Desde mi cielo (38 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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—Te veo a través de la cortina —dijo él, desviando la vista.

—No pasa nada —dije—. Me gusta. Quítate la ropa y entra aquí.

—Susie —dijo él—, ya sabes que yo no soy así.

Se me encogió el corazón.

—¿Qué has dicho? —pregunté. Concentré mi mirada en la suya a través de la tela blanca traslúcida que Hal usaba como cortina: él era una forma oscura con cien agujeritos de luz a su alrededor.

—He dicho que no soy así.

—Me has llamado Susie.

Hubo un silencio, y un momento después él corrió la cortina, con cuidado de mirarme sólo a la cara.

—¿Susie?

—Ven aquí —dije, con lágrimas en los ojos—. Por favor, ven aquí.

Cerré los ojos y esperé. Metí la cabeza debajo del agua y sentí el calor en las mejillas y el cuello, en los pechos, el estómago y las ingles. Luego le oí a él moverse torpemente, oí la hebilla de su cinturón golpear el frío suelo de cemento y unas monedas que cayeron de los bolsillos.

Tuve la misma sensación de expectación entonces que la que había tenido a veces de niña cuando me tumbaba en el asiento trasero del coche y cerraba los ojos mientras mis padres conducían, segura de que cuando el coche se detuviera estaríamos en casa, y ellos me cogerían en brazos y me llevarían dentro. Era una expectación nacida de la confianza.

Ray corrió la cortina. Me volví hacia él y abrí los ojos. Sentí una maravillosa corriente de aire en el interior de los muslos.

—No pasa nada —dije.

Él se metió despacio en la bañera. Al principio no me tocó, pero luego, sin mucha confianza, recorrió una pequeña cicatriz que yo tenía en el costado. Observamos juntos cómo su dedo se deslizaba por la zigzagueante herida.

—El accidente que tuvo Ruth jugando al voleibol en mil novecientos setenta y cinco —dije. Volví a estremecerme.

—Tú no eres Ruth —dijo con una expresión perpleja.

Cogí su mano, que había llegado al final de la cicatriz, y la puse debajo de mi pecho derecho.

—Llevo años observándoos —dije—. Quiero que hagas el amor conmigo.

Él abrió la boca para hablar, pero lo que en esos momentos acudió a sus labios era demasiado extraño para decirlo en voz alta. Me rozó el pezón con el pulgar e inclinó la cabeza hacia mí. Nos besamos. El chorro de agua que caía entre nuestros cuerpos mojó el escaso vello de su pecho y su vientre. Lo besé porque quería ver a Ruth, y quería ver a Holly, y quería saber si ellas podían verme. En la ducha podía llorar y Ray podía besarme las lágrimas, sin saber exactamente por qué lloraba yo.

Toqué cada parte de su cuerpo, sosteniéndola en mis manos. Ahuequé la palma alrededor de su codo. Estiré su vello púbico entre los dedos. Sostuve esa parte de él que el señor Harvey me había metido a la fuerza. Dentro de mi cabeza pronuncié la palabra «delicadeza», y luego la palabra «hombre».

—¿Ray?

—No sé cómo llamarte.

—Susie.

Llevé los dedos a sus labios para poner fin a sus preguntas.

—¿Te acuerdas de la nota que me escribiste? ¿Te acuerdas de que te llamabas a ti mismo el Moro?

Por un instante los dos nos quedamos allí, y yo vi cómo el agua le caía por los hombros.

Sin decir nada más, él me levantó y yo lo rodeé con mis piernas. Él se apartó del chorro de agua para apoyarse en el borde de la bañera. Cuando estuvo dentro de mí, le sujeté la cara con las manos y lo besé lo más apasionadamente que supe.

Al cabo de un largo minuto se apartó.

—Dime cómo es aquello.

