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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (6 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Tendré que volver a Madrid para investigar.

—Debes descansar unas semanas más —dijo Rosa—. Haz caso a los médicos. No debe acuciarte la prisa.

Estábamos en la residencia La Rosa de Plata, donde me recuperaba de la operación. La tentación era grande porque, además del lugar idóneo, estaba junto a ella.

—No sirvo para dejar correr el tiempo.

—Si sabes quién te disparó, no necesitas indagar más. Déjate de pruebas.

—No es sólo eso. Quiero entender el trasfondo. Aunque parece sencillo, hay misterios por aclarar.

—¿Qué piensas hacer?

—Antes de enfrentarme con el candidato a asesino, lo de siempre, haré un peregrinar por distintos departamentos policiales en busca de archivos que aún se conserven. Si encuentro pistas pondré lógica a lo ocurrido. —Acaricié sus manos—. Bueno, esperaré esas semanas.

Capítulo 8

Mens inmota manet lachrimae volvuntur inanes.

(Permanece firme en tu pensamiento y deja correr las inútiles lágrimas.)

VIRGILIO

Pradoluz, Asturias, agosto de 1928

Tumbado en el camastro, a un lado del espacio común donde se agolpaban cada noche todos los hermanos, José Manuel dejó de leer
La isla del tesoro
, que le había dejado don Celestino. Ahora todos estaban en las faenas del campo menos él... y Pedro. Su hermano fue enterrado al día siguiente de ahogarse pero él no pudo asistir. Después de ver su cadáver en la iglesia de Piñera los guardias le llevaron a Campomanes, donde el único médico le saneó la herida, la cubrió con sulfamidas y luego se la cerró con quince puntos. De ahí le trasladaron en una ambulancia al Hospital Provincial de Oviedo. Allí volvieron a curarle y le tuvieron un día en observación antes de colocarle una escayola. Vuelto a casa se sintió muy vulnerado por la situación derivada de su irreflexión. No sólo Pedro murió por su culpa sino que la escapada produjo gran alarma en el vecindario. Además, y aunque no comparable con la desgracia ocurrida al hermano, había perdido el farol de carburo y destrozado la ropa, todo difícil de reponer por la congénita escasez pecuniaria. Y ahora estaba inutilizado para cualquier trabajo, con esa pesada funda blanca y la recomendación de no hacer esfuerzos. No se podía causar tanto mal en tan poco tiempo. Por las noches su padre no se recataba de expulsar sus demonios sobre él.

—Nunca será na en la vida. Ye flojo.

Su madre no contestaba. Nunca lo hacía. Imposible oponer el mínimo comentario. Pero cuando estaban solos le regalaba sus palabras cariciosas y fantaseaba sobre cómo hubiera podido ser su vida si no se hubiera enamorado de su padre. Le dijo que tuvo muchos mozos rondadores y que alguno de ellos resultó buen esposo, sin ánimos fieros. En cuanto a sus hermanos, practicaban hacia él la indiferencia habitual del medio, que, en el caso de Adriano, se marcaba de acritud. No perdía ocasión de renegar de él. La constancia de esa actitud en la familia le hizo considerar que, salvo su madre y Eladio, lo ocurrido con Pedro les había causado más enfado que pesadumbre. Quizá porque eran dos brazos menos para la brega. Sólo en Eladio encontraba atisbos de la ternura escatimada. Fue él quien le acompañó a Campomanes y a Oviedo y quien le tranquilizó cuando se lamentaba del costo de las intervenciones médicas. La Diputación había corrido con todos los gastos. Por otra parte, no había vuelto a hablar con Jesús. No les permitieron compartir presencia. Pero cuando se cruzaban por el caminito de casa nadie podía evitar que sus ojos se enlazaran y se transmitieran su profunda confraternidad.

* * *

Se levantó y requirió la muleta, rudimentariamente hecha con un palo nudoso y un tope acolchado para apoyar el sobaco. Bajó lentamente. Su madre trabajaba con la
fesoria
en la
llosa.

—Madre.

Ella levantó la cabeza, que cubría con un largo pañuelo negro, y se tomó un respiro. Luego caminó hacia él.

—Hoy te quitan la escayola.

—Sí.

—Luego tu hermano te llevará a Piñera para una sorpresa.

—¿Sorpresa?

—Sí. No me preguntes —dijo, llenando su rostro de mil arrugas al sonreírle.

Más tarde apareció Eladio. Venía en un carro tirado por un caballo. Montaron e iniciaron la traqueteante marcha.

—¿De dónde sacaste el carro?

—Ye del indiano. Prestolo gratis a padre.

—¿Don Abelardo? Si to el mundo dice que ye el rey de la usura...

—Pos ya ves. Mostrose
manudu
. Dios sabrá por qué.

Don Abelardo había estado en América y allí se le escurrieron los años mientras ahorraba cada centavo hasta hacérsele hábito. Volvió con un fortunón cuando todos los parientes cercanos habían quedado descartados de este mundo. Se construyó una de esas casas con palmeras, esos árboles raros de tierras de playas y soles que, sin embargo, aguantaban bien el duro clima montañés. Había tomado una criada para él y un chofer para su flamante Citroën negro. De vez en cuando se llegaba a Oviedo e incluso a Madrid, pero la mayor parte del tiempo el coche descansaba en el jardín, siempre limpio y reluciente por el cuidado del empleado, mientras el anciano se hastiaba de ocio, acaso viendo desvanecerse sus recuerdos en el humo de los cigarros.

