Al escuchar aquella advertencia, la joven miró con una guasona sonrisa a su cuñada y, tras levantarse, alisarse el vestido y arreglarse su bonito cabello rubio, apuntó con gesto altivo:
—Alana McKenna, te quiero mucho y te respeto porque eres mi cuñada, pero que sea la última vez en la vida que ¡tú! me recuerdas que soy una McDougall. —Y endureciendo la voz, siseó mientras Megan se levantaba—: Sé muy bien quién soy, y no necesito que nadie me lo aclare. Y en cuanto a tus primas, tranquila, sé comportarme.
Pálida y a punto de que se le saltaran las lágrimas a causa de aquellas duras palabras, Alana se levantó y, sin decir nada, salió corriendo por la puerta ojival ante la mirada de sorpresa de su esposo. Shelma, mirando a su amiga, murmuró:
—Desde luego, Gillian, a veces eres…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, el marido de Alana se acercó hasta ellas y Shelma, cogiéndose la falda, se marchó.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué Alana se ha ido llorando? —preguntó Axel cruzando una rápida mirada con Megan.
Gillian lo miró y, torciendo el gesto, espetó:
—¿Qué hace él aquí?
Axel entendió la pregunta y cabeceó. Sabía que su hermana no se lo pondría fácil, pero no estaba dispuesto a entrar en su juego, y acercándose más a ella, le susurró al oído:
—Niall McRae es mi amigo, además de un excelente guerrero. Y tanto él como sus hombres visitarán mis tierras siempre que yo quiera. ¿Lo has entendido?
—No —bufó la joven, retándole con la mirada. Incapaz de seguir allí sin hacer nada, Megan se interpuso entre los dos y, tomándole la mano a Gillian, dijo:
—Axel, disculpa mi atrevimiento, pero creo que es mejor que me lleve a Gillian a tomar el aire. Lo necesita.
Tras unos instantes en que las miradas de los hermanos siguieron desafiándose, Axel asintió, y Megan de un tirón se llevó a Gillian al exterior bajo la atenta mirada de algunos hombres, entre ellos su marido y su cuñado.
—Intuyo que alguien no está feliz de verte —bromeó Lolach, palmoteando la espalda de Niall para desconcierto de éste y regocijo de su hermano Duncan.
La fiesta continuó hasta altas horas de la madrugada, y como era de esperar los guerreros de Niall McRae, aquellos barbudos, fueron los más escandalosos. No tenían modales ni delicadeza, y las doncellas de Dunstaffnage huían despavoridas. Lady Gillian, con una máscara de felicidad instalada en su rostro, no paró ni un solo momento de reír y bailar, algo que no extrañó a nadie, porque la joven era una experta bailarina. Pero quienes verdaderamente la conocían, como su abuelo, su hermano o la propia Megan, sabían que aquella sonrisa escondía su verdadero estado de ánimo, y más cuando advirtieron que sus ojos ardían de furia al mirar a Niall McRae y a la joven Diane.
Junto a los grandes barriles de cerveza los hombres de distintos clanes bebían, cantaban y decían bravuconadas. Duncan, feliz porque su hermano finalmente hubiera acudido al bautizo del hijo de Axel, lo miró y se enorgulleció de él. Adoraba a Niall. Era un buen hermano y un valeroso guerrero. Tras regresar de Irlanda, el rey le había regalado por su dedicación a la causa unas tierras en la costa norte de la isla de Skye, donde Niall, ahora laird y señor del castillo de Duntulm, trabajaba duro junto a sus fieros guerreros.
Años atrás, al estallar la primera guerra en Escocia, los nobles angloirlandeses se vieron presionados y llevados a la ruina por Eduardo II. Robert the Bruce, el rey de Escocia, emparentado con algunos jefes gaélicos del Ulster, decidió sacar partido del descontento irlandés, y sin pérdida de tiempo, envió delegados a la corte y al clérigo ofreciéndoles su colaboración. Por aquel entonces, Dohmnall mac Brian O’Neill, rey de Tyrone, aceptó gustoso la ayuda de Robert, y a cambio le ofreció al hermano de éste, Edward, la Corona suprema de Irlanda. Aquello no ofrecía garantías para Escocia, pero a los hermanos Bruce les pareció bien.
