Danza de dragones (83 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Al pie de la colina aún quedaba comida: allí crecían cientos de setas diferentes. El río negro estaba lleno de peces blanquecinos y ciegos, pero una vez cocinados sabían igual de bien que los peces con ojos. Tenían queso y leche de las cabras que compartían las cuevas con los cantores, incluso sacos de avena y cebada, y fruta seca que habían recogido durante el largo verano. Casi todos los días comían un guiso de sangre espesado con cebada, cebollas y trozos de carne. Jojen suponía que era carne de ardilla, y Meera decía que era de rata. A Bran no le importaba; era carne y le bastaba con eso. Cocinada quedaba tierna.

Las cavernas eran eternas, enormes, silenciosas. Acogían a más de sesenta cantores y los huesos de miles de muertos, y se extendían por toda la colina hueca.

—Los hombres no deben merodear por aquí —advirtió Hoja—. El río que oís es rápido y negro, y fluye hacia abajo hasta desembocar en un mar sin sol. Hay pasadizos que aún van más abajo, agujeros sin fondo, pozos que salen de la nada y caminos olvidados que llevan hasta el mismísimo centro de la tierra. Ni siquiera mi pueblo los ha explorado todos, y hemos vivido aquí durante miles y miles de años humanos.

Aunque los habitantes de los Siete Reinos los considerasen una especie de niños, Hoja y su pueblo no tenían nada de infantil. Habría sido más acertado llamarlos
pequeños sabios del bosque.
Eran pequeños en comparación con los hombres, pero los lobos eran más pequeños que los huargos, y eso no los convertía en cachorros. Tenían la piel morena de color nuez, moteada como la de los ciervos, con manchas pálidas, y grandes orejas con las que alcanzaban a oír cosas que escapaban a los hombres. También tenían ojos grandes y felinos, enormes y dorados, capaces de ver el fondo de un pasadizo donde un muchacho solo vería oscuridad. Solo tenían tres dedos y un pulgar en cada mano, con uñas negras recias y afiladas.

Y cantaban. Cantaban en la lengua verdadera, así que Bran no entendía la letra de las canciones, pero sus voces eran puras como el aire del invierno.

—¿Dónde está el resto de vuestro pueblo? —preguntó Bran a Hoja un día.

—En las profundidades de la tierra. En las piedras, en los árboles. Antes de que llegasen los primeros hombres, toda esta tierra a la que llamáis Poniente era nuestro hogar, pero ya en aquellos días éramos muy pocos. Los dioses nos dieron vidas largas pero no numerosas, para evitar que invadiésemos el mundo, al igual que los ciervos invadirían un bosque donde no hubiera lobos que les diesen caza. Aquello sucedió en el amanecer de los días, cuando despuntaba nuestro sol. Ahora está en el ocaso y cada vez somos menos. También hay cada vez menos gigantes, que fueron nuestra desgracia y nuestros hermanos. Los grandes leones de las colinas del oeste quedaron diezmados; ya no se puede decir que haya unicornios y apenas quedan unos centenares de mamuts. Los huargos nos sobrevivirán a todos, pero también llegará su hora. En este mundo que han construido los hombres no hay sitio para ellos, ni para nosotros.

Hoja se entristeció al narrar la historia, y Bran al escucharla.

«Los hombres no se entristecerían; se enfadarían. Los hombres sentirían odio y jurarían una venganza sangrienta. Los cantores cantan canciones tristes, mientras que los hombres luchan y matan», pensó más tarde.

Un día, Meera y Jojen decidieron que querían ver el río, a pesar de las advertencias de Hoja.

—Yo también quiero ir —dijo Bran.

Meera lo miró afligida. Le explicó que el río discurría doscientas varas más abajo; que el recorrido estaba repleto de pendientes pronunciadas y pasajes retorcidos, y en el último tramo había que bajar por una cuerda.

—Hodor no puede bajar contigo a la espalda. Lo siento.

Bran recordó una época en la que nadie trepaba tan bien como él, ni siquiera Robb ni Jon. Por un lado quería gritarles por dejarlo allí, y por otro quería llorar, pero recordó que ya casi era un hombre y no dijo nada. Sin embargo, en cuanto se marcharon, se apropió de Hodor y los siguió.

El gran mozo de cuadra ya no se resistía tanto como aquella primera vez, durante la tormenta en la torre del lago. Como un perro desposeído de todo espíritu de pelea, cuando Bran se acercaba, Hodor se hacía un ovillo y se escondía. Su escondite estaba en lo más recóndito de su ser, un foso donde ni siquiera Bran podía alcanzarlo.

—Nadie va a hacerte daño, Hodor —le dijo en silencio al niño grande de cuya carne se acababa de apoderar—, solo quiero sentirme fuerte otra vez, un rato, nada más. Te lo devolveré; siempre te lo devuelvo.

