Demian (18 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

BOOK: Demian
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Cuando volví al cabo de unas horas a casa, mojado y despeinado, el mismo Demian me abrió la puerta. Me condujo a su habitación; en el laboratorio ardía una llama de gas; había papeles en desorden. Parecía haber trabajado.

—Siéntate —me invitó—, estarás cansado. Ha hecho un tiempo horrible. Se ve que has dado un buen paseo. Ahora traen el té.

—Hoy sucede algo —comenté vacilante—, no puede ser sólo la pequeña tormenta. Me miró inquisitivamente:

— ¿Has visto algo?

—Sí. Vi durante un instante claramente una imagen en las nubes. —¿Qué imagen?

—Era un pájaro.

—¿El gavilán? ¿Seguro? ¿El pájaro de los sueños?

—Sí. Era mi gavilán. Era amarillo y gigantesco y desapareció volando en el cielo azul. Demian respiró hondamente.

Llamaron a la puerta. La vieja criada trajo el té.

—Sírvete, Sinclair, por favor. No has visto el pájaro por casualidad, ¿verdad? —¿Por casualidad? ¿Se ven acaso esas cosas por casualidad? —No. Significa algo. ¿Sabes qué?

—No. Presiento que significa conmoción, un paso adelante en el destino. Creo que nos atañe a todos.

Demian paseaba agitado de un lado a otro.

—Un paso en el destino —exclamó—. Lo mismo he soñado yo esta noche; y mi madre tuvo ayer un presentimiento que le decía lo mismo. Yo he soñado que subía por una escalera, a lo largo de un tronco o de una torre. Al llegar arriba vi el país en llamas; era una gran llanura con ciudades y pueblos. Aún no te lo puedo explicar del todo, no lo veo muy claro.

—¿Y ese sueño lo refieres a ti? —pregunté.

—¿A mí? Pues claro. Nadie sueña cosas que no se refieren a él. Pero no me atañe a mi solo, tienes razón. Yo distingo bien los sueños que me anuncian movimientos de mi alma y los otros, muy raros, en los que se presagia el destino de toda la humanidad. He tenido pocas veces sueños de éstos, y nunca uno del que pudiera decir que ha sido una profecía y que se haya cumplido. Las interpretaciones son demasiado vagas. Pero de una cosa sí estoy seguro. He soñado algo que no sólo me atañe a mí. Porque es semejante a otros sueños antiguos que he tenido y de los que es continuación. De éstos, Sinclair, brotan los presentimientos, de que ya te he hablado. Que nuestro mundo está corrupto, ya lo sabemos; esto no seria un motivo suficiente para profetizarle su destrucción o algo parecido. Pero desde hace varios años he tenido sueños de los que he sacado la conclusión o el presentimiento —o como quieras llamarlo— que me hacen intuir que se acerca la destrucción de un mundo viejo. Primero fueron atisbos imprecisos y lejanos; pero cada vez se han ido haciendo más concisos y potentes. Aún no sé más que se avecina algo grande y terrible que me concierne. Sinclair, vamos a vivir lo que hemos discutido más de una vez. El mundo quiere renovarse. Huele a muerte. No hay nada nuevo sin la muerte. Es más terrible de lo que yo había pensado.

Le miré aterrado.

—¿No me puedes contar el final de tu sueño? —pregunté tímidamente. Sacudió la cabeza.

—No.

La puerta se abrió y entró Frau Eva.

—¿Qué hacéis ahí? ¡No iréis a estar tristes!

Tenía un aspecto fresco y nada fatigado. Demian le sonrió y ella se acercó a nosotros como la madre a los niños asustados.

—Tristes, no, madre; sólo hemos meditado un poco sobre los nuevos signos. Pero no tienen que preocuparnos. Lo que tenga que venir, vendrá de pronto; y entonces sabremos lo que necesitamos saber.

Me sentía muy mal; y cuando me despedí y atravesé solo el salón, el perfume de los jacintos me pareció marchito, insípido y fúnebre. Una sombra se había cernido sobre nosotros.

