—Si el rey hubiese muerto, ¿lo sabríais? —preguntó Jon a la sacerdotisa roja.
—No ha muerto. Stannis es el elegido del Señor, destinado a encabezar la lucha contra la oscuridad. Lo he visto en mis fuegos; lo he leído en una antigua profecía. Cuando sangre la estrella roja y reine la oscuridad, Azor Ahai volverá a nacer entre humo y sal para despertar a los dragones de piedra. El lugar del humo y la sal no es otro que Rocadragón.
Jon ya había oído todo aquello.
—Stannis Baratheon era el señor de Rocadragón, pero no nació allí, sino en Bastión de Tormentas, como el resto de sus hermanos. —Frunció el ceño—. ¿Y qué hay de Mance? ¿También se ha perdido? ¿Qué os dicen vuestros fuegos?
—Me temo que lo mismo: solo nieve.
«Nieve. —Jon sabía que nevaba con fuerza en el sur. Se decía que el camino Real ya estaba intransitable a tan solo dos días a caballo de allí—. Melisandre también lo sabe.» Hacia el este, una furiosa tormenta azotaba la bahía de las Focas. Según los últimos informes, la dispar flota que habían reunido para salvar al pueblo libre de Casa Austera seguía resguardada en Guardiaoriente del Mar, atrapada en el puerto a causa de las inclemencias.
—Estáis viendo cenizas que bailan en el aire caliente.
—Veo calaveras. Os veo a vos. Cada vez que miro las llamas aparece vuestro rostro. El peligro del que os hablé se acerca cada vez más.
—Puñales en la oscuridad, ya lo sé. Disculpad, mi señora, pero albergo ciertas dudas. Dijisteis: «Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo, huyendo de un matrimonio concertado».
—Y no me equivoqué.
—Pero tampoco acertasteis. Alys no es Arya.
—La visión fue acertada; fui yo quien se equivocó al interpretarla. Soy tan mortal como vos, Jon Nieve. Todos los mortales cometemos errores.
—Hasta los que son lord comandante. —Aún no habían regresado Mance Rayder y las mujeres de las lanzas, y Jon no dejaba de preguntarse si la mujer roja había mentido a propósito.
«¿A qué juega?»
—Aseguraos de mantener cerca a vuestro lobo, mi señor.
—Fantasma nunca se aleja mucho de mí. —El huargo levantó la cabeza al oír su nombre, y Jon lo rascó tras las orejas—. Disculpadme. Fantasma, conmigo.
Las celdas de hielo estaban excavadas en la base del Muro y cerradas con pesadas puertas de madera, y las había pequeñas y minúsculas. Algunas tenían tamaño suficiente para que un hombre pudiera pasear; en otras, los prisioneros solo cabían sentados, y otras eran tan angostas que no permitían ni eso.
Jon le había dado a su cautivo más importante la celda más grande, un cubo para cagar, pieles de sobra para no congelarse y un pellejo de vino. Los guardias tardaron cierto tiempo en abrir la celda, ya que se había formado hielo dentro del cerrojo. Los goznes oxidados gimieron como almas en pena cuando Wick Whittlestick abrió la puerta lo bastante para que Jon pudiera entrar. Lo recibió un débil hedor fecal, aunque no tan penetrante como esperaba. Hasta la mierda se congelaba con aquel frío implacable. Jon Nieve vio su tenue reflejo en las paredes de hielo.
En una esquina de la celda había un montón de pieles tan alto como un hombre.
—Karstark —dijo Jon Nieve—. Levántate.
Las pieles se agitaron. Algunas se habían congelado y se habían quedado pegadas, y la escarcha que las envolvía brilló cuando se movieron. Primero emergió un brazo y luego una cabeza: pelo castaño canoso, enmarañado y apelmazado; dos ojos fieros; una nariz; una boca; una barba. El bigote del prisionero estaba adornado con mocos congelados.
