«La lluvia sería un alivio; ayudaría a limpiar la ciudad.»
Desde allí alcanzaba a ver cuatro pirámides menores, la muralla occidental de la ciudad y los campamentos yunkios levantados a orillas de la bahía de los Esclavos, donde una gruesa columna de humo grasiento se elevaba, retorciéndose como una serpiente monstruosa.
«Los yunkios están quemando a sus muertos —comprendió—. La yegua clara galopa por los campamentos de asedio. —Pese a todos los esfuerzos de la reina, la enfermedad se había extendido, dentro y fuera de la muralla. Los mercados de Meereen estaban cerrados; las calles, desiertas. El rey Hizdahr había permitido que las arenas de combate continuasen abiertas, pero la asistencia era escasa. Incluso se decía que los meereenos habían empezado a rehuir el templo de las Gracias—. Los esclavistas también le echarán a Daenerys la culpa de eso —supuso con amargura. Casi podía oír los cuchicheos: grandes amos, hijos de la arpía, yunkios; todos corriendo la voz de que su reina había muerto. Así lo creía media ciudad, aunque de momento nadie tenía valor para decirlo en voz alta—. Pero no tardarán.»
«¿Adónde han ido a parar todos estos años? —Ser Barristan se sentía terriblemente viejo y cansado. Últimamente, cuando se agachaba a beber en un estanque tranquilo, el rostro de un desconocido lo miraba desde el fondo. ¿Cuándo le habían salido aquellas patas de gallo alrededor de los ojos azul claro? ¿Cuánto hacía que su pelo había dejado de ser como la luz del sol para convertirse en nieve?—. Años, viejo. Décadas.»
Sin embargo, tenía la impresión de que acababan de armarlo caballero, después del torneo de Desembarco del Rey. Aún recordaba el roce de la espada de Aegon en el hombro, ligero como el beso de una doncella. Le temblaba la voz cuando pronunció los votos. En el banquete de aquella noche había comido costillas de jabalí al estilo dorniense, con guindillas dragón, tan picantes que le quemaron la boca. Cuarenta y siete años después, el sabor perduraba en su memoria, pero no habría sabido decir qué había cenado diez días atrás aunque los Siete Reinos dependiesen de ello.
«Seguro que perro cocido o alguna guarrería por el estilo.»
Selmy reflexionó, y no por primera vez, sobre los caprichos del destino que lo habían llevado a aquel lugar. Él era un caballero de Poniente, un hombre de las tierras de la tormenta y de las Marcas de Dorne; su lugar estaba en los Siete Reinos, no allí, en la sofocante orilla de la bahía de los Esclavos.
«Vine para llevar a Daenerys a casa. —Pero la había perdido, igual que a su padre y a su hermano—. Hasta a Robert; a él también le fallé.» A lo mejor, Hizdahr era más sensato de lo que parecía.
«Hace diez años habría intuido qué se proponía Daenerys; hace diez años habría sido lo bastante rápido para detenerla. —Sin embargo, se había quedado ofuscado cuando Daenerys saltó a la liza; la había llamado a gritos y había atravesado inútilmente por la arena escarlata en pos de ella—. Me he vuelto viejo y lento. —No le extrañaba que Naharis se burlara de él y lo llamase “ser Abuelo”—. De haber estado Daario junto a la reina, ¿habría sido más rápido?» Selmy creía conocer la respuesta, aunque no lo complacía.
Esa noche había vuelto a soñar con ello: Belwas, de rodillas, vomitaba bilis y sangre; Hizdahr espoleaba a los aspirantes a matadragones; hombres y mujeres huían presas del pánico, peleaban en las escaleras y se atropellaban entre gritos y alaridos. Y Daenerys…
«Tenía el cabello en llamas. Llevaba el látigo en la mano y gritaba; de pronto, se había encaramado al dragón y estaba volando.» Le escocían los ojos por la arena que había levantado Drogon al alzar el vuelo, pero a través del velo de lágrimas pudo ver a la bestia alejarse del reñidero, con las enormes alas negras golpeando los hombros de los guerreros de bronce que guardaban las puertas.