8. El principio del fin

Conseguí quedarme aún durante el verano en H. En vez de permanecer en la casa, pasábamos el día en el jardín, junto al río. El japonés, que por cierto había perdido la pelea con Demian, se había marchado; también el discípulo de Tolstoi faltaba. Demian tenía ahora un caballo y salía a montar todos los días con asiduidad. Yo estaba a menudo con su madre, a solas.

A veces me asombraba la paz de mi vida. Estaba tan acostumbrado a estar solo, a renunciar, a debatirme trabajosamente con mis penas, que estos meses en H. me parecían una isla de ensueño en la que me estaba permitido vivir tranquilo y como hechizado entre cosas y sentimientos bellos y agradables. Sentía que aquello era el preludio de la nueva comunidad superior en que nosotros pensábamos. Pero poco a poco me fue invadiendo la tristeza ante tanta felicidad, pues comprendía que no podía ser duradera. No me estaba concedido vivir en la abundancia y el placer; mi destino, era la pena y la inquietud. Sabía que un día despertaría de aquellos hermosos sueños de amor y volvería a estar solo, completamente solo en el mundo frío de los demás, donde me esperaba la soledad y la lucha, y no la paz y la concordia.

Entonces me acercaba con ternura redoblada a Frau Eva, dichoso de que mi destino aún tuviera aquellos hermosos y serenos rasgos. Las semanas de verano pasaron rápida y ligeramente. El semestre se aproximaba a su fin. La despedida era inminente; no debía pensar en ella y tampoco lo hacía, disfrutando, por el contrario, de los maravillosos días como la mariposa de la flor. Aquello había sido mi época de felicidad, la primera realización plena de mi vida y mi acogida en aquella unión; ¿qué vendría después? Tendría que volver a luchar, a sufrir nostalgias, a estar solo.

En uno de aquellos días sentí con tanta fuerza este presentimiento que mi amor a Frau Eva ardió, de pronto, en llamas dolorosas. ¡Dios mío, qué pronto dejaría de verla, de oír su paso firme y bueno por la casa, de encontrar sus flores sobre mi mesa! ¿Qué había conseguido? ¡Había soñado y me había mecido en aquel bienestar, en vez de luchar por ella y atraerla a mí para siempre! Todo lo que ella me había dicho hasta aquel momento sobre el verdadero amor me vino a la memoria: mil palabras sutiles levemente amonestadoras, mil llamadas veladas, quizá promesas. ¿Qué había hecho yo con ellas? ¡Nada! ¡Nada!

Me planté en medio de mi habitación, concentré toda mi conciencia y pensé en Frau Eva. Quería concentrar las fuerzas de mi alma para hacerle sentir mi amor, para atraerla hacia mí. Tenía que venir y desear mi abrazo; mi beso tenía que explorar insaciable sus labios maduros de amor.

Permanecí en tensión hasta que empecé a quedarme frío desde las puntas de los dedos. Sentía que irradiaba fuerza. Por un momento algo se contrajo fuerte e intensamente en mi interior, algo claro y frío. Tuve por un momento la sensación de llevar un cristal en el corazón y supe que aquello era mi yo. El frío me inundó el pecho.

Al despertar del tremendo esfuerzo, noté que algo se acercaba. Estaba muy fatigado, pero dispuesto a ver entrar a Frau Eva en la habitación, ardiente y radiante.

Se oyó el galope de un caballo a lo largo de la calle, sonó cercano y duro, cesó de pronto. Me precipité a la ventana. Abajo Demian bajaba de su caballo. Bajé corriendo:

—¿Qué sucede, Demian? ¿No le habrá pasado nada a tu madre?

No escuchó mis palabras. Estaba muy pálido y el sudor le corría a ambos lados de la frente, sobre las mejillas. Ató las riendas de su caballo sudoroso a la verja del jardín, me cogió del brazo y echó a andar conmigo calle abajo.

—¿Sabes ya lo que ha pasado?

Yo no sabía nada.

Demian me apretó el brazo y volvió el rostro hacia mí con una extraña mirada, oscura y compasiva.

