermedad que pareció no tener cura y casi desertó de la vida. Fue ingresado en el Hospital Militar de Melilla donde Carlos iba a verle cuando estaba libre de servicios. Y al fin llegó el día en que se integró de nuevo en la milicia activa aunque su gesto ya no fue el mismo.

Capítulo 26

Grave ipsius conscientiae pondos.

(Fuerte es el peso de la propia conciencia.)

CICERÓN

Valdediós, Asturias, junio de 1933

Después del desayuno, José Manuel acudió junto a otros dos alumnos al despacho del vicerrector.

—Escaparon dos guajes del primer curso. Os llamé para que los traigáis. No será difícil alcanzarlos. Estarán caminando hacia Villaviciosa con la ilusión de coger el tren que les lleve cerca de sus casas. Son nueve kilómetros.

José Manuel y sus compañeros corrieron hacia el Alto de la Campa. Echaron a andar a paso vivo por la estrecha carretera, corriendo en ocasiones. Varios kilómetros más adelante los atisbaron. Caminaban fatigosamente en fila india, como contando los pasos. José Manuel y los otros apretaron el ritmo. De pronto uno de los fugados se volvió y los vio. Dio un grito y echó a correr siendo imitado por su compañero y por el grupo perseguidor. Minutos después los chicos se rindieron y tomaron asiento a un lado del camino. José Manuel y los otros hicieron lo mismo. Todos estaban fatigados.

—¿Por qué escapáis, ho? —dijo el que llevaba el mando y que estaba al borde de pasar a diácono.

—Tenemos fame. Queremos volver a casa —dijo uno de los críos, entre lágrimas.

—Vuestros padres desean que seáis algo bueno en la vida. ¿Queréis darles un disgusto?

—No me presta ser cura. Quiero trabayar en casa, tar con mis hermanos y amigos. Comer.

—También yo.

José Manuel comprendía sus razones. El mismo sintió ese apremiante deseo unos años antes. Lo que los chicos deseaban era la libertad perdida, o lo que entendían como libertad. No tuvo fuerzas para intentar ninguna argumentación. Dejó que el futuro diácono se expresara. No lo hacía mal. Estaba claro que pronto sería cura. Les habló con simpatía, buscando el lado vulnerable de ellos. Tenía un verbo fluido y hasta él, en algunos momentos, llegó a creer que nada bueno existía fuera del seminario.

—Además, mañana es Corpus Cristi y me han dicho que tendremos una gran comida sorpresa, algo que no podemos perdernos nadie, y menos vosotros.

Finalmente convencidos, todos iniciaron el regreso. No hubo recriminación por parte de ninguno de los religiosos a los escapados sino palabras de afecto para que no se sintieran fracasados ante los compañeros que pudieran estar al tanto de su intento.

Y ciertamente aquél fue un día para no olvidar. A la hora de la comida el vicerrector ofreció un discurso.

—Hoy, hijos míos, tenemos una comida muy especial. Algún buen cristiano hizo generosa donación. Un ejemplo de que Dios no se olvida de quienes nos esforzamos en el sacrificio para llegar a Él.

Todos quedaron expectantes, esperando el alimento. Y empezaron a llegar los fámulos con las perolas humeantes. Eran garbanzos. Un cocido en toda regla con chorizo y tocino. Muchos nunca habían visto esa legumbre y luego supieron que en Castilla era alimento corriente como el maíz en Asturias, y que en el Ejército las tropas los consumían casi a diario. Los había traído uno de los curas que andaban de allá para acá con una camioneta buscando proveer de comida gratis para los seminarios. En esa ocasión había aprovechado un viaje a Madrid y contó con esa dádiva por parte de un familiar con posibles.

