Bond bajó la ventanilla y echó una última mirada de despedida a la frontera turca que se alejaba, donde dos hombres se encontrarían sentados en una sala desnuda, en una situación que equivalía a sentencia de muerte. Dos pájaros han caído, pensó Bond. Dos de tres. Las probabilidades parecen más respetables.
Contempló el andén muerto, polvoriento, con sus pollos y la pequeña silueta negra del guarda, hasta que el tren cogió el cambio de agujas y se sacudió bruscamente al entrar en la única vía principal. Miró a lo lejos, por encima del feo campo agostado, hacia el dorado sol que ascendía saliendo de la llanura turca. Iba a ser un día hermoso.
Bond se retiró, apartando su cabeza del fresco aire dulce de la mañana. Subió la ventanilla con un golpe seco.
Tomó una decisión. Se quedaría en el tren y llegaría hasta el final de aquel asunto.
Café caliente del pobremente abastecido coche bar al pasar por Pithion (no habría coche restaurante hasta mediodía), una visita indolora del control de pasaportes y aduanas griegos, y luego las camas fueron plegadas y el tren corrió hacia el sur, en dirección al golfo de Enez, situado en el extremo superior del mar Egeo. En el exterior, había más luz y color. El aire era más seco. Los hombres de las pequeñas estaciones y los campos eran apuestos. Girasoles, maizales, viñas y plantaciones de tabaco maduraban al sol. Era, como había dicho Darko, otro día.
Bond se lavó y afeitó bajo los divertidos ojos de Tatiana. Ella aprobaba el hecho de que él no se pusiera aceite en el pelo.
—Es un hábito sucio —comentó—. Me habían dicho que muchos europeos lo tenían. En Rusia ni pensaríamos en hacer algo así. Ensucia las almohadas. Pero resulta extraño que los de Occidente no os pongáis perfume. Todos nuestros hombres lo hacen.
—Nosotros nos lavamos —replicó Bond con tono seco.
En el ardor de las protestas de ella, se oyó un golpe de llamada en la puerta. Era Kerim. Bond lo dejó entrar. Kerim le hizo una reverencia a la muchacha.
—Qué escena doméstica tan encantadora… —comentó con tono alegre, sentando su voluminoso cuerpo en el extremo más cercano a la puerta—. Raras veces he visto una pareja de espías más guapa que la vuestra.
Tatiana lo miró con el ceño fruncido.
—No estoy acostumbrada a las bromas occidentales —comentó con frialdad.
La risa de Kerim resultó desarmante.
—Ya aprenderá, querida mía. Los ingleses son grandes bromistas. Allí se considera conveniente hacer broma sobre absolutamente todo. También yo he aprendido a bromear. Eso mantiene los engranajes engrasados. Esta mañana he estado riendo muchísimo. Esos pobres tipos de Uzunkopru. Me habría gustado estar allí cuando la policía llamó por teléfono al consulado alemán en Estambul. Eso es lo peor de los pasaportes falsos. No son difíciles de hacer, pero resulta casi imposible falsificar también el certificado de nacimiento… los expedientes del país que supuestamente los ha expedido… Me temo que las carreras de sus dos camaradas han llegado a un triste final, señora Somerset.
—¿Cómo lo hizo? —inquirió Bond mientras se anudaba la corbata.
—Con dinero e influencias. Quinientos dólares al revisor. Un poco de charla seria con la policía. Fue una suerte que nuestro amigo intentara sobornar al oficial. Una lástima que ese astuto Benz de al lado —hizo un gesto hacia la pared— no se involucrara. No podría repetir el truco del pasaporte. Tendremos que usar otro método con él. Con el tipo de los forúnculos fue fácil. No sabía una sola palabra de alemán, y viajar sin billete es un asunto grave. Bueno, el día ha comenzado favorablemente. Hemos ganado el primer asalto, pero a partir de este momento, nuestro amigo de al lado será muy cuidadoso. Ahora ya sabe a qué atenerse. Tal vez sea mejor así.
Habría sido una molestia tener que mantenerlos escondidos a los dos durante todo el día. Ahora podemos movernos, incluso almorzar juntos, siempre y cuando lleve las joyas de la familia consigo. Tenemos que vigilarlo para ver si hace una llamada telefónica desde alguna de las estaciones. Pero dudo de que sea capaz de abordar el problema de las llamadas telefónicas desde Grecia. Es probable que espere hasta que lleguemos a Yugoslavia. Pero allí tengo mi maquinaria.
Podremos conseguir refuerzos en caso de necesitarlos. Este será un viaje de lo más interesante. En el Orient Express siempre hay emociones —Kerim se puso de pie y abrió la puerta—, y romance.
—Sonrió antes de salir—, ¡Vendré a buscarlos a la hora del almuerzo! La comida griega es peor que la turca, pero incluso mi estómago está al servicio de la reina.
Bond se levantó y echó la llave a la puerta.
—¡Tu amigo no es
kulturnyl
—le espetó Tatiana—. Es desleal al referirse a la reina de esa manera.
Bond se sentó junto a ella.
