Desde Rusia con amor (22 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Desde Rusia con amor
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Capítulo 18
Sensaciones fuertes

La voz del jefe gitano resonó con fuerza. Las dos muchachas se separaron, reacias, y se volvieron de cara a él. El gitano comenzó a hablar con un tono de áspera denuncia.

Kerim se llevó una mano a la boca y, haciendo pantalla con la misma, susurró:

—Vavra está diciéndoles que ésta es una gran tribu de gitanos y que ellas han creado la disensión en su seno. Dice que no hay sitio para el odio entre ellos mismos, sólo contra los de fuera. El odio que ellas han creado debe purgarse para que la tribu pueda volver a vivir en paz. Deben luchar. Si la perdedora no resulta muerta, será desterrada para siempre. Eso será lo mismo que la muerte. Esta gente se marchita y muere fuera de la tribu. No pueden vivir en nuestro mundo. Es como obligar a las bestias salvajes a vivir en una jaula.

Mientras Kerim hablaba, Bond examinó a las hermosas bestezuelas tensas y malhumoradas que ocupaban el centro de la pista.

Ambas eran morenas como gitanas clásicas, con grueso cabello negro largo hasta los hombros, y ambas iban ataviadas con la colección de harapos que uno asocia con los negros de las chabolas; vestidos sueltos color marrón que eran casi en su totalidad zurcidos y remiendos. Una de ellas era de esqueleto más grande que la otra y, obviamente, más fuerte, pero parecía hosca y de ojos poco vivos, y tal vez no fuese rápida de movimiento. Era bella dentro de un estilo más bien leonino, y en sus ojos de pesados párpados había una mirada feroz aunque apagada, mientras escuchaba con impaciencia al jefe de la tribu. «Debería ser ella quien ganara —pensó Bond—. Es un centímetro más alta y es más fuerte.»

Si esta muchacha era un león, la otra era una pantera: esbelta y rápida, con astutos y penetrantes ojos que no se fijaban en el orador, sino que iban de un lado a otro, midiendo cada centímetro del terreno; sus manos pendían a los lados curvadas como garras. Los músculos de sus hermosas piernas parecían tan duros como los de un hombre. Tenía los pechos pequeños y, a diferencia de los grandes pechos de la otra muchacha, apenas si se insinuaban bajo los harapos de su vestido. «Parece ser una bestezuela peligrosa —pensó Bond—. Sin duda será ella quien dará el primer golpe. Será demasiado rápida para la otra.»

De inmediato quedó demostrado que se equivocaba. Cuando Vavra pronunció la última palabra, la muchacha más corpulenta, que, según le susurró Kerim, se llamaba Zora, lanzó una patada lateral, sin molestarse en apuntar, que cogió a la otra de lleno en el estómago y, cuando ésta se tambaleó, le asestó un poderoso puñetazo en un lado de la cabeza, que la derribó cuan larga era sobre el suelo de piedra.

—Ay, Vida —se lamentó una mujer entre los congregados. No tenía necesidad de preocuparse. Incluso Bond podía ver que Vida estaba fingiendo mientras yacía en el suelo, aparentemente sin aliento. Pudo ver el destello en los ojos que miraban por debajo del brazo cuando el pie de Zora salió disparado hacia sus costillas.

Las dos manos de Vida se lanzaron juntas. Aferraron el tobillo y su cabeza golpeó el empeine con la rapidez de una serpiente. Zora profirió un alarido de dolor y luchó furiosamente para liberar el pie atrapado. Era demasiado tarde. La otra muchacha se había incorporado sobre una rodilla y, a continuación, se levantó con el pie aún aferrado en las manos. Tiró hacia arriba, el otro pie de Zora abandonó el suelo, y la chica corpulenta se estrelló contra el piso cuan larga era.

El golpe sordo de la caída sacudió el suelo. Por un momento, permaneció inmóvil. Con un gruñido animal, Vida se lanzó sobre ella, arañando y desgarrando.