Se dieron una gran panzada porque pudieron repetir cuantas veces quisieron, hasta casi reventar. Y a nadie le pasó por la cabeza que estaba cayendo en el pecado de la gula. En el convento había acontecido una novedad en el orden funcional. Ya tenían luz eléctrica constante y con la fuerza suficiente porque habían instalado un transformador en San Pedro de Ambás. Se acabó el dejarse las pestañas con la débil iluminación que otorgaba la dínamo que dos años antes había jubilado los candiles de aceite. Pero el asunto de la alimentación no había cambiado y todos seguían padeciendo retortijones. De ahí el éxito de la garbanzada.

A la tarde, José Manuel vio a los dos chicos cuyos deseos de escapar había ayudado a frustrar. Parecían felices y pensó cuánto les duraría la euforia derivada del gran banquete. No se sintió complacido por lo realizado. Había sido como cazar seres con inocencia intacta y quizá su captura les apartaría de otro futuro mejor. Debió haberse negado a colaborar, aduciendo cualquier razón. Hubiera caído en la mentira pero, ¿sería peor que el comecome que ahora experimentaba?

Se obligó a pensar en otras cosas, en el cambio que experimentaría en unos meses. Había aprobado quinto curso y tendría que ir a vivir al convento de San Francisco, en Oviedo, donde estaba el Seminario Mayor y en el que se cursaban los tres años de Filosofía y los cuatro de Teología para terminar la carrera sacerdotal. Poco tiempo le restaba en Valdediós. Pasaría a las callejuelas del barrio capitalino donde se asentaba el viejo monasterio de los dominicos y quizá no volvería a contemplar en años los verdes montes adornados de silencio.

Capítulo 27

Madrid, mayo de 2005

En la agencia todo estaba en el orden aconsejado. Comenté con Sara los otros casos, cuya progresión había ido conociendo a través del teléfono y visitas de mi secretaria a la Residencia. Había muchos encargos nuevos, la mayoría relacionados con matrimonios bajo sospecha conyugal. Mi nuevo ayudante, Antonio Vitoria, no paraba de hacer salidas e informes.

—¿Qué dice nuestro contacto de Méjico?

—La pista de Manuel Martín desaparece en Veracruz.

—Bien. Voy a intentar resolver lo de Carlos Rodríguez.

Nunca antes había buscado a alguien acusado oficialmente de asesinato. Era campo de actuación de la policía y procuraba mantenerme lejos salvo cuando solicitaban mi colaboración expresa en algún asunto complejo. Ahora podía indagar con libertad, dando por hecho que por la lógica de los años transcurridos sin novedades en el caso habría prescripción policial sobre Carlos, que no de su inculpación. No tenía otro camino que bucear en los papeles del Instituto armado, ya que mi cliente decía no poseer más información que las órdenes oficiales de búsqueda. Eso significaba que debía pedir permiso a la policía para entrar en sus archivos y capturar los datos necesarios.

Inicié las pesquisas, como es lógico, en la actual comisaría de ronda de Toledo, heredera de la situada en la calle Escuadra y que era la que correspondía en los casos de los asesinatos. El amable inspector jefe de la Brigada Judicial me dijo que allí guardaban fondos pero que no tenían nada de los antiguos. Aseguró que, siguiendo una tradición de siglos, los expedientes registrados y de carácter oficial nunca se destruían, salvo que acontecieran desastres naturales y catástrofes como incendios o guerras. También podrían haber desaparecido para siempre, pese a las copias que se hacían, los robados por quienes quisieron eliminar pruebas y datos comprometedores para algunos gerifaltes significados de nuestro convulso siglo veinte. Con todo ello, podría intentar su localización y esperar a tener mejor suerte. Me indicó el Complejo Policial de Canillas donde, además de los Servicios Centrales del Cuerpo de Policía Nacional, los de la Policía Científica y la Comisaría General de Policía Judicial, creía que podía estar el Archivo Central.