Del resto se había enterado más adelante: la gente se había agolpado al otro lado de las puertas; los caballos, enloquecidos por el olor del dragón, se encabritaron y arremetieron contra la muchedumbre con los cascos herrados; volcaron palanquines y tenderetes de comida sin distinción, y derribaron y atropellaron a los viandantes. Volaron lanzas, silbaron las saetas y algunas dieron en el blanco. El dragón se retorció en el aire con violencia, con las heridas humeando y la chica aferrada a la espalda.
Y lanzó fuego.
Las Bestias de Bronce habían tardado lo que quedaba del día y casi toda la noche en recoger los cadáveres. El recuento definitivo fue de doscientos catorce muertos, y el triple de heridos y quemados. Para entonces, Drogon ya había abandonado la ciudad; lo habían divisado por última vez volando muy por encima del Skahazadhan, rumbo al norte. No había ni rastro de Daenerys Targaryen. Unos juraban que la habían visto caer; otros insistían en que el dragón se la había llevado para devorarla.
«Se equivocan.»
Ser Barristan no sabía nada de dragones, al margen de los cuentos que se contaban a todos los niños, pero conocía a los Targaryen. Daenerys estaba cabalgando a lomos del dragón, igual que Aegon había cabalgado a Balerion.
—Tal vez vaya volando hacia casa —caviló en voz alta.
—No —murmuró una voz baja a su espalda—. No sería capaz de hacer nada semejante. No se iría a casa sin nosotros.
—Missandei, niña. —Ser Barristan se volvió—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Poco. Una siente haberos molestado. —Vaciló—. Skahaz mo Kandaq desea hablaros.
—¿El Cabeza Afeitada? ¿Has hablado con él? —Imprudente, muy imprudente. La enemistad entre Skahaz y el rey era muy profunda, y la niña no era tonta; debería saberlo. Skahaz se había opuesto sin rodeos al matrimonio de la reina, y Hizdahr no lo había olvidado—. ¿Está aquí? ¿En la pirámide?
—Va y viene cuando le place.
«Sí, muy propio de él.»
—¿Quién te ha dicho que quiere hablar conmigo?
—Una bestia de bronce con máscara de búho.
«Llevaba máscara de búho cuando habló contigo, pero ahora podría ser un chacal, un tigre o un perezoso.» Ser Barristan había detestado las máscaras desde la primera vez que las vio, y nunca más que en ese momento. Los hombres de bien no tenían por qué ocultar la cara. Y el Cabeza Afeitada…
«¿En qué estaría pensando? —Después de que Hizdahr pusiera al mando de las Bestias de Bronce a su primo Marghaz zo Loraq, Skahaz había sido nombrado guardián del río, responsable de todos los transbordadores, dragas y canales de riego de un tramo de cincuenta leguas del Skahazadhan; sin embargo, el Cabeza Afeitada había rechazado aquel “antiguo y honorable cargo”, como lo había llamado Hizdahr, y había preferido retirarse a la modesta pirámide de Kandaq—. Sin la protección de la reina, corre un gran riesgo al venir aquí.» Y si ser Barristan era visto hablando con él, las sospechas podrían salpicarlo.
El asunto le daba mala espina. Olía a engaño, a mentiras, a susurros y conspiraciones urdidos en la oscuridad, a todo aquello que confiaba en haber dejado atrás junto con la Araña, lord Meñique y los de su ralea. Barristan Selmy no era aficionado a las letras, pero había hojeado el
Libro blanco,
donde se recordaban las hazañas de sus predecesores. Algunos habían sido héroes; otros, peleles, cobardes o bellacos. Casi todos habían sido simples hombres: más fuertes y rápidos que la mayoría, más hábiles con la espada y el escudo, y no obstante, presas del orgullo, la ambición, la lujuria, el amor, la ira, los celos, la codicia, el hambre de poder y los demás defectos que aquejaban al común de los mortales. Los mejores habían superado sus debilidades, cumplido con su deber y muerto con la espada en la mano. Los peores…
«Los peores eran los que jugaban al juego de tronos.»
