Read Dentro de WikiLeaks Online
Authors: Daniel Domscheit-Berg
La presión tuvo como resultado que, en efecto, cada vez cometiéramos más fallos. Y que ya no pudiéramos cumplir con la inmensa responsabilidad que nos habíamos cargado a las espaldas. Julian se limitaba a repetir su frase preferida: «No pongas en duda al líder en tiempo de crisis».
Esta frase casi tenía un potencial cómico. Julian Assange, el revelador de secretos en jefe y el crítico militar más mordaz en misión de paz global, se había acercado también de palabra a los poderosos a los que pretendía combatir. Parecía hallar cada vez mayor satisfacción en el lenguaje técnico extremadamente afilado y desalmado de los documentos, con sus absurdos acrónimos y códigos.
Hacía mucho que calificaba a cualquier persona como «activo», concepto que se utiliza en el lenguaje empresarial para denominar el inventario, y en el ejército para referirse a los soldados que componen las tropas. La manera como Julian utilizaba este término tampoco era simpática, sino que demostraba que para él las personas de nuestro equipo eran simplemente carne de cañón.
Cuando posteriormente quiso echarme, alegó lo siguiente: «Deslealtad, insubordinación y desestabilización en tiempo de crisis», todos ellos conceptos del
Espionage Act
(Ley del espionaje) de 1917. Las cláusulas de esta ley se derivaron de la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Se trataba de lenguaje militar dirigido a traidores.
El lenguaje en clave no solo es habitual en un entorno militar, sino que constituye la base de la mayoría de los ámbitos de especialización. Asimismo, la mayoría de los textos legales contienen su propia jerigonza, la llamada jerga jurídica, al igual que en el caso de la empresa o la banca. Este tipo de lenguaje llega a su máxima expresión, aún más que en el caso del ejército, por ejemplo, en el tono empleado por la Cienciología, cuyos manuales están plagados de acrónimos.
Es un lenguaje no solo perfecto para impedir o dificultar el acceso a los profanos, sino que también es utilizado por grupos profesionales enteros, cuya existencia se justifica únicamente por el hecho de que son necesarios para orientarse en su propio sistema de referencias internas. Aunque el tema en cuestión sea después de todo banal, suena como si se tratara de ciencia oculta. No me sorprende que a Julian le gustara. El llamado
tecnolecto
lleva intrínseca la falsa apariencia de ser relevante, además de insinuar que el orador sabía previamente de qué se trataba. Pero por favor, que a nadie se le ocurra preguntar nada al respecto.
Por cierto, que se trata de una realidad desconocida para mí hasta entonces y que debo agradecer a mi trabajo en WikiLeaks: independientemente de si se trataba de militares, servicios secretos o comisiones estratégicas, todos eran iguales. Algunos documentos me parecían, tras examinarlos más en detalle, increíblemente ingenuos. Publicamos, por ejemplo, un documento de la CIA del grupo Célula Roja, un
thinktank
(«laboratorio de ideas») de los servicios secretos, fundado tras el 11-S. El documento del grupo Célula Roja informaba sobre las estrategias en materia de relaciones públicas con las que, en su opinión, los americanos deberían intentar actuar contra la cada vez menor aceptación de la guerra de Afganistán por parte de alemanes y franceses.
Hans-Jürgen Kleinsteuber, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Hamburgo, en una entrevista de radio calificó dicho documento de «redacción de colegial». La estrategia de querer contar a los alemanes que su intención era velar por los intereses económicos en Afganistán, por un lado, y a los franceses que la finalidad era salvaguardar los derechos de las mujeres, por otro, era al mismo tiempo un plan tan simple como malicioso. Realmente no podían haberlo ideado estrategas especialmente astutos, pero el lenguaje de la CIA le confería un tono excepcionalmente relevante, aunque bien podría haber salido de la pluma de un alumno de bachillerato.
Por supuesto, nosotros también teníamos referencias internas. WikiLeaks era «WL», Julian quedaba representado por una «J» en el
chat
, yo era una «S» de «Schmitt», y otros miembros del equipo también contaban con solo una letra. De ese modo se estableció una peculiar lógica: cuanto más importante era una persona en WikiLeaks, más corto era su apodo. Cuando en el
chat
de WikiLeaks aparecía un ente representado por una sola letra, uno podía estar casi seguro de que estaba en presencia de un representante oficial del proyecto.
El 20 de agosto de 2010, la fiscalía del estado sueco formuló una acusación contra Julian Assange por tentativa de violación en dos casos.
En ese momento yo estaba de vacaciones con mi mujer y nuestro hijo. Durante dos semanas viajamos por toda Islandia, ese país que parece el negativo de una foto, puesto que la tierra en algunos lugares es negra, en contraste con los fiordos completamente helados y blancos como la nieve. Nos desplazábamos en un viejo y ruidoso coche de alquiler de un lugar a otro. Hacía años que no disfrutaba tanto. De hecho, había días en los que conseguía no pensar en Julian ni en WikiLeaks durante horas.
