El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:
—Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena.
—¿Por qué? —dijo secamente mi tía.
Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.
—¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? —gritó mi tía con impaciencia—. ¿Es que no puede hablar?
—Tranquilícese usted, mí querida señora —dijo el doctor con su voz melosa—. No hay ya el menor motivo de inquietud, tranquilícese usted.
Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tenía que decir. Se limitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeció.
—Pues bien, señora —resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor—. Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, señora, todo ha terminado.
Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar esta frase, mi tía lo contemplaba con curiosidad.
—Y ella ¿cómo está? —dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos.
—Bien, señora, y espero que pronto estará completamente restablecida —respondió míster Chillip—. Está todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea, señora; puede que le haga bien.
—Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? —dijo bruscamente mi tía.
Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a mi tía como un pajarillo asustado.
—¿La niña, que cómo está? —insistió miss Betsey.
—Señora —respondió míster Chillip—, creía que lo sabía usted: es un niño.
Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la lanzó a la cabeza de míster Chillip; después se la encasquetó en la suya descuidadamente y se marchó para siempre. Se desvaneció como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la superstición popular aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y nunca más volvió.
No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey Trotwood Copperfield había vuelto para siempre a la región de sueños y sombras, a la terrible región de donde yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación se reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que nacían y sobre la sepultura en que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido.
Observo
Lo primero que veo de forma clara cuando quiero recordar la lejanía de mi primera infancia es a mi madre, con sus largos cabellos y su aspecto juvenil, y a Peggotty, sin edad definida, con unos ojos tan negros que parecen oscurecer todo su rostro, y con unas mejillas y unos brazos tan duros y rojos que me sorprende que los pájaros no los prefirieran a las manzanas.
Y siempre me parece recordarlas arrodilladas ante mí, frente a frente en el suelo, mientras yo voy con paso inseguro de una a otra. Tengo un recuerdo en mi mente, que se mezcla con los recuerdos actuales, del contacto del dedo que Peggotty me tendía para ayudarme a andar: un dedo acribillado por la aguja y áspero como un rallador.
Esto tal vez sea sólo imaginación, pero yo creo que la memoria de la mayor parte de los hombres puede conservar una impresión de la infancia más amplia de lo que generalmente se supone; también creo que la capacidad de observación está exageradamente desarrollada en muchos niños y además es muy exacta. Esto me hace pensar que los hombres que destacan por dicha facultad es, con toda seguridad, porque no la han perdido más que porque la hayan adquirido. La mejor prueba es que, por lo general, esos hombres conservan cierta frescura y espontaneidad y una gran capacidad de agradar, que también es herencia procedente de la infancia.
Podrá tachárseme de divagador por detenerme a decir estas cosas, pero ello me obliga a hacer constar que todas estas conclusiones las saco en parte de mi propia experiencia. Así, si alguien piensa que en esta narración me presento como un niño de observación aguda, o como un hombre que conserva un intenso recuerdo de su infancia, puede estar seguro de que tengo derecho a ambas características.
Como iba diciendo, al mirar hacia la vaguedad de mis años infantiles, lo primero que recuerdo, emergiendo por sí mismo de la confusión de las cosas, es a mi madre y a Peggotty. ¿,Qué más recuerdo? Veamos.
También sale de la bruma nuestra casa, tan unida a mis primeros recuerdos. En el piso bajo, la cocina de Peggotty, abierta al patio, donde en el centro hay un palomar vacío y en un rincón una gran caseta de perro sin perro, y donde pululan una gran cantidad de pollos, que a mí me parecen gigantescos y que corretean por allí de una manera feroz y amenazadora. Hay un gallo que se sube a un palo y que cuando yo le observo desde la ventana de la cocina parece mirarme con tanta atención que me hace estremecer: ¡es tan arrogante! Hay también unas ocas que se dirigen a mí asomando sus largos cuellos por la reja cuando me acerco. Por la noche sueño con ellas, como podría soñar un hombre que, rodeado de fieras, se duerme pensando en los leones.