—A veces se parece al instituto —dije sin aliento—. Nunca llegué a ir, pero en mi cielo puedo hacer hogueras en las aulas y correr arriba y abajo por los pasillos gritando todo lo fuerte que quiero. Aunque no siempre es así. Puede ser como Nueva Escocia, o Tánger, o el Tíbet. Se parece a todo aquello con que has soñado alguna vez.

—¿Está Ruth allí ahora?

—Ruth está dando una charla, pero volverá.

—¿Te ves a ti misma allí ahora?

—Ahora estoy aquí —dije.

—Pero te irás pronto.

No iba a mentir. Asentí.

—Creo que sí, Ray. Sí.

Entonces hicimos el amor. Hicimos el amor en la bañera y en el dormitorio, bajo las luces y las estrellas falsas que brillaban en la oscuridad. Mientras él descansaba, le cubrí de besos la columna vertebral y bendije cada músculo, cada lunar y cada imperfección.

—No te vayas —dijo él, y sus ojos, esas gemas brillantes, se cerraron y sentí su respiración poco profunda.

—Me llamo Susie —susurré—, de apellido Salmón, como el pez. —Bajé la cabeza hasta apoyarla en su pecho y me dormí a su lado.

Cuando abrí los ojos, la ventana que teníamos delante estaba de color rojo oscuro, y comprendí que no nos quedaba mucho tiempo. Fuera, el mundo que llevaba tanto tiempo observando vivía y respiraba sobre la misma Tierra en la que ahora me encontraba. Pero yo sabía que no podía salir. Había aprovechado esa ocasión para enamorarme, enamorarme con la clase de impotencia que no había experimentado muerta, la impotencia de estar viva, la oscura y brillante compasión de ser humana, abriéndome paso a tientas, palpando los rincones y abriendo los brazos a la luz, y todo ello formaba parte de navegar por lo desconocido.

El cuerpo de Ruth se debilitaba. Me apoyé en un brazo y observé a Ray dormir. Sabía que me iría pronto.

Cuando él abrió los ojos un rato después, lo miré y recorrí su perfil con los dedos.

—¿Piensas alguna vez en los muertos, Ray?

Él parpadeó y me miró.

—Estudio medicina.

—No me refiero a cadáveres, enfermedades u órganos defectuosos, sino de lo que habla Ruth. Me refiero a nosotros.

—A veces sí —dijo él—. Siempre me ha intrigado.

—Estamos aquí, ¿sabes? —dije—. Todo el tiempo. Puedes hablar con nosotros y pensar en nosotros. No tiene por qué ser triste o espeluznante.

—¿Puedo volver a tocarte? —Y se apartó las sábanas de las piernas para incorporarse.

Fue entonces cuando vi algo al pie de la cama de Hal. Algo borroso e inmóvil. Traté de convencerme de que la luz me engañaba, que eran motas de polvo atrapadas en el sol del atardecer. Pero cuando Ray alargó una mano para tocarme, no sentí nada.

Ray se inclinó sobre mí y me besó suavemente en el hombro. No lo noté. Me pellizqué por debajo de la manta. Nada.

La borrosa cosa al pie de la cama empezó a tomar forma. Mientras Ray se levantaba de la cama, vi cómo una multitud de hombres y mujeres llenaba la habitación.

—Ray —dije justo antes de que llegara al cuarto de baño. Quería decir «Te echaré de menos», o «No te vayas», o «Gracias».

—¿Sí?

—Tienes que leer el diario de Ruth.

—No podrías evitar que lo hiciese —dijo él.

Miré a través de las misteriosas figuras de los espíritus que formaban una masa al pie de la cama y vi que me sonreía. Luego vi cómo su bonito y frágil cuerpo se daba la vuelta y cruzaba la puerta. Un repentino y débil recuerdo.

