Desde el jardín (4 page)

Read Desde el jardín Online

Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: Desde el jardín
4.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era la enfermera que venía a ponerle la inyección. Antes de irse, EE lo invitó a comer con ella y con el señor Rand, quien comenzaba a sentirse mejor.

Chance se preguntó si el señor Rand no le pediría que se fuera de la casa. No lo perturbaba el pensamiento de tener que partir —sabía que tarde o temprano eso debía ocurrir— sino el hecho de no saber, como en la televisión, qué sucedería después. Sabía, sí, que no conocía a los actores del nuevo programa. No tenía por qué tener miedo, pues todo lo que ocurre tiene su secuela y lo mejor era que esperase pacientemente su propia próxima aparición.

Estaba por conectar el televisor cuando entró un criado —un negro— que le traía su ropa, acabada de planchar. La sonrisa del hombre le recordó la de la vieja Louise.

* * *

EE volvió a llamar para decirle que se reuniera con ella y su marido para tomar una copa antes de la comida. Al pie de la escalera lo aguardaba un sirviente que lo condujo a la biblioteca donde EE y un hombre de edad avanzada lo estaban aguardando. Chance observó que el marido de EE era muy mayor, casi tanto como el anciano. El hombre le tendió una mano reseca y ardiente y le dio un débil apretón. Fijó la vista en la pierna de Chance.

—No la someta a ningún esfuerzo —le dijo, con voz segura— ¿Cómo se siente? EE me contó su accidente. ¡Qué vergüenza! ¡Realmente no tiene ninguna justificación!

Chance titubeó un momento.

—No es nada, señor. Ya me siento mejor. Es la primera vez en mi vida que sufro un accidente.

Un criado sirvió champaña. Chance había bebido apenas unos sorbos cuando anunciaron la comida. Los hombres siguieron a EE al comedor, donde la mesa estaba puesta para tres. Chance observó la platería centelleante y las blancas estatuas en los rincones de la habitación.

Chance se preguntó cómo debía comportarse; decidió inspirarse en un programa de televisión sobre un joven hombre de negocios que era invitado frecuentemente a comer con su jefe y la hija de éste.

—Usted parece ser un hombre muy sano, señor Gardiner. Tiene mucha suerte —dijo Rand—. Pero este accidente, ¿no le impedirá atender debidamente a sus asuntos?

—Como ya le dije a la señora Rand —dijo Chance con lentitud—, mi casa está cerrada y no tengo ningún asunto urgente que atender. —Usaba los cubiertos y comía con extremo cuidado—. Estaba esperando que algo ocurriera cuando tuve el accidente.

El señor Rand se quitó las gafas, echó el aliento sobre los cristales y los limpió con un pañuelo. Volvió a colocarse las gafas y miró a Chance con expectación. Este se dio cuenta de que su respuesta no había sido satisfactoria. Levantó los ojos y se encontró con la mirada de EE.

—No es fácil, señor —dijo—, encontrar un lugar adecuado, un jardín, en el que uno pueda trabajar sin injerencias y madurar con las estaciones. No quedan ya demasiadas oportunidades. En la televisión —vaciló y de repente todo se le aclaró—: nunca he visto un jardín. He visto selvas y bosques y a veces uno que otro árbol. Pero un jardín en el que yo pueda trabajar y contemplar cómo crece lo que he plantado…

El señor Rand se inclinó hacia él por encima de la mesa.

—Creo que lo ha expresado usted muy bien, señor Gardiner. ¿No le molesta que lo llame Chauncey? ¡Un jardinero! ¿No es acaso la descripción perfecta del verdadero hombre de negocios? Alguien que hace producir la tierra estéril con el trabajo de sus propias manos, que la riega con el sudor de su frente y que crea algo valioso para su familia y para la comunidad. Sí, Chauncey, ¡qué excelente metáfora! Un hombre de negocios productivo es en verdad un trabajador en su propia viña.

Chauncey se sintió aliviado ante el entusiasmo de la respuesta de Rand; todo marchaba bien.

—Gracias, señor —murmuró.