—Nieve. —El aliento se condensó en el aire y cubrió de vaho el hielo, tras su cabeza—. No tienes derecho a retenerme. Las leyes de la hospitalidad…
—No eres mi invitado. Has venido al Muro sin mi consentimiento, armado, con intención de llevarte a tu sobrina contra su voluntad. Con lady Alys hemos compartido el pan y la sal; es una invitada. Tú eres un prisionero. —Jon hizo una pausa para que las palabras surtieran efecto—. Tu sobrina ha contraído matrimonio.
Cregan Karstark mostró los dientes.
—Alys era mi prometida. —Aunque ya pasaba de los cincuenta, Cregan era un hombre fuerte cuando entró en la celda. El frío le había arrebatado aquella fuerza, y lo había dejado débil y agarrotado—. Mi señor padre…
—Tu padre es un castellano, no un señor. Y los castellanos no tienen ningún derecho a pactar matrimonios.
—Mi padre, Arnolf Karstark, es el señor de Bastión Kar.
—Según todas las leyes que conozco, un hijo va antes que un tío.
Cregan consiguió incorporarse y apartó de una patada las pieles que se le enredaban en los tobillos.
—Harrion murió.
«O morirá pronto.»
—Una hija también va antes que un tío. Si su hermano ha muerto, Bastión Kar pertenece a lady Alys, y ha concedido su mano a Sigom, el magnar de Thenn.
—Un salvaje. Un salvaje miserable, un asesino. —Cregan apretó los puños. Los guantes que los cubrían eran de cuero ribeteado de piel, a juego con la capa que le colgaba de los anchos hombros, apelmazada y rígida. El jubón de lana negra mostraba el blasón del rayo de sol blanco de su casa—. Ahora veo qué eres, Nieve. Mitad lobo, mitad salvaje; un bastardo fruto de un traidor y de una puta, capaz de meter a una doncella de alta cuna en la cama de un salvaje apestoso. Dime, ¿la cataste antes de entregársela? —Rio—. Mátame si es lo que quieres, pero quedarás maldito por matar a la sangre de tu sangre. Los Stark y los Karstark estamos emparentados.
—Me apellido Nieve. —«Un bastardo»—. Es lo único de lo que pueden acusarme.
—Que venga ese magnar a Bastión Kar. Le cortaremos la cabeza y la meteremos en un retrete, para mearle en la boca.
—Sigorn está al mando de doscientos Thenitas —apuntó Jon—, y lady Alys cree que Bastión Kar le abrirá sus puertas a ella. Dos de tus hombres ya le han jurado vasallaje y han confirmado todo lo referente a los planes de tu padre con Ramsay Nieve. Tengo entendido que tienes parientes cercanos en Bastión Kar. Una palabra tuya puede salvarles la vida. Entrega el castillo; lady Alys perdonará a las mujeres que la traicionaron y permitirá a los hombres vestir el negro.
Cregan negó con la cabeza. Los mechones de pelo se le habían convertido en trozos de hielo, y cada vez que se movía entrechocaban con suavidad.
—Jamás —dijo—. Jamás, jamás, jamás.
«Debería cortarle la cabeza y ofrecérsela a Alys y al magnar como regalo de boda —pensó Jon, pero no se atrevía a correr ese riesgo. La Guardia de la Noche no tomaba partido en las disputas del reino, y algunos podrían pensar que ya había ayudado demasiado a Stannis—. Si decapito a este imbécil, dirán que me dedico a matar norteños para entregar sus tierras a los salvajes. Si lo libero, hará lo que pueda para destrozar todo lo que he logrado con lady Alys y el magnar. —Jon se preguntó qué habría hecho su padre y cómo habría resuelto el asunto su tío. Pero Eddard Stark estaba muerto, y Benjen Stark, perdido en el bosque helado de más allá del Muro—. No sabes nada, Jon Nieve.»
—«Jamás» es mucho tiempo —dijo Jon—. Puede que cambies de opinión mañana, o dentro de un año. Más tarde o más temprano, el rey Stannis volverá al Muro, y entonces te matará… a no ser que lleves una capa negra. Cuando un hombre viste el negro, todos sus crímenes se borran. —«Incluso los tuyos»—. Discúlpame, por favor, tengo que asistir a una fiesta.
