Estaba yo muy lejos de Herodoto y del colegio cuando de pronto la voz del doctor Follen me traspasó la conciencia como un rayo y me despertó sobresaltado. Oí su voz: se encontraba muy cerca de mí, y casi creía que había pronunciado mi nombre. Pero no se fijaba en mí. Respiré aliviado.
Entonces volví a oír su voz, que pronunciaba claramente una palabra: «Abraxas».
El profesor prosiguió su explicación, cuyo comienzo se me había escapado: «No debemos imaginarnos que las doctrinas de aquellas sectas y comunidades místicas de la Antigüedad eran tan ingenuas como parecen desde el punto de vista de una interpretación racionalista. La Antigüedad no conocía el concepto de la ciencia, en el sentido actual. En cambio, había una actividad muy desarrollada en el campo de las verdades filosófico-místicas. En parte esto degeneraba en magia y superficialidad, que seguramente condujeron más de una vez a engaños y crímenes. Pero también la magia tenía un origen noble y pensamientos profundos, como la doctrina de Abraxas, que puse antes como ejemplo. Se cita este nombre en relación con fórmulas mágicas griegas y se le considera a menudo el nombre de un hechicero, al estilo de los que hoy tienen los pueblos salvajes. Pero parece que Abraxas significa mucho más. Podemos pensar que es el nombre de un dios que tiene la función simbólica de unir lo divino y lo demoníaco.»
El pequeño y sabio profesor siguió hablando, suave e insistentemente, mientras nadie le hacía mucho caso. Como el nombre no volvió a aparecer, mi atención volvió a concentrarse en mis propios pensamientos.
«Unir lo divino y lo demoníaco», resonaba aún en mi mente. Aquí podía yo empalmar mis reflexiones; el tema me resultaba familiar por las conversaciones que había tenido con Demian en el último tiempo de nuestra amistad. Demian había dicho que venerábamos a un Dios que representaba sólo a una mitad del mundo arbitrariamente separada —el mundo oficial, permitido, «claro»—, pero que se debería llegar a poder venerar la totalidad del mundo; por lo tanto, había que tener un dios que fuera a la vez demonio o había que instaurar junto al culto de dios un culto al diablo. Ahora resultaba que Abraxas era el dios que reunía en sí a Dios y al diablo.
Durante un tiempo intenté con mucho empeño seguir la pista, pero no avanzaba nada. Estuve incluso revolviendo toda una biblioteca en busca de Abraxas. Sin embargo, mi carácter no estuvo nunca muy inclinado a este método de búsqueda directa y consciente, en la que uno, de momento, se encuentra solo con verdades que son como piedras en la mano.
La imagen de Beatrice, que tanto y tan intensamente me había ocupado, se fue perdiendo lentamente, alejándose de mí, acercándose más y más al horizonte, haciéndose borrosa, lejana, pálida. Ya no satisfacía a mi alma.
La extraña existencia que yo llevaba, ensimismado como un sonámbulo, empezó a tomar un rumbo distinto. El deseo de vivir floreció en mí, o más bien el deseo de amor; el instinto sexual, que durante un tiempo se había disuelto en la adoración de Beatrice, reclamaba nuevas imágenes y metas. Seguía sin permitirme ninguna satisfacción; y más que nunca me era imposible engañar mi deseo y esperar algo de las muchachas con las que mis amigos buscaban su felicidad. Empecé a soñar otra vez; y más aun durante el día que durante la noche. Imágenes, ideas, deseos brotaban en mí y me apartaban del mundo exterior, hasta el punto de tener un trato más verdadero y vivo con los sueños, con las imágenes y sombras, que con el mundo verdadero que me rodeaba.
Un sueño determinado, un juego de la fantasía que aparecía una y otra vez, cobró una significación especial. Este sueño, el más importante y perdurable de mi vida, era aproximadamente así: yo regresaba a mi casa sobre el portal relucía el pájaro amarillo sobre fondo azul y mi madre salía a mi encuentro; pero al entrar y querer abrazarla no era ella sino una persona que yo no había visto nunca, alta y fuerte, parecida a Max Demian y al retrato que yo había dibujado pero algo distinta y, a pesar de su aspecto impresionante, totalmente femenina. Esta figura me atraía hacia sí y me acogía en un abrazo amoroso, profundo y vibrante. El placer y el espanto se mezclaban; el abrazo era culto divino y a la vez crimen. En el ser que me estrechaba anidaban demasiados recuerdos de mi madre, demasiados recuerdos de mi amigo Demian. Su abrazo atentaba contra las leyes del respeto; y, sin embargo, era pura bienaventuranza. Muchas veces me despertaba con un profundo sentimiento de felicidad; otras, con miedo mortal y conciencia atormentada, como si despertara de un terrible pecado.