Me desplacé hasta allí y quedé impresionado. Es una verdadera ciudad con grandes pabellones entre jardines arbolados donde trabajan unos cinco mil funcionarios policiales y otros dedicados a relaciones internacionales. Me atendieron un inspector y un oficial pertenecientes a la Unidad Central de Protección dependiente de la Comisaría General de Seguridad Ciudadana, a quienes oculte mi pasado policial para que no se sintieran obligados. Con una marcada disposición de ayuda me informaron amablemente que allí no estaba tal Archivo Central. No tenían constancia de que existiera un único archivo y sospechaban que los fondos estarían repartidos por diversas comisarías o centros especiales. Es un centro moderno donde, dependiente de la Policía Judicial, están la UDEA (Unidad de Documentos de Españoles y Archivos), la UDYCO (Unidad de Droga y Crimen Organizado), la UDEV (Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta), la UDEF (Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal), la UCIC (Unidad Central de Inteligencia Criminal), la UCAO (Unidad de Coordinación y Apoyo Logístico), la UBE (Unidad del Banco de España), la UPH (Unidad de Patrimonio Histórico) y las Interpol, Europol y Sirene. Casi nada. La evolución de los servicios policiales ha sido espectacular si se comparan con los que existían cuando yo llevaba chapa. En ese lugar tienen documentación pero les falta la mayoría de la relacionada con los casos antiguos, la que estaba en el antiguo Ministerio de Gobernación. Me aseguraron que muchos documentos podrían haberse destruido con los trasiegos y el tiempo, sin que hubiera una orden expresa de alguien para ello. Distintas y desconocidas personas asumirían la decisión, que no la responsabilidad. Los no destruidos, miles todavía, deberían estar en el Archivo Histórico Nacional o en el Archivo del Ministerio del Interior.

Estuve en ambos lugares mientras mi herida cicatrizaba y la primavera despertaba con agresividad. La solicitud de acceso a la documentación deseada se establece rellenando un formulario en el que se hace constar la filiación del buscado, así como la provincia y el año aproximado del primer informe. En el Histórico no constaba el nombre de Carlos, pero sí en el del Ministerio del Interior.

Una soleada mañana, la muy agradable jefa del Servicio me recibió en su sobrio despacho donde su ayudante pasaba viejas fichas a soportes electrónicos. Sobre una mesa vacía resaltaba el expediente, contradictorio con lo actual, algo ajeno a la realidad, como un tesoro rescatado de las sombras. Miré con gran respeto las viejas cuartillas y los folios, doblados al mismo tamaño como si fueran un libro sin encuadernar. Me sentí atrapado por el abismo del tiempo. Personas anónimas desvanecidas en los años gastados los habían ido rellenando para que yo los pudiera ver. Era una conexión muda con el pasado, el rescate de algo fugaz sin lugar en la historia.

Entonces no existían las fotocopiadoras y los escritos se hacían en máquinas de escribir poniendo papel carbón entre las hojas. Pero esos papeles no eran copias sino originales, aunque muchas palabras estaban borrosas y pude entenderlas gracias a mis previsoras gafas de lupa Zeiss. Fui leyendo mientras pasaba los documentos, todos amarillos, con lentitud y cuidado. No había ningún requerimiento judicial, sólo diligencias policiales. Significaba que la orden de busca y captura no estuvo dictada nunca por un juez sino que emanaba únicamente de la policía. Para ser más exactos, de una acusación del inspector Perales. Era un caso curioso pero quizá fuera común en España en aquellas fechas. Porque las pruebas eran sólo indiciarías, no peritales ni fruto de testimonios de los necesarios testigos oculares. Ni siquiera había aparecido el arma. Perales basaba su incriminación en «sospechas fundamentadas en deducciones por experiencias y profundos conocimientos en casos criminales tras el interrogatorio al inculpado previo a su escapada». Estaban las fotos
post mortem
de los rostros de Juan y José Bermúdez Bermejo, de frente y dorso, donde se apreciaban los agujeros de los impactos. Y también algo importante: una foto amarilla de balística de los proyectiles en la que, en el margen, se detallaban medidas, peso, estrías y deformación con indicación de las marcas de armas que utilizaban ese calibre. Pedí autorización e hice fotos de ese documento.

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