Pero no podía desconectarme por completo de WikiLeaks. Tenía la necesidad de consultar mi portátil de vez en cuando. En el coche llevaba un router WLAN con conexión UMTS, en nuestra tienda contaba con un largo cable de alimentación, y los periodistas llamaban de vez en cuando a mi número de móvil islandés.
Harvey Cashore, de la televisión canadiense, quería entrevistarse conmigo a toda costa. Se encontraba en Alemania por motivos de trabajo, y cuando se enteró de que estaba en Islandia, decidió viajar hasta allí para vernos. Cashore dirigía el ámbito de «investigación» de la CBC (Corporación Canadiense de Difusión). Tuvo que buscar una conexión hasta el pequeño aeropuerto de Isafjördur, donde habíamos hecho una parada en nuestra gira con Anke y Jacob.
Cashore me propuso una colaboración. El canal para el que trabajaba quería participar en nuestra nueva publicación, e incluso destinar algunos redactores que nos ayudarían en la redacción del material. Hablamos durante unas dos horas en un restaurante especializado en pescado de Isafjördur, en el que nos habíamos dado cita. Pero sus esfuerzos fueron en vano. Los demás interlocutores de los medios no querían que la CBC se llevara un trozo del pastel. Nuestros interlocutores de
Spiegel
no parecían demasiado molestos; fueron sobre todo los periodistas de habla inglesa los que tuvieron una reacción negativa. Julian me contó que le habían presionado.
En aquel momento, los medios en Alemania solo hablaban de un tema: la catástrofe en el festival Loveparade de Duisburgo, durante el cual diecinueve personas fueron aplastadas por las masas el día 24 de julio, y dos víctimas más murieron algunos días más tarde en el hospital, debido a las heridas sufridas.
Muy pronto nos llegaron numerosos documentos al respecto: los planos guardados bajo llave, los pactos internos y todos los detalles relativos a la seguridad y el proceso de autorización. El material colapsaba el servidor, ya que en muchos casos la información estaba repetida. Era como si la mitad del personal del Ayuntamiento de Duisburgo hubiera descubierto durante la noche su aspecto secreto de informante.
Aunque algunos
blog
s y otros medios ya habían publicado alguna información al respecto, éramos con toda seguridad los primeros que podíamos documentar ampliamente el trasfondo. Me sentía en la obligación de publicar todo aquello, sobre todo ahora que WikiLeaks había pasado a ser una plataforma con capacidad para garantizar que los documentos recibirían la atención necesaria. Por esa razón, durante las vacaciones en Islandia, dediqué algunas noches a prepararlo todo para la página web.
En nuestras vacaciones habíamos hecho una parada en un pueblecito llamado Holmavik, en el que no había mucho más que un museo de las brujas y una pequeña casa de huéspedes en una pendiente ventosa. Allí pasamos dos noches. Hasta las cinco de la madrugada estuve con Anke en la caótica sala, en la que se servía el desayuno, para ocuparme del incidente en Duisburgo.
A mi lado había una montaña de latas de cerveza vacías, de nuestros predecesores. Contra el frío me protegían unos gruesos calcetines y la ropa interior azul marino de lana de merino. Contra la débil conexión a Internet no se podía hacer nada, solo tener paciencia. Había examinado unos cuarenta documentos en distintas versiones, y tenía que volver a poner en marcha toda la cadena de producción. Además, los resúmenes y los artículos listos para su publicación todavía necesitaban una portada. Desde nuestro descanso obligado, solo habíamos publicado importantes filtraciones en páginas creadas expresamente para ello. La publicación relativa al festival Loveparade, el 20 de agosto, fue casi la primera filtración normal de WikiLeaks desde aquella pausa.
En aquel momento, hacía ya mucho tiempo que no publicábamos los documentos por orden de llegada, tal como deberíamos haber hecho según el principio en realidad establecido, sino que la mayoría debían esperar turno, mientras nos concentrábamos en los grandes escándalos. Julian había dado aquellas instrucciones. Y a pesar de haber mantenido vehementes discusiones al respecto, no hubo manera de hacerle cambiar de opinión. Por esa razón, se acumulaban algunas informaciones que me parecían relevantes.
Por ejemplo, habíamos guardado los correos electrónicos del NPD (Partido Nacional Demócrata de Alemania) de los últimos cuatro años. Facilité a un periodista algunos fragmentos para que pudiera hacerse una idea. Asimismo,
Spiegel
parecía tener en sus manos parte de aquel material, y ya habían preparado un artículo. Citaba parte de los correos electrónicos, así que la revista recibió un auto provisional de los abogados del partido. Aunque sería derogado posteriormente, la publicación de los correos electrónicos del NPD en WikiLeaks hubiera sido una buena oportunidad para poner de relieve nuestros puntos fuertes en comparación con los medios clásicos. En WikiLeaks no había ni siquiera un destinatario al que se le pudiera enviar un auto provisional.