«Dios mío, qué gata salvaje», pensó Bond. A su lado, la respiración de Kerim siseaba, tensa, al pasar entre los dientes apretados.

Pero la corpulenta muchacha se protegió con los codos y las rodillas, y al fin logró sacudirse de encima a Vida. Se puso trabajosamente de pie y retrocedió, con los labios contraídos enseñando los dientes y el vestido colgando en jirones de su espléndido cuerpo. De inmediato volvió a lanzarse al ataque, los brazos tanteando el aire para hacer presa, y, cuando la muchacha más menuda saltó a un lado, aferró el cuello del vestido de ésta y lo desgarró totalmente. Pero, con rapidez, Vida se retorció, metiéndose por debajo de los brazos tendidos, y golpeó con puños y rodillas el cuerpo de su atacante.

Esta maniobra de acercamiento fue un error. Los fuertes brazos se cerraron en tomo a la muchacha más menuda, atrapando las manos de Vida en la parte inferior, de modo que no podía levantarlas para llegar a los ojos de Zora. Y, lentamente, Zora comenzó a apretar mientras las piernas de Vida pataleaban sin efecto.

Bond pensó que ahora tenía que ganar la muchacha más corpulenta. Lo único que debía hacer Zora era caer sobre su contrincante. La cabeza de Vida se rompería contra la piedra, y luego Zora podría hacer lo que se le antojara. Pero, de pronto, fue la muchacha más corpulenta quien comenzó a gritar. Bond vio que la cabeza de Vida estaba hundida en los pechos de la otra. Estaba utilizando los dientes. Los brazos de Zora la soltaron mientras iban en busca del cabello de Vida para echarle atrás la cabeza y apartarla de sí. Pero ahora las manos de Vida quedaron libres y se pusieron a arañar el cuerpo de la otra.

Las muchachas se separaron y retrocedieron como gatos, con los cuerpos brillantes de sudor a través de los últimos jirones de sus vestidos; se veía sangre en los pechos desnudos de la más corpulenta.

Describieron círculos cautelosos, ambas contentas de haber escapado, y a medida que se movían, se arrancaron los restos de los harapos y los arrojaron hacia el público.

Bond contuvo el aliento ante la visión de los dos relucientes cuerpos desnudos, y pudo sentir cómo el cueipo de Kerim se tensaba junto a él. El círculo de gitanos parecía haberse acercado más a las dos luchadoras. La luna rutilaba en los ojos brillantes y se oía un rumor de respiración caliente, agitada.

Las dos muchachas continuaban describiendo círculos lentos, enseñando los dientes y respirando trabajosamente. La luz destellaba en sus pechos y estómagos agitados, y en sus flancos duros, andróginos. Sus pies dejaban manchas oscuras de sudor sobre la piedra blanca.

Una vez más fue Zora, la más corpulenta, quien hizo el primer movimiento, dando un repentino salto adelante con los brazos extendidos como los de un luchador. Pero Vida se mantuvo firme. Su pie derecho salió disparado en un furioso
coup de savate
que produjo un estallido como el disparo de una pistola. La más corpulenta profirió un grito desgarrado y se rodeó a sí misma con los brazos. De inmediato, el otro pie de Vida se alzó hacia el estómago y la dueña se lanzó tras él.

De los presentes se levantó un cierto gruñido cuando Zora cayó de rodillas. Alzó las manos para protegerse la cara, pero era demasiado tarde. La joven más menuda ya estaba a horcajadas sobre ella; sus manos aferraron las muñecas de Zora a la vez que descargaba todo su peso sobre ella y la empujaba hasta el suelo, mientras los blancos dientes desnudos descendían hacia el cuello expuesto.

«¡BUUM!»