Nadie sabía cuándo estaba en la piel de Hodor. Bran solo tenía que hacer lo que le decían y murmurar «Hodor» de vez en cuando, y así podía seguir a Meera y a Jojen mientras sonreía feliz, y nadie sospechaba que era él. Los acompañaba a menudo, sin que nadie se lo pidiera. Al final, los Reed se alegraron de que fuese con ellos. Jojen bajó por la cuerda con mucha facilidad, pero cuando Meera pescó un pez blanco y ciego con su fisga y hubo que subir de nuevo, empezaron a temblarle los brazos y no conseguía llegar arriba, así que tuvieron que atarle una cuerda alrededor para que Hodor tirase de él.

—Hodor —decía cada vez que daba un tirón—. Hodor, Hodor, Hodor.

La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Verano desenterró un brazo amputado, negro y cubierto de escarcha, cuyos dedos aún se movían al arrastrarse por la nieve congelada. Aún le quedaba algo de carne con la que llenarse el estómago vacío, y cuando terminó con él rompió los huesos para chupar el tuétano. Hasta entonces, el brazo no pareció recordar que estaba muerto.

Cuando era un lobo, Bran comía con Verano y su manada. Cuando era un cuervo volaba con los demás cuervos, trazaba círculos sobre la colina al atardecer, buscaba enemigos, sentía el contacto gélido del aire. Cuando era Hodor exploraba las cavernas. Encontró cámaras llenas de huesos, pozos que se hundían en lo más profundo de la tierra y un lugar de cuyo techo colgaban esqueletos de murciélagos gigantescos. Incluso cruzó el exiguo puente de piedra que trazaba un arco sobre el abismo y descubrió más pasadizos y estancias al otro lado. Una estaba llena de cantores sentados en tronos de raíces de arciano que se les enredaban en el cuerpo, como Brynden. Casi todos parecían muertos, pero cuando cruzó por delante siguieron la luz de su antorcha con la mirada, y uno de ellos abrió y cerró la boca arrugada, como si intentara hablar.

—Hodor —dijo Bran, y sintió que el Hodor real se revolvía en su escondite.

Sentado en su trono de raíces de la gran caverna, mitad cadáver y mitad árbol, lord Brynden no parecía un hombre, sino una estatua fantasmal de nudos de madera, huesos viejos y lana podrida. La única señal de vida que había en su pálida cara demacrada era el ojo rojo, que ardía como la última ascua de un fuego extinguido, rodeado de raíces retorcidas y jirones de piel blanca y correosa que aún colgaban de un cráneo amarillento.

Bran todavía se asustaba al ver las raíces de arciano que entraban y salían de su carne marchita, las setas que le crecían en las mejillas, el gran gusano blanco de madera que emergía de donde antaño hubo un ojo. Habría preferido que las antorchas estuviesen apagadas. A oscuras podía imaginar que le hablaba el cuervo de tres ojos y no un macabro cadáver parlante.

«Un día seré igual que él.» La sola idea lo aterraba. Ya era bastante grave saberse tullido, con aquellas piernas inservibles. ¿Estaba condenado a perder también el resto, a pasar todos los años que le quedaban con un arciano que crecería en él y a través de él? Hoja les había dicho que lord Brynden extraía su vida del árbol. No comía ni bebía. Dormía, soñaba, vigilaba.

«Yo iba a ser caballero —recordó Bran—. Corría, trepaba y luchaba.» Parecía que habían pasado mil años.

¿Y qué era entonces? Solo Bran, el chico roto, Brandon de la casa Stark, príncipe de un reino perdido, señor de un castillo quemado, heredero de ruinas. Había creído que el cuervo de tres ojos sería un hechicero, un mago viejo y sabio que le curaría las piernas, pero comprendió que solo era el sueño estúpido de un chiquillo.

«Soy mayor para esas tonterías —se dijo—. Mil ojos, cien pieles y una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles. —Aquello era igual de emocionante que ser caballero—. O casi igual.»

La luna era un agujero negro en el cielo. Fuera de la caverna, el mundo seguía su curso. Fuera de la caverna, el sol salía y se ponía; la luna cambiaba; aullaba un viento frío. Bajo la colina, Jojen Reed se mostraba cada día más hosco y aislado, para desesperación de su hermana. Meera se sentaba a menudo al lado de Bran, junto a la pequeña hoguera, hablaba de todo y de nada, y acariciaba a Verano cuando dormía entre ellos, mientras su hermano vagaba solo por las cavernas. Cuando había mucha luz, Jojen trepaba hasta la boca de la cueva. Se quedaba allí durante horas, mirando el bosque, temblando a pesar de estar envuelto en pieles.

—Quiere irse a casa —dijo Meera a Bran—. Ni siquiera va a intentar luchar contra su destino. Dice que los sueños verdes no mienten.

—Está siendo muy valiente —respondió Bran.

«Un hombre solo puede ser valiente cuando tiene miedo», le había dicho su padre hacía ya mucho tiempo, el día que encontraron los cachorros de huargo en la nieve de verano. Aún lo recordaba.

—Está siendo muy estúpido —replicó Meera—. Yo esperaba que cuando encontrásemos a tu cuervo de tres ojos… Ahora no sé ni por qué hemos venido.

«Por mí», pensó Bran.

—Por sus sueños verdes —dijo.

—Por sus sueños verdes. —La voz de Meera sonó amarga.

—Hodor —dijo Hodor.