Poco a poco, y de manera inconsciente, se fue estableciendo una relación entre estas imágenes íntimas y la indicación que me había llegado del exterior sobre el dios que debía buscar. La relación se fue haciendo cada vez más estrecha y más profunda y comencé a darme cuenta de que en mi sueño invocaba a Abraxas. Placer mezclado con espanto, hombre y mujer entrelazados, lo más sagrado junto a lo más horrible, la culpa más negra palpitando bajo la más tierna inocencia: así era mi sueño de amor, así era también Abraxas. El amor ya no era un oscuro instinto animal, como, aterrado, lo había sentido yo al principio: ni tampoco era la piadosa adoración que había ofrendado a la figura de Beatrice. Eran las dos cosas, esas dos cosas y muchas más: ángel y demonio, hombre y mujer, hombre y animal, bien supremo y hondo mal. Pensé que estaba predestinado a vivir aquello, que mi destino era probarlo. Sentía deseos y miedo; pero siempre lo tenía presente, dominante.
En la primavera siguiente iba a dejar el colegio para ir a la universidad, aunque todavía no sabía a cuál ni tampoco a que facultad. Sobre mi labio superior crecía un pequeño bigote; ya era un hombre hecho y derecho y, sin embargo, estaba completamente desorientado. Sólo había una cosa segura en mí: la voz de mi interior, mi sueño. Sentía el deber de seguir ciegamente sus imperativos, aunque me costaba mucho esfuerzo y me revelaba a diario contra ellos «¿Quizás estoy loco? —pensaba muy a menudo—, ¿quizá no soy como los demás hombres?» Sin embargo, era capaz de hacer todo lo que hacían los demás. Con un poco de aplicación y trabajo podía leer a Platón, resolver problemas de trigonometría o seguir un análisis químico. Pero había una cosa de la que no era capaz: arrancar la meta vital que se ocultaba oscuramente en mi interior y plasmarla ante mis ojos, como lo hacían todos aquellos que sabían perfectamente que iban a ser profesor o juez, médico o artista, cuánto tardarían en llegar y qué ventajas tendrían. Yo no podía. Quizá también llegaría yo un día a algo; pero ¿cómo iba a saberlo? Quizá tuviese que buscar y buscar durante años, sin llegar a nada, sin alcanzar ninguna meta. Quizá llegase a una meta, pero a una meta horrible, peligrosa y mala. Yo sólo intentaba vivir lo que pugnaba por salir de mí mismo; ¿por qué resultaba tan difícil?
Muchas veces intenté pintar la poderosa imagen amorosa de mi sueño, pero nunca lo conseguí. De haberlo logrado, se la hubiera enviado a Demian. ¿Dónde estaba? No lo sabía. Sólo sabía que estaba unido a mí. ¿Cuándo volvería a verle?
La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.
Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.
Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.
En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.
En mis paseos por la ciudad había oído una o dos veces música de órgano en una pequeña iglesia de las afueras, pero nunca me había detenido a escucharla. Al volver a pasar por allí, me paré a oír aquella música y reconocí que era de Bach. Me acerqué a la puerta, que encontré cerrada; y como la calleja estaba casi desierta, me senté en un poyo junto a la iglesia, me subí el cuello del abrigo y me puse a escuchar. El órgano no era grande pero sonaba bien y alguien tocaba de una manera muy especial, con una expresión muy personal de voluntad e insistencia que sonaba como una oración. Tuve la sensación de que quien tocaba sabía que la música guardaba un tesoro y se esforzaba, afanaba y preocupaba por él como si se tratara de su propia vida. Técnicamente no entiendo mucho de música; pero desde muy niño he comprendido instintivamente esta expresión del alma y he sentido siempre la música como la cosa más natural en mí.
