—Está en la escuela —dijo enjugándose la frente al soltar la maleta de Peggotty—; pero tiene que volver enseguida —añadió mirando el reloj—; dentro de veinte minutos, o lo más media hora. Todos la echamos mucho de menos cuando no está, puedes estar seguro.
Mistress Gudmige suspiró.
—¡Alegría, vieja comadre! —gritó míster Peggotty.
—Yo lo siento más que nadie —dijo mistress Gudmige—; soy una pobre criatura sin recursos, y ella es la única que no me contraría.
Mistress Gudmige, suspirando y moviendo la cabeza, se puso a avivar el fuego. Míster Peggotty, mirándonos mientras no le veía, me dijo en voz baja, poniéndome la mano delante de la boca: «Es el viejo»; de lo que deduje, con razón, que desde mi última visita el humor de mistress Gudmige no había mejorado.
El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto, y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily. Como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.
Pronto vi aparecer a distancia una figurita, y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido, pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules, me parecieron más azules que nunca, y su rostro más resplandeciente, y toda su persona más bonita y atractiva, y no sé por qué un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla. Esto me ha sucedido después más de una vez en la vida, si no me equivoco.
Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo. Yo tuve que correr detrás de ella; pero corría tanto, que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo.
—Ya sabías que era yo, Emily.
—¿Y tú acaso no sabías que era yo?
Fui a besarle; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña, y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca.
Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige, y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y sólo contestó riendo.
—Es una gatita —dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.
—Eso es, eso es —exclamó Ham—. Sí, señorito Davy.
Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.
A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío, al menos ésta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello. Era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser a la vez tímida y atrevida que me cautivó más que nunca.
Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados después del té míster Peggotty, mientras fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño, que se lo agradecí con toda el alma.
—¡Ah! —dijo míster Peggotty cogiendo los bucles de la niña y dejándolos caer uno a uno—. También ella es huérfana, ¿ve usted, señorito?, y éste también lo es, aunque no lo parece —dijo dando un puñetazo en el pecho de Ham.
—Si yo tuviera de tutor a míster Peggotty —dije sacudiendo la cabeza—, creo que tampoco me sentiría muy huérfano.
—Bien dicho, señorito Davy —grito Ham con entusiasmo—; bien dicho, ¡viva! Usted tampoco lo sentiría, bien dicho, ¡viva! ¡viva! ¡viva!
Y devolvió el puñetazo a míster Peggotty. Emily se levantó y besó a su tío.
—¿Y cómo está su amigo, señorito? —me preguntó míster Peggotty.
—¿Steerforth? —pregunté.
—Ese es el nombre —exclamó míster Peggotty volviéndose a Ham—. Ya sabía yo que era algo parecido.
—Usted decía que era Roodderforth —observó Ham riendo.
—Bien —replicó míster Peggotty—, pues no andaba muy lejos. ¿Y qué ha sido de él?
—Cuando yo lo dejé estaba muy bien, míster Peggotty.
—¡Eso es un amigo! —dijo míster Peggotty sacudiendo su pipa—. ¡Eso es un amigo del que se puede hablar! Porque, ¡Dios le bendiga!, el corazón se alegra al mirarle.
—Es muy guapo, ¿verdad?
Me entusiasmaba oyéndole cómo lo elogiaba.
—¿Guapo? —exclamó míster Peggotty—. ¡Ya lo creo!
Se para delante de uno como… como… yo no sé cómo; pero ¡es tan decidido!
—Sí, ese es precisamente su carácter. Bravo como un león, y la franqueza misma, míster Peggotty.
—Y también supongo —dijo míster Peggotty mirándome a través del humo de su pipa— que en los estudios será el primero…
—Sí —dije yo con delicia—, lo sabe todo; es extraordinariamente inteligente.
—¡Eso es un amigo! —murmuró míster Peggotty sacudiendo gravemente la cabeza.
—Nada parece costarle trabajo; se sabe las lecciones con mirarlas, y en el cricket es el mejor jugador que he visto. Le da a usted todos los peones que quiera en el juego de damas, y, sin embargo, le ganará siempre.
Míster Peggotty sacudió de nuevo la cabeza como diciendo: «Ya lo creo que me ganaría».
—¿Y su conversación? —proseguí—. En eso no tiene rival, y quisiera que le oyera usted cantar, míster Peggotty.