Un largo pasillo (¡qué enorme perspectiva conservo de él!) conduce desde la cocina de Peggotty hasta la puerta de entrada. Una oscura despensa abre su puerta al pasillo, y ese es un sitio por el que de noche hay que pasar corriendo, porque ¿quién sabe lo que puede suceder entre todas aquellas ollas, tarros y cajas de té cuando no hay nadie allí, y sólo un quinqué lo alumbra débilmente, dejando salir por la puerta entreabierta olor a jabón, a velas y a café, todo mezclado? Después hay otras dos habitaciones: el gabinete, donde pasamos todas las tardes mi madre, yo y Peggotty (pues Peggotty está siempre con nosotros cuando no hay visita y ha terminado sus quehaceres), y la sala, donde únicamente estamos los domingos. La sala es mucho mejor que el gabinete, pero no se está en ella tan a gusto. Para mí hasta tiene un aspecto de tristeza, pues Peggotty me contó (no sé cuándo, pero me parece que hace siglos) que allí habían sido los funerales de mi padre, rodeado de los parientes y amigos, cubiertos todos con mantos negros. Además, un domingo por la noche mi madre nos leyó también allí, a Peggotty y a mí, la resurrección de Lázaro de entre los muertos. Aquello me sobrecogió de tal modo que después, cuando ya estaba acostado, tuvieron que sacarme de la cama y enseñarme desde la ventana de mi alcoba el cementerio, completamente tranquilo, con sus muertos durmiendo en las tumbas bajo la pálida solemnidad de la luna.
No hay nada tan verde en ninguna parte como el musgo de aquel cementerio, nada tan frondoso como sus árboles, nada tan tranquilo como sus tumbas. Cuando por la mañana temprano me arrodillo en mi cuna, en mi cuartito, al lado de la habitación de mi madre, y miro por la ventana y veo a los corderos que están allí paciendo, y veo la luz roja reflejándose en el reloj de sol, pienso: «¡Qué alegre es el reloj de sol!», y me maravilla que también hoy siga marcando el tiempo.
Y aquí está nuestro banco de la iglesia, con su alto respaldo al lado de una ventana, por la que podemos ver nuestra casita. Peggotty no deja de mirarla ni un momento: se conoce que le gusta cerciorarse de que no la han desvalijado ni hay fuego en ella. Pero aunque los ojos de Peggotty vagabundean de un lado a otro, se ofende mucho si yo hago lo mismo, y me hace señas de que me esté quieto y de que mire bien al sacerdote. Pero yo no puedo estarle mirando siempre. Cuando no tiene puesta esa cosa blanca sí es muy amigo mío, pero allí temo que le choque si le miro tan fijo, y pienso que a lo mejor interrumpirá el oficio para preguntarme la causa de ello ¿Qué haré, Dios mío?
Bostezar es muy feo, pero ¿qué voy a hacer? Miro a mi madre y noto que hace como que no me ve. Miro a otro chico que tengo cerca y empieza a hacerme muecas. Miro un rayo de sol que entra por la puerta entreabierta del pórtico, pero allí también veo una oveja extraviada (y no quiero decir un pecador, sino un cordero) que está a punto de colarse en la iglesia. Y comprendo que si sigo mirándola terminaré por gritarle que se marche, y ¿qué sería de mí entonces? Miro las monumentales inscripciones de las tumbas y trato de pensar en el difunto míster Bodgers, miembro de esta parroquia, y en la pena que habrá tenido mistress Bodgers a la muerte de su marido, después de una larga enfermedad, para la cual la ciencia de los médicos ha sido ineficaz, y me pregunto si habrán consultado también a míster Chillip en vano; y en ese caso, ¿cómo podrá venir y estarlo recordando una vez por semana? Miro a míster Chillip, que está con su corbata de domingo; después miro al púlpito y pienso en lo bien que se podría jugar allí. El púlpito sería la fortaleza; otro chico subiría por la escalera al ataque, pero le arrojaríamos el almohadón de terciopelo, con sus borlas y todo, a la cabeza. Poco a poco se me cierran los ojos. Todavía oigo cantar al clérigo; hace mucho calor. Ya no oigo nada, hasta el momento en que me caigo del banco con estrépito y Peggotty me saca de la iglesia más muerto que vivo.
Y ahora veo la fachada de nuestra casa, con las ventanas de los dormitorios abiertas, por las que penetra un aire embalsamado, y los viejos nidos de cuervos que se balancean todavía en lo alto de las ramas. Y ahora estoy en el jardín, por la parte de atrás, delante del patio donde está el palomar y la caseta del perro. Es un sitio lleno de mariposas, y lo recuerdo cercado con una alta barrera que se cierra con una cadena: allí los frutos maduran en los árboles más ricos y abundantes que en ninguna otra parte; y mientras mi madre los recoge en su cesta, yo, detrás de ella, cojo furtivamente algunas grosellas, haciendo como que no me muevo. Se levanta un gran viento y el verano huye de nosotros. En las tardes de invierno jugamos en el gabinete. Cuando mi madre está cansada se sienta en su butaca, se enrosca en los dedos sus largos bucles o contempla su talle, y nadie sabe tan bien como yo lo que le gusta mirarse y lo contenta que está de ser tan bella.
