Bond, medio de espaldas, lanzó patadas ciegas. Uno de sus zapatos acertó; pero entonces su atacante le sujetó el pie y se lo retorció, y el agente británico sintió que se deslizaba hacia el piso.
Las manos de Bond buscaron a tientas un punto de sujeción en la ropa de cama. Pero la otra mano ya lo había cogido por el muslo. Le clavaba las uñas.
El cuerpo de Bond estaba siendo retorcido y arrastrado hacia abajo. Dentro de poco le clavarían los dientes. Golpeó con la pierna libre. No cambió nada. Lo arrastraba.
De pronto, los dedos desesperados de Bond sintieron algo duro. ¡El libro! ¿Cómo funcionaba aquella cosa? ¿Cuál era la parte superior? ¿Le dispararía a él o a Nash? Desesperado, Bond lo tendió hacia el enorme rostro sudoroso. Presionó la base del lomo de tela.
Un chasquido. Bond sintió el retroceso. Otro chasquido, y otro, y otro más. Ahora Bond sentía el calor bajo sus dedos. Las manos que le aferraban la pierna estaban aflojándose. El rostro lustroso estaba retrocediendo. De la garganta salió un ruido, un terrible ruido sofocado. Luego, con un deslizamiento y un chasquido, el cuerpo cayó hacia delante en el piso y la cabeza se estrelló contra los paneles de madera.
Bond permaneció tendido y jadeando a través de los dientes apretados. Miraba fijamente la luz violeta de encima de la puerta. Advirtió que el bucle de filamentos aumentaba y disminuía. Le pasó por la cabeza la idea de que la dinamo de la parte inferior del coche debía de ser defectuosa.
Parpadeó para enfocar mejor la luz. Le entró sudor en los ojos y le escoció. Permaneció tendido, sin hacer nada por evitarlo.
El galopante resonar del tren comenzó a cambiar. Sonaba más cavernoso. Con un último rugido resonante, el Orient Express salió disparado a la luz de la luna y aminoró la velocidad.
Con indolencia, Bond alzó una mano y tiró del borde de la cortinilla. Vio almacenes y apartaderos. Las luces brillaban con fuerza, claras sobre los raíles. Eran buenos focos potentes. Las luces de Suiza.
El tren se deslizó silenciosamente hasta detenerse.
En el constante, absoluto silencio, oyó un ruidito procedente del piso. Bond se maldijo por no haberse asegurado. Se inclinó con rapidez y escuchó. Sujetó el libro ante sí, preparado por si acaso. Nada se movía. Bond tendió una mano y palpó la vena yugular del hombre. No tenía pulso.
Estaba completamente muerto. El cadáver había estado asentándose.
Bond se sentó y aguardó con impaciencia a que el tren comenzara a moverse otra vez. Había muchas cosas que hacer. Incluso antes de que pudiera cuidar de Tatiana, habría que limpiar todo aquello.
Con una sacudida, el largo expreso comentó a rodar suavemente. Pronto estaría descendiendo sinuosamente por el pie de los Alpes hacia el cantón de Valais. El sonido de las ruedas ya era diferente, una canción alegre y acelerada, como si se alegraran de haber dejado el túnel tras de sí.
Bond se puso de pie, pasó por encima de las piernas abiertas del hombre muerto y encendió la luz cenital.
¡Qué desorden! La habitación parecía una carnicería. ¿Cuánta sangre contenía un cuerpo humano? Lo recordó. Cinco litros y medio. Bueno, dentro de poco estaría toda ahí fuera. ¡Mientras no se extendiera hasta el corredor! Bond quitó la ropa de cama de la litera inferior y se puso a trabajar.
Al fin acabó: había limpiado las paredes en torno al bulto cubierto que había en el piso; las maletas estaban apiladas, listas para la entrada en Dijon.
Bond bebió toda una garrafa de agua. Se acercó a las camas y sacudió suavemente el hombro cubierto de piel.
No obtuvo respuesta. ¿Habría mentido aquel hombre? ¿La habría matado con el veneno?
Bond puso la mano contra el cuello de la joven. Estaba tibio. Buscó el lóbulo de la oreja y lo pellizcó con fuerza. Ella se removió perezosamente y gimió. Bond volvió a pellizcarle el lóbulo, y luego otra vez. Al fin, una voz amortiguada dijo:
—No hagas eso.
Bond sonrió. La sacudió. Continuó sacudiéndola hasta que Tatiana se volvió con lentitud y quedó de lado. Dos azules ojos narcotizados miraron a los suyos y volvieron a cerrarse.
—¿Qué pasa? —la voz era soñolientamente enojada.
Bond le habló y la amenazó y la insultó. Zarandeó a la joven con mayor rudeza. Por último, ella se sentó y le dirigió una mirada vacua. Bond le sacó las piernas de la cama de modo que quedaron colgando por el borde de la misma. De alguna manera, consiguió bajarla hasta la cama inferior.
Tatiana tenía un aspecto terrible: la boca floja, los ojos casi en blanco del borracho que duerme la mona, el pelo húmedo y enredado. Bond se puso a trabajar con una toalla mojada y con el peine de ella.
