Detrás de la Lluvia (11 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Luego, más clases y, antes de la cena, el tiempo de estudio en el mismo salón donde se hacían los exámenes y durante el que había de mantenerse un silencio absoluto, cada uno en un pupitre bajo la mirada reprensora del padre responsable. Una vez cenados llegaba la hora de los rezos en la iglesia y, finalmente, todos al dormitorio a la vez, donde caían cansados porque la actividad no cesaba desde el toque de campanillas. No se consentía la siesta ni el paso a los dormitorios, que permanecían cerrados durante el día hasta la hora de dormir. No había tiempos muertos ni oportunidades para la pereza. Todo era lento a la vez que rápido y los días se sucedían mientras iban descubriendo sensaciones que nunca imaginaron podrían llegar a experimentar.

La limpieza, tanto de la sotana y zapatos como de la pieza de dormir, era muy valorada y puntuaba alto. En particular los zapatos, que habían de estar impecables a pesar de que los usaban para todo, incluso para los juegos y el deporte. Se suponía que un hombre descuidado en esos simples menesteres no podría tener el alma suficientemente aseada para asimilar las bondades celestes. Los suelos se barrían con escobas de tamujo. Para los largos pasillos y las grandes salas se designaban turnos rotatorios. No se fregaban porque el piso estaba siempre húmedo, pero la higiene no debía descuidarse en todo el entorno asignado. Ocurrió que un día el padre examinador pasó subrepticiamente un dedo por el techo del armario. Nadie los limpiaba y el polvo se acumulaba. También le vio mirar debajo de la cama para ver si sorprendía briznas de tamo. El tomó buena nota a espaldas del profesor y nunca el dedo chivato y el ojo analítico encontraron suciedad en esos lugares tan inutilizados. A partir de entonces obtenía las máximas notas en este apartado.

* * *

Aunque se tenían en cuenta, no se ejercía control sobre las demostraciones de autotortura, como colgarse cilicios en la cintura, ponerse piedras en los zapatos, caminar de rodillas o tenderse boca abajo sobre las frías losas del suelo durante la meditación y permanecer de esa guisa mientras duraba el acto. Se consideraban testimonios de la capacidad para el sufrimiento pero no acreditaban que la decisión de realizarlos estuviera exenta de vanidad.

Cada mes había valoraciones de actitud, conducta, urbanidad, comportamiento. Los que tenían puntuaciones bajas en esos temas eran expulsados, así como los que se peleaban o discutían, gritaban o reían a carcajadas, hacían chistes o se miraban a hurtadillas. Era un proceso de selección natural desde el punto de vista de los objetivos del seminario. Allí no se formaban hombres para la vida mundana sino que se educaba a futuros miembros de la Iglesia. Había una línea marcada en la que sólo eran elegidos aquellos que superaban tanto las barreras físicas, tales como el hambre, el frío, el calor, la puntualidad, el dolor no autoinfligido y los castigos, como las espirituales, que cubrían el confesar constantemente los pensamientos, los deseos, los impulsos, los rencores, todas las dudas que les acosaban y los acuciamientos sobre la carne y el sexo. Sobre este último aspecto en particular, si tras un periodo de prueba el alumno se manifestaba imposibilitado para dominar los ardores, su expulsión era irrevocable ya que estaba considerada como una de las faltas más graves.

Las duchas tenían lugar en espacios individuales, cerradas con cortinas de lona. Podían ducharse cualquier día de la semana, pidiendo vez porque se hacía por turnos, que formaban en fila. Dentro se desnudaban, se duchaban y se vestían. Un padre vigilaba y tomaba nota de las miradas, los comentarios, los movimientos y las expresiones que salían de la boca del que se lavaba. Aunque la regla era el silencio, el agua helada proveniente del Naranco provocaba maldiciones y gritos, a veces llantos y a veces comentarios sobre la Virgen o el estado del miembro. Cuando el frío paralizaba las ganas de ducharse, salían al campo y se lavaban los pies en el arroyo, tocando el agua como a picotazos. Dado que era una comunidad cerrada, algunos adquirieron prácticas útiles. Así, más de uno aprendió a cortar el pelo al disponer de tan fiel y abundante clientela.

Estaba prohibido decir pecados, pero había cierta comprensión con los tacos. La superioridad era consciente de que vivían en una tierra donde todos parecían nacer jurando, por lo que había indulgencia en esa costumbre para los iniciados. Confiaban en que era cuestión de tiempo que erradicaran de su léxico esas expresiones, lo que realmente sucedía a medida que los alumnos iban culminando los cursos.