Esa es una de mis impresiones mas remotas; esa y la sensación de que los dos (mi madre y yo) teníamos un poco de miedo de Peggotty, y nos sometíamos en casi todo a sus órdenes; de aquí dimanaban siempre las primeras opiniones (si se pueden llamar así), a lo que yo veía.
Una noche estábamos Peggotty y yo solos sentados junto al fuego. Yo había estado leyéndole a Peggotty un libro acerca de los cocodrilos; pero debí de leer muy mal o a la pobre mujer le interesaba muy poco aquello, pues recuerdo que la vaga impresión que le quedó de mi lectura fue que se trataba de una especie de legumbres. Me había cansado de leer y me caía de sueño; pero como tenía permiso (como una gran cosa) para permanecer levantado hasta que volviera mi madre (que pasaba la velada en casa de unos vecinos) como es natural, hubiera preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama.
Había llegado a ese estado de sueño en que me parecía que Peggotty se inflaba y crecía de un modo gigantesco. Me sostenía con los dedos los párpados para que no se me cerrasen y la miraba con insistencia, mientras ella seguía trabajando; también miraba el pedacito de cera que tenía para el hilo (¡qué viejo estaba y qué arrugado por todos lados! y la casita donde vivía el metro, y la caja de labor, con su tapa de corredera que tenía pintada una vista de la catedral de Saint Paúl, con la cúpula color de rosa, y el dedal de cobre puesto en su dedo, y a ella misma, que realmente me parecía encantadora.
Tenía tanto sueño que estaba convencido de que en el momento en que perdiera de vista cualquiera de aquellas cosas ya no tendría remedio.
—Peggotty —dije de repente—. ¿Has estado casada alguna vez?
—¡Dios mío, Davy! —replicó Peggotty—. ¿,Cómo se te ha ocurrido pensar en eso?
Me contestó tan sorprendida que casi me despabiló, y dejando de coser me miró con la aguja todo lo estirada que le permitía el hilo.
—Pero ¿tú no has estado nunca casada, Peggotty? —le dije—. Tú eres una mujer muy guapa, ¿no?
La encontraba de un estilo muy diferente al de mi madre; pero, dentro de otro género de belleza, me parecía un ejemplar perfecto.
Había en el gabinete un taburete de terciopelo rojo, en el que mi madre había pintado un ramillete; el fondo de aquel taburete y el cutis de Peggotty eran para mí una misma cosa. El terciopelo del taburete era suave y el cutis de Peggotty, áspero; pero eso era lo de menos.
—¿Yo guapa, Davy? —contestó Peggotty—. No, por Dios, querido. Pero ¿quién te ha metido en la cabeza esas cosas?
—No lo sé. Y no puede uno casarse con más de una persona a la vez, ¿verdad, Peggotty?
—Claro que no —dijo Peggotty muy rotundamente.
—Y si uno se casa con una persona y esa persona se muere, ¿entonces sí puede uno casarse con otra? Di, Peggotty.
—Si se quiere, sí se puede, querido; eso es cuestión de gustos —dijo Peggotty.
—Pero ¿cuál es tu opinión, Peggotty?
Yo le preguntaba y la miraba con atención, porque me daba cuenta de que ella me observaba con una curiosidad enorme.
—Mi opinión es —dijo Peggotty, dejando de mirarme y poniéndose a coser después de un momento de vacilación —que yo nunca he estado casada, ni pienso estarlo, Davy. Eso es todo lo que sé sobre el asunto.
—Pero no te habrás enfadado conmigo, ¿verdad, Peggotty? —dije después de un minuto de silencio.
De verdad creía que se había enfadado, me había contestado tan lacónicamente; pero me equivocaba por completo, pues dejando a un lado su labor (que era una media suya) y abriendo mucho los brazos cogió mi rizada cabecita y la estrechó con fuerza. Estoy seguro de que fue con fuerza, porque, como estaba tan gordita, en cuanto hacía un movimiento algo brusco los botones de su traje saltaban arrancados. Y recuerdo que en aquella ocasión salieron dos disparados hasta el otro extremo de la habitación.
—Ahora léeme otro rato algo sobre los «crocrodilos» —me dijo Peggotty, que todavía no había conseguido pronunciar bien la palabra—, pues no me he enterado ni de la mitad.
Yo no comprendía por qué la notaba tan rara, ni por qué tenía aquel afán en volver a ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo interés por mi parte, y tan pronto dejábamos sus huevos en la arena a pleno sol como corríamos hacia ellos hostigándolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rápidas, que ellos, a causa de su extraña forma, no podían seguir. Después los perseguíamos en el agua como los indígenas, y les introducíamos largos pinchos por las fauces. En resumen, que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De Peggotty no respondo, pues estaba tan distraída, que no hacía más que pincharse con la aguja en la cara y en los brazos.