Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, íbamos a empezar con sus semejantes, cuando sonó la campanilla del jardín. Fuimos a abrir; era mi madre. Me pareció que estaba más bonita que nunca, y con ella llegaba un caballero de hermosas patillas y cabello negros, a quien ya conocía por habernos acompañado a casa desde la iglesia el domingo anterior.
Cuando mi madre se detuvo en la puerta para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero dijo que yo tenía más suerte que un rey (o algo parecido) pues me temo que mis reflexiones ulteriores me ayuden en esto.
—¿Qué quiere decir? —pregunté por encima del hombro de mi madre.
El caballero me acarició la cabeza, pero no sé por qué no me gustaban ni él ni su voz profunda, y tenía como celos de que su mano tocara la de mi madre mientras me acariciaba. Le rechacé lo más fuerte que pude.
—¡Oh Davy! —me reprochó mi madre.
—¡Querido niño! —dijo el caballero, ¡No me sorprende su adoración!
Nunca había visto un color tan hermoso en el rostro de mi madre.
Me regañó dulcemente por mi brusquedad, y estrechándome entre sus brazos, daba las gracias al caballero por haberse molestado en acompañarla. Mientras hablaba le tendió la mano, y mientras se la estrechaba me miraba.
—Dame las buenas noches, hermoso —dijo el caballero, después de inclinarse (¡yo lo vi!) a besar la mano de mi madre.
—¡Buenas noches! —dije.
—Ven aquí. Tenemos que ser los mejores amigos del mundo —insistió riendo—; dame la mano.
Mi madre tenía entre las suyas mi mano derecha y yo le tendí la otra.
—¡Cómo! Ésta es la mano izquierda, Davy —dijo él riendo.
Mi madre le tendió mi mano derecha; pero yo había resuelto no dársela, y no se la di. Le alargué la otra, que él estrechó cordialmente, y diciendo que era un buen chico, se marchó.
Un momento después le vi volverse en la puerta del jardín y lanzarnos una última mirada (antes de que la puerta se cerrase) con sus ojos oscuros, de mal agüero.
Peggotty, que no había dicho una palabra ni movido un dedo, cerró instantáneamente los cerrojos, y entramos todos en el gabinete. Mi madre, contra su costumbre, en lugar de sentarse en la butaca junto al fuego, permaneció en el otro extremo de la habitación canturreando para sí.
—Espero que haya pasado usted una velada agradable —dijo Peggotty, tiesa como un palo en el centro de la habitación y con un palmatoria en la mano.
—Sí, Peggotty, muchas gracias —respondió mi madre con voz alegre—. He pasado una velada muy agradable.
—Una persona nueva es siempre un cambio muy agradable —insistió Peggotty.
—Naturalmente, es un cambio muy agradable —contestó mi madre.
Peggotty continuó inmóvil en medio de la habitación, y mi madre reanudó su canto. Yo me dormí, aunque no con un sueño profundo, pues me parecía oír sus voces, pero sin entender lo que decían. Cuando me desperté de aquella desagradable modorra, me encontré a Peggotty y a mamá hablando y llorando.
—No es una persona así la que le hubiera gustado a míster Copperfield —decía Peggotty—; se lo repito y se lo juro.
—¡Dios mío! —exclamó mi madre—. ¿Quieres volverme loca? En mi vida he visto a nadie ser tratado con tanta crueldad por sus criados. Además, hago una injusticia si me considero una niña. ¿No he estado casada, Peggotty?
—Dios sabe que sí, señora —respondió Peggotty.
—¿Y cómo eres capaz, Peggotty —dijo mi madre—, cómo tienes corazón para hacerme tan desgraciada, diciéndome cosas tan amargas, sabiendo que fuera de aquí no tengo a nadie que me consuele?
—Razón de más —repuso Peggotty— para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser. De ninguna manera debe usted hacerlo. ¡No!
Pensé que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del énfasis con que la movía.
—¿Cómo puedes ofenderme así y hablar de una manera tan injusta? —gritó mi madre llorando más que antes—. ¿Por qué te empeñas en considerarlo como cosa decidida, Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la más corriente cortesía? Hablas de admiración. ¿Y qué voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la siente, ¿tengo yo la culpa? ¿Puedo hacer yo algo, te pregunto? Tú querrías que me afeitase la cabeza y me ennegreciera el rostro, o que me desfigurase con una quemadura, un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearías, Peggotty; estoy segura de que te daría una gran alegría.
Me pareció que Peggotty tomaba muy a pecho la reprimenda.
—Y mi niño, mi hijito querido —continuó mi madre, acercándose a la butaca en que yo estaba tendido y acariciándome—, ¡mi pequeño Davy! ¡Pretender que no quiero a mi mayor tesoro! El mejor compañero que haya existido jamás.
—Nadie ha insinuado semejante cosa —dijo Peggotty.
—Sí, Peggotty —replicó mi madre—; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que únicamente por él no me he comprado el mes pasado una sombrilla nueva, a pesar de que la verde está completamente destrozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, ¡no puedes negarlo!
