La habitación estaba tan bien arreglada como mi tía y Janet. Dejando la pluma un momento para reflexionar, he sentido de nuevo el aire del mar mezclado con el perfume de las flores; he vuelto a ver los viejos muebles tan primorosamente cuidados: la silla, la mesa y el biombo verde, que pertenecía exclusivamente a mi tía—, la tela que cubría la tapicería, el gato, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de hojas de rosa secas, el armario lleno de botellas y, en fin, lo que no estaba nada de acuerdo con el resto, mi sucia persona, tendida en el sofá y observándolo todo.
Janet se había marchado a preparar el baño cuando mi tía, con gran terror por mi parte, cambió de pronto de cara y se puso a gritar indignadísima con voz ahogada:
—Janet, ¡los burros!
Al oír esto Janet subió de la cocina como si hubiera fuego en la casa y se precipitó a un pequeño prado que había delante del jardín y arrojó de allí a dos burros que habían tenido el atrevimiento de meterse en él montados por dos señoras, mientras que mi tía, saliendo también apresuradamente y cogiendo por la brida a un tercer animal, montado por un niño, lo alejó de aquel lugar respetable dando un par de bofetones al desgraciado chico, que era el encargado de conducir los burros y se había atrevido a profanar el lugar consagrado.
Todavía ahora no sé si mi tía tenía derechos positivos sobre aquella praderita; pero en su espíritu había resuelto que le pertenecía, y era suficiente. No se le podía hacer más sensible ultraje que dejar que un burro pisase aquel césped inmaculado. Por absorta que estuviera en cualquier ocupación; por interesante que fuera la conversación en que tomara parte, un asno era suficiente para romper al instante el curso de sus ideas y se precipitaba sobre él al momento.
Cubos de agua y regaderas estaban siempre preparados en un rincón para lanzarlos sobre los asaltantes; y había palos escondidos detrás de la puerta para dar batidas de vez en cuando. Era un estado de guerra permanente. Hasta creo que era una distracción agradable para los chicos que conducían los burros, y hasta quizá los más inteligentes de ellos, sabiendo lo que ocurría, les gustaba más (por la terquedad que forma el fondo de los caracteres) pasar por aquel camino. únicamente sé que hubo tres asaltos mientras se me preparaba el baño, y que en el último, el más temible de todos, vi a mi tía emprender la lucha con un chico muy duro de mollera, de unos quince años, a quien golpeó la cabeza dos o tres veces contra la verja del jardín antes de que pudiera comprender de qué se trataba. Estas interrupciones me parecían tanto más absurdas porque en aquellos momentos estaba precisamente dándome caldo con una cucharilla, convencida de que me moría de hambre y no podía recibir el alimento más que a pequeñas dosis y, de vez en cuando, en el momento en que yo tenía la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato, gritando: «Janet, ¡burros!», y salía corriendo a resistir el asalto.
El baño me reconfortó mucho. Había empezado a sentir dolores agudos en todos los miembros a consecuencia de las noches a cielo raso, y estaba tan cansado, tan abatido, que me costaba trabajo permanecer despierto. Después del baño, mi tía y Janet me vistieron con una camisa y un pantalón de míster Dick y me envolvieron en dos o tres grandes chales. Debía de parecer un envoltorio grotesco; en todo caso, tenía mucho calor. Me sentía muy débil y muy adormilado; me tendí de nuevo en el sofá y me quedé dormido.
Quizá sería mi sueño consecuencia natural de la imagen que había ocupado tanto tiempo mi imaginación; pero me desperté con la sensación de que mi tía se había inclinado hacia mí, me había apartado los cabellos de la frente y arreglado la almohada que sostenía mi cabeza; después me estuvo contemplando largo rato. Las palabras «¡pobre niño!» parecieron también resonar en mis oídos; pero no me atrevería a asegurar que mi tía las había pronunciado, pues al despertarme estaba sentada al lado de la ventana, mirando al mar, oculta tras su biombo mecánico, que podía volverse hacia donde ella quería.