La alimentación que recibían distaba mucho de calmar el hambre. Si lo de «vivir como un cura» se refería a buenas comidas, el axioma les quedaba aún lejos. Sopas, berzas y fabes en cantidades que apenas cubrían el fondo del plato. De postre, unas castañas cogidas del bosque o media manzana, una entera cuando era pequeña. Y la barrita de pan de maíz amasada en el mismo convento. Aunque a nivel general podía reclamarse doble ración, en la práctica era difícil que los perderos regresaran, además de que el espíritu que se inculcaba era el de vencer la gula, cosa que los de los recientes cursos no sabían calibrar por lo que, a pesar de todo, siempre había quien expresaba en voz alta la necesidad imperiosa de sosegar los retortijones. Durante los primeros meses oyó llantos apagados en las noches, sin duda procedentes de algunos que llegaron a la vez que él. Creyó que era por la añoranza del hogar perdido, pero luego tuvo el convencimiento de que lo motivaba el hambre. En sus casas algo se pillaba entre comidas: una panoya, un trozo de pan, un tomate... Pero en el monasterio no había esas oportunidades y debían resignarse a tener la gazuza por costumbre.

Semanalmente se designaba a algunos, siempre mayores, para repartir la comida en las mesas. Eran los fámulos, que protegidos con mandiles llegaban desde la cocina con las perolas humeantes y procedían a la distribución, comiendo ellos al terminar de servir. Había otros nombrados para repartir el pan. Ellos y los fámulos no comulgaban con el espíritu de austeridad y se obsequiaban, esquivando miradas, con mayor abundamiento, lo que no escapaba a los ojos de la mayoría. Quizás era que con la veteranía se apaciguaba el dolor de corazón que producía el sosegar la andorga, que no el hambre, mientras los demás quedaban a verlas venir, con lo que el propósito de enmienda se demoraba o bien se transformaba directamente en autoindulgencia. Lo sorprendente es que los profesores, que predicaban lo bueno que una parca alimentación era para el cuerpo y la mente, poniendo como ejemplo sus esmirriadas anatomías, permitieran esa situación de privilegio y que en la designación de esos puestos no entraran equitativamente los demás.

La meditación de la mañana era profunda, todos arrodillados, con la cabeza baja entre las manos y en silencio. A veces pasaba el padre por entre los bancos y preguntaba a alguno en qué proceso de pensamiento estaba. Muchos principiantes decían con naturalidad que tenían hambre, frío, sueño, miedo o añoranza de la familia. Pues, ¿no era obligatorio decir la verdad en todo momento?

Los Ejercicios Espirituales no eran bien recibidos, por amedrentadores. Se hacían sobre la doctrina de San Ignacio, como era preceptivo, y entonces caía sobre ellos un sobrecogedor panorama de castigos futuros porque parecía que la existencia era una tendencia inevitable de acumulación de pecados. Para contrarrestar la culpa de haber nacido, debían extremarse en los remordimientos, sumergirse en largas oraciones y ejercitar un ayuno máximo. José Manuel se preguntaba que si sus vidas distaban de ser pecaminosas y los alimentos normales rayaban en la abstención, ¿para qué esas exacerbadas penitencias? Lo cierto es que al finalizar la semana tenían las almas salvadas pero sus cuerpos estaban en la ingravidez.

Llegaron nuevos alumnos y ya no estaban muchos de los que entraron con él y de los cursos superiores. Parecía que debía haber un número determinado y eliminaban el sobrante por razones ignoradas.

José Manuel obtuvo buenas notas en todas las disciplinas y supo estar a la altura de la actitud humilde requerida cada vez que se le citaba. No fue a su pueblo durante las vacaciones pero recibió la visita de su madre y de su hermano Eladio, junto con su primo Jesús y su tía Carmina, quienes dejaron un reguero de lágrimas que él no secundó, lo que no les sorprendió mucho por entender que actuaba bajo el aprendido dominio sobre los sentimientos. Pero en realidad el sorprendido fue él mismo cuando se percató de que no tenía lágrimas. Vinieron en el Citroën C-4 de 15 CV de don Abelardo quien, para sorpresa de todos, había querido visitarle. Era un coche grande, cuadrado, y cupieron los seis holgadamente en él. Estuvieron el día completo. Vieron parte del recinto y saludaron al rector, a los prefectos y a otros profesores, especialmente don Abelardo, que se dio unos paseos con el director mientras manoseaba el sombrero espasmódicamente. Les permitieron comer juntos en el exterior, cerca del río, sentados en unas mantas sobre el verde rugiente, menos don Abelardo, que llevaba una silla plegable donde, abiertas las piernas, ponía a descansar su hidrocele, prolongación de su bien cuidado buche. Fue una manduca generosa, a base de empanadas, tortillas y sidra del pueblo, que José Manuel recordaría durante los meses siguientes.

Su hermano estaba igual pero su madre había adelgazado y tenía sombras enquistadas en sus ojos, que las lágrimas no deshacían. Le dio un paquete en el que había dos mudas completas de camisetas, calzoncillos y calcetines.

—¿Quién lava tu ropa, fiyo mío?

—;Una muyer encárgase de ello. Cada semana ponemos la ropa sucia en una bolsa con un número y la devuelven limpia y planchada.