Míster Peggotty movió de nuevo la cabeza, como si dijera: «No me cabe duda».
—Y además es un muchacho noble y generoso —dije arrastrado por mi tema favorito—; es imposible expresar todo lo que merece. Nunca le agradeceré bastante la generosidad con que me ha protegido, siendo yo tan inferior a él por mi edad y mis estudios.
Seguía entusiasmándome cada vez más, cuando mis ojos se posaron en la carita de Emily, que estaba inclinada sobre la mesa, escuchando con la más profunda atención; contenía el aliento, tenía rojas las mejillas y sus ojos azules brillaban como joyas. Parecía escuchar con tan extraordinaria atención y estaba tan bonita, que me detuve sorprendido, y al callarme yo todos la miraron y se echaron a reír.
—Emily es como yo —dijo Peggotty—; le gustaría verle.
Emily estaba confusa al ver que todos la miraban, y bajó la cabeza ruborizada, y después nos miró a través de sus rizos, y al ver que seguíamos mirándola (estoy seguro de que yo por lo menos le hubiera seguido mirando durante horas enteras), se escapó y estuvo escondida hasta que casi fue la hora de acostarse.
Me acosté en mi antigua cama, en la popa del barco, y el viento vino a quejarse como antaño. Pero ahora me parecía que se quejaba por los que ya no estaban, y en vez de pensar que el mar podía subir por la noche y llevarse la barca, pensé que el mar había subido tanto desde la última vez que oí aquellos ruidos, que había sepultado mi feliz y tranquilo hogar. Recuerdo que cuando el ruido del viento y del mar fue disminuyendo añadí una pequeña cláusula a mis rezos, pidiendo a Dios ser pronto un hombre para casarme con Emily, y así me quedé dulcemente dormido.
Los días transcurrieron muy semejantes a los de hacía un año, excepto (y esto fue una gran diferencia) que Emily y yo rara vez vagábamos ahora por la playa; ella tenía que hacer sus deberes y labores y estaba ausente casi todo el día. Pero yo sentía que aun sin estas razones no hubiéramos vuelto a nuestros antiguos paseos; incluso siendo, como era, salvaje y llena de infantilidad, era también mas mujercita de lo que yo esperaba. Parecía que se había alejado mucho de mí en poco más de un año. Me quería, pero riéndose y haciéndome rabiar, y cuando salía a su encuentro, se me escapaba a casa por distinto camino, y después me esperaba en la puerta, riéndose al verme volver desilusionado.
Los mejores ratos eran los que pasábamos cuando se sentaba a la puerta con la labor. Yo me sentaba a sus pies, en los escalones de madera y leía en voz alta. Ahora me parece que nunca he visto brillar el sol como en aquellas tardes; que nunca he visto una figurita más luminosa que la suya, sentada a la puerta de la antigua barca; que nunca he admirado un cielo más azul ni un agua como aquella, ni gloria semejante a la de aquellos barcos que parecían navegar en el aire dorado.
La primera tarde del día en que llegamos, Barkis apareció del modo mas extraño y con un paquete de naranjas atadas en un pañuelo. Como no hizo la menor alusión a ella, supusimos que las había dejado olvidadas al marcharse, y Ham se apresuró a correr tras él para devolvérselas; pero vino diciendo que eran para Peggotty. Después de esto volvió todas las tardes a la misma hora y siempre con un paquetito, al que nunca aludía y solía dejar detrás de la puerta. Estas ofrendas cariñosas eran de lo más extrañas y grotescas. Entre ellas recuerdo dos cochinillos, un acerico enorme, media fanega de manzanas, un par de pendientes de azabache, algunas cebollas, una caja de dominó, un canario (pájaro y jaula) y un jamón.
El modo de cortejar de Barkis, tal como lo recuerdo, era de una originalidad especialísima. Muy rara vez hablaba; se sentaba junto al fuego, en una actitud muy parecida a la que tenía en su carro, y miraba fijamente a Peggotty, a quien tenía enfrente. Una noche, inspirado por su amor, se abalanzó al pedacito de cera que ella usaba para el hilo, se lo guardó en el bolsillo del chaleco y se lo llevó. Desde entonces, su mayor deleite era hacerlo aparecer cuando Peggotty lo necesitaba, sacándolo del bolsillo en un estado lamentable, pegajoso y medio derretido, y cuando ya lo había utilizado lo volvía a guardar. Parecía divertirse muchísimo, y no sentía ninguna necesidad de hablar. Ni aun cuando sacaba a Peggotty de paseo por la llanura debía sentir esa necesidad. Se contentaba con preguntarle de vez en cuando si estaba completamente a gusto, y recuerdo que algunas veces, después de que él se fuera, Peggotty se echaba el delantal por la cabeza y se reía durante media hora. A todos nos divertía más o menos, excepto a la desgraciada tristeza de mistress Gudmige, cuyo noviazgo había sido de una naturaleza tan semejante, que le recordaba constantemente al «viejo».