—¿Puedes localizar al búho? —pidió a Missandei.
—Una puede intentarlo.
—Dile que hablaré con… nuestro amigo al anochecer, en los establos. —La puerta principal de la pirámide se cerraba y atrancaba al ocaso; a esa hora no habría nadie con los caballos—. Asegúrate de que se trata del mismo búho. —No sería conveniente que el asunto llegara a oídos de la bestia de bronce incorrecta.
—Una comprende. —Missandei hizo ademán de irse, pero se detuvo un instante—. Se comenta que los yunkios han rodeado la ciudad de escorpiones, para disparar dardos de hierro al cielo si Drogon regresa.
—No es tan fácil matar a un dragón en pleno vuelo. —Ser Barristan también lo había oído—. En Poniente, muchos intentaron abatir a Aegon y sus hermanas. Nadie lo consiguió.
Missandei asintió. Resultaba difícil saber si la había tranquilizado.
—¿Creéis que la encontrarán? La pradera es muy extensa, y los dragones no dejan rastro en el cielo.
—Aggo y Rakharo son la sangre de su sangre… ¿y quién conoce el mar dothraki mejor que los dothrakis? —Le dio un apretón en el hombro—. Si es posible encontrarla, la encontrarán. —«Si es que sigue viva.» Por la pradera merodeaban otros
khals,
señores de los caballos con
khalasars
de decenas de miles de guerreros, pero no creyó conveniente mencionarlo—. Sé en cuánta estima la tienes. La mantendré a salvo, lo juro. —Esas palabras parecieron reconfortar a la niña.
«Las palabras son aire —se dijo ser Barristan—. ¿Cómo voy a proteger a la reina si no estoy a su lado?»
Barristan Selmy había conocido muchos reyes. Había nacido durante el turbulento reinado de Aegon el Improbable, tan querido por el pueblo; él lo había armado caballero. Su hijo Jaehaerys le había otorgado la capa blanca cuando tenía veintitrés años, después de que matara a Maelys el Monstruoso en la guerra de los reyes Nuevepeniques. Era la misma capa que llevaba cuando, junto al Trono de Hierro, veía como la locura consumía a Aerys, el hijo de Jaehaerys.
«Estaba allí; lo veía y lo oía, y aun así no hice nada.»
Pero no, eso no era justo: había cumplido con su deber. A veces, por la noche, ser Barristan se preguntaba si no lo habría cumplido demasiado bien. Había pronunciado sus votos ante los ojos de los dioses y los hombres; no podía romperlos sin mancillar su honor…, aunque durante los últimos años del reinado de Aerys se fue haciendo cada vez más difícil mantenerlos. Había visto cosas cuyo recuerdo le hacía daño, y más de una vez se preguntaba cuánta de esa sangre se había derramado por su causa. Si no hubiese irrumpido en el Valle Oscuro para rescatar a Aerys de las mazmorras de lord Darklyn, podría haber muerto mientras Tywin Lannister saqueaba la ciudad. El príncipe Rhaegar habría ascendido al trono y quizá hubiera curado las heridas del reino. Pese a que el Valle Oscuro había sido su momento más glorioso, el recuerdo le dejaba un sabor amargo; pero eran los fracasos lo que lo atormentaba por las noches.
«Jaehaerys, Aerys, Robert. Tres reyes muertos. Rhaegar, que habría sido mejor rey que ninguno de ellos. La princesa Elia y sus hijos: Aegon, que tan solo era un niño de teta; Rhaenys, con su gatito. —Muertos, todos ellos, mientras que él, que había jurado protegerlos, seguía con vida. Y por último Daenerys, su radiante niña reina—. No está muerta; me niego a creerlo.»