Tras el frío cortante de las celdas de hielo, el sótano estaba tan abarrotado y caliente que Jon tuvo sensación de sofoco nada más pisar la escalera. El aire olía a humo, carne asada y vino especiado. Axell Florent estaba brindando en el momento en el que Jon ocupó su sitio, cerca de la tarima.
—¡Por el rey Stannis y su esposa, la reina Selyse, Luz del Norte! —gritó ser Axell—. ¡Por R’hllor, Señor de Luz; que nos defienda a todos! ¡Una tierra, un dios, un rey!
—¡Una tierra, un dios, un rey! —corearon los hombres de la reina.
Jon bebió con ellos. No sabía si Alys Karstark sería feliz en su matrimonio, pero al menos lo celebrarían aquella noche.
Los mayordomos sacaron el primer plato: caldo de cebolla especiado con trozos de cabra y zanahoria. No era precisamente un banquete real, pero era nutritivo y sabroso, y calentaba el estómago. Owen el Bestia cogió el violín, y se le unieron varios hombres del pueblo libre con flautas y tambores.
«Las mismas flautas y los mismos tambores que tocaron para acompañar el ataque de Mance Rayder contra el Muro.»
Aquella vez, el sonido resultaba más agradable. Con el caldo llegaron rebanadas de pan moreno y basto, recién salidas del horno. El rostro de Jon se ensombreció cuando vio la sal y la mantequilla en las mesas: Bowen Marsh le había dicho que tenían sal de sobra, pero en un mes se habrían quedado sin mantequilla.
El Viejo Flint y el Norrey ocupaban sendos lugares de honor, justo bajo la tarima. Estaban demasiado mayores para acompañar a Stannis y habían enviado en su lugar a sus hijos y nietos, pero se habían apresurado y habían llegado al Castillo Negro a tiempo para la boda, cada uno con una nodriza. La del Norrey tenía cuarenta años y los pechos más grandes que Jon hubiera visto nunca; la de Flint tenía catorce años y era plana como un muchacho, aunque tenía leche de sobra. Entre las dos, el niño al que Val llamaba Monstruo parecía medrar.
Jon les estaba agradecido, aunque ni se le pasó por la cabeza que dos soldados tan viejos y curtidos hubieran bajado de sus colinas solo por eso. Ambos llevaban consigo a unos cuantos guerreros: cinco el Viejo Flint y doce el Norrey; todos vestidos con pieles andrajosas y cuero remachado, fieros como el mismísimo invierno. Algunos llevaban barba larga; otros tenían cicatrices, y los más, las dos cosas; todos adoraban a los dioses del norte, los mismos dioses que el pueblo libre de más allá del Muro. Sin embargo, allí estaban, brindando por un matrimonio auspiciado por un extraño dios rojo procedente del otro lado del mar.
«Mejor que negarse a beber. —Ni Flint ni el Norrey habían volteado la copa para derramar el vino, lo que habría significado cierto grado de aceptación—. O quizá sea que no quieren desperdiciar un buen vino sureño. No debe de abundar mucho en esas colinas rocosas en las que viven.»
Entre plato y plato, ser Axell Florent sacó a bailar a la reina Selyse, y otros los siguieron; los primeros en buscarse una pareja fueron los caballeros de la reina. Ser Brus ofreció el primer baile a la princesa Shireen, y después sacó a su madre. Ser Narbert bailó con todas las damas de la reina.
Los hombres de la reina superaban a las damas en una proporción de tres a una, así que hasta la más humilde de las criadas se vio obligada a bailar. Tras unas cuantas canciones, algunos hermanos negros recordaron ciertas habilidades que habían aprendido de jóvenes en cortes y castillos, antes de que sus pecados los enviaran al Muro, y también bailaron. El viejo granuja Ulmer del Bosque Real demostró ser tan hábil para la danza como para el tiro con arco, y no cabía duda de que regalaba los oídos de sus parejas con anécdotas de la Hermandad del Bosque Real, de cuando cabalgó con Simón Toyne y Ben Barrigas y ayudó a Wenda, la Gacela Blanca, a grabar a fuego su blasón en las nalgas de sus prisioneros de alta cuna. Seda, derrochando gracia, bailó con tres criadas, pero ni siquiera intentó acercarse a ninguna dama de alta cuna, cosa que Jon consideró muy prudente. No le gustaba la forma en que miraban al mayordomo algunos caballeros de la reina, sobre todo Ser Patrek de la Montaña del Rey.