Y volviéndose cariñosamente hacia mí, apretando su mejilla contra la mía:
—¿Soy una mala madre para ti, Davy? ¿Soy una madre mala, egoísta y cruel? Di que lo soy, hijo mío; di que sí, y Peggotty lo querrá; y el cariño de Peggotty vale mucho más que el mío, Davy. Yo no te quiero nada, ¿verdad?
Entonces nos pusimos los tres a llorar. Creo que yo era el que lloraba más fuerte; pero estoy seguro de que todos lo hacíamos con sinceridad. Yo estaba verdaderamente destrozado, y temo que en los primeros arrebatos de mi indignada ternura llamé a Peggotty bestia. Aquella excelente criatura estaba en la más profunda aflicción, lo recuerdo, y estoy casi seguro de que en aquella ocasión su vestido debió de quedarse sin un solo botón, pues saltaron por los aires cuando después de reconciliarse con mi madre se arrodilló al lado del sillón para reconciliarse conmigo.
Nos fuimos a la cama muy deprimidos. Mis sollozos me desvelaron durante mucho tiempo; y cuando un sollozo más fuerte me hizo incorporarme en la cama, me encontré a mi madre sentada a los pies e inclinada hacia mí. Me arrojé en sus brazos y me dormí profundamente.
No sé si fue al siguiente domingo cuando volví a ver al caballero aquel, o si pasó más tiempo antes de que reapareciese; no puedo recordarlo, y no pretendo determinar fechas; pero sé que volví a verlo en la iglesia y que después nos acompañó a casa. Además, entró para ver un hermoso geranio que teníamos en la ventana del gabinete. No me pareció que se fijara mucho en el geranio; pero antes de marcharse le pidió a mi madre una flor. Mi madre le dijo que cortara él mismo la que más le gustase; pero él se negó, no comprendí por qué, y entonces mi madre, arrancando una florecita, se la dio. Él dijo que nunca, nunca, se separaría de ella; y yo pensé que debía de ser muy tonto, puesto que no sabía que al día siguiente estaría marchita.
Por aquella época, Peggotty empezó a estar menos con nosotros por las noches. Mi madre la trataba con mucha deferencia (más que de costumbre me parecía a mí), y los tres estábamos muy amigos, pero había algo distinto que nos hacía sentir violentos cuando nos reuníamos. Algunas veces yo pensaba que a Peggotty no le gustaba que mi madre luciera todos aquellos trajes tan bonitos que tenía guardados, ni que fuera tan a menudo a casa de la misma vecina; pero no lograba comprender por qué.
Poco a poco llegué a acostumbrarme a ver al caballero de las patillas negras. Seguía sin gustarme más que al principio y continuaba sintiendo los mismos celos, aunque sin más razón para ello que una instintiva antipatía de niño y un vago sentimiento de que Peggotty y yo debíamos bastar a mi madre sin ayuda de nadie; pero seguramente, de haber sido mayor, no hubiera encontrado estas razones, ni siquiera nada semejante. Podía observar pequeñas cosas; pero formar con ellas un todo era un trabajo que estaba por encima de mis fuerzas.
Una mañana de otoño estaba yo con mi madre en el jardín, cuando míster Murdstone (entonces ya sabía su nombre) pasó por allí a caballo. Se detuvo un momento a saludar a mi madre, y dijo que iba a Lowestolf, donde tenía unos amigos, dueños de un yate, y me propuso muy alegremente llevarme con él montado en la silla si me gustaba el paseo.
Era un día tan claro y alegre, y el caballo, mientras piafaba y relinchaba a la puerta del jardín, parecía tan gozoso al pensar en el paseo, que sentí grandes deseos de acompañarlos.
Subí corriendo a que Peggotty me vistiera. Entre tanto, míster Murdstone desmontó, y con las bridas del caballo debajo del brazo se puso a pasear lentamente por el otro lado del seto, mientras mi madre le acompañaba, paseando también lentamente, por dentro del jardín. Me reuní con Peggotty y los dos nos pusimos a mirar desde la ventana de mi cuarto. Recuerdo muy bien lo cerca que parecían examinar el seto que había entre ellos mientras andaban; y también que Peggotty, que estaba de muy buen humor, pasó en un momento a todo lo contrario, y comenzó a peinarme de un modo violento.
Pronto estuvimos míster Murdstone y yo trotando a lo largo del verde seto por el lado del camino. Me sostenía cómodamente con un brazo; pero yo no podía estarme tan quieto como de costumbre, y no dejaba de pensar a cada momento en volver la cabeza para mirarle. Míster Murdstone tenía una clase de ojos negros «vacíos». No encuentro otra palabra para definir esos ojos que no son profundos, en los que no se puede sumergir la mirada y que cuando se abstraen parece, por una peculiaridad de luz, que se desfiguran por un momento como una máscara. Varias de las veces que le miré le encontré con aquella expresión, y me preguntaba a mí mismo, con una especie de terror, en qué estaría pensando tan abstraído.