La explosión hizo añicos la tensión como si se tratara de una nuez. Un destello de llamas iluminó la oscuridad detrás de la pista de baile, y un trozo de cemento pasó silbando junto al oído de Bond. De repente, el jardín estuvo lleno de hombres que corrían, y el jefe gitano avanzaba furtivamente con la daga curva desenfundada ante sí. Kerim iba tras él con un revólver en la mano. Cuando el gitano pasó junto a las dos jóvenes, que ahora se encontraban de pie con los ojos desorbitados y temblorosas, les gritó una palabra y ellas pusieron pies en polvorosa y desaparecieron entre los árboles por donde las últimas mujeres y niños ya se desvanecían en las sombras.

Bond, con la Beretta sujeta con incertidumbre en la mano, siguió lentamente a Kerim en dirección a la ancha brecha abierta por la explosión en el muro del jardín, mientras se preguntaba qué demonios estaba pasando.

La extensión de hierba que había entre el agujero de la pared y la pista de baile era un torbellino de figuras que luchaban y corrían. Sólo cuando Bond llegó al sitio de la pelea pudo distinguir a los rechonchos búlgaros, ataviados con ropas convencionales, de los gitanos. Parecía haber más hombres sin rostro que gitanos, casi dos a uno. Cuando Bond se inclinó a mirar la masa que se debatía, un joven gitano salió despedido de ella, aferrándose el estómago. Se lanzó hacia Bond con los brazos extendidos, tosiendo terriblemente. Dos hombrecillos morenos fueron tras él, empuñando cuchillos.

Por instinto, Bond se apartó a un lado para no tener el grupo detrás de los hombres. Apuntó a las piernas por encima de las rodillas, y el revólver detonó dos veces. Los dos hombres cayeron, sin hacer ruido, de cara sobre la hierba.

Había gastado dos balas. Sólo le quedaban seis. Bond avanzó de lado para acercarse más a la lucha. Un cuchillo pasó silbando junto a su cabeza y se estrelló sobre la pista de baile.

Había sido lanzado hacia Kerim, que salía corriendo de entre las sombras con dos hombres pisándole los talones. Uno de los hombres se detuvo y alzó su cuchillo para arrojarlo, y Bond le disparó desde la altura de la cadera, a ciegas, y lo vio desplomarse. El otro dio media vuelta y huyó entre los árboles. Kerim cayó sobre una rodilla junto a Bond, luchando con su revólver.

—¡Cúbrame! —gritó—. Se ha atascado al primer disparo. Son esos malditos búlgaros. Sabe Dios qué se creen que están haciendo.

Una mano le tapó la boca a Bond y tiró de él hacia atrás. Al caer, percibió olor a jabón carbólico y nicotina. Sintió que una bota lo golpeaba en la nuca. Mientras rodaba hacia un lado por la hierba, esperó sentir la punzante herida de un cuchillo. Pero los hombres, eran tres, iban por Kerim; y mientras Bond se incorporaba precipitadamente sobre una rodilla, vio que las rechonchas figuras negras se echaban encima del hombre que estaba agachado, el cual lanzó un golpe hacia lo alto con su arma inutilizada y luego se desplomó bajo ellos.

En el mismo momento en que Bond se arrojaba hacia delante y golpeaba con la culata de su arma una redonda cabeza afeitada, algo pasó ante sus ojos y la daga del jefe gitano quedó sobresaliendo de una jadeante espalda. Entonces Kerim se puso de pie y el tercer atacante echó a correr. Un hombre apareció de pronto en medio de la brecha del muro gritando una sola palabra una y otra vez. Los atacantes, uno a uno, interrumpieron la lucha y echaron a correr a toda prisa hacia el hombre, pasaron de largo junto a él y salieron a la calle.

—¡Dispare, James, dispare! —rugió Kerim—. Ese es Krilencu. —Comenzó a correr hacia él. El arma de Bond detonó una sola vez. Pero el hombre se había parapetado detrás del muro, y treinta metros es demasiada distancia para disparar con una automática en medio de la noche.

Mientras Bond bajaba su arma aún caliente, se oyó el sonido del arranque de un escuadrón de Lambrettas, y el agente británico se detuvo a escuchar al enjambre de avispas que volaba colina abajo.

