Esta aventura me asustó de tal modo que, desde aquel momento. en cuanto me parecía ver a lo lejos a cualquier vagabundo, volvía sobre mis pasos para esconderme y permanecía quieto hasta perderle de vista. Esto se repetía con tal frecuencia que mi viaje se retrasó seriamente. Pero en aquella dificultad, como en todas las demás de mi empresa, me sentía sostenido y arrastrado por el cuadro que me había trazado de mi madre en su juventud, antes de mi llegada a este mundo. Aquella idea me acompañaba en medio de los campos cuando me acostaba para dormir y, al despertar, la encontraba delante de mí caminando todo el día. Desde entonces su recuerdo está siempre asociado en mi imaginación con el de la calle ancha de Canterbury, que parecía dormitar bajo los rayos del sol, y con el espectáculo de las casas antiguas, de la catedral y de los cuervos que volaban por sus torres. Cuando llegué, por fin, a los áridos arenales que rodean Dover, esta imagen querida me devolvió la esperanza en medio de mi soledad y no me abandonó hasta que conseguí el primer objetivo de mi viaje y pisé la ciudad, el sexto día después de mi evasión. Pero entonces, cosa extraña, cuando me encontré con mis zapatos rotos, mis ropas destrozadas, la cabeza desgreñada y polvorienta y la tez quemada por el sol, en el lugar hacia el cual habían tendido todos mis deseos, la visión que me animaba se desvaneció de pronto como un sueño y me encontré solo, desanimado y abatido.
En primer lugar pregunté a unos barqueros si alguno de ellos conocía a mi tía, pero recibí muchas respuestas contradictorias. Uno me decía que vivía hacia el sur, cerca del faro, y que se había chamuscado los bigotes; otro que vivía en la parte fangosa de más allá del puerto y que sólo se la podía ver cuando estaba la marea baja; un tercero que estaba encerrada en la cárcel de Maidstone por ladrona de niños; un cuarto, por último, dijo que en la última galerna la había visto, montada en una escoba, camino de Calais. Los cocheros, a quienes me dirigí después, no fueron menos complacientes ni más respetuosos; en cuanto a los comerciantes, poco tranquilos por mi aspecto, me respondían, sin escucharme, que no podían darme nada. Entonces me sentí mucho más desgraciado y más abandonado que durante todo mi viaje. Ya no tenía nada de dinero ni nada que vender; sentía hambre y sed, estaba agotado, y me veía más lejos de mi fin que cuando estaba en Londres.
Se me fue la mañana en las pesquisas y estaba sentado en los escalones de una tienda desalquilada, en el rincón de una calle, cerca de la plaza del Mercado, reflexionando en si debería tomar el camino de los pueblos de los alrededores, de los cuales me había hablado Peggotty, cuando de un coche de alquiler que pasaba se le cayó la manta al caballo. La recogí y la buena cara del cochero me animó a preguntarle, al devolvérsela, si sabría la dirección de miss Trotwood, aunque ya había hecho tantas veces sin éxito la pregunta que casi expiró en mis labios.
—¿Trotwood? Yo conozco ese nombre. ¿Una señora vieja? —Sí, casi —respondí.
—¿Muy tiesa? —continuó, enderezándose—. ¿Qué lleva un bolso donde podía caber toda la casa… y algo brusca, algo dura con la gente?
El corazón me dejó de latir al reconocer la exactitud evidente de la descripción.
—Pues bien; si subes por allí —y me señalaba con el látigo las alturas— y sigues derecho hasta llegar a las casas que dan al mar, creo que tendrás noticias suyas. Pero mi opinión es que no te dará gran cosa. Toma para ti un penique.