—Si, amigo, la cosa va a estallar. Ya sabes que hay graves tensiones con Rusia... —¡Qué! ¿Hay guerra? Nunca creí que fuera a ocurrir.

Demian hablaba muy bajo, aunque no había nadie en los alrededores.

—Aún no se ha declarado. Pero hay guerra. Seguro. Desde aquel día no te he vuelto a molestar con mis visiones, pero ya he tenido tres nuevos avisos. Así que no será el fin del mundo, ni un terremoto, ni una revolución. Será la guerra. ¡Ya verás qué impacto! La gente estará entusiasmada, todos están deseando empezar a matar. Tan insípida les resulta la vida. Pero verás, Sinclair, cómo esto es sólo el principio. Seguramente será una gran guerra, una guerra monstruosa. Pero también será sólo el principio. Lo nuevo empieza, y lo nuevo será terrible para los que están apegados a lo viejo. ¿Qué vas a hacer?

Yo estaba consternado; todo aquello me sonaba extraño e inverosímil. —No sé. ¿Y tú?

Se encogió de hombros.

—En cuanto movilicen, me incorporaré. Soy oficial.

—¿Tú? ¡No lo sabía!

—Si. Fue una de mis adaptaciones. Ya sabes que nunca me gusto llamar la atención y que siempre me he esforzado en ser correcto. Creo que dentro de ocho días estaré en el frente.

—¡¡Dios mío!!

—No tienes que tomarlo por la tremenda. En el fondo no me va a hacer ninguna gracia ordenar que disparen sobre seres vivos, pero eso no tiene importancia. Ahora todos entraremos en la gran rueda. Tú también. Te llamarán a filas.

—¿Y tu madre, Demian?

Ahora volví a acordarme de lo que había pasado un cuarto de hora antes. ¡Cómo se había transformado el mundo! Había concentrado todas mis fuerzas para conjurar la imagen más dulce; y ahora, de pronto, el destino me salía al encuentro tras una máscara amenazadora y terrible.

—¿Mi madre? ¡Ah! Por ella no tenemos que preocuparnos. Está segura, más segura que nadie en este momento sobre el planeta. ¿Tanto la quieres? —¿Lo sabias, Demian?

Se rió alegre y abiertamente.

—¡Eres un niño! Claro que lo sabía. Nadie ha llamado aún a mi madre Frau Eva sin quererla. A todo esto, ¿qué ha sucedido? Nos has llamado a ella o a mí, ¿verdad? —Sí, he llamado... he llamado a Frau Eva.

—Ella lo ha notado. De pronto me mandó marchar, me dijo que tenía que venir a verte. Acababa de contarle las noticias de Rusia.

Volvimos y ya no hablamos más. Demian soltó su caballo y monto.

En mi cuarto me di cuenta de lo agotado que estaba por las noticias de Demian, pero aún más por el esfuerzo anterior; ¡Frau Eva me había oído! ¡La había alcanzado con mis pensamientos en medio del corazón! Hubiera venido ella misma... si no... ¡Qué extraño y qué hermoso era todo en el fondo! Y ahora vendría la guerra. Ahora sucedería lo que habíamos discutido tantas y tantas veces. Y Demian había intuido lo que estaba pasando. ¡Qué extraño! El raudal de la vida ya no pasaría delante de nosotros, sino por nuestros corazones. Aventuras y violencias nos llamarían; y ahora o muy pronto llegaría el momento en que el mundo que quería transformarse nos necesitaba. Demian tenía razón; no se podían tomar las cosas por la tremenda. Lo único que resultaba curioso era que yo iba a compartir con los demás un asunto tan individual como el destino. ¡Pero, adelante! Estaba preparado. Por la noche, al pasear por la ciudad, la excitación bullía por todos los rincones. Por todas partes una palabra: «¡Guerra!» Fui a casa de Frau Eva y cenamos en el jardín. Yo era el único invitado. Nadie habló ni una palabra sobre la guerra. Más tarde, antes de despedirme, Frau Eva me dijo:

—Querido Sinclair, me ha llamado usted hoy. Ya sabe por qué no he acudido. Pero no lo olvide; ahora conoce usted la llamada y siempre que necesite usted a alguien que lleve el estigma, llame usted.

