Al otro lado se habían parado un par de personas más. Todos seguían la lucha de las ratas y a David le asaltó por un instante la imagen de un grupo de personas reunidas para presenciar algún tipo de competición. Una pelea de ratas. Quería largarse de allí, pero no podía. En parte, porque pasaban muchos coches por el puente y, en parte, porque no podía apartar la mirada de los roedores. Debía quedarse y ver el desenlace.
De repente la de mayor tamaño se puso rígida, el rabo salía del cuerpo como una línea. Las pequeñas se revolvieron, le clavaron las uñas en el vientre y tiraron bruscamente con la cabeza de un lado a otro cuando le desgarraron la piel. La grande se fue arrastrando poco a poco hacia delante, hasta alcanzar el borde del puente, se deslizó por debajo de la barandilla con su carga a cuestas y cayó al agua.
David alcanzó a mirar por encima de la barandilla justo a tiempo para ver la caída. El murmullo del tráfico ahogó el ruido del chapoteo cuando las ratas cayeron dentro del agua negra y un penacho de gotas refulgió por un instante a la luz de las farolas, y después aquello se acabó.
La gente siguió su camino, hablando del tema.
«Nunca he visto cosa igual... Es el calor... Mi padre me contó una vez que él... dolor de cabeza...».
El cómico se masajeó las sienes y siguió caminando sobre el puente. Los que venían del otro lado le miraron de frente; todos esbozaban una media sonrisa, ligeramente avergonzados, como si hubieran presenciado juntos algo prohibido. Cuando pasó el señor mayor que había estado allí desde el principio, David le preguntó:
—Perdone, pero... ¿a usted también le duele la cabeza?
—Sí —respondió el interpelado, apretándose el puño cerrado contra la cabeza—. Tengo una jaqueca espantosa.
—Sí, bueno, es sólo por curiosidad.
El hombre señaló el sucio asfalto donde se veía la mancha de sangre de la rata, y dijo:
—Puede que ellas también la tuvieran. Quizá sea eso lo que... —Se calló y miró a David—. Tú has salido en la tele, ¿no?
—Sí. —David miró el reloj. Las nueve menos cinco—. Lo siento, tengo que...
Siguió su camino. Flotaba en el aire una angustia contenida. Ladraban los perros y los viandantes caminaban por las calles más deprisa que de costumbre, como si trataran de escapar de lo que se avecinaba, fuera lo que fuese. Él bajó a toda prisa la calle de Odengatan, sacó el móvil y marcó el número de Eva. A la altura de la estación del metro ella contestó la llamada.
—Hola —dijo David—. ¿Dónde estás?
—Acabo de subirme al coche. ¿Y tú? Pasaba lo mismo en casa de tu madre. Iba a apagar el televisor cuando llegamos, pero no podía.
—Magnus se habrá alegrado. Oye... Yo... no sé, pero... ¿tienes que ir a ver a tu padre?
—¿Qué quieres decir?
—Sí, bueno... ¿te sigue doliendo la cabeza?
—Sí, pero no tanto como para que no pueda conducir. No te preocupes.
—No. Es sólo que... tengo la sensación de que... está pasando algo horrible. ¿No la tienes tú también?
—No, la verdad es que no.
En la cabina de teléfonos situada en el cruce de las calles Odengatan y Sveavägen había un hombre pulsando el interruptor de señal. Estaba a punto de contarle a Eva lo de las ratas cuando se cortó la línea.
—¿Sí? ¿Oye, oye?
Se detuvo y volvió a marcar el número, pero no logró restablecer el contacto. Sólo se oía un ruidillo. El tipo de la cabina tiró el auricular, maldiciendo, y salió de ésta. David apagó el teléfono para volver a intentarlo de nuevo, pero no se apagaba la pantalla. Le cayó una gota de sudor de la frente sobre las teclas. El aparato parecía más caliente de lo normal, como si se hubiera recalentado la batería. Presionó el botón de apagado, pero no pasó nada. La pantalla seguía iluminada y el indicador de carga de la batería subió una línea. El reloj marcaba las 21:05, y él salió pitando hacia Norra Brunn.
Supo que el espectáculo ya había empezado antes de llegar al restaurante: la voz de Benny Lundin se escuchaba desde la calle, él estaba con su número sobre las diferencias entre chicos y chicas a la hora de ir al cuarto baño, y David hizo una mueca. Para su satisfacción no se oyó ninguna carcajada al final. La sala se quedó un momento en silencio, y al tiempo que David llegó a la entrada, Benny empezó a tirar del siguiente hilo: el de los expendedores automáticos de condones que se ponían en huelga cuando eran más necesarios. David se detuvo al entrar y parpadeó.
En el local estaban todas las luces encendidas, incluso las de la iluminación general, que solían estar apagadas para fijar la atención en los focos del escenario. Las personas sentadas en las mesas y las que estaban en la barra parecían agobiadas, miraban hacia abajo, hacia el suelo o las mesas.
—¿Admiten American Express?