—Por favor… llámeme Ben.

—Ben —asintió Chauncey—. El jardín que yo dejé era un lugar semejante y sé que no he de encontrar nada tan maravilloso. Todo lo que en él crecía era el resultado de mi obra: Planté las semillas, las regué, las vi crecer. Pero ahora todo eso ha desaparecido y lo único que queda es el cuarto de arriba —y señaló el cielo raso.

Rand lo miró con afabilidad.

—Usted es demasiado joven, Chauncey. ¿Por qué habla del «cuarto de arriba»? Allí es donde he de ir yo dentro de poco, no usted. Por su edad, usted casi podría ser mi hijo. Usted y EE, los dos tan jóvenes.

—Ben, querido —comenzó a decir EE.

—Sí, ya sé; ya se —la interrumpió el marido—; no te gusta que hable de nuestras edades. Pero todo lo que me queda a mí es el cuarto de arriba.

Chance se preguntó qué querría decir Rand al afirmar que dentro de poco tiempo estaría en el cuarto de arriba. ¿Cómo iba a instalarse allí mientras él, Chance, siguiese en la casa?

La comida continuó en silencio. Chance masticaba despaciosamente y se abstuvo de tomar vino. En la televisión, el vino ponía a la gente en un estado que no podían controlar.

—Pero si usted no encuentra una buena oportunidad pronto —dijo Rand—, ¿cómo atenderá a su familia?

—No tengo familia.

El rostro de Rand se ensombreció.

—No Puedo entenderlo. ¿Un hombre joven y apuesto como usted que no tenga familia? ¿Cómo es posible?

—No he tenido el tiempo necesario —replicó Chance.

Rand movió la cabeza, impresionado por sus palabras.

—¿Las exigencias de su trabajo han sido tantas?

—Ben, por favor… —interrumpió EE.

—Estoy seguro de que a Chauncey no le incomoda responder a mis preguntas. ¿No es verdad, Chauncey?

Chance negó con la cabeza.

—Bueno… ¿No sintió usted nunca la necesidad de una familia?

—No sé lo que es tener una familia.

—Entonces, usted está realmente solo, ¿no es cierto? —dijo Rand en voz baja.

Después de un silencio, los criados trajeron el plato siguiente. Rand estudió a Chance con la mirada.

—Hay algo en usted que me gusta, ¿sabe? Soy un hombre viejo y puedo hablarle con franqueza. Usted es una persona sin vueltas: capta las cosas rápidamente y las enuncia con sencillez. Como sabrá —continuó Rand— soy presidente de la Primera Compañía Financiera Norteamericana. Acabamos de iniciar un programa destinado a prestar ayuda a las empresas norteamericanas acosadas por la inflación, los impuestos excesivos, las huelgas y otras indignidades. Queremos dar una mano, por decirlo de algún modo, a los «jardineros» honestos de la comunidad comercial. Después de todo, son nuestra mejor defensa contra los focos de contaminación que de tal modo atentan contra nuestras libertades fundamentales y contra el bienestar de nuestra clase media. Tenemos que hablar de este asunto en detalle; tal vez cuando se haya recuperado totalmente podrá reunirse con los otros miembros del directorio, quienes lo pondrán más al corriente de nuestros proyectos y objetivos.

Chance se alegró de que Rand añadiera inmediatamente:

—Ya lo sé, ya lo sé; no es usted hombre de actuar impensadamente. Pero le pido que reflexione sobre lo que acabo de decirle y recuerde que yo estoy muy enfermo y que no sé si seguiré en este mundo por mucho tiempo…

EE comenzó a protestar, pero Rand continuó:

—Estoy cansado de vivir. Me siento como uno de esos árboles cuyas raíces aparecen en la superficie…

Chance dejó de escucharlo. Extrañaba su jardín; en el jardín del Anciano ninguno de los árboles tenía las raíces en la superficie ni había perdido su vigor. Allí todos los árboles eran jóvenes y estaban bien cuidados. En el silencio que se iba haciendo a su alrededor, dijo rápidamente:

—Tendré en cuenta lo que me acaba de decir. Todavía me duele la pierna y me resulta difícil tomar una decisión.