—Tania —dijo con paciencia—, ése es un hombre maravilloso. También es un buen amigo. Por lo que a mí respecta, puede decir lo que le dé la gana. Está celoso de mí. Le gustaría tener una muchacha como tú. Así que te provoca. Es una forma de coquetear contigo. Debes tomarlo como un cumplido.
—¿Tú crees? —Volvió hacia él sus enormes ojos azules—. Pero lo que dijo de su estómago y de la jefa de tu Estado… Eso ha sido una grosería para con tu reina. En Rusia, decir algo semejante sería considerado de muy malos modales.
Aún estaban discutiendo cuando el tren rechinó hasta detenerse en la estación de Alexandrópolis, recalentada por el sol y plagada de moscas. Bond abrió la puerta que daba al corredor y el sol entró atravesando un pálido mar espejado que se unía, casi sin horizonte, a un cielo del mismo color que la bandera griega.
Almorzaron con el pesado estuche bajo la mesa, entre los pies de Bond. Kerim se hizo amigo de la joven con rapidez. El hombre de la MGB que llevaba el nombre de Benz evitó el coche restaurante. Lo vieron en el andén, comprando bocadillos y cerveza en un bar ambulante. Kerim sugirió que le pidieran que completara el grupo de cuatro necesarios para jugar una partida de bridge. De repente, Bond se sintió muy cansado, y su cansancio le hizo sentir que estaban convirtiendo aquel peligroso viaje en una comida campestre. Tatiana reparó en su silencio. Se levantó y dijo que tenía que descansar. Cuando salían del coche restaurante, oyeron que Kerim pedía alegremente coñac y cigarros.
—Ahora serás tú quien duerma —declaró Tatiana con firmeza, una vez de regreso en el compartimento. Bajó la cortinilla y dejó fuera la dura luz de la tarde y los interminables campos de maíz, tabaco y girasoles que se marchitaban. El compartimento se transformó en una caverna subterránea color verde oscuro. Bond trabó la puerta con una cuña, le entregó su arma a Tatiana, se tendió con la cabeza sobre el regazo de ella y se durmió de inmediato.
El largo tren serpenteaba por el norte de Grecia, al pie de las montañas Ródope. Pasaron por Xanthi, Drama y Serrai, y luego entraron en las tierras altas de Macedonia; las vías giraron hacia el sur en dirección a Salónica.
Ya había oscurecido cuando Bond despertó en el suave lecho del regazo de ella. De inmediato, como si hubiese estado esperando ese momento, Tatiana le tomó el rostro entre las manos, lo miró a los ojos y dijo, con tono de urgencia:
—
Duschka
, ¿durante cuánto tiempo disfrutaremos de esto?
—Durante mucho tiempo. —Los pensamientos de Bond estaban aún cargados de sueño.
—Pero, ¿cuánto tiempo?
Bond alzó la mirada hacia los hermosos ojos preocupados. Se sacudió el sueño que le inundaba la mente. Era imposible ver más allá de los siguientes tres días de tren, más allá de la llegada a Londres. Había que enfrentarse con el hecho de que esta muchacha era una agente enemiga. Los sentimientos de él carecerían de interés para los interrogadores del Servicio y de los ministerios. Habría otros servicios de inteligencia que también querrían saber lo que la joven tenía que contarles acerca del aparato para el que había trabajado. Probablemente, al llegar a Dover la llevarían a «La Jaula», aquella casa privada y bien guardada cercana a Guilford, donde la instalarían en una habitación cómoda, pero, eso sí, bien pertrechada de micrófonos. Y los eficientes hombres vestidos de paisano entrarían uno a uno, se sentarían y hablarían con ella, y el magnetófono giraría en la habitación de abajo, y las grabaciones serían transcritas y examinadas en busca de diminutas partículas de hechos nuevos… y, por supuesto, de las contradicciones en las que pudieran sorprenderla. Tal vez introducirían un cebo, una agradable joven rusa que se compadecería de Tatiana por el tratamiento que le dispensaban y que le sugeriría formas de escapar, de convertirse en doble agente, de hacerles llegar información «inofensiva» a sus padres.
Eso podría prolongarse durante semanas o meses. Entre tanto, a Bond lo mantendrían diplomáticamente alejado de ella, a menos que los interrogadores pensaran que él podría extraerle más secretos valiéndose de los sentimientos existentes entre ambos. ¿Y luego qué? ¿El cambio de nombre, la oferta de una nueva vida en Canadá, las mil libras esterlinas al año que le pagarían de los fondos secretos? ¿Y dónde estaría él cuando ella saliera de todo el proceso? Tal vez en la otra punta del mundo. O, si aún se encontraba en Londres, ¿cuánto de lo que sentía la muchacha por él habría sobrevivido a las inclemencias de la máquina inquisitorial? ¿Hasta qué punto odiaría o despreciaría a los ingleses después de pasar por todo eso? Y, ya que estaba en ello, ¿cuánto de su propia ardiente llama habría sobrevivido hasta entonces?
—
Duschka
—repitió Tatiana con impaciencia—. ¿Cuánto tiempo?
—Todo el tiempo posible. Eso dependerá de nosotros. Interferirá mucha gente. Nos separarán. No será siempre como ahora, en una habitación pequeña. Dentro de pocos días tendremos que salir al mundo. No será fácil. Sería una tontería decirte otra cosa.