Pasaron por Lausana y, una hora más tarde, llegaron a Vallorbe, en la frontera francesa.
Bond dejó a Tatiana, salió y se apostó en el corredor, por si acaso. Pero los funcionarios de aduanas y control de pasaportes pasaron junto a él hacia la cabina del revisor y, tras cinco minutos inescrutables, continuaron avanzando por el tren.
Bond regresó al compartimento. Tatiana había vuelto a dormirse. Miró el reloj de Nash, que ahora llevaba en su propia muñeca. Las cuatro y media. Faltaba una hora para Dijon. Bond se puso a trabajar.
Al fin, los ojos de Tatiana se abrieron de par en par. Tenía las pupilas más o menos centradas.
—Basta ya, James —dijo, y volvió a cerrarlos ojos. Bond se enjugó el sudor de la cara. Cogió las maletas, una a una, las llevó hasta el final del corredor y las apiló contra la salida. Luego fue a ver al revisor y le dijo que la señora no se encontraba bien y que bajarían del tren en Dijon.
Bond le dio al revisor una última propina.
—No se moleste —le dijo—. Ya he sacado el equipaje para no incomodar a la señora. Mi amigo, el de pelo rubio, es médico. Ha estado haciéndonos compañía durante toda la noche. Lo he dejado durmiendo en mi cama. El hombre está agotado. Le pediría que fuese usted tan amable de no despertarlo hasta que falten diez minutos para llegar a París.
—
Certainement, monsieur
. —Al revisor no le había llovido el dinero de esa manera desde los días dorados de los millonarios viajeros. Le entregó a Bond el pasaporte y los billetes. El tren comenzó a aminorar la marcha—.
Voilá que nous y sommes
.
Bond regresó al compartimento. Obligó a Tatiana a ponerse de pie, la sacó al corredor y cerró la puerta dejando junto a la cama la pila blanca de muerte.
Al fin bajaron los escalones y se encontraron sobre el duro, maravilloso, inmóvil andén. Un porteador con camisa azul se hizo cargo de su equipaje.
El sol comenzaba a salir. A esa hora de la mañana había muy pocos pasajeros despiertos. Sólo un puñado en tercera clase, que habían pasado una noche «dura», vieron al hombre joven que ayudaba a la muchacha a alejarse del polvoriento coche de tren con los románticos nombres colocados en un flanco, hacia la puerta gris amarillento donde se leía la palabra «SORTIE».
El taxi se detuvo en la entrada del hotel Ritz que daba a la rué Cambon.
Bond miró el reloj de Nash. Eran las doce menos cuarto. Tenía que ser perfectamente puntual.
Sabía que si un espía ruso llegaba unos pocos minutos antes o después de la hora prevista para un encuentro, el encuentro quedaba automáticamente cancelado. Ahora iba solo, a correr su propia aventura privada. Todos sus deberes habían sido atendidos. La muchacha estaba descansando en un dormitorio de la embajada. La Spektor, aún preñada de explosivos, se la había llevado el escuadrón de artificieros del Deuxiéme Bureau. Había hablado con su viejo amigo René Mathis, jefe del Deuxiéme, y el conserje de la entrada del Ritz que daba a Cambon había recibido orden de entregarle una llave maestra y no formularle preguntas.
René se había sentido encantado de hallarse implicado una vez más, con Bond, en
une affaire noire
.
—Ten confianza,
cher
James —le había dicho—. Me encargaré de ejecutar tus misterios. Podrás contarme la historia después.
»Dos hombres de lavandería con un gran cesto para ropa sucia acudirán a la habitación 204 a las doce y cuarto. Yo los acompañaré vestido de conductor del camión. Debemos llenar el cesto, llevarlo a Orly y esperar a un Canberra de la RAF que llegará a las dos en punto. Le entregamos la cesta. Cierta ropa sucia que estaba en Francia irá a parar a Inglaterra. ¿Sí?
El jefe del puesto F había hablado con M mediante codificador de voz. Le había leído un corto informe escrito por Bond. Había pedido el Canberra. No, no tenía ni idea de para qué era.
Bond sólo había aparecido para entregar a la muchacha y la Spektor. Había tomado un desayuno descomunal y se había marchado de la embajada diciendo que regresaría a la hora del almuerzo.
Bond volvió a mirar la hora. Acabó su martini. Lo pagó, salió del bar y subió los escalones hasta la conserjería.
El conserje le echó una mirada penetrante y le entregó una llave. Bond avanzó hasta el ascensor, entró en él y subió hasta el tercer piso.
La puerta del ascensor se cerró con un choque metálico a sus espaldas. Bond avanzó suavemente por el corredor, mirando los números.
204. Bond metió la mano derecha dentro del abrigo y rodeó con ella la culata forrada de la Beretta. Estaba metida dentro de la cintura de sus pantalones. Podía sentir el metal del silenciador entibiado sobre el estómago.
Llamó dando un solo golpe en la puerta con la mano izquierda.
—Adelante.
Era una voz temblorosa, la voz de una anciana.