Acepté el regalo con agradecimiento y compré pan, que me comí mientras tomaba el camino indicado. Anduve bastante tiempo antes de llegar a las casas que me había señalado; pero por fin las vi. Entré en una tiendecita donde vendían toda clase de cosas, preguntando si tendrían la bondad de decirme dónde vivía miss Trotwood. Me dirigí a un hombre que estaba detrás del mostrador pesando arroz para una muchacha; pero fue la muchacha quien contestó a mi pregunta, volviéndose con viveza.
—¡Mi señora! —dijo—. ¿Para qué la quieres?
—Necesito hablarle, si me hicieran el favor —dije. .
—¿Quieres decir pedirle limosna? —replicó ella.
—No, de verdad —dije.
Después, dándome cuenta de pronto que en realidad no tenía otro objeto, enrojecí hasta las orejas y guardé silencio.
La criada de mi tía (por lo menos supuse que lo era por sus palabras) guardó el arroz en su cesta y salió de la tienda diciéndome que podía seguirla si quería saber dónde vivía miss Trotwood. No me lo hice repetir, aunque había llegado a tal grado de terror y de consternación que no me sostenían las piernas. Seguí a la muchacha y pronto llegamos ante una preciosa casita adornada con miradores y con un pequeño jardín lleno de flores muy bien cuidadas que exhalaban un perfume delicioso.
—Ésta es la casa —dijo la muchacha—. Ya lo sabes, y es todo lo que tengo que decirte.
Y se metió precipitadamente como para sacudirse toda la responsabilidad de mi visita. Yo me quedé de pie al lado de la verja mirando tristemente hacia las ventanas. Por una de ellas se veía una cortinilla de muselina entreabierta, un gran biombo verde, una mesita y un butacón, que me sugirió la idea de que mi tía quizá en aquel momento estaba sentada en él majestuosamente.
Mis zapatos habían llegado al estado más lamentable. La suela se había ido a pedazos, y lo de encima estaba tan sumamente destrozado, que no parecían haber sido nunca zapatos. El sombrero, que, entre paréntesis, me había servido de gorro de dormir, estaba tan arrugado y abollado que hasta a una cazuela vieja y sin asas de un basurero la habría avergonzado la comparación. Mi camisa y mi pantalón, sucios de sudor, de la hierba y la tierra que me habían servido de lecho, eran unos pingajos y, mientras permanecía de pie ante la puerta, pensaba que podía servir de espantapájaros. No me había vuelto a peinar desde mi salida de Londres y mi rostro, mi cuello y mis manos, poco acostumbrados al aire, estaban abrasados por el sol, y todo yo cubierto de polvo de arriba abajo, casi tan blanco como si saliera de un horno de cal. En aquel estado y con plena conciencia de ello estaba esperando para presentarme a mi temible tía y causarle la primera impresión.
Nada se movía en aquella ventana, por lo que supuse, al cabo de un momento, que no estaría allí. Levanté la vista hacia las ventanas del piso de encima y vi asomado a un caballero de rostro agradable y sonrosado, de cabellos grises, que me guiñaba un ojo de un modo grotesco, haciéndome dos o tres veces gestos contradictorios con la cabeza. Tan pronto me decía que sí como que no, y, por último, echándose a reír, desapareció.
Yo estaba muy desconcertado pero la conducta inesperada de aquel hombre terminó de desconcertarme, y estaba a punto de escapar sin decir nada, para reflexionar en lo que debía hacer, cuando de la casa salió una señora con un pañuelo atado por encima de su cofia. Llevaba guantes de jardinera, un delantal con grandes bolsillos y un cuchillo enorme. Al momento reconocí en ella a mi tía, pues salía de la casa con el mismo paso majestuoso que llevaba, y que mi pobre madre me había descrito, cuando la vio entrar en nuestro jardín de Bloonderstone.
—¡Vete! —exclamó miss Betsey sacudiendo la cabeza y gesticulando de lejos con su cuchillo—. ¡Vete! ¡No quiero chicos aquí!