El rostro de Tatiana se relajó. Le dedicó una sonrisa a Bond.
—Tienes razón. No te haré más preguntas tontas. Pero no debemos desperdiciar ni un solo día más de los que nos quedan.
Ella le alzó la cabeza, se puso de pie y se tendió junto a él.
Una hora más tarde, cuando Bond se encontraba de pie en el corredor, Darko Kerim apareció de pronto a su lado. Examinó el rostro del inglés.
—No debe dormir tanto —comentó con tono socarrón—. Se ha perdido el histórico paisaje del norte de Grecia. Y ha llegado la hora del
premier service
.
—Sólo piensa en la comida —replicó Bond. Señaló hacia atrás con un gesto de la cabeza—.
¿Qué hay de nuestro amigo?
—No se ha movido. El revisor ha estado vigilando por mí. Ese hombre acabará siendo el revisor más rico de la compañía de coches-cama. Quinientos dólares por los documentos de Goldfarb, y ahora cien más por día de trabajo hasta el final del viaje. —Kerim rió entre dientes—.
Le he dicho incluso que puede que reciba una medalla por los servicios prestados a Turquía. Cree que vamos tras una banda de contrabandistas. Siempre utilizan este tren para entrar opio turco en París. No está sorprendido, sólo complacido de que le estén pagando tan bien por sus servicios. Y ahora, ¿ha averiguado algo más de esa princesa rusa que tiene ahí dentro? Todavía me siento inquieto. Las cosas están demasiado tranquilas. Es posible que esos dos hombres que hemos dejado atrás se dirigieran bastante inocentemente hacia Berlín, como dice la muchacha. Este Benz puede que se quede encerrado en su compartimento porque tiene miedo de nosotros. El viaje marcha bien. Sin embargo, sin embargo… —Kerim sacudió la cabeza—. Estos rusos son grandes jugadores de ajedrez. Cuando desean llevar a cabo un plan, lo ejecutan brillantemente. Planean la partida hasta en su más mínimo detalle, previenen los gambitos del enemigo. Cada uno es previsto y contrar estado. En el fondo —la expresión del rostro de Kerim reflejado en la ventanilla era sombría—, tengo la sensación de que usted, yo y esa muchacha somos peones sobre un enorme tablero… y que nos permiten realizar nuestros movimientos porque no interfieren en la partida rusa.
—Pero ¿cuál es el objetivo del plan? —Bond miró hacia la oscuridad. Le habló a su reflejo en el cristal—. ¿Qué pueden querer conseguir? Siempre volvemos a lo mismo. Por supuesto que todos nos hemos olido algún tipo de conspiración. Y puede que la muchacha ni siquiera sepa que está involucrada en ella. Sé que me oculta algo, pero creo que se trata sólo de algún pequeño secreto que ella piensa que carece de importancia. Dice que me lo contará todo cuando lleguemos a Londres. ¿Todo? ¿Qué decir con eso? Sólo insiste en que debo tener fe… que no hay ningún peligro. Debe admitir, Darko —prosiguió al tiempo que alzaba la vista, en busca de confirmación, hasta los astutos ojos que se movían con lentitud—, que ella se ha mantenido a la altura de su historia.
En los ojos de Kerim no había ni pizca de entusiasmo. No dijo nada.
Bond se encogió de hombros.
—Admito que me he enamorado de ella, pero no soy ningún estúpido, Darko. He estado observándola por si veía algún indicio, cualquier cosa que sirviera. Ya sabe que uno puede darse cuenta de muchas cosas cuando caen determinadas barreras. Bueno, pues han caído, y yo sé que ella dice la verdad. En cualquier caso, el noventa por ciento de la verdad. Y sé que ella piensa que el resto carece de importancia. Si nos está engañando, también la están engañando a ella. Dentro de su analogía del ajedrez, eso es posible. Pero no dejamos de volver a la pregunta de cuál es el objetivo de todo esto. —La voz de Bond se endureció—. Y, si quiere que le diga la verdad, lo único que yo pido es continuar la partida hasta el final.
Kerim sonrió ante la expresión obstinada del rostro de Bond. Abruptamente, se echó a reír.
—Si yo fuera usted, amigo mío, me escabulliría del tren en Salónica… con la máquina y, si quiere, también con la muchacha, aunque eso no es tan importante. Alquilaría un coche para llegar a Atenas y subiría al primer avión que saliera hacia Londres. Pero a mí no me criaron para «ser un buen perdedor». —Kerim pronunciaba las palabras con ironía—. Para mí, esto no es una partida. Para mí es trabajo. En su caso es diferente. Usted es un jugador. M también lo es. Resulta obvio que lo es, ya que en caso contrario no le habría dado a usted libertad de acción. También él quiere conocer la solución de este enigma. Que así sea. Pero a mí me gusta jugar sobre seguro, dejar lo menos posible en manos del azar. ¿Piensa que las probabilidades parecen buenas, que están a su favor? —Darko Kerim se volvió para encararse con Bond. Su voz se hizo insistente—.