Se levantó y echó a andar delante de nosotros por la oscuridad del jardín. Alta y majestuosa caminaba, enigmática, entre los árboles silenciosos, mientras brillaban sobre su cabeza, pequeñas y delicadas, millares de estrellas.

Llegó el final. Las cosas siguieron un curso rápido. Pronto estalló la guerra y Demian partió hacia el frente, muy extraño con su uniforme y su capote gris. Yo acompañé a su madre a casa. Pronto me despedí también yo de ella. Me besó en los labios y me apretó un momento contra su pecho, mientras sus grandes ojos refulgían cercanos y firmes en los míos.

Todos los hombres estaban hermanados. Hablaban de la patria y el honor; pero era el destino al que por un instante todos miraban al rostro desnudo. Hombres jóvenes salían de los cuarteles y subían a los trenes; y en muchos rostros vi el estigma, no el nuestro, una señal hermosa y honorable que significaba amor y muerte. También a mí me abrazaron gentes a las que no había visto nunca; yo lo comprendía y les correspondía gustoso. Era una embriaguez la que les impulsaba, no una aceptación del destino; pero era una embriaguez sagrada y provenía de la breve y definitiva confrontación con el destino.

Era ya casi invierno cuando llegué al frente.

Al principio, a pesar de la impresión que me causaron los tiroteos, estaba decepcionado. Siempre me había preguntado por qué tan pocos hombres vivían por un ideal. Ahora descubrí que muchos, casi todos los hombres, eran capaces de morir por un ideal; pero tenía que ser un ideal colectivo y transmitido, y no personal, y libremente elegido.

Con el tiempo vi que había subestimado a los hombres. A pesar de que el servicio y el peligro compartido les igualaba, vi a muchos, vivos y moribundos, acercarse gallardamente al destino. Muchos tenían, no sólo durante el ataque sino siempre, esa mirada firme, lejana y un poco obsesionada que nada sabe de metas y que significa la entrega total a lo monstruoso. Creyeran u opinaran lo que fuera, estaban dispuestos, eran utilizables, de ellos se podría formar el futuro. No importaba que el mundo se obstinara rígidamente en los viejos ideales de la guerra, en el heroísmo y el honor, ni que las voces de aparente humanidad sonaran tan lejanas e inverosímiles: todo ello se quedaba en la superficie, al igual que la cuestión de los fines exteriores y políticos de la guerra. En el fondo había algo en gestación. Algo como una nueva humanidad. Porque había muchos —más de uno murió a mi lado— que habían comprendido que el odio, la ira, el matar y aniquilar no estaban unidos al objeto de la guerra. No, el objeto y los objetivos eran completamente casuales. Los sentimientos primitivos, hasta los más salvajes, no estaban dirigidos al enemigo; su acción sangrienta era sólo reflejo del interior, del alma dividida, que necesitaba desfogarse, matar, aniquilar y morir para poder nacer. Un pájaro gigantesco luchaba por salir del cascarón; el cascarón era el mundo y el mundo tenía que caer hecho pedazos.

Una noche de primavera yo hacía guardia delante de una granja que habíamos ocupado. Un viento flojo soplaba en ráfagas caprichosas; por el alto cielo de Flandes corrían ejércitos de nubes entre las que se asomaba la luna. Había estado muy inquieto todo el día por algo que me preocupaba. Ahora, en mi puesto oscuro, pensaba intensamente en las imágenes gigantescas y oscilantes, pensaba con fervor en las imágenes que constituían mi vida, en Frau Eva, en Demian. Apoyado contra un álamo contemplaba el cielo inquieto en el que las manchas claras, misteriosamente dinámicas, se transformaban en grandes y palpitantes secuencias de imágenes. Sentía, por la extraña intermitencia de mi pulso, por la insensibilidad de mi piel al viento y a la lluvia, por la luminosa claridad interior, que cerca de mí había un guía.

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