Yo la miré temblando, con el corazón en los labios, mientras se dirigía con paso decidido a un rincón del jardín, donde se inclinó a sacar de raíz una plantita. Entonces, sin la menor esperanza, pero con el valor de la desesperación, me acerqué con suavidad a ella y la toqué con la punta de un dedo.
—Señora, ¿si hiciera usted el favor? —empecé.
Ella se estremeció y levantó los ojos.
—Tía, ¿si hiciera usted el favor…?
—¿Eh? —dijo mi tía en un tono de sorpresa tal que en mi vida he oído nada semejante.
—Tía, ¿si hiciera usted el favor? Soy su sobrino.
—¡Oh Dios mío! —dijo mi tía, y se dejó caer sentada en el suelo del jardín.
—Soy David Copperfield, de Bloonderstone, en Sooffolk, donde estuvo usted la noche de mi nacimiento y vio a mi querida madre. Soy muy desgraciado desde que ella ha muerto. Me han abandonado; no se han ocupado de que estudie; me han abandonado a mis propias fuerzas y me han dado un trabajo para el que no estoy hecho. Me he escapado para venir a buscarla a usted y me han robado en el momento de mi evasión; he caminado todo el tiempo sin acostarme en una cama desde mi partida.
Aquí el valor me abandonó de pronto y, levantando las manos para enseñarle mis andrajo y todo lo que había sufrido, yo creo que vertí todas las lágrimas que tenía en el corazón desde hacía ocho días.
Hasta aquel momento la fisonomía de mi tía sólo había expresado sorpresa. Sentada en la arena me miraba a la cara; pero cuando me eché a llorar se levantó precipitadamente, me agarró del cuello y me llevó a la casa. Lo primero que hizo fue abrir un gran armario, coger varias botellas y verter parte de su contenido en mi boca. Supongo que las cogió al azar y sin elegir, pues me dio anisete, salsa de anchoas y un preparado para la ensalada. Después de administrarme estos remedios, como mi estado nervioso no me dejaba contener los sollozos, me hizo echar en el sofá con un chal debajo de la cabeza y el pañuelo que adornaba la suya bajo mis pies, para que no ensuciara la tela. Después se sentó detrás del biombo verde del que ya he hablado, lo que me impedía ver su rostro. A intervalos lanzaba exclamaciones de «¡Misericordia!», como cañonazos de desesperación.
Al cabo de un momento llamó:
—Janet —dijo mi tía cuando entró la criada—, sube a saludar de mi parte a míster Dick y dile que querría hablarle.
Janet pareció un poco sorprendida de verme en el sofá como una estatua, pues no me atrevía a moverme por temor a disgustar a mi tía; pero se fue a cumplir la orden. Entre tanto mi tía se paseaba de arriba abajo por la habitación, con las manos en la espalda, hasta que el señor que me había hecho gestos desde la ventana entró riéndose.
—Míster Dick —le dijo mi tía—, sobre todo nada de tonterías, pues nadie puede ser más sensato que usted cuando le da la gana. Todos lo sabemos. Por lo tanto, nada de tonterías; se lo ruego.
El se puso serio inmediatamente y me miró con una cara que yo interpreté como un ruego para que no hablara del incidente de la ventana.
—Míster Dick —continuó mi tía—, usted me ha oído hablar de David Copperfield. No vaya a hacer como que no se acuerda, pues sé tan bien como usted que sí.
—¿David Copperfield? —dijo míster Dick, que me parecía no tener recuerdos muy claros sobre el asunto—. ¿David Copperfield? ¡Ah, sí, sin duda; David, es verdad!
—Pues bien —dijo mi tía—. Éste es su hijo, que se parecería exactamente a él si no fuera también exactamente el retrato de su madre.
—¿Su hijo? ¿El hijo de David? ¿Es posible?
—Sí —dijo mi tía—. Y acaba de dar un buen golpe; se ha escapado. ¡Ah! No habría sido su hermana, Betsey Trotwood, quien se hubiera escapado.