Bond probó el pomo de la puerta y vio que no estaba cerrada con llave. Se metió la llave maestra en el bolsillo. Abrió la puerta de un empujón con un movimiento rápido, entró y la cerró tras de sí.
Se encontró en una típica sala de estar del hotel Ritz, extremadamente elegante, con buenos muebles estilo Imperio. Las paredes eran blancas, y las cortinas y el tapizado de las sillas eran de chintz, con pequeñas rositas rojas sobre fondo blanco. La moqueta era de color rojo vino y estaba bien tensada.
En una zona de sol, en un sillón bajo situado junto a un escritorio, había una anciana pequeña que hacía punto.
El tintineo de las agujas metálicas continuó. Los ojos que había detrás de las gafas bifocales coloreadas de azul claro examinaron a Bond con una curiosidad cortés.
—
Oui, Monsieur?
—La voz era profunda y áspera. El rostro, muy empolvado y bastante hinchado que coronaban unos cabellos blancos, no manifestaba otra cosa que interés de persona bien educada.
La mano que Bond tenía bajo la chaqueta estaba tensa como un resorte de acero. Sus ojos semicerrados recorrieron con rapidez la habitación y volvieron a posarse sobre la anciana pequeña que ocupaba el sillón.
¿Habría cometido un error? ¿Estaría en la habitación equivocada? ¿Debía disculparse y salir? ¿Era posible que esta mujer perteneciera a SMERSH? Se parecía tan exactamente al tipo de viuda respetable que uno esperaría encontrar sentada a solas en el Ritz, entreteniéndose con su labor de punto… El tipo de mujer que tendría su propia mesa y su camarero preferido en un rincón del restaurante de la planta baja (no, por supuesto, en el asador). El tipo de mujer que echaría una cabezadita después del almuerzo, y a la que luego iría a buscar una elegante limusina con los laterales de las ruedas blancos, para llevarla al salón de té de la rué de Berri, donde se encontraría con otra vieja rica. El vestido negro anticuado con el detalle de puntilla blanca en el cuello y los puños, la fina cadena de oro que pendía sobre el pecho informe y acababa en unos impertinentes plegables, los primorosos piececillos calzados con sensatas botas negras abotonadas, que apenas tocaban el piso… ¡No podía tratarse de Klebb! Bond había entendido mal el número de la habitación. Podía sentir el sudor en las axilas. Pero ahora tendría que representar la escena hasta el final.
—Me llamo Bond, James Bond.
—Y yo,
monsieur
, soy la condesa Metterstein. ¿Qué puedo hacer por usted? —Hablaba francés con bastante acento. Podría ser suiza alemana. Las agujas tintineaban sin parar.
—Me temo que el capitán Nash ha sufrido un accidente. No podrá venir hoy, así que he acudido en su lugar.
¿Los ojos se habían entrecerrado apenas detrás de los cristales azul pálido?
—No he tenido el placer de conocer al capitán Nash,
monsieur
. Ni de conocerlo a usted. Por favor, siéntese y expóngame el asunto que lo ha traído aquí. —La mujer inclinó la cabeza apenas hacia una silla de respaldo alto que había junto al escritorio.
Aquella mujer era intachable. La indulgencia y benevolencia de su actitud resultaban devastadoras. Bond atravesó la habitación y se sentó. Ahora se encontraba a poco menos de dos metros de ella. Sobre el escritorio no había nada más que un anticuado teléfono con el receptor colgado de un gancho y, al alcance de la mano de ella, un botón de marfil para hacer sonar la campanilla de llamada. La boca negra del teléfono bostezaba educadamente ante Bond.
El agente británico clavó groseramente los ojos en el rostro de la mujer para examinarlo.
Tenía una cara fea, como la de un sapo, bajo los polvos y bajo el apretado moño de cabello blanco. Los ojos eran de un marrón tan claro que casi parecían amarillos. Tenía unos labios húmedos e hinchados bajo una franja de bigote manchado de nicotina. ¿Nicotina? ¿Dónde estaban los cigarrillos? No se veía ningún cenicero… no se percibía olor a humo en la habitación.
La mano de Bond volvió a tensarse sobre el arma. Sus ojos bajaron hacia la bolsa de labores, hacia el amorfo tejido de lana ligera color beige que estaba tejiendo la mujer. Las agujas de acero. ¿Qué había de extraño en ellas? Tenían los extremos de un color diferente, como si las hubiesen puesto al fuego. ¿Las agujas de hacer punto habían tenido alguna vez ese aspecto?
—
Eh bien, monsieur?
—¿Había tensión en su voz? ¿Habría captado algo en la expresión del rostro de su interlocutor?
Bond sonrió. Tenía los músculos tensos, en espera de cualquier movimiento, de cualquier truco.
—No servirá de nada —dijo alegremente, apostándolo todo a una sola carta—. Usted es Rosa Klebb. Y es la jefa de Otdyel II de SMERSH. Es una torturadora y una asesina. Intentó matarnos a mí y a la muchacha Romanova. Me alegro mucho de conocerla por fin.
Los ojos no habían cambiado. La mujer tendió la mano izquierda hacia el botón de llamada.