Cuando empezó a elevarse el vapor de la bañera, me acerqué despacio al escritorio infantil donde Hal tenía amontonados sus discos y sus facturas. Empecé a pensar de nuevo en Ruth, en que yo no había previsto eso: la maravillosa posibilidad con que había soñado ella desde nuestro encuentro en el aparcamiento. Lo que yo había explotado en el cielo y en la Tierra era la esperanza. Sueños de ser fotógrafa de la naturaleza, sueños de ganar un Oscar en los primeros años de educación secundaria, sueños de besar una vez más a Ray Singh. Mira qué ocurre cuando sueñas.

Vi un teléfono frente a mí, y descolgué el auricular. Sin pensar, marqué el número de mi casa, como una cerradura cuya combinación sólo recuerdas al hacer girar el disco.

A la tercera llamada, alguien contestó.

—¿Diga?

—Hola, Buckley —dije.

—¿Quién es?

—Soy yo, Susie.

—¿Quién es?

—Susie, cariño, tu hermana mayor.

—No te oigo —dijo él.

Me quedé mirando el teléfono un momento y luego los sentí. Ahora, la habitación estaba llena de esos espíritus silenciosos. Entre ellos había niños, así como adultos. «¿Quiénes sois? ¿De dónde habéis salido todos?», pregunté, pero lo que había sido mi voz no hizo ruido en la habitación. Fue entonces cuando me di cuenta. Yo estaba sentada y observando a los demás, pero Ruth estaba apoyada sobre el escritorio.

—¿Puedes alcanzarme una toalla? —gritó Ray después de cerrar el grifo. Al ver que yo no respondía, descorrió la cortina. Lo oí salir de la bañera y acercarse a la puerta. Vio a Ruth y corrió hacia ella. Le tocó el hombro y, soñolienta, ella se despertó. Se miraron. Ella no tuvo que decir nada. Él supo que yo me había ido.

Recuerdo una vez que iba con mis padres, Lindsey y Buckley en un tren, sentada de espaldas, y nos metimos en un túnel oscuro. Ésa fue la sensación que tuve la segunda vez que abandoné la Tierra. El destino de alguna manera inevitable, los paisajes e imágenes que había visto tantas veces al pasar. Pero esta vez iba acompañada, no me habían sacado de allí a la fuerza, y yo sabía que habíamos emprendido un largo viaje a un lugar muy lejano.

Marcharme por segunda vez de la Tierra fue más fácil de lo que había sido regresar. Vi a dos viejos amigos abrazados en silencio detrás del taller de motos de Hal, ninguno de los dos preparado para expresar en voz alta lo que les había ocurrido. Ruth se sentía más cansada y al mismo tiempo más feliz de lo que nunca se había sentido, mientras que Ray apenas empezaba a asimilar lo que había vivido y las posibilidades que eso le ofrecía.

23

A la mañana siguiente, el olor del horno de la madre de Ray se había escabullido escaleras arriba hasta la habitación donde él y Ruth estaban tumbados. De la noche a la mañana, el mundo había cambiado, ni más ni menos.

Después de marcharse del taller de Hal con cuidado de no dejar ningún rastro de que habían estado allí, volvieron en silencio a casa de Ray. Cuando, entrada la noche, Ruana los encontró a los dos dormidos, acurrucados y totalmente vestidos, se alegró de que su hijo tuviera al menos esa extraña amiga.

Hacia las tres de la madrugada, Ray se despertó. Se sentó y miró a Ruth, sus largos y desgarbados miembros, el bonito cuerpo con el que había hecho el amor, y sintió que le invadía un afecto repentino. Alargó una mano para tocarla, y en ese preciso momento un rayo de luna cayó en el suelo a través de la ventana por la que yo lo había visto sentado estudiando durante tantos años. Lo siguió con la mirada. Allí, en el suelo, estaba el bolso de Ruth.

Con cuidado de no despertarla, él se levantó de la cama para cogerlo. Dentro estaba el diario de Ruth. Lo sacó y empezó a leer:

En los extremos de las plumas hay aire, y en su base, sangre. Sostengo en alto huesos: ojalá, como los cristales rotos, cortejaran la luz... aun así, trato de volver a juntar todas estas piezas, de colocarlas con firmeza para que las chicas asesinadas vivan otra vez.