—Muy bien. No se apresure, Chauncey. —Rand se inclinó y palmeó a Chance en el hombro. Se pusieron de pie y se dirigieron a la biblioteca.

Cuatro

El miércoles, mientras Chance se estaba vistiendo, sonó el teléfono. Oyó la voz de Rand:

—Buenos días, Chauncey. Mi mujer me encargó que lo saludara también en su nombre porque no estará en casa hoy. Tuvo que volar a Denver. Pero, además lo llamo por otra razón. Hoy, el Presidente pronunciará un discurso en la reunión anual del Instituto Financiero; está en vuelo hacia Nueva York y acaba de telefonearme desde su avión. Sabe que estoy enfermo y que no podré presidir la reunión, de acuerdo con lo previsto. Pero como hoy me siento un poco mejor, el Presidente ha tenido la gentileza de decidir hacerme una visita antes del almuerzo. Es muy amable de su parte, ¿no le parece? Va a aterrizar en el aeropuerto Kennedy y vendrá a Manhattan en helicóptero. Podemos calcular que dentro de una hora estará aquí.

Rand dejó de hablar. Chance lo oyó respirar con dificultad.

—Quiero que usted lo conozca, Chauncey. Va a ser un placer para usted. El Presidente es una magnífica persona y estoy seguro de que simpatizará con usted. Ahora bien: la gente del Servicio Secreto estará aquí dentro de muy poco para inspeccionar el lugar. Es una cuestión de rutina, algo que tienen que hacer sea cual fuere el lugar y las circunstancias. Si no tiene inconveniente, mi secretaria le comunicará cuando lleguen.

—Muy bien, Benjamin, y muchas gracias.

—Ah, sí! Algo más, Chauncey. Espero que no se moleste… pero tendrán que registrarlo a usted también. Actualmente, nadie que esté cerca del Presidente puede llevar encima ningún objeto cortante, de modo que procure que no le lean el pensamiento, Chauncey, ¡podrían quitárselo! Nos vemos dentro de un rato, mi amigo —y cortó la comunicación.

No debía tener ningún objeto cortante. Chance se quitó rápidamente el clip de la corbata y colocó el peine sobre la mesa. Pero ¿por qué se habría referido Rand a su «pensamiento»? Chance se miró en el espejo y lo que vio le gustó: tenía el cabello brillante, la tez fresca y el traje se adaptaba a su cuerpo como la corteza al árbol que recubre. Contento, encendió la televisión.

Pasado un rato, la secretaria de Rand lo llamó para informarle que los hombros del Presidente estaban listos para subir. Cuatro hombres entraron en el aposento, charlando y riéndose con soltura y comenzaron a registrarlo con una cantidad de instrumentos complicados.

Chance se sentó en el escritorio, mientras continuaba observando la televisión. Al cambiar de uno a otro canal, vio de repente un inmenso helicóptero que descendía sobre un campo del Parque Central. El locutor anunció que en ese preciso momento el Presidente de los Estados Unidos aterrizaba en el corazón mismo de la ciudad de Nueva York.

Los hombres del servicio secreto dejaron de trabajar para observar la transmisión.

—Bueno —dijo uno de ellos—, ha llegado el jefe. Es mejor que nos apresuremos a inspeccionar los otros cuartos.

Chance estaba solo cuando llamó la secretaria de Rand para anunciar la inminente llegada del Presidente.

—Gracias —contestó Chance—. Creo que es mejor que baje inmediatamente ¿no le parece?

—Creo que ya es hora, señor.

Chance descendió las escaleras. Los hombres del Servicio Secreto deambulaban sosegadamente por los corredores, el vestíbulo y la entrada del ascensor. Algunos estaban de pie delante de las ventanas de la biblioteca; otros se habían ubicado en el comedor, la sala y el salón escritorio. Chance fue cacheado por uno de los agentes quien, después de pedirle disculpas por la medida, se apresuró a abrirle la puerta de la biblioteca.