En un primer momento, varios lairds escoceses se quedaron al frente de sus tierras y su gente, pero un año después el rey los mandó llamar y, sin que pudieran despedirse de sus familias, a excepción de una simple misiva, tuvieron que emprender viaje.
Por aquel entonces, lady Gillian McDougall y Niall McRae se habían prometido. Eran dos jóvenes dichosos y felices que iban a celebrar sus nupcias en apenas dos semanas. Pero tras la llamada del rey, aquello se truncó.
Duncan McRae intentó interceder por su hermano, apoyado por Axel McDougall y Lolach McKenna. Sabían lo importante que era para Niall su matrimonio con la joven Gillian. El rey, sin embargo, no quiso escuchar y ordenó que todos sus hombres partieran para Irlanda.
La noche en que se alejaban de la costa escocesa, Niall supo que Gillian, la dulce y sonriente mujercita a la que adoraba, nunca le perdonaría. Y no se equivocó. Cuando pudo regresar a Escocia meses después, no hubo manera de conseguir que ella quisiera verle ni hablarle. Todo lo que hizo fue inútil. Herido en su orgullo, decidió regresar a Irlanda con su amigo Kieran O’Hara. Allí volcó toda su rabia luchando junto a Edward, y se ganó el apodo entre sus hombres del Sanguinario.
Durante dos largos años luchó en Irlanda; ni la hambruna ni las inclemencias del tiempo consiguieron aplacar sus ansias de guerra. Organizó su propio ejército de hombres y lideró con ellos las más salvajes incursiones. Pero en uno de sus viajes a Escocia para hablar con el rey, Edward presentó batalla en Faughart, y su actuación impaciente le llevó a la derrota y a la muerte. Aquello puso fin a la guerra y, pasados unos meses, el rey le entregó a Niall unas tierras en la isla de Skye como agradecimiento por sus servicios.
Muchos de los hombres que habían luchado con él en Irlanda habían perdido a sus familias, estaban solos y no tenían adónde ir. Niall les ofreció un hogar en Skye, y ellos aceptaron encantados. A partir de aquel momento, Niall se convirtió en el laird de Duntulm, y en jefe de los más fieros guerreros irlandeses y escoceses que se conocían.
Con la ayuda de aquellos
highlanders
, Niall se centró en sus tierras y en reconstruir un castillo medio en ruinas. Su hogar. También contó con la colaboración de los clanes vecinos, entre los que estaba el suyo propio, los McRae.
Uno de aquellos vecinos era el laird Jesse McLeod, padre de Diane y Christine. La primera se sentía fascinada por él, pero Niall había sido sincero y les había dejado muy claro a la joven y al padre de ésta que no buscaba esposa y no estaba interesado en ella. No obstante, parecía que Diane no se había dado por enterada.
Los otros vecinos eran los McDougall de la isla de Skye, familia lejana de su gran amigo Axel McDougall, con quienes éste y su clan nunca habían llegado a confraternizar. Aquellos McDougall de Skye no habían aceptado jamás que la ya fallecida mujer del anciano Magnus hubiera sido inglesa.
Por ello, la noche en que el laird Fredy McDougall se mofó de aquello en presencia de Niall, éste, sin importarle las consecuencias, hizo gala de su fuerte carácter y le dejó muy clara una cosa: Axel McDougall y los suyos eran como su propia familia y no estaba dispuesto a escuchar nada ofensivo de ellos.
Pero, al igual que Niall, poseía un fuerte carácter también sabía ser conciliador y logró aplacar los ánimos de guerra de sus vecinos, los McDougall y los McLeod, enemigos acérrimos desde muchos años atrás y sedientos de continuas luchas.