Ya en Oviedo en su segunda vez, ahora sin acoso de dolores, pudo admirarse de la ciudad, de su ruido, de sus edificios, de cómo vestía la gente. Era otro mundo nunca sospechado que le cohibió. Se veían muchos carros pero más automóviles. Altos árboles, no frutales, daban sombra a gente sentada en bancos de madera y que paseaba como si no tuvieran otra cosa que hacer. No vio huertas ni ganado. Era como si esas personas no necesitaran de lo que él creía la única fuente de vida. En el enorme hospital lleno de pacientes, que también le apabulló, le quitaron la escayola y los puntos. Los tiernos huesos quedaron perfectamente soldados y la herida había cerrado muy bien. No tendría cojera pero sí una larga cicatriz, cosa que no le importó porque quedaría oculta por el pantalón. Le frotaron una crema por toda la pierna y le dieron unos consejos.

Horas después, ya en Lena, Eladio dirigió el caballo hacia Piñera.

—¿Por qué vamos allí?

Su hermano no contestó. Paró el carro ante la iglesia. El párroco se les acercó y ellos le besaron la mano que no portaba el cigarro.

—Bien. Así que este hombrecito desea hacerse cura —dijo, las blancas manos cruzadas sobre su prolongado abdomen y soltando humo a tramos, con lo que José Manuel supo que ese era el castigo recibido de su hermano mayor en compensación por la paliza no recibida—. Escribí a la Diócesis de Oviedo y me contestó indicando que te han otorgado una beca para el Seminario Menor de Valdediós. Aquí está el escrito. El rector y el ecónomo tienen ya la solicitud. Te esperan allí. —Le miró rebosante de bonachonería y le puso una mano en el hombro—. Te felicito porque es muy difícil entrar. Lo mejor que podemos hacer en esta vida es ponernos al servicio de Dios.

Capítulo 9

Cuando quieras mirarme y no me veas, habrás de mantenerte igual de afable pues nada de lo que hubo habrá cambiado.

RAÚL LOSÁNEZ

Madrid, octubre de 1940

Andrés tenía una educación somera y ningún oficio definido. Era huérfano desde hacía años y predispuesto a la confraternización y a la alegría, aunque consciente de que en ocasiones no tenía libre licencia para tales demostraciones. Procuraba en todo momento hacer discreción de lo que se consideraba como defecto de nacimiento. No siempre lo conseguía y ello le hacía colectar torcidas sonrisas y comentarios vejatorios de algunos, incluso de aquellos que siendo amigos caían en el impulso de hacer la chanza hiriente. No conocía a nadie en la capital salvo a su tío Paco, hermano de su padre y oriundo de Algezares, su mismo pueblo murciano. Le había escrito para brindarle su casa y procurarle un trabajo seguro. No tenía hijos y con el apoyo de su mujer deseaba completar una familia con él. Nunca contó en demasía a la larga para nadie, salvo para Carlos, su misterioso amigo, al que conoció en el largo trayecto de Oviedo a Madrid en un vagón de tercera clase que iba hasta los topes. La proximidad y el bamboleo propiciaron que él iniciara su charla contagiosa y salpicada de chistes, logrando saltar la coraza de silencio del desconocido viajero aunque no sus confidencias. Al llegar a Madrid diez horas después, la noche en vela, habían puesto la simiente de su amistad. De eso hacía cuatro meses. Cuando Carlos dejó el trabajo en la estación siguieron viéndose con cierta frecuencia. Había estado varias veces en su casa y conocido a su tía Julia y a su primo, que le encantaron. Alfonso le impactó por su vitalidad y simpatía. En todo ese tiempo nunca vio en Carlos el chispazo de la suficiencia en su mirada abierta ni en su comportamiento. Era el amigo sin fisuras, dispuesto siempre a la ayuda. Pero aunque le tenía desalojado de secretos, ahora guardaba uno que creía debía mantener camuflado hasta circunstancias más favorables. Se trataba del amor encontrado al fin, ese amor ansiado durante su corta vida. Temeroso de su fragilidad, prefería dar tiempo a su consolidación antes de hacérselo partícipe y darle la sorpresa. Con sus compañeros de Contrata mantenía una buena relación a pesar de todas sus cautelas. Pero nunca imaginó el buen trato que le dispensaron el encargado y su hermano, y las posibilidades que se derivaban del mismo.