Nada más despertarme sirvieron la comida, que se componía de un pudding y de un pollo asado. Me senté a la mesa con las piernas encogidas como un pájaro y moviendo los brazos con dificultad; pero como había sido mi tía quien me había empaquetado de aquel modo con sus propias manos, no me atreví a quejarme. Estaba muy preocupado por saber lo que sería de mí; pero como ella comía en el más profundo silencio, limitándose a mirarme con fijeza de vez en cuando y a suspirar «¡Misericordia!», no contribuía demasiado a calmar mis inquietudes.
Cuando quitaron el mantel trajeron jerez, y mi tía me dio un vasito, y después envió a buscar a míster Dick, que llegó enseguida. Cuando ella le rogó que escuchara mi historia, haciéndomela contar gradualmente en respuesta a una serie de preguntas, él la escuchó con su expresión más grave. Durante mi relato tuvo los ojos fijos en míster Dick, que sin ello se habría dormido, y cuando trataba de sonreír mi tía le llamaba al orden frunciendo las cejas.
—No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar —dijo mi tía cuando terminé.
—Quizá se había enamorado de su segundo marido —sugirió míster Dick.
—¡Amor! —dijo mi tía—. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?
—Quizá —balbució míster Dick, después de pensar un poco—, quizá le gustaba.
—¡Vaya un gusto! —replicó mi tía—. ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un marido, había encontrado en el mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos! Cuando dio vida a éste que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría desear?
Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había nada que contestar a aquello.
—Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!
Míster Dick parecía asustado.
—Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado —continuó mi tía—, Jellys o algo así era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!
La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.
—Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a la hermana de este niño, Betsey Trotwood —añadió mi tía—, se vuelve a casar, se casa con un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en que se vería errante por el mundo, como Caín, antes de crecer.
Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.
—Y además aquella mujer con nombre de pagano —dijo mi tía—, aquella Peggotty, que también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio. Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza —dijo mi tía moviendo la cabeza— de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los periódicos y le dará buenas palizas.
Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peggotty, ni que le desearan semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse; que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había sostenido en sus últimos momentos y que había recibido su último beso. El recuerdo de las dos personas que más me habían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo lo suyo estaba a mi disposición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el rostro entre las manos.
—¡Bien, bien! —dijo mi tía—. El niño tiene razón defendiendo a los que le han protegido. Janet, ¡burros!
Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con indignación, dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a apelar a los tribunales y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.
Después del té nos quedamos cerca de la ventana con objeto (yo supongo, por la expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue de noche, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de damas.
—Ahora, míster Dick —dijo mi tía seriamente y levantando el dedo como la otra vez—, tengo todavía una pregunta que hacerle. Mire a este niño…
—¿El hijo de David? —dijo míster Dick, confuso, prestando atención.
—Precisamente —dijo mi tía—. ¿Qué haría usted ahora?
—¿Lo que haría del hijo de David? —repitió míster Dick.
—Sí —replicó mi tía—, del hijo de David.
—¡Oh! —dijo míster Dick—. Lo que yo haría… es meterle en la cama.
—¡Janet! —gritó mi tía, con la expresión de satisfacción triunfante que ya había visto antes—. Míster Dick siempre tiene razón. Si la cama está preparada, vamos a acostarle.
Janet dijo que la cama ya estaba, y me hicieron subir cariñosamente, pero como si fuera un prisionero. Mi tía iba a la cabeza, y Janet a la retaguardia. La única circunstancia que me dio algunas esperanzas fue que, a la pregunta de mi tía a propósito de un olor a quemado que reinaba en la escalera, Janet contestó que acababa de quemar mi ropa vieja en la cocina. Sin embargo en mi habitación no había más ropa que la que yo llevaba puesta y, cuando mi tía me dejó en mi cuarto (no sin prevenirme que la luz debía estar apagada antes de cinco minutos), le oí cerrar la puerta con llave por fuera. Reflexionando, me dije que quizá, como no me conocía, temí a que tuviera la costumbre de escaparme y tomaba sus precauciones en previsión.