Incluso, en muchas ocasiones, tuvo que poner paz entre los hombres de su propio clan, valientes y fornidos para las guerras, pero demasiado toscos y rudos en sus formas y acciones.
En las tierras de Niall, no había mujeres, a excepción de un par de viejas. Ninguna mujer joven y recatada quería vivir con aquellos salvajes. En las aldeas cercanas o por donde los
highlanders
pasaban, las doncellas decentes se escondían. Se asustaban. Y al final, el trato de esos hombres era sólo con furcias deslenguadas o mujeres de mala calaña.
Tras varios años de duro trabajo en Duntulm, las tierras y el ganado comenzaron a dar sus frutos. Aquellos hombres toscos parecían haberse acomodado a ese salvaje estilo de vida y se les veía felices en su nuevo hogar. Pero Niall no lo era. La herida que Gillian había dejado en su corazón aún sangraba, a pesar de ser un hombre al que las mujeres allá donde fuera nunca le faltaban.
—¿Otra jarra de cerveza? —ofreció Duncan a su hermano.
—Por supuesto —sonrió el otro McRae.
Con rapidez, Niall apartó la mirada de Gillian y se centró en su hermano, su guapa cuñada y el joven rubio que llegaba junto a ellos. Al reconocerlo, Niall sonrió.
—¡Zac! —exclamó.
El muchacho asintió, y Niall soltó la cerveza para abrazarlo. Llevaba sin verle cerca de tres años, y aquel muchachito revoltoso, que siempre metía a sus hermanas en líos, era ya casi un hombre.
—Niall, con esas barbas pareces un salvaje —dijo Zac con un pícaro gesto.
—Por todos los infiernos, muchacho —sonrió Niall, incrédulo—, a qué clase de conjuros y torturas te han sometido tus hermanas para que hayas crecido tanto. Megan, de inmediato, le propinó a Niall un seco golpe en el estómago con el puño.
—¿Me estás llamando bruja? —le preguntó.
Ante la cara de mofa de Duncan, Niall agarró del brazo a Megan. —Cuñada…, nunca pensaría algo tan horrible de ti —dijo haciéndoles reír. Aquello hizo que Megan le volviera a dar de nuevo en el estómago, y Niall sonrió, encantado.
En ese momento, se oyeron unos gritos que provenían de los guerreros de Niall. Varias mozas pasaban con comida, y los hombres, levantando sus toscas voces, comenzaron a decir indecencias.
Niall prolongó su sonrisa mientras los escuchaba, pero al ver el gesto de su cuñada, preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
Megan, ofendida por las barbaridades que aquellos hombres decían, contestó señalándole con el dedo:
—No sé cómo permites que tus hombres se comporten como salvajes. ¿No los estás oyendo?
Niall miró a su hermano en busca de ayuda, pero éste desvió los ojos hacia otro lado.
—Por san Fergus, ¡qué asco! —gritó Megan al ver a uno de ellos escupir—. Te juro que si hace eso cuando paso yo por su lado, le hago tragar los dientes.
Niall se encogió de hombros y sonrió, y sin darle importancia, preguntó a Zac:
—¿Cuántos años tienes ya?
—Casi quince.
—Vaya, cuánto has crecido, muchacho —murmuró al ver cómo éste miraba a unas jovencitas de su edad que llevaban unas flores.
—El tiempo pasa para todos —sonrió Zac. Y guiñándole el ojo, dijo—: Y ahora, si me disculpáis, tengo cosas que hacer.
Con gesto alegre los dos
highlanders
y Megan observaron a Zac, que caminó hacia las muchachas y, con la galantería que le había enseñado Duncan, se presentó.
—Creo que tenemos ante nosotros al futuro rompecorazones de los McRae —susurró Duncan, con alborozo al ver cómo aquél se pavoneaba ante las jovenzuelas.
