—¿Que no sabéis dónde? —Aquello no le gustó en absoluto.
—Tomó el Árbol de los Cuervos y aceptó la rendición de lord Blackwood —explicó su tío—, pero en el camino de vuelta a Aguasdulces, se apartó de su escolta y se fue con una mujer.
—¿Una mujer? —Cersei lo miró, desconcertada—. ¿Qué mujer? ¿Por qué? ¿adónde fueron?
—Nadie lo sabe, y no hemos recibido más noticias de él. Puede que la mujer fuera lady Brienne, la hija del Lucero de la Tarde.
«¿Esa? —La reina recordaba a la Doncella de Tarth, una mujerona corpulenta, desmañada y fea que se vestía con cota de malla, como los hombres—. Jaime no me abandonaría nunca por una criatura así. Mi cuervo no le llegó, o ya habría venido.»
—Hemos recibido informes de la aparición de mercenarios por todo el sur —siguió ser Kevan—. Tarth, los Peldaños de Piedra, el cabo de la Ira… Ya me gustaría saber de dónde ha sacado Stannis el dinero para contratar a una compañía libre. Aquí no tengo las fuerzas necesarias para enfrentarme a ellos. Mace Tyrell las tiene, pero se niega a mover un dedo hasta que se resuelva el asunto de su hija.
«El hacha del verdugo resolvería enseguida el asunto de Margaery. —A Cersei no le importaban un bledo Stannis ni sus mercenarios—. Los Otros se los lleven, a él y a los Tyrell. Que se maten entre sí; mejor que mejor para el reino.»
—Por favor, tío, sácame de aquí.
—¿Cómo? ¿Por la fuerza? —Ser Kevan se acercó a la ventana y miró hacia fuera con el ceño fruncido—. Tendría que organizar una carnicería en este lugar santo, y además, no tengo hombres suficientes. La mayor parte de nuestras fuerzas está en Aguasdulces, con tu hermano. No dispongo de tiempo para reunir otro ejército. —Se volvió para enfrentarse a ella—. He hablado con su altísima santidad. No te dejará salir hasta que hayas expiado tus pecados.
—Ya he confesado.
—He dicho «expiado». Ante toda la ciudad. Caminarás…
—No. —Sabía qué estaba a punto de decir su tío, y no quería escucharlo—. Jamás. Díselo si es que vuelves a verlo. Soy la reina, no una ramera del puerto.
—No te pasará nada; nadie te tocará…
—¡No! —gritó de nuevo—. Antes la muerte.
—Si eso es lo que quieres, se puede arreglar. Su altísima santidad ha decidido que se te juzgue por regicidio, deicidio, incesto y alta traición.
—¿Deicidio? —Estuvo a punto de echarse a reír—. ¿Cuándo he matado yo a un dios?
—El septón supremo es la voz de los Siete en la tierra, y quien lo ataca a él ataca a los mismísimos dioses. —Su tío alzó una mano para zanjar la protesta que estaba a punto de formular Cersei—. No sirve de nada hablar de eso, y menos aquí. Ya llegará el momento, durante el juicio. —Paseó la vista por la celda. La expresión de su rostro hablaba a gritos.
«Nos están escuchando.» Ni en aquel momento podía hablar con libertad. Cersei respiró profundamente.
—¿Quién me va a juzgar?
—La fe —respondió su tío—, a menos que exijas un juicio por combate, en cuyo caso tu campeón será un caballero de la Guardia Real. Sea cual sea el resultado, tus días de gobierno han llegado a su fin. Yo seré el regente de Tommen hasta que cumpla la mayoría de edad. Mace Tyrell es la nueva mano del rey. El gran maestre Pycelle y ser Harys Swyft seguirán como hasta ahora, pero a Paxter Redwyne lo han nombrado lord almirante y Randyll Tarly ha asumido el cargo de justicia mayor.
«Los dos son vasallos de los Tyrell.» El gobierno de todo el reino estaba pasando a manos de sus enemigos: los parientes y amigos de la reina Margaery.