Aquélla era la guinda. Los clientes solían reírse a carcajada limpia cuando Benny contaba la historia de cuando intentó comprar condones de contrabando a la mafia yugoslava, pero nadie se rió. Todos estaban aquejados de un gran dolor.
—¡Cierra el pico, joder! —gritó un borracho desde la barra llevándose las manos a la cabeza. David le comprendió. El volumen del micrófono estaba demasiado alto y retumbaba en las paredes. Con un dolor de cabeza generalizado, aquello era una tortura en masa.
Benny bromeó algo nervioso:
—¿Qué pasa? ¿Tenéis vacaciones en la escuela para discapacitados?
Como nadie se rió tampoco de aquello, Benny colocó el micrófono en el soporte y dijo:
—Muchas gracias. Habéis sido fantásticos.
Se bajó del escenario y se alejó hacia la cocina. Se produjo un momento de confusión ante una interrupción tan abrupta. Después el micrófono se acopló con los altavoces y un ruido estridente e insoportable rasgó el cargado aire.
Todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y algunos empezaron a gritar, haciéndole la competencia al micrófono. David apretó los dientes, corrió hasta el micro e intentó desenchufarlo. La corriente de baja intensidad le transmitió un hormigueo a través de la piel, pero el cable no se desprendía. Después de un par de segundos el ruido metálico era como una sierra de charcutería que atravesaba el cerebro, y él tuvo que desistir y taparse los oídos con las manos.
David se volvió para dirigirse a la cocina, pero se lo impidió la gente que en ese momento se levantaba de las mesas y se agolpaba en dirección a la salida. Una mujer con menos respeto que él hacia las pertenencias del restaurante le empujó a un lado, se dio una vuelta con el cable del micrófono alrededor de la mano y tiró. Sólo consiguió hacer caer el soporte del micrófono. Continuó acoplado.
David levantó la mirada hacia la mesa de mezclas, donde Leo pulsaba todos los botones a su alcance, sin el menor resultado. David estaba a punto de gritarle que cortara la corriente cuando le dieron un empujón y cayó a la parte baja del escenario. En el suelo, y tapándose aún los oídos con las manos, vio cómo la mujer blandía el micrófono por encima de la cabeza y lo estrellaba contra el suelo de piedra.
El ruido cesó. El público se paró en seco, miró a su alrededor. Un suspiro de alivio colectivo cruzó el local. David se puso de pie como pudo y vio que Leo estaba agitando las manos, se pasó el índice por el cuello. David asintió, se aclaró la voz y dijo en voz alta:
—¡Atención, por favor!
Los rostros se volvieron hacia él.
—Lo lamentamos mucho, pero por problemas... técnicos nos vemos obligados a interrumpir el espectáculo.
Se escucharon algunas risas de burla.
—Queremos darle las gracias a nuestro patrocinador, la compañía eléctrica Vattenfall, y... esperamos verles de nuevo.
Se oyeron algunos abucheos. David extendió las manos en un gesto que quería decir «joder, mil perdones, que esto no es culpa mía», pero la gente ya había dejado de mirarle. Todos se dirigían hacia la salida. El restaurante se quedó vacío en cuestión de minutos.
Leo parecía cabreado cuando David entró en la cocina.
—¿Qué has dicho de Vattenfall? —le preguntó.
—Una broma.
—¿Ah, sí? Estupendo.
David estuvo a punto de decir algo acerca de la responsabilidad del capitán cuando se hunde el barco, puesto que Leo era el dueño del restaurante, y que él ya debería tener listo el guión para la próxima vez que se produjera un cortocircuito inverso, pero se contuvo. En parte, porque no podía permitirse ponerse a malas con Leo, y, en parte, porque tenía otras cosas en las que pensar.
Se fue a la oficina y marcó el número del móvil de Eva en el teléfono fijo. Ahora sí que consiguió contactar, pero sólo con su buzón de voz. Le dejó un mensaje para que ella le llamara al restaurante tan pronto como pudiera.
Trajeron cervezas y los cómicos se las bebieron en la cocina, donde tronaban los extractores. Los cocineros los habían puesto en marcha para mitigar el calor de las placas que no se podían apagar, y ahora sucedía lo mismo con los extractores. Apenas podían hablar con el ruido, pero al menos hacía fresco.
Poco a poco la mayoría de sus compañeros se fue marchando, pero David decidió quedarse por si llamaba Eva. En la radio, en las noticias de las diez, dijeron que el fenómeno de la electricidad parecía afectar sólo a la zona de Estocolmo; la tensión eléctrica, medida en voltios por metro, en algunos lugares podía compararse con la de un rayo a punto de descargar. Él notó que se le erizaba el vello de los brazos. Quizá fue un escalofrío, quizá electricidad estática.
Al principio, cuando empezaron a vibrarle las caderas, creyó que se trataba de otro efecto de la tensión existente en el aire, pero luego comprendió que era el móvil. No reconoció el número visible en la pantalla.
—Sí, diga, soy David.
—¿Es usted David Zetterberg?
—¿Sí?
Algo en la voz de aquel hombre hizo que se le empezara a formar un nudo de angustia en el estómago. Se levantó de la mesa y salió al pasillo hacia el camerino para oírle mejor.