«Ese quiere derramar sangre —pensó—. Está buscando cualquier provocación.»
Cuando Owen el Bestia sacó a bailar al bufón Caramanchada, las risas resonaron en el techo abovedado. Aquello hizo sonreír a lady Alys.
—¿Hay muchos bailes aquí, en el Castillo Negro?
—Siempre que se celebra una boda, mi señora.
—Podríais bailar conmigo, aunque solo fuera por cortesía. No sería la primera vez.
—¿Ya hemos bailado? ¿Cuándo? —bromeó Jon.
—Cuando éramos niños. —Partió un pedazo de pan y se lo tiró a la cara—. Como bien sabéis.
—Mi señora debería bailar con su esposo.
—Me temo que mi magnar no es hombre de bailes. Si no queréis bailar conmigo, al menos servidme un poco de vino especiado.
—Como deseéis. —Jon pidió una frasca con un gesto.
—Bueno —dijo Alys mientras Jon servía el vino—, ya soy una mujer casada. Ya tengo un marido salvaje, con su pequeño ejército salvaje.
—Ellos se denominan
pueblo libre.
Bueno, casi todos. Sin embargo, los thenitas son harina de otro costal. Es un pueblo muy antiguo. —Eso le había dicho Ygritte. «No sabes nada, Jon Nieve»—. Vienen de un valle escondido en el extremo norte de los Colmillos Helados, rodeado de montañas muy altas, y durante miles de años han mantenido más contacto con los gigantes que con otros hombres. Eso los ha hecho ser diferentes.
—Diferentes —dijo Alys—, pero más parecidos a nosotros.
—Sí, mi señora. Los thenitas tienen leyes y señores. —«Saben arrodillarse»—. Extraen cobre y estaño de las minas para fabricar bronce y forjan sus propias armas y armaduras, en vez de robarlas. Es un pueblo orgulloso y valiente. Mance Rayder tuvo que derrotar tres veces al antiguo magnar antes de que Styr lo aceptara como Rey-más-allá-del-Muro.
—Y ahora están aquí, a nuestro lado del Muro. Expulsados de su fuerte de las montañas para acabar en mi dormitorio. —Sonrió con ironía—. Es culpa mía. Mi señor padre me dijo que tenía que seducir a vuestro hermano Robb, pero solo tenía seis años y no supe.
«Ya, pero ahora tienes casi dieciséis y más vale que sepas seducir a tu nuevo marido.»
—Mi señora, ¿en qué estado se encuentran los almacenes de comida de Bastión Kar?
—No muy surtidos —suspiró Alys—. Mi padre se llevó a tantos hombres al sur que solo quedaron las mujeres y los jóvenes para sacar adelante las cosechas, junto con los viejos y los tullidos que no pudieron ir a la guerra. Los cultivos se estropearon o se inundaron con las lluvias otoñales, y ahora llega la nieve. Este invierno va a ser duro. Muy pocos ancianos sobrevivirán, y también morirán muchos niños.
Todos los norteños conocían demasiado bien aquella historia.
—La abuela de mi padre era una Flint de las montañas, por parte de madre —le dijo Jon—. Se hacían llamar los Primeros Flint. Proclaman que el resto de los Flint desciende de los hijos menores, que tuvieron que abandonar las montañas en busca de comida, tierras y esposas. Allí arriba, la vida siempre ha sido muy dura. Cuando cae la nieve y la comida empieza a escasear, los más jóvenes tienen que marcharse a Las Inviernas o incorporarse al servicio de algún castillo. Los mayores reúnen todas las fuerzas que les quedan y salen a cazar. Algunos regresan en primavera; otros no vuelven jamás.