—Margaery también fue acusada, igual que sus primas. ¿Cómo es que los gorriones las han soltado a ellas y no a mí?
—Randyll Tarly insistió mucho. Fue el primero en llegar a Desembarco del Rey cuando se desencadenó la tormenta, y se trajo a su ejército. Las jóvenes Tyrell serán juzgadas, pero su altísima santidad reconoce que el caso contra ellas se sustenta a duras penas. Todos los hombres a los que se mencionó como amantes de la reina han negado la acusación o se han retractado, con excepción de tu bardo tullido, que por lo visto está medio loco. Así que el septón supremo ha puesto a las muchachas bajo la custodia de Tarly, y lord Randyll ha jurado por lo más sagrado entregarlas cuando llegue el momento del juicio.
—¿Y quién tiene a sus acusadores? —preguntó la reina.
—Osney Kettleblack y el Bardo Azul están aquí, en las criptas del septo. Los gemelos Redwyne han sido declarados inocentes, y Hamish el Arpista ha muerto. Los demás están en las mazmorras de la Fortaleza Roja a cargo de tu hombre, Qyburn.
«Qyburn —pensó Cersei. Eso era un punto positivo, al fin un clavo al que agarrarse. Estaban en manos de lord Qyburn, que era capaz de obrar maravillas—. Y cosas terribles. También es capaz de hacer cosas terribles.»
—Hay algo más, y es peor. Siéntate.
—¿Que me siente? —Cersei sacudió la cabeza. ¿Qué podía ser peor? Iban a juzgarla por alta traición mientras la reinecita y sus primas volaban libres como pájaros—. ¿Qué pasa?
—Se trata de Myrcella. Hemos recibido malas noticias de Dorne.
—¡Tyrion! —exclamó. Tyrion había mandado a su hijita a Dorne, y ella había enviado a ser Balon Swann para recuperarla. Todos los dornienses eran serpientes, y los Martell eran los peores. Para colmo, la Víbora Roja había tratado de defender al Gnomo y había faltado muy poco para que obtuviera una victoria que habría exculpado al enano del asesinato de Joffrey—. Ha sido él; ha estado en Dorne todo este tiempo, y ahora tiene a mi hija…
—A Myrcella la atacó un caballero dorniense llamado Gerold Dayne. —Ser Kevan la miró con el ceño fruncido—. Está viva, pero resultó herida. Le rajó la cara y… siento decírtelo, pero ha perdido una oreja.
—Una oreja. —Cersei se quedó mirándolo, horrorizada. «No es más que una niña; es mi princesita preciosa, tan bella, tan bella…»—. Le cortó una oreja. ¿Dónde estaban el príncipe Doran y sus caballeros dornienses? ¿Cómo es que no fueron capaces de defender a una niña? ¿Dónde estaba Arys Oakheart?
—Murió defendiéndola. Por lo visto, Dayne lo mató.
La Espada del Amanecer había sido un Dayne, pero llevaba mucho tiempo muerto. ¿Quién era aquel ser Gerold? Y ¿por qué quería hacer daño a su hija? No tenía ni pies ni cabeza, a menos que…
—Tyrion perdió media nariz en la batalla del Aguasnegras. La cara rajada y la oreja cortada llevan su firma.
—El príncipe Doran no ha mencionado a tu hermano en ningún momento, y según Balon Swann, Myrcella le echa toda la culpa a ese tal Gerold Dayne. Lo llaman Estrellaoscura.
Cersei soltó una carcajada amarga.
—Lo llamen como lo llamen, es una marioneta de mi hermano. Tyrion tiene amigos en Dorne; tenía planeado esto desde el principio. Fue él quien comprometió a Myrcella con el príncipe Trystane, y ahora entiendo por qué.
—Ves a Tyrion en todas las sombras.
—Es una criatura de las sombras. Mató a Joffrey, a mi padre… ¿Creías que iba a parar ahí? Tenía miedo de que siguiera en Desembarco del Rey y tramara algo contra Tommen, pero debe de haber ido a Dorne para matar primero a Myrcella. —Cersei recorrió la celda, furiosa—. Tengo que estar al lado de Tommen. La Guardia Real es tan inútil como los pezones en una coraza. —Se volvió hacia su tío, furiosa—. ¿Dices que ser Arys ha muerto?