Rand se acercó a Chance y lo palmeó en el hombro.

—No sabe cuánto me alegra que usted tenga oportunidad de conocer al Jefe del Ejecutivo. Es una magnífica persona, con un gran sentido de la justicia encuadrada dentro de la ley y una extraordinaria capacidad para pulsar el electorado. Realmente, es muy amable de su parte venir a visitarme, ¿no le parece?

Chance estuvo de acuerdo.

—¡Qué pena que EE no esté en casa! —exclamó Rand—. Es una gran admiradora del Presidente y le halla muy atractivo. Llamó por teléfono desde Denver ¿sabe?

Chance estaba al tanto del llamado de EE.

—¿Y usted no habló con ella? Bueno, volverá a llamar. Querrá conocer sus impresiones acerca del Presidente y de cómo se desarrollaron las cosas…¿Podría atenderla usted, si yo estuviese durmiendo, y decirle cómo resultó la reunión?

—Con mucho gusto. Espero que se encuentre bien, señor. Tiene usted mucho mejor aspecto.

Rand se movió incómodo en la silla.

—Es todo maquillaje, Chauncey… todo maquillaje. Le pedí a la enfermera que me acompañó durante toda la noche y la mañana que me arreglara un poco la cara para que el Presidente no crea que me voy a morir en el curso de nuestra conversación. A nadie le agrada estar con un hombre que se está muriendo, Chauncey, porque pocos saben lo que es la muerte. Todo lo que sabemos es que el tenemos pánico. Usted es una excepción; sé que no siente miedo. Eso es lo que EE y yo admiramos en usted: su maravilloso equilibrio. Usted no oscila entre el temor y la esperanza, sino que está en paz consigo mismo. No me contradiga; tengo edad suficiente para ser su padre. He vivido mucho, y he sentido mucho miedo; he estado rodeado de hombres pequeños olvidados de que entramos desnudos en este mundo y lo abandonamos en el mismo estado y que no hay ningún contador que pueda ajustar cuentas con la vida en favor nuestro.

Rand había perdido el color. Buscó una píldora, se la puso en la boca y bebió unos sorbos de agua del vaso que tenía cerca. Sonó el teléfono. Rand levantó el receptor y dijo con vivacidad:

—El señor Gardiner y yo estamos listos. Haga pasar al Presidente a la biblioteca.

Colgó el receptor, retiró la copa del escritorio y la escondió detrás de él, en uno de los estantes de la biblioteca.

—Ha llegado el Presidente, Chauncey. Está en camino hacia aquí.

Chance recordaba haber visto poco tiempo antes al Presidente en un programa de la televisión. Fue con ocasión de un desfile, un día de sol radiante. El Presidente estaba de pie sobre una tarima, rodeado de militares de uniforme y de civiles con gafas oscuras. Debajo, en el campo abierto, marchaban interminables columnas de soldados con los rostros vueltos hacia su jefe, quien saludaba con la mano. La mirada del Presidente revelaba la lejanía de su pensamiento. Los miles de hombres en formación quedaron reducidos en la pantalla del televisor a meros montículos de hojas muertas impulsadas hacia adelante por la fuerza de un fuerte viento. De repente, irrumpieron desde las alturas los aviones a chorro, en apretada e impecable formación. Los observadores militares y los civiles que se encontraban en la tarima apenas tuvieron tiempo de levantar la cabeza cuando los aviones pasaron, con la velocidad del rayo, por encima del Presidente, produciendo un estrépito ensordecedor. El rostro del Presidente llenó una vez más la pantalla. Tenía la mirada fija en los aviones que se alejaban; una sonrisa fugaz le dulcificó la cara.

Other books

Vendetta Trail by Robert Vaughan
Logan: New Crusaders MC by Wilder, Brook
Ride Out The Storm by John Harris
Aztlan: The Courts of Heaven by Michael Jan Friedman
Poppies at the Well by Catrin Collier
Frog by Stephen Dixon
Jambusters by Julie Summers
Underwater by Brooke Moss