En realidad el grupo era más amplio porque había otros mozos turnándose durante la noche, aunque no tenía casi comunicación con ellos por imposición del encargado. Trabajar, callar y cerrar los ojos: ése era el lema. Claro que a él le resultaba difícil no comentar las cosas con alguien. Lo hizo en los encuentros de las tabernas, cuando los peones que estaban en el ajo desahogaban temerosamente la tensión ante unos vasos de vino. Era entonces cuando los demás expresaban sus recelos sobre los encargados. Desde luego que eran estrictos y despedían en el acto al que no les cumpliera. Pero de ahí a que fueran peligrosos, o que hubieran eliminado a más de uno, había una gran diferencia. Decían que a un tal Gerardo no se le había vuelto a ver. Pues claro. Los despedidos se desvanecen Dios sabe en qué lugares. Tuvo cuidado de no participárselo a Carlos. Su amigo apenas hablaba, parecía haber abandonado en Asturias la capacidad de conversar. Nunca le hacía preguntas, aunque a veces había interrogantes en su franca mirada. Era como estar en un confesionario. Pero un día antes de dejar el empleo fue extrañamente explícito.

—Sobre tu trabajo en las noches. Tienes que dejarlo.

—¿Por qué? El que puede lo hace. No todos tienen esa oportunidad. Deberías estar conmigo.

—Déjalo, Andrés.

No le haría caso porque era absurdo. Como otras noches salió por la puerta número 5, la que daba frente a la calle Murcia, en el largo muro que se prolongaba por la calle Méndez Álvaro hacia el arroyo de Abroñigal. La verja estaba entornada porque a esas horas de la madrugada casi nadie cruzaba, sólo los de servicio nocturno. Pero durante el día el trasiego era grande, con salida de las mercancías, sobre todo la gran cantidad de pacas de paja. Y, destacando por su número, los productores de leche que a diario traían sus cántaras desde Alcalá, Arganda y otros pueblos, y causaban un enorme guirigay delante de la taberna Domínguez, un lugar grande donde realizaban las transacciones a los lecheros de la capital.

Andrés saludó al guarda jurado y fue a la taberna, que siempre mantenía un turno de guardia. Allí le esperaban los dos encargados con los que había quedado. Charlaron un buen rato en un rincón, él con alguna cautela porque quisiera o no algo se había adherido en su ánimo. Pero, cuando uno de ellos le entregó un sobre con billetes de veinticinco pesetas que sacó de un bolso de cuero, se le desvanecieron todas las inquietudes. Dijeron que era por su trabajo, que estaban contentos porque veían que correspondía a la confianza depositada en él y que, si mantenía la boca cerrada en beneficio de todos, podía estar mucho tiempo ganando un buen dinero. Se sintió importante y a gusto con ellos. La vida le estaba sonriendo en todos los sentidos. Hasta podría alquilar un piso para compartirlo con la persona amada.

Unos tragos más tarde salieron; él un poco achispado, como parecían estar los otros. Al rato notó que iban en dirección a la parte más oscura de Méndez Álvaro, donde se juntaban los viejos cementerios de San Nicolás y San Sebastián. Los camposantos ocupaban un gran terreno y sus lindes se adentraban en el enorme campo virgen que se perdía hacia el suroeste y que era atravesado, medio kilómetro más abajo, por las vías férreas que conectaban las estaciones de Atocha y Príncipe Pío.

Por el día la Metalúrgica Torras y la Sociedad Comercial de Hierros, próximas a las vías, generaban la actividad de sus cientos de obreros y empleados. Todo estaba lleno de vida. En las noches, sin embargo, era un enorme espacio degradado, tenebroso y poco recomendable. Los cementerios habían sido clausurados años atrás y demolidos en gran parte. Pero no había cercas y, entre los escombros y los nichos y tumbas que aún se mantenían, convivían grupos de gitanos y vagabundos que parecían seres de ultratumba.

—Te vamos a enseñar algo que ni te imaginas —le dijo el más alto, poniéndole un brazo sobre los hombros en un gesto amistoso.

—¿Qué es? —se interesó Andrés.

—Algo que descubrimos éste y yo. Es un secreto.

Avanzaron casi a oscuras hacia un panteón parcialmente demolido y sembrado de cascotes. No había nadie cerca, aunque sombras fugaces se adivinaban en las inmediaciones. El hombre alto llevaba en la mano una pequeña barra de hierro. Se situó detrás de Andrés y se la colocó en el cuello sin precipitación. Apretó con fuerza sin encontrar resistencia. Expertamente, ambos compinches desnudaron el cadáver, ío vistieron con un mono sucio de grasa que llevaban al efecto en una bolsa y lo echaron en el hoyo. Guardaron la ropa en la bolsa y se fueron.

Capítulo 10

Debió de ser un muchacho muy joven, enardecido por la impaciencia y la fiebre, un muchacho que se anudaba el lazo ante el espejo y presentía la extinción.

MONTSERRAT CANO

Madrid, octubre de 1940

El puesto de Policía situado en la estación de Atocha albergaba una Brigada Móvil para la vigilancia y la actividad criminal, y en ella actuaban miembros del Cuerpo Superior de Policía y del Cuerpo de Policía Armada, cada una dedicada a su función y dependientes ambas de la Comisaría del distrito de Mediodía. Su misión consistía en atender los diferentes incidentes que surgían en ese animado núcleo poblacional; destino, salida y paso diario para miles de personas y gran cantidad de mercancías. A veces atendían también casos producidos en el entorno de la estación, obedeciendo órdenes delegadas de la principal.

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