Entre tanto sacudía la cabeza, convencida, llena de confianza en el carácter y la conducta discreta de aquella niña que no había nacido.
—¡Ah! ¿Cree usted que ella no se hubiera escapado? —dijo míster Dick.
—¡Dios mío! ¿Es posible? —dijo mi tía—. ¿En qué está usted pensando? ¿Acaso no sé lo que me digo? Habría vivido siempre con su madrina, y habríamos sido muy dichosas las dos. ¿Dónde quiere usted que su hermana se hubiera escapado y por qué?
—No sé —dijo míster Dick.
—Pues bien —repuso mi tía, dulcificada por la respuesta—, ¿por qué se hace usted el tonto, cuando es agudo como la lanceta de un cirujano? Ahora usted ve al pequeño David Copperfield, y la pregunta que quería hacerle es esta: ¿Qué debo hacer?
—¿Lo que usted debe hacer? —dijo míster Dick con voz apagada, rascándose la frente, ¿Qué debe hacer?
—Sí —dijo mi tía mirándole seriamente y levantando el dedo—. ¡Atención, porque necesito un consejo trascendental!
—Pues bien; si yo estuviera en su lugar —dijo míster Dick reflexionando y lanzándome una mirada vaga— yo… (aquella mirada pareció proporcionarle una repentina inspiración, y añadió vivamente): yo le daría un baño.
—Janet —dijo mi tía volviéndose con una sonrisa de triunfo que yo no comprendía todavía—. Míster Dick siempre tiene razón; prepare el baño.
A pesar de lo que me interesaba la conversación no podía por menos, durante todo el tiempo, observar a mi tía y a míster Dick y hasta a Janet, y acabar el examen de la habitación en que me encontraba.
Mi tía era alta; sus rasgos eran pronunciados, sin ser desagradables; su rostro, su voz, su aspecto y su modo de andar, todo indicaba una inflexibilidad de carácter que era suficiente para explicarse el efecto que había causado sobre una criatura tan dulce como mi madre. Pero debía de haber sido bastante guapa en su juventud a pesar de su expresión de altanería y austeridad. Pronto observé que sus ojos eran vivos y brillantes; sus cabellos grises formaban dos trenzas contenidas por una especie de cofia muy sencilla, que se llevaba más entonces que ahora, con dos cintas que se anudaban en la barbilla; su traje era de algodón y muy limpio, pero su sencillez indicaba que a mi tía le gustaba estar libre en sus movimientos. Recuerdo que aquel traje me hacía el efecto de una amazona a la que hubieran cortado la falda; llevaba un reloj de hombre, a juzgar por la forma y el tamaño, colgado al cuello por una cadena, y los puños se parecían mucho a los de las camisas de hombre.
Ya he dicho que míster Dick tenía los cabellos grises y el cutis fresco; llevaba la cabeza muy inclinada, y no era por la edad; me recordaba la actitud de los alumnos de míster Creackle cuando se acercaba a pegarles. Sus grandes ojos grises eran prominentes y brillaban con una luz húmeda y extraña, lo que, unido a sus modales distraídos, su sumisión hacia mi tía y su alegría de niño cuando ella le hacía algún cumplido, me hizo pensar que debía de estar un poco chiflado, aunque me costaba trabajo explicarme cómo vivía, en ese caso, con mi tía. Iba vestido como todo el mundo, con una chaqueta gris y un pantalón blanco; llevaba un reloj en el bolsillo del chaleco, y dinero, que hasta hacía sonar a veces como si estuviera orgulloso de ello.
Janet era una linda muchacha, de unos veinte años, perfectamente limpia y bien arreglada. Aunque mis observaciones no se extendieron más allá entonces, ahora puedo decir lo que sólo descubrí después, y es que formaba parte de una serie de protegidas que mi tía había ido tomando a su servicio expresamente para educarlas en el horror al matrimonio, lo que hacía que generalmente terminasen casándose con el repartidor del pan.