Mi habitación era muy bonita. Estaba situada en lo alto de la casa y daba al mar, que la luna iluminaba entonces. Después de haber rezado y de haber apagado la vela recuerdo que me quedé asomado a la ventana contemplando la luna sobre el agua como si fuera un libro mágico donde pudiera leer mi destino, o también como si fuera a ver descender del cielo, a lo largo de sus rayos luminosos, a mi madre con su niño en los brazos para mirarme como el último día en que había visto su dulce rostro. Recuerdo también que el sentimiento solemne que llenaba mi corazón cuando quité por fin los ojos de aquel espectáculo cedió enseguida ante la sensación de agradecimiento y de tranquilidad que me inspiraba la vista de aquel lecho rodeado de cortinas blancas. Recuerdo todavía el bienestar con que me estiré entre aquellas sábanas, más limpias que la nieve. Pensaba en todos los lugares solitarios en que había dormido y le pedí a Dios que me hiciera la gracia de no volver a encontrarme sin asilo y de no olvidar nunca a los que no tienen un techo donde cobijarse. Recuerdo que enseguida creí poco a poco descender al mundo de los sueños por aquel haz de luz que reflejaba sobre el mar su brillo tan melancólico.
Lo que mi tía decide respecto a mí
Al bajar por la mañana encontré a mi tía meditando profundamente delante del desayuno. El agua desbordaba de la tetera y amenazaba inundar el mantel cuando mi entrada le hizo salir de sus cavilaciones. Estaba seguro de haber sido el objeto de ellas, y deseaba más ardientemente que nunca saber sus intenciones respecto a mí; sin embargo, no me atrevía a expresar mi inquietud por temor a ofenderla.
Pero mis ojos no los podía dominar como mi lengua y se dirigían constantemente hacia ella durante el desayuno. No podía mirarla un momento sin que sus miradas vinieran enseguida a encontrarse con las mías; me contemplaba con aire pensativo y como si estuviéramos muy lejos uno de otro en lugar de estar sentados ante la misma mesa. Cuando terminamos de desayunar se apoyó con aire decidido en el respaldo de su silla, frunció las cejas, cruzó los brazos y me contempló a su gusto con una fijeza y atención que me confundían extraordinariamente. No había terminado todavía de desayunar y trataba de ocultar mi confusión comiendo; pero mi cuchillo se enredaba entre los dientes del tenedor, que a su vez chocaban con el cuchillo, y cortaba el jamón de una manera tan enérgica que voló por el aire en lugar de tomar el camino de mi boca. Me atragantaba al beber el té, que se empeñaba en ahogarme; por fin renuncié a seguir y me sentí enrojecer bajo el examen escrutador de mi tía.
—¡Vamos! —dijo después de un silencio.
Levanté los ojos y sostuve con respeto sus miradas vivas y penetrantes.
—Le he escrito —dijo mi tía.
—¿A…?
—A tu padrastro —dijo—. Le he enviado una carta, la que tendrá que atender, sin lo cual tendremos que vernos las caras; se lo prevengo.
—¿Sabe dónde estoy, tía mía? —pregunté con temor.
—Se lo he dicho —dijo mi tía moviendo la cabeza.
—¿Y piensa usted… volver a ponerme en sus manos? —pregunté balbuciendo.
—No lo sé —dijo—; ya veremos.
—¡Oh Dios mío! ¿Qué va a ser de mí —exclamé— si tengo que volver a casa de míster Murdstone?
—No sé nada —dijo mi tía—, no sé nada en absoluto; ya veremos.
Estaba muy abatido; tenía apretado el corazón y el valor me abandonaba. Mi tía, sin ocuparse de mí, sacó del armario un delantal de peto, se lo puso, limpió ella misma las tazas, y después, cuando todo estuvo en orden y puesto en la bandeja, dobló el mantel, colocó encima las tazas y llamó a Janet para que se lo llevara todo. Después se puso guantes para quitar las migas con una escobita, hasta que no se vio en la alfombra ni un átomo de polvo, después de lo cual limpió y arregló la habitación, que a mí me parecía estaba ya en orden perfecto. Cuando terminó todos estos quehaceres a su gusto, se quitó los guantes y el delantal, los dobló, los guardó en el rincón del armario de donde los había sacado y fue a sentarse con su caja de labor al lado de la mesa, cerca de la ventana abierta, y se puso a trabajar detrás del biombo verde, frente a la luz.