—Mi hermanito ya no es un niño… —suspiró Megan.
—Creo que Zac continuará dándote muchos quebraderos de cabeza —se mofó Niall al percatarse de que aquél miraba con disimulo el escote de una de las muchachas.
—Sólo espero que no se vuelva un descarado como tú y tus hombres —replicó Megan, incrédula al comprobar que su hermano tomaba a las muchachas del brazo y desaparecía.
Después de aguantar las mofas de su marido y su cuñado, les tomó del brazo y se dirigieron hacia donde hablaban los ancianos Magnus y Marlob con Axel. Éstos, al verlos a su lado, se callaron.
Megan y Niall, extrañados, se miraron. ¿Qué estaba ocurriendo? Instantes después, Megan con el rabillo del ojo, vio cómo su marido y Axel asentían con la cabeza, mientras Marlob miraba al cielo con fingido disimulo.
Con picardía, Megan se retiró su oscuro cabello de la cara y, dirigiéndose al anciano, le preguntó:
—Marlob, ¿te encuentras bien?
Él tosió y respondió:
—Perfectamente, muchacha. ¿Has visto qué luna más bonita hay hoy? Con gesto desconfiado, Megan intuyó que allí pasaba algo, y acercándose a su marido, le preguntó al oído:
—¿Qué ocurre? Sé que algo pasa, y no me puedes decir que no. Duncan y su abuelo se miraron.
—Te enterarás a su debido tiempo, impaciente —respondió Duncan, dándole un cariñoso beso en el cuello.
Aquello la puso sobre aviso. Y cuando fue a replicar, su marido, que la conocía muy bien, la miró con ojos implacables y endureció la voz.
—Megan…, ahora no. No quiero discutir —murmuró. Si algo odiaba Megan eran los secretitos. Por ello, tras fruncir el cejo y mirar a su marido con enojo, se alejó con gesto contrariado.
—¡Uf, hermano! —resopló Niall—, no sé qué le habrás dicho a tu mujercita, pero creo que te traerá consecuencias.
Duncan, divertido, la miró. Le encantaba su mujer, especialmente por su carácter combativo, algo que por mucho que en ocasiones le molestase no quería doblegar. Tras sonreír y ver que Megan se acercaba a su hermana, se volvió hacia Niall, que miraba a la joven Christine bailar, y con gesto serio le dijo:
—Tenemos que hablar.
Aquella noche, en la parte de atrás del castillo, Gillian reía con su sobrina Jane; las hijas de Megan, Johanna y Amanda; el hijo de Shelma, Trevor, y Brodick, el hijo de Anthony y Briana. Si había algo que le apasionara a Gillian eran los niños, y ellos debían de notar el cariño de la joven porque todos, tarde o temprano, terminaban en sus brazos.
—Entonces, tía Gillian, ¿subiste al árbol a por el gatito? —preguntó Jane, abriendo mucho los ojos, incrédula.
—Por supuesto, cariño. Era el gatito más bonito del mundo, y yo lo quería para mí.
—¿Y no te dio miedo el lobo? —preguntó la pequeña Amanda mientras jugaba con su espada de madera.
Pero antes de que Gillian pudiera responder el pequeño Brodick dijo:
—Seguro que sí. Es una mujer.
—¿Y por qué le iba a dar miedo? —repuso Johanna. Aquel arranque atrajo la atención de Gillian. Johanna tenía todo el temperamento de su madre, y eso la hizo sonreír. Trevor, que conocía a su prima, la miró y sonrió también, mientras Brodick respondía:
—Enfrentarse a lobos y subir a los árboles son cosas de hombres, no de niñas. Johanna puso los ojos en blanco mientras su pequeña hermana Amanda les miraba con el dedo en la boca.
—Mi mamá dice que las damas no debemos hacer cosas de hombres —soltó Jane para desesperación de Gillian.