Todo quedó en silencio, excepto por las quejas de los heridos. Bond observó indiferentemente a Kerim y Vavra, que volvían a entrar por la brecha y caminaban entre los cueipos, volviendo ocasionalmente uno cara arriba con un pie. Los otros gitanos regresaron de la calle, y las mujeres más viejas salieron apresuradamente de entre las sombras para atender a sus hombres.

Bond experimentó una sacudida. ¿De qué diablos iba todo aquello? Diez o doce hombres habían resultado muertos. ¿Por qué? ¿A quién habían intentado cargarse? A él, no. Cuando estaba en el suelo y listo para que lo mataran, habían pasado de largo e ido por Kerim. Este era el segundo atentado contra la vida de Kerim. ¿Tendría algo que ver con el asunto Romanova? ¿Cómo podían encajar ambas cosas?

Bond se tensó. Su arma detonó dos veces desde la cadera. Un cuchillo cayó, inofensivo, cerca de la espalda de Kerim. La figura que se había levantado de entre los muertos, giró lentamente como un bailarín de ballet y se desplomó de cara al suelo. Bond echó a correr hacia él. Había faltado poco. La luna se había reflejado en la hoja y él había tenido despejada la línea de fuego.

Kerim bajó los ojos hacia el cuerpo crispado. Se volvió para mirar a Bond.

Bond se detuvo en seco.

—Condenado necio —dijo con enfado—. ¿Por qué demonios no puede tener más cuidado? Debería acompañarlo una niñera.

La mayor parte del enfado de Bond se originaba en su conocimiento de que era precisamente él quien había atraído una nube de muerte en torno a Kerim.

Darko Kerim sonrió, avergonzado.

—Esto no ha salido bien, James. Usted ya me ha salvado la vida demasiadas veces. Podríamos haber sido amigos. Ahora la distancia que nos separa es demasiado grande. Perdóneme, porque jamás podré pagárselo. —Le tendió una mano.

Bond la apartó a un lado.

—¡No sea tan necio, Darko! —respondió con aspereza—. Mi arma ha funcionado, eso es todo. La suya, no. Será mejor que consiga una que funcione. Por el amor de Dios, dígame de qué va todo esto. Esta noche ha habido demasiado derramamiento de sangre. Estoy asqueado. Quiero una copa. Acompáñeme y acabemos con ese raki. —Cogió el brazo del corpulento hombre.

Cuando llegaron a la mesa, sembrada con los restos de la cena, un horrible grito penetrante llegó hasta ellos desde las profundidades del jardín. Bond se llevó la mano a la Beretta. Kerim sacudió la cabeza.

—Pronto sabremos detrás de qué van los sin rostro —dijo con tono lóbrego—. Mis amigos están averiguándolo. Puedo adivinar lo que descubrirán. Creo que no me perdonarán nunca por haber estado aquí esta noche. Cinco de sus hombres han muerto.

—Podría haber habido también una mujer muerta —respondió Bond, nada compasivo—. Al menos usted le ha salvado la vida. No sea estúpido, Darko. Estos gitanos conocían los riesgos cuando empezaron a espiar a los búlgaros para usted. Lo de esta noche ha sido una guerra de bandas. —Añadió un poco de agua a cada vaso de raki.

Ambos los vaciaron de un trago. El jefe gitano se acercó a ellos, limpiando la punta de su daga en un puñado de hierba. Se sentó y aceptó el vaso de raki que Bond le ofreció. Parecía bastante alegre. Bond tuvo la impresión de que la pelea había sido demasiado breve para él. El gitano dijo algo con aire socarrón.

Kerim rió entre dientes.

—Dice que lo había juzgado correctamente. Que usted mata bien. Ahora quiere que se enfrente a esas dos mujeres.

—Respóndale que incluso una de ellas sería demasiado para mí. Pero dígale que creo que son hermosas. Me alegraría si me hiciera el favor de declarar empatada la pelea. Esta noche ya han resultado muertos bastantes de los suyos. Necesitará a esas dos muchachas para que tengan hijos para la tribu.

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