Se saltó un trozo.

Estación de Penn, retrete, forcejeo que llevó al lavabo. Mujer mayor.

Doméstico. Av. C. Marido y Mujer.

Tejado sobre la calle Mott, chica adolescente, disparo.

¿Año? Niña en Central Park se mete entre matorrales. Cuello de encaje blanco, elegante.

Cada vez hacía más frío en la habitación, pero siguió leyendo, y sólo levantó la cabeza cuando oyó a Ruth moverse.

—Tengo muchas cosas que decirte —dijo ella.

La enfermera Eliot ayudó a mi padre a sentarse en la silla de ruedas mientras mi madre y mi hermana iban de aquí para allá por la habitación, reuniendo los narcisos para llevarlos a casa.

—Enfermera Eliot —dijo él—. Nunca olvidaré su amabilidad, pero espero tardar mucho en volver a verla.

—Yo también lo espero —respondió ella. Miró a mi familia reunida en la habitación, rodeándolo incómodos—. Buckley, tu madre y tu hermana tienen las manos ocupadas. Te toca a ti.

—Empuja con delicadeza, Buck —dijo mi padre.

Yo vi cómo los cuatro recorrían el pasillo hasta el ascensor, Buckley y mi padre abriendo la marcha mientras Lindsey y mi madre los seguían con los brazos llenos de narcisos goteantes.

Al bajar en el ascensor, Lindsey se quedó mirando las brillantes flores amarillas. Recordó que la tarde de mi primer funeral Samuel y Hal habían encontrado narcisos amarillos en el campo de trigo. Nunca se habían enterado de quién los había dejado allí. Mi hermana miró las flores y luego a mi madre. Sentía el cuerpo de mi hermano pegado al suyo, y a nuestro padre, sentado en la brillante silla de ruedas del hospital, con aire cansado pero contento de volver a casa. Cuando llegaron al vestíbulo y se abrieron las puertas supe que estaban destinados a estar los cuatro juntos, solos.

A medida que las manos mojadas e hinchadas de Ruana cortaban una manzana tras otra, empezó a pronunciar mentalmente la palabra que llevaba años evitando: «Divorcio». Había sido algo en las posturas de su hijo y Ruth, acurrucados y abrazados, lo que por fin la había liberado. No se acordaba de la última vez que se había acostado a la misma hora que su marido. Él entraba en la habitación como un fantasma, y como un fantasma se deslizaba entre las sábanas, sin apenas arrugarlas. No la trataba mal, como en los casos que salían en los periódicos y en la televisión. Su crueldad estaba en su ausencia. Hasta cuando venía y se sentaba a la mesa del comedor y comía lo que ella cocinaba, estaba ausente.

Oyó el ruido del agua corriendo en el cuarto de baño de arriba y esperó lo que creyó que era un intervalo prudencial antes de llamarlos. Mi madre había pasado esa mañana para darle las gracias por haber hablado con ella cuando había telefoneado desde California, y Ruana había decidido prepararle una tarta.

Después de darles sendos tazones de café a Ruth y a Ray, Ruana anunció que ya era tarde y que quería que Ray lo acompañara a casa de los Salmón, donde se proponía acercarse con sigilo a la puerta para dejar la tarta.

—¡Para el carro! —logró decir Ruth.

Ruana se quedó mirándola.

—Lo siento, mamá —dijo Ray—. Ayer tuvimos un día bastante intenso. —Pero se preguntó si su madre le creería algún día.

Ruana se volvió hacia la encimera y llevó una de las dos tartas que había hecho a la mesa. El olor se elevó de la agujereada superficie en forma de húmedo vapor.

—¿Queréis desayunar? —dijo.

—¡Eres una diosa! —dijo Ruth.

Ruana sonrió.

—Comed todo lo que queráis y luego os vestís, que me acompañaréis los dos.

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