La tarde le proporcionó un breve respiro de sus dudas. La pasó en la sala de entrenamiento del tercer nivel de la pirámide, trabajando con los chicos, instruyéndolos en el arte de la espada, el escudo, el caballo, la lanza… y la caballería, el código que distinguía a los caballeros de los luchadores de las arenas de combate. Daenerys necesitaría protectores de su edad cuando él no estuviera, y estaba decidido a proporcionárselos. Los jóvenes a los que aleccionaba tenían edades comprendidas entre los ocho y los veinte años. Había comenzado con más de sesenta, pero el entrenamiento había resultado demasiado riguroso para muchos de ellos. Quedaba menos de la mitad, aunque algunos prometían mucho.
«Sin rey al que proteger, ahora tendré más tiempo para prepararlos —comprendió mientras iba de una pareja a otra y las observaba atacarse con espadas embotadas y lanzas de punta roma—. Muchachos valientes. De origen humilde, sí, pero algunos se convertirán en buenos caballeros, y adoran a la reina. De no ser por ella, todos habrían acabado en las arenas de combate. El rey Hizdahr tiene a sus luchadores de reñidero, pero Daenerys tendrá caballeros.»
—No bajes el escudo —decía—. Muéstrame cómo atacas. Ahora juntos. Abajo, arriba, abajo, abajo, arriba, abajo…
Más tarde, Selmy salió a la terraza de la reina con una cena frugal y se la tomó mientras contemplaba el ocaso. Sumido en el crepúsculo violáceo observó las hogueras que despertaban una tras otra en las grandes pirámides escalonadas, al tiempo que los ladrillos multicolores de Meereen se tornaban grises y luego negros. Abajo, las sombras se congregaban en calles y callejones, formando estanques y ríos. En la penumbra, la ciudad tenía un aspecto apacible, incluso estaba bonita.
«Es por la peste, no por la paz», razonó el anciano caballero mientras apuraba el vino.
No quería llamar la atención, de modo que, cuando terminó de cenar, se quitó la ropa de la corte y reemplazó la capa blanca de la Guardia de la reina por otra de viajante, parda y con capucha, como la que llevaría cualquier hombre de la calle, aunque se quedó con la espada y el puñal.
«A fin de cuentas, puede que sea una trampa. —Confiaba poco en Hizdahr, y menos en Reznak mo Reznak. El senescal perfumado bien podía pretender atraerlo a una reunión secreta para deshacerse de Skahaz y de él de un plumazo, acusándolos de conspirar contra el rey—. Si el Cabeza Afeitada habla de traición, no me quedará más remedio que detenerlo. Hizdahr es el consorte de mi reina, me guste o no. Mi deber es para con él, no para con Skahaz.»
¿O no era así?
El cometido principal de la Guardia Real consistía en proteger al rey de cualquier daño o amenaza. Los caballeros blancos también juraban obedecer las órdenes del rey, guardar sus secretos, aconsejarlo cuando se lo pidiera y guardar silencio cuando no, cumplir su voluntad y defender su nombre y su honor. En rigor, era el rey quien decidía si la Guardia Real debía proteger también a otras personas, incluso las de sangre real. Algunos reyes consideraban adecuado enviar a la guardia a servir y defender a sus esposas, hijos, hermanos, tíos y primos más cercanos o menos, y a veces incluso a sus amantes, concubinas y bastardos; otros preferían utilizar a sus caballeros y soldados para tal propósito, y mantener a los Siete como guardia personal, siempre a su lado.
«Si la reina me hubiese ordenado proteger a Hizdahr, no me habría quedado más remedio que obedecer. —Pero Daenerys Targaryen no había llegado a instituir una guardia de la reina como era debido, ni había dado instrucciones respecto a su consorte—. El mundo era más sencillo cuando contaba con un lord comandante que decidía esas cuestiones por mí —reflexionó Selmy—. Ahora que el lord comandante soy yo, me resulta difícil hallar el camino correcto.»