—A manos de ese tal Estrellaoscura, sí.
—¿Está muerto? ¿Muerto, muerto? ¿Seguro?
—Eso nos han dicho.
—Entonces hay una vacante en la Guardia Real. Hay que ocuparla cuanto antes para proteger a Tommen.
—Lord Tarly está preparando una lista de buenos caballeros para que tu hermano tome una decisión, pero hasta el regreso de Jaime…
—El rey tiene potestad para otorgar la capa blanca. Tommen es un buen chico; dile a quién tiene que nombrar y te hará caso.
—¿A quién quieres que nombre?
Para eso no tenía respuesta preparada.
«Mi campeón necesitará un nombre nuevo, además de una cara nueva.»
—Qyburn lo sabrá. En este asunto, confía en él. Tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, tío, pero por la sangre que compartimos, por el amor que profesabas a mi padre, por el bien de Tommen y su pobre hermana herida, haz lo que te pido. Ve a hablar con lord Qyburn de mi parte, llévale una capa blanca y dile que ha llegado la hora.
—Eras el hombre de confianza de la reina —señaló Reznak mo Reznak—. El rey quiere estar rodeado de sus propios hombres cuando conceda audiencia.
«Sigo siendo un hombre de la reina. Hoy, mañana y siempre, hasta mi último aliento, o el suyo. —Selmy se negaba a creer que Daenerys Targaryen hubiera muerto; quizá por eso lo daban de lado—, Hizdahr se está deshaciendo de nosotros, uno por uno. —Belwas el Fuerte se encontraba a las puertas de la muerte, bajo los cuidados de las gracias azules, en el templo, aunque Selmy albergaba la sospecha de que pretendían rematar la labor de las langostas con miel. Skahaz el Cabeza Afeitada había sido despojado del mando; los inmaculados se habían retirado a sus barracones; Jhogo, Daario Naharis, el almirante Groleo y el inmaculado llamado Héroe permanecían como rehenes de los yunkios; a Aggo, a Rakharo y al resto del
khalasar
de Daenerys los habían enviado al otro lado del río a buscar a su reina perdida; incluso habían sustituido a Missandei, pues el rey no consideraba adecuado que su heraldo fuera una niña y, para colmo una antigua esclava naathi—. Y ahora, yo.»
Hubo un tiempo en que la destitución le habría parecido una mancha en su honor. Pero eso había sido en Poniente; en el nido de víboras que era Meereen, el honor parecía más ridículo que el traje de un bufón. Y la desconfianza era mutua: Hizdahr zo Loraq podía ser el consorte de su reina, pero no sería nunca su rey.
—Si vuestra majestad desea que abandone la corte…
—Vuestro esplendor —corrigió el senescal—. No, no, no, me habéis interpretado mal. Su adoración va a recibir a una delegación yunkia, para negociar la retirada de los ejércitos. Es posible… Bueno, que pidan un desagravio por las vidas que arrebató la furia del dragón. Se trata de una situación delicada; el rey considera que sería mejor que viesen en el trono a un meereeno, protegido por soldados meereenos. Seguro que lo comprendéis.
«Mejor de lo que crees.»
—¿Puedo saber a quiénes ha escogido su alteza para que lo protejan?
—Son guerreros temibles, que profesan un gran amor por su adoración —le respondió Reznak mo Reznak, esbozando aquella sonrisa obsequiosa suya—. Goghor el Gigante, Khrazz, el Gato Moteado y Belaquo Rompehuesos. Héroes, todos ellos.
«Luchadores de los reñideros, todos ellos.» Ser Barristan no se sorprendió. La posición de Hizdahr zo Loraq en su nuevo trono era inestable. Había transcurrido un millar de años desde que el último rey gobernara en Meereen, y había gente de la Antigua Sangre que se creía con más derecho al cargo. Fuera de la ciudad acampaban los yunkios con sus aliados y mercenarios; dentro acechaban los Hijos de la Arpía.