Meera se echó a llorar. En aquel instante, Bran odió estar tullido.

—No llores. —Quería rodearla con los brazos, estrecharla tan fuertemente como lo abrazaba su madre en Invernalia cuando se hacía daño. Estaba justo ahí, a solo unos pasos, pero tan lejos de su alcance que bien podrían haber sido cien leguas. Si quería tocarla tendría que arrastrarse por el suelo, tirando de las piernas. El terreno era escabroso y desigual, tardaría mucho y acabaría lleno de magulladuras y arañazos.

«Podría ponerme la piel de Hodor —pensó—. Así sería capaz de abrazarla y acariciarle la espalda.» Aquel pensamiento lo perturbó, pero cuando aún estaba dándole vueltas, Meera se apartó repentinamente de la hoguera y desapareció en la oscuridad de los túneles. Oyó como se iban apagando sus pasos, hasta que solo quedaron las voces de los cantores.

La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Los días transcurrían con rapidez, uno tras otro, cada uno más corto que el anterior. Las noches se hacían más largas. El sol jamás llegaba a las cavernas del interior de la colina. La luz de la luna nunca tocaba aquellos salones de piedra. Hasta las estrellas eran unas desconocidas. Todo aquello pertenecía al mundo exterior, donde el tiempo transcurría en círculos férreos, del día a la noche al día a la noche al día.

—Es el momento —dijo lord Brynden.

Algo en su voz hizo que unos dedos de hielo recorrieran la espalda de Bran.

—¿El momento de qué?

—De que des el siguiente paso. De que seas algo más que un cambiapieles y aprendas en qué consiste ser verdevidente.

—Los árboles le enseñarán —dijo Hoja. Hizo un gesto, y otro de los cantores, el de cabello blanco al que Meera llamaba Pelo de Nieve, se acercó a ellos. Llevaba en las manos un cuenco de arciano, tallado con doce caras como las de los árboles corazón. Dentro tenía una pasta blancuzca y espesa, llena de vetas oscuras y rojas.

—Tienes que comerte esto —dijo Hoja, tendiéndole una cuchara de madera.

—¿Qué es? —preguntó Bran mientras miraba el cuenco con desconfianza.

—Una pasta de semillas de arciano.

Tenía un aspecto que le daba arcadas. Suponía que las vetas rojas eran solo savia de arciano, pero a la luz de la antorcha recordaban demasiado la sangre. Hundió la cuchara y dudó.

—¿Esto me convertirá en verdevidente?

—Es tu sangre la que te hace verdevidente —dijo lord Brynden—. Esto te ayudará a despertar tus dones y te casará con los árboles.

Bran no quería casarse con un árbol… Pero ¿quién, si no, querría casarse con un chico roto como él?

«Mil ojos, cien pieles, una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles. Un verdevidente.»

Comió.

Sabía amarga, aunque no tanto como la pasta de bellotas. La primera cucharada fue la más difícil de tragar, y las arcadas casi lo hicieron vomitar. La segunda le supo algo mejor. La tercera le pareció casi dulce. El resto se lo comió con avidez. ¿Por qué le había parecido tan amargo? Sabía a miel, a nieve recién caída, a pimienta, a canela y al último beso que le había dado su madre. El cuenco vacío resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo de la caverna con un repiqueteo.

—No me siento diferente. Y ahora, ¿qué?

—Los árboles te lo mostrarán. Los árboles recuerdan. —Hoja le tocó la mano. Luego hizo una seña, y los otros cantores se dispersaron por la caverna y fueron apagando las antorchas una por una. La oscuridad se hizo más espesa y reptó hacia ellos.

—Cierra los ojos —le dijo el cuervo de tres ojos—. Sal de tu piel, como cuando vas a reunirte con Verano. Pero esta vez ve hacia las raíces. Síguelas a través de la tierra, hasta los árboles de la colina, y dime qué ves.

Bran cerró los ojos y se liberó de su piel.

«Hacia las raíces —pensó—, hacia el arciano. Conviértete en el árbol.» Al principio, lo único que vio fue la caverna cubierta por un manto de oscuridad, mientras oía el río que corría más abajo.

Y de repente se encontraba otra vez en casa.

Lord Eddard Stark estaba sentado en una roca junto al profundo estanque negro del bosque de dioses, con las blancas raíces del árbol corazón enredadas a su alrededor como los brazos nudosos de un anciano. Estaba limpiando con un paño encerado a
Hielo,
el mandoble que reposaba en su regazo.

—Invernalia —susurró Bran.

Su padre miró hacia arriba.

—¿Quién anda ahí? —preguntó mientras daba la vuelta… y Bran se retiró, asustado. Su padre, el estanque negro y el bosque de dioses se desvanecieron, y se encontró de nuevo en la caverna, con las pálidas y gruesas raíces de arciano acunando sus extremidades como una madre a su hijo. Una antorcha cobró vida ante sus ojos.

—Dinos qué has visto. —Desde muy lejos, Hoja casi parecía una niña, no mucho mayor que Bran o sus hermanas, pero de cerca se notaba que era mucho mayor. Afirmaba haber visto pasar doscientos años.

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