Por último, cuando ya mi visita tocaba a su fin, se habló de que Peggotty y Barkis iban a pasar un día de vacaciones juntos y que Emily y yo les acompañaríamos.
La víspera por la noche apenas pude dormir con la alegría de que iba a pasar un día entero con la niña. Por la mañana nos preparamos con mucha anticipación, y mientras estábamos desayunando, Barkis apareció en lontananza, guiando su carro hacia el objeto de su amor.
Peggotty vestía, como siempre, un luto sencillo y limpio; pero Barkis estaba deslumbrante con su chaqueta azul nueva, a la que el sastre había dado proporciones tan cumplidas, que los puños le hubieran servido de guantes en el tiempo más frío; el cuello era tan alto, que le empujaba los pelos del cogote hacia arriba. También los botones relucientes eran del tamaño mayor, y completaban su indumentaria unos pantalones grises y un chaleco de ante, con todo lo cual míster Barkis me parecía un fenómeno de respetabilidad.
Cuando estábamos fuera alborotando, vi que míster Peggotty había preparado un zapato viejo, que nos tenían que arrojar al marchamos, como mascota, y se lo ofreció a mistress Gudmige con este propósito.
—Más vale que lo arroje cualquier otro, Dan —dijo mistress Gudmige—; yo soy una criatura abandonada y sin recursos, y todo lo que me recuerda que hay criaturas que no están abandonadas me contraría.
—¡Vamos, vieja comadre, cójalo y tírelo!
—No, Dan —contestó ella gimiendo—; si sintiera menos las cosas, podría hacerlo; usted no siente como yo, Dan; las cosas no le contrarían, ni usted a ellas; es mejor que lo arroje usted.
Pero aquí Peggotty, que había estado yendo de uno a otro apresuradamente, besando a todo el mundo, gritó desde el carro, en el que ya nos habíamos instalado entre tanto (Emily y yo sentados en dos sillitas uno al lado del otro), diciendo que era mistress Gudmige la que debía hacerlo. Por último, se dejó conquistar; pero me entristece tener que relatar que aguó un poco la alegría de nuestra partida, pues inmediatamente se deshizo en lágrimas, y cayendo en los brazos de Ham, declaró que reconocía que sólo era un estorbo y que mejor harían mandándola al asilo, lo que a mí me pareció una idea muy razonable y que Ham debía haberle hecho aquel favor al momento.
Pero ya estábamos en camino para nuestra excursión. Lo primero que hicimos fue pararnos delante de una iglesia, donde Barkis sujetó el caballo a la verja y entró con Peggotty, dejándonos a Emily y a mí solos en el carro. Yo aproveché la ocasión para pasar el brazo alrededor del talle de Emily y proponerle que, puesto que me iba a marchar tan pronto, debíamos estar muy cariñosos y ser felices durante todo el día. Emily consintió, y hasta me permitió que la besara. Esto me dio valor para decirle (lo recuerdo) que nunca amaría a otra mujer y que estaba dispuesto a matar a todo el que pretendiera su amor.
¡Cómo se divirtió Emily a mi costa con aquello! ¡Con qué desmesurada presunción de ser mucho mayor que yo me repetía, como una mujercita, que era «un tonto»! Pero después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su frase despectiva, ante el placer de verla reír así.
Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño semejante):
—¿Qué nombre había escrito yo en el carro?
—Clara Peggotty —contesté.
—¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí?
—Otra vez Clara Peggotty —sugerí.
—Clara Peggotty Barkis —contestó, y soltó una carcajada que hizo estremecer el carro.
En una palabra, se habían casado, y con ese propósito habían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciarnos su unión de aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el asunto.
Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos esperaban, y la comida fue alegre para todos. Aunque Peggotty hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té estuvo paseando con Emily y conmigo, mientras Barkis se fumaba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la contemplación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen pedazo sin ninguna emoción.