Mientras tanto, los protectores del rey menguaban en número día tras día. El encontronazo con Gusano Gris le había costado a Hizdahr los Inmaculados. Cuando su alteza trató de colocar a un primo suyo al mando, como había hecho con las Bestias de Bronce, Gusano Gris lo informó de que eran hombres libres y solo aceptaban órdenes de su madre. En cuanto a las Bestias de Bronce, estaban compuestas a partes iguales por libertos y cabezas afeitadas, cuya verdadera lealtad era seguramente para con Skahaz mo Kandaq. Los luchadores de las arenas de combate eran los únicos en los que podía confiar el rey Hizdahr, frente a un sinfín de enemigos.
—Ojalá sepan defender a su majestad de toda amenaza. —La voz de ser Barristan no dejaba entrever sus sentimientos: había aprendido a ocultarlos años atrás, cuando servía en Desembarco del Rey.
—¡A su magnificencia! —recalcó Reznak mo Reznak—. El resto de vuestras obligaciones no varía. Si fracasa la paz, su esplendor querrá que os pongáis al frente de sus tropas contra los enemigos de nuestra ciudad.
«Por lo menos tiene algo de sensatez.» Belaquo Rompehuesos y Goghor el Gigante podían servirle de escudos, pero la idea de enviar a cualquiera de ellos al frente de un ejército era tan absurda que casi hizo sonreír al anciano caballero.
—Estoy a las órdenes de su majestad.
—Nada de «majestad» —se quejó el senescal—. Ese es el estilo de Poniente. Su magnificencia, su esplendor, su adoración.
«“Su vanidad” sería más apropiado.»
—Como digáis.
—Entonces, hemos terminado. —Reznak se humedeció los labios. En aquella ocasión, la sonrisa empalagosa era una indicación para que se fuera. Ser Barristan se despidió, agradecido de dejar atrás el hedor del perfume del senescal.
«Los hombres deberían oler a sudor, no a flores.»
La Gran Pirámide de Meereen medía trescientas varas de la base a la cima. Las habitaciones del senescal estaban en la segunda planta; los aposentos de la reina, igual que los suyos, ocupaban el nivel superior.
«Una subida muy larga para un hombre de mi edad —pensó ser Barristan al llegar a la escalera. Antes recorría ese camino cinco o seis veces al día, al servicio de la reina, como atestiguaba el dolor que sentía en las rodillas y la espalda—. Llegará el día en que ya no pueda enfrentarme a estos escalones, y me temo que pronto. —Antes de ese día debía contar con unos cuantos muchachos preparados para ocupar su lugar al lado de la reina—. Yo mismo los nombraré caballeros cuando sean dignos, y entregaré a cada uno un caballo y unas espuelas de oro.»
En los aposentos de Daenerys reinaban la calma y el silencio. Hizdahr no se había instalado en ellos; había preferido establecer sus habitaciones en lo más profundo de la Gran Pirámide, rodeado por todas partes de sólidas paredes de ladrillo. Mezzara, Miklaz, Qezza y el resto de los jóvenes coperos de la reina, que en realidad eran rehenes, aunque tanto Selmy como la reina les habían cobrado tanto afecto que les costaba pensar en ellos como tales, se habían trasladado con el rey, mientras que Irri y Jhiqui habían vuelto con los demás dothrakis. Solo quedaba Missandei, un pequeño fantasma desamparado que vagaba por los aposentos de la reina, en la cúspide de la pirámide.
Ser Barristan salió a la terraza. El cielo de Meereen tenía el color de la piel de un cadáver, pálido, blanquecino y opresivo; una masa interminable de nubes que abarcaba todo el horizonte, una muralla que ocultaba el sol. Nadie contemplaría su puesta ese día, igual que nadie lo había visto salir. La noche sería calurosa, una noche sofocante, húmeda, bochornosa, sin una brizna de aire. Amenazaba lluvia desde hacía tres días, aunque no había caído ni una gota.