—Me llamo Göran Dahlman, soy médico del hospital de Danderyd...
Cuando el doctor terminó de informarle, David se vio envuelto en una niebla fría y no sintió las piernas. Apoyado contra la pared, cayó contra el cemento. Se quedó mirando fijamente el teléfono que sostenía en la mano y lo tiró como si fuera una serpiente venenosa. Salió disparado y le pisó el pie a Leo. Éste alzó la vista.
—¡David! ¿Qué pasa?
De lo ocurrido durante la media hora siguiente David no iba a conservar ningún recuerdo. El mundo se había paralizado, se había vuelto absurdo. A Leo le resultó difícil abrirse paso en medio de un tráfico que sólo respetaba las normas más elementales, ahora que habían dejado de funcionar todos los dispositivos electrónicos. El cómico iba encogido en el asiento del copiloto y miraba las parpadeantes luces de color ámbar sin verlas.
Sólo cuando llegaron al vestíbulo del hospital fue capaz de sobreponerse lo suficiente y declinar el ofrecimiento de Leo para acompañarle arriba. No recordaba la respuesta de Leo ni cómo había localizado la sección. Sólo se encontró allí de buenas a primeras, y el tiempo retomó su ritmo inapelable.
Sí, se acordaba de una cosa. Cuando recorría el pasillo en dirección a la habitación de Eva, parpadeaban todas las luces situadas sobre las puertas y el estruendo de las alarmas era constante. Le pareció totalmente lógico, puesto que aquella catástrofe lo superaba todo.
* * *
Eva había chocado con un alce y había fallecido mientras David se dirigía al hospital. El médico le había dicho por teléfono que no había ninguna esperanza, pero que su corazón aún latía. Ahora había dejado de latir. Se había parado a las 22:36. Veinticuatro minutos antes de las once el corazón había dejado de bombear la sangre alrededor del cuerpo.
Un único músculo en el cuerpo de una sola persona, una cagada de mosca en el tiempo, y el mundo había dejado de existir. David estaba junto a la cama de ella con los brazos caídos, con el dolor de cabeza ardiéndole en la frente.
Allí yacía todo su futuro, todo lo bueno que él había imaginado que la vida podía darle. Allí reposaban los últimos 12 años de su pasado. Todo había desaparecido, y el tiempo se contrajo en un único e insoportable ahora.
David cayó de rodillas a su lado y le cogió la mano.
—Eva —le susurró—. Esto no vale. No puede ser así. Yo te quiero. ¿No lo entiendes? No puedo vivir sin ti. Tienes que despertarte ahora. No puede ser sin ti, nada puede ser sin ti. Yo te quiero muchísimo y por eso esto no puede ser así.
Él no paraba de hablar, un monólogo de frases repetidas qué cuantas más veces las decía más auténticas y verdaderas le parecían, hasta el punto de que empezó a crecer en su interior el convencimiento de que aquellas frases iban a surtir efecto. Sí. Cuanto más decía que era imposible, más absurdo se volvía todo, y había conseguido albergar la vana esperanza de que fuera a producirse el milagro si seguía repitiendo aquello; entonces, se abrió la puerta.
—¿Qué tal? —preguntó una voz femenina.
—Bien, bien —respondió David—. Váyase de aquí.
David presionó la mano fría de Eva contra su frente, oyó el roce de la tela cuando la mujer se agachó y le puso la mano en la espalda.
—¿Puedo ayudarle en algo?
David giró lentamente la cabeza hacia la enfermera y se echó hacia atrás con la mano de Eva aún en la suya. La mujer parecía la propia Muerte. Tenía unos pómulos prominentes y los ojos muy abiertos, atormentados.
—¿Quién es usted? —susurró él.
—Me llamo Marianne —contestó la sanitaria sin mover apenas los labios.
Se miraron fijamente el uno al otro con los ojos de par en par. Él agarró la mano de su mujer con más fuerza, para protegerla contra quien venía a buscarla, pero la enfermera no hizo ademán de acercarse. En vez de eso se puso a sollozar.
—Perdón... —dijo, apretando los ojos y llevándose las manos a la cabeza.
David comprendió. El dolor de cabeza, el corazón palpitante y espinoso no eran suyos en exclusiva. La enfermera se levantó con lentitud y, tambaleándose, salió de la habitación. Durante un instante a David le asaltó el mundo exterior que estaba fuera del alcance de su retina y oyó una cacofonía de señales, alarmas y sirenas dentro y fuera del hospital. Todo andaba revuelto.
—Vuelve —susurró David—. Magnus. ¿Cómo voy a decírselo a Magnus? Va a cumplir nueve años dentro de una semana, ya lo sabes. Quería una tarta de crepes. ¿Cómo se hace una tarta de crepes, Eva? Además, eras tú quien iba a hacerla, ya has comprado las frambuesas y todo. Están en casa en el frigorífico, cómo voy a volver a casa, abrir la nevera y ver las frambuesas que tú has comprado para hacer la tarta de crepes, y cómo voy a poder cogerlas y...