Volvimos a Reikiavik un viernes. Enseguida entré en el
chat
y vi que había un problema. Uno de los técnicos, que como yo se había tomado unas vacaciones, había desaparecido. Solíamos cerciorarnos de que todos volvían sanos y salvos en la fecha prevista, de que nadie fuera detenido en la frontera o pudiera desaparecer. El técnico hacía nueve días que estaba fuera, cuando en un principio solo se había tomado tres días. Estábamos preocupados.
Antes de irnos a dormir cada noche en una cama distinta durante nuestro viaje, mi mujer le decía a nuestro hijo que nuestros sueños se harían realidad.
No sé si aquello tenía algún efecto en el niño de diez años; yo sí lo creía. Cuando la noche siguiente soñé que nuestro amigo había vuelto a casa ileso de su viaje aventurero, por la mañana me levanté con el convencimiento de que todo iría bien. Y así fue: entré en el
chat
y nuestro amigo volvía a estar allí. Pensé que todo había vuelto a la normalidad. Veinte minutos después descubrí en Internet la noticia de que se había dictado una orden de captura para Julian en Suecia. Supuestamente, había violado a dos mujeres.
En Suecia deben protegerse de la prensa las personas que son objeto de investigación. Con el fin de evitar perjuicios en la reputación de dichas personas, los medios no deben saber ni siquiera la edad de un sospechoso, y en ningún caso su nombre. El periódico sensacionalista sueco
Expressen
, que pertenece al grupo sueco Bonnier, contravino en este caso todas las reglas. Redactó un artículo sobre la investigación de la fiscalía del estado en el que figuraba su nombre completo. Julian estaba tan sorprendido como yo. La policía ni siquiera se había puesto en contacto con él, y se enteró de la noticia a través del periódico. Es algo que no le deseo a nadie.
Tuve la sensación de que Julian me había escuchado por primera vez desde hacía meses, aunque solo fuera por poco tiempo. Necesitaba mi consejo. Quería saber que todos estaban de su parte. Aunque posteriormente le recomendamos que buscase un lugar de retiro durante un tiempo, de inmediato le aseguramos que todos le apoyábamos y que no veíamos ninguna razón para dudar de su versión de los hechos.
Tras nuestro aislamiento en la naturaleza islandesa, nos esperaba el festival cultural anual de la capital. Era sábado y estaba todo lleno de gente. Los islandeses habían abarrotado las calles con puestos de comida, bebida y música, y por las principales avenidas se desarrollaba la maratón anual de Reikiavik. Birgitta leyó unos cuantos poemas ante la antigua prisión de la ciudad, y organizó una recogida de firmas contra la utilización de magma para la producción de energía. Dejé a Anke y Jacob en los tenderetes y me abrí paso como pude hasta la Hallgrímskirkja, una iglesia evangélica que recuerda un poco a la nave espacial
Ariane
lista para el despegue. Allí debía encontrarme con Ingi y Kristinn. Queríamos intercambiar información sobre la problemática actual.
Los dos islandeses me esperaban en la estatua de Leif Eriksson. Kristinn parecía tener la mirada perdida en otro sitio cuando te hablaba. Como si en el pasado hubiera tenido que presenciar algo horripilante, y desde entonces hubiera decidido no volver a mirar fijamente a nadie. Ingi estaba tras él, con los brazos cruzados. Ingi solía llevar pantalones y chalecos de estilo militar, y un viejo bolso de caballero.
Nos dirigimos al Museo Einar Jónsson. La colección de arte no nos interesaba en absoluto, pero aprovechamos el sinuoso itinerario para hablar; subimos una escalera, bajamos por el otro lado, pasamos por la derecha de la puerta giratoria, y dibujando un ocho volvimos a atravesar la sala situada a la izquierda para regresar al primer piso. Una puerta en la parte posterior del edificio daba paso al jardín de esculturas. Tal vez no hubiéramos dado esquinazo a nuestros posibles perseguidores, pero, en caso de haberlos, como mínimo estarían agotados.
Hicimos una breve pausa entre las figuras de bronce. Kristinn encendió un cigarrillo con la colilla del anterior. Vocalizaba de forma exagerada y me interrumpía con frecuencia. Había pasado mucho tiempo con Julian en Gran Bretaña y se contaba entre sus confidentes más próximos.
«¿Y ahora qué hacemos?», pregunté.
Kristinn me atravesó con su mirada vacía. Ingi nos observaba en silencio. Supe de inmediato que la gestión de nuestra crisis era pésima, si es que existía gestión, y que debíamos reunirnos urgentemente para tratar a fondo las cuestiones relativas a los cargos, las tareas y las estructuras. En el
chat
no podíamos solucionar nuestros problemas. Hacía tiempo que había insistido en la necesidad de una reunión del equipo básico.