Le dijeron que todos los demás hermanos estaban bien pero no el padre, que había sido alcanzado por la silicosis. Los médicos le recomendaron dejar la mina, pero él rehusó el consejo porque el dinero que le proporcionaba la lucha contra el mineral era imprescindible para la familia, que no podía subsistir sólo con la huerta. Así que él y Adriano, que también había ingresado en la mina, salían de casa a las cuatro de la madrugada porque la mina era de la Hullera Española y estaba en Moreda.

—El José, el menor de los Atilano, quedose manco —dijo Jesús—. Afilaba la guadaña, en la siega. Trabósele y cortose la mano entera. Eso no te ocurrirá. Ya ves que no ye malo ser cura.

El había crecido, pero Jesús mucho más y ahora le sacaba la cabeza. Estaba lleno de músculos y tenía el buen color de los soles y los vientos. Seguía mirándole con la sumisión de siempre, esta vez magnificada de respeto.

Ese año de distancia había hecho merma en los dos, si no en sus sentimientos sí en sus actitudes al haberlo vivido de manera tan diferente. Además de que la sotana y la atmósfera que impregnaba el lugar imponían el natural cohibimiento. A ambos les pareció muy lejano el tiempo en que jugaban juntos, tantos años en la niñez ya acabada, pero José Manuel se esforzó en que viera en él lo que siempre fue y sería: su amigo. Por eso le hizo preguntas sobre la escuela, el pueblo, las cosas y los demás amigos como si le importaran realmente. Y se enteró de que su padre y el de Jesús habían vuelto a buscar en la cueva del tesoro todos los domingos del año, pero ya con dinamita. Conocedor de lo enfermo que estaba su padre, José Manuel renovó hacia él la gran admiración que, a pesar de sus desprecios, siempre le tuvo. Aquella tarde en el rezo pidió para que su padre encontrara el tesoro. Con él podría curarse, yendo a un buen hospital. Y quizás habría tiempo para obtener de él el cariño siempre deseado.

Pero el misterio de la cueva continuaba. Se sintió captado de nuevo por los recuerdos de aquella jornada y dejó que el silencio le amordazara. Su primo pareció leerle el pensamiento.

—José Manuel... Bueno... ¿Qué viste en la cueva aquel día?

Miró los ojos de su primo, tan transparentes como él los tuvo antaño.

—Consérvate sano, Jesús. Deja de pensar en ello.

Terminada la buena yantada, don Abelardo le llevó a un aparte y se deshizo en elogios para sí mismo, citando algunas de las obras realizadas en el Concejo a las que contribuyó con su peculio. José Manuel se enteró entonces que no sólo había prestado el carro para su viaje de inicio sino que había costeado todas las ropas.

—Y si necesitas ropa nueva me lo haces saber. Tamos para ayudarnos los unos a los otros.

—Muchas gracias, don Abelardo. Poco puedo hacer por corresponder a su gran generosidad.

El otro se dio una vuelta pensativo, girando el sombrero y soplando su tagarnina. Luego se decidió.

—Bueno... —dijo cautamente—. Oyera eso de que estuvieras en la cueva del tesoro. Yo podría ayudarte si realmente lo encontraste. No se trata de dar palos de ciego como tu padre sino de ir al punto. ¿Qué te parece, ho?

José Manuel le miró y al otro le tembló el cigarro en la mano.

—No sé de qué tesoro me habla.

—Coño, el que vieras en la cueva.

—Don Abelardo, creo que está mal informado. No hay ningún tesoro ni nada que se le parezca. Lo siento.

Cuando los suyos iniciaron la marcha no cayó en la desolación de la primera despedida. Cierto apego al lugar se había insinuado en él pero todavía le dominaba un sentimiento de abandono porque, aunque menguados de necesidades, ellos eran libres y él no, y estaba solo. Esa sensación se acentuó cuando ya a lo lejos los vio ascender la cuesta y entrar en el coche. Al desaparecer, parte de él aún pedía a gritos en su interior que le llevaran con ellos.

Capítulo 16

Mi anhelo es un deseo fugado

sobre el dorso de un pez en la mar

tras el rumor de un eco escondido

en el azul.

JAIME ROMERO LIZARAZU

Madrid, febrero de 1941

El Banderín de enganche en el Puente de Vallecas era un cuartel pequeño, no una simple oficina de reclutamiento como había creído. Delante del arco de entrada un centinela preguntó a Carlos qué deseaba. No pareció sorprenderse de ver su aseado aspecto. Le hizo pasar al otro lado de la puerta donde se extendía un paseo arbolado. En el cuerpo de guardia situado a la entrada un sargento le hizo la misma pregunta. Mandó a un soldado que le acompañara al pabellón central situado al fondo, quien le dejó al final de una cola de unos treinta individuos de distintas cataduras, diversas edades y desigualmente vestidos. Sólo uno alcanzaba su estatura. Mientras avanzaba para las afiliaciones miró en derredor. En un lado unas barracas, que luego supo eran los dormitorios y la cantina. Al otro lado, un patio grande donde algunos legionarios y hombres de paisano se ejercitaban sin armamento.

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