El músico tocó después algo más moderno; podía ser de Reger. La iglesia estaba casi oscura y sólo salía un suave fulgor a través de la ventana más cercana. Esperé a que la música terminara y paseé un rato de arriba abajo hasta que vi salir al organista. Era un hombre aún joven pero mayor que yo, fuerte y achaparrado. Echó a andar con pasos rápidos, enérgicos, un poco violentos, y desapareció.
Desde aquel día me pasé más de un atardecer sentado delante de la iglesia o paseando de arriba abajo. Una vez encontré la puerta abierta y estuve media hora sentado en un banco, tiritando de frío pero muy feliz, mientras el organista tocaba arriba, alumbrado por una pálida luz de gas. En su música no sólo le oía a él; me parecía que todo lo que tocaba estaba relacionado entre sí, que formaba un conjunto misterioso. Reflejaba fe, entrega y piedad; pero no la de los beatos y los curas, sino la de los peregrinos y mendigos del Medievo; piedad unida a una entrega absoluta a un sentimiento de la vida que sobrepasa a todas las confesiones. Los maestros anteriores a Bach y los antiguos italianos eran interpretados con devoción. Y todos decían lo mismo, todos expresaban lo que el músico llevaba en el alma: nostalgia, profunda comprensión del mundo y vehemente separación de él, ardiente preocupación por la propia alma oscura, exaltación de la entrega y profunda curiosidad por lo maravilloso.
Un día seguí disimuladamente al organista a la salida de la iglesia y le vi entrar en una pequeña taberna, muy lejos ya, en las afueras de la ciudad. No pude resistir la tentación y entré tras él. Le vi por primera vez claramente. Estaba sentado en un rincón del pequeño local, con un sombrero negro en la cabeza y una jarra de vino delante. Su rostro era como yo me había imaginado. Era feo y un poco salvaje, inquieto e intenso, terco y voluntarioso; alrededor de la boca, sin embargo, tenía un gesto blando e infantil. La virilidad y la fuerza se hallaban concentradas en los ojos y la frente; la parte inferior del rostro era suave e inacabada, incontrolada y hasta blanda; la barbilla, llena de indecisión formaba un contraste adolescente con la frente y la mirada. Me gustaban mucho los ojos castaños, llenos de orgullo y hostilidad. Sin decir nada me senté frente a él. No había nadie más en la taberna. Me lanzó una mirada fulminante como si quisiera echarme. Yo no me inmuté y seguí mirándole hasta que masculló irritado:
—¿Por qué me mira tan fijamente? ¿Quiere algo de mí?
—No quiero nada de usted —respondí—, ya me ha dado usted mucho. Arrugó la frente.
—¿Es usted melómano? La melomanía me parece estúpida. No me dejé intimidar.
—Le he estado escuchando muchas veces, en la iglesia de las afueras —dije—. Desde luego, no quiero molestarle. Pensé que encontraría en usted algo, algo especial, no sé bien qué. Pero no me haga caso. Puedo seguir escuchándole en la iglesia.
—Siempre cierro con llave.
—El otro día se olvidó de hacerlo y estuve dentro. Otras veces suelo quedarme fuera, sentado en el poyo.
—¿Ah sí? La próxima vez puede entrar; hace más calor dentro. No tiene más que llamar a la puerta. Pero con fuerza, y no mientras yo esté tocando. Y ahora, ¿qué es lo que me quería decir? Es usted joven, probablemente un colegial o estudiante. ¿Es usted músico?
—No. Me gusta la música, pero sólo como la que usted toca; música absoluta, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno. Creo que me gusta tanto la música porque es poco moral. Todo lo demás lo es; y yo busco algo que no lo sea, la moral hace sufrir. No sé explicarme bien. ¿Sabe usted que tiene que haber un Dios que sea Dios y demonio a un tiempo? He oído decir que existe uno.
El músico echó hacia atrás el sombrero de ala ancha y se sacudió el pelo oscuro de la amplia frente. Me miró atentamente por encima de la mesa con el rostro inclinado hacia mí.
En voz baja y tensa preguntó:
—¿Cómo se llama ese dios que usted dice?
—Por desgracia no sé apenas nada de él; en realidad, sólo el nombre. Se llama Abraxas.