Vistos así de cerca, su pelo y sus patillas me parecieron más negros y más abundantes;.nunca hubiera creído que fueran así. La parte inferior de su rostro era cuadrada; esto y la sombra de su barba, muy negra, que se afeitaba cuidadosamente todos los días, me recordaba una figura de cera que habían recibido haría unos seis meses en nuestra vecindad. Sus cejas, muy bien dibujadas, y el brillante colorido de su cutis (al diablo su cutis y al diablo su memoria), me hacían pensar, a pesar de mis sentimientos, que era un hombre muy guapo. No me extraña que mi pobre y querida madre pensara lo mismo.
Llegamos a un hotel a orilla del mar, donde encontramos a dos caballeros fumando en una habitación. Cada uno estaba tumbado lo menos en cuatro sillas, y tenían puestas unas chaquetas muy amplias. En un rincón había un montón de abrigos, capas para embarcarse y una bandera, todo empaquetado junto.
Cuando entramos, los dos se levantaron perezosamente y dijeron:
—¡Hola, Murdstone! ¡Creíamos que te habías muerto!
—Todavía no —dijo Murdstone.
—¿Y quién es este chico? —dijo, cogiéndome, uno de los caballeros.
—Es Davy —contestó Murdstone.
—Davy, ¿qué? —dijo el caballero—. ¿Jones?
—Copperfield —dijo Murdstone.
—¡Ah, vamos! ¡El estorbo de la seductora mistress Copperfield, la viudita bonita! —exclamó el caballero.
—Quinion —dijo Murdstone—, tenga usted cuidado. Hay gente muy avispada.
—¿Quién? —preguntó el otro, riéndose.
Yo miré enseguida hacia arriba; tenía mucha curiosidad por saber de quién hablaban.
—Hablo de Brooks de Shefield —dijo míster Murdstone.
Me tranquilicé al saber que sólo se trataba de Brooks de Shefield, porque en el primer momento había creído que hablaban de mí.
Debía de haber algo muy cómico en la fama de míster Brooks de Shefield, pues los otros dos caballeros se echaron a reír al oírle nombrar, y a míster Murdstone también pareció divertirle mucho. Después que hubieron reído un rato, el caballero a quien habían llamado Quinion dijo:
—¿Y cuál es la opinión de Brooks de Shefield en lo que se refiere al asunto?
—No creo que Brooks entienda todavía mucho de ello —replicó míster Murdstone—; pero en general no me parece favorable.
De nuevo hubo más risas, y míster Quinion dijo que iba a mandar traer una botella de sherry para brindar por Brooks. Cuando trajeron el vino me dio también a mí un poco con un bizcocho, y antes de que me lo bebiera, levantándome el vaso, dijo:
—¡A la confusión de Brooks de Shefield!
El brindis fue recibido con aplausos y grandes risas, lo que me hizo reír a mí también. Entonces ellos rieron todavía más. En resumen, nos divertimos mucho.
Luego estuvimos paseando; después nos fuimos a sentar en la hierba, y más tarde lo estuvimos mirando todo a través de un telescopio. Yo no podía ver nada cuando lo ponían ante mis ojos, pero decía que veía muy bien. Después volvimos al hotel para almorzar. Todo el tiempo que estuvimos en la calle los amigos de míster Murdstone fumaron sin cesar, lo que, a juzgar por el olor de su ropa, debían de estar haciendo desde que habían salido los trajes de casa del sastre. No debo olvidar que fuimos a visitar el yate. Allí ellos tres bajaron a una cabina donde estuvieron mirando unos papeles. Yo los veía completamente entregados a su trabajo cuando se me ocurría mirar por la claraboya entreabierta. Durante aquel tiempo me dejaron con un hombre encantador, con abundantes cabellos rojos y un sombrero pequeño y barnizado encima. También llevaba una camisa o un jersey rayado, sobre la que se veía escrito en letras mayúsculas Alondra. Yo pensé que sería su nombre, y que, como vivía en un barco y no tenía puerta donde ponerlo, se lo ponía encima; pero cuando le llamé míster Alondra me dijo que aquel no era su nombre, sino el del barco.
Durante todo el día pude observar que míster Murdstone estaba más serio y silencioso que los otros dos caballeros, los cuales parecían muy alegres y despreocupados, bromeando de continuo entre ellos, pero muy rara vez con él. También me pareció que era más inteligente y más frío y que lo miraban con algo del mismo sentimiento que yo experimentaba. Pude observar que una o dos veces, cuando míster Quinion hablaba, miraba de reojo a míster Murdstone, como para cerciorarse de que no le estaba desagradando; y en otra ocasión, cuando míster Pannidge (el otro caballero) estaba más entusiasmado, Quinion le dio con el pie y le hizo señas con los ojos para que mirase a míster Murdstone, que estaba sentado aparte y silencioso. No recuerdo que míster Murdstone se riera en todo el día, excepto en el momento del brindis por Shefeld, y eso porque había sido cosa suya.