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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (92 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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*

El vizconde Roger se había callado. La gente reía a su alrededor. Alguien dijo:

—¡Bah! Ésta es la historia de todas las conversiones
in extremis
.

EL APARCERO
*

El barón René du Treilles me había dicho:

—¿Quiere venir conmigo al levantamiento de la veda en mi finca de Marinville? Me encantaría que lo hiciera, amigo. Por otra parte, estoy completamente solo. La caza es de un acceso tan difícil y la casa donde paso la noche tan primitiva que no puedo invitar más que a los amigos muy íntimos.

Acepté.

Partimos, pues, el sábado en tren, tomando la línea férrea de Normandía. Nos apeamos en la estación de Alvimare, y el barón René, señalándome una galera enganchada a un asustadizo caballo, sujeto por un alto campesino de blancos cabellos, me dijo:

—Aquí tiene nuestro carruaje, amigo.

El hombre le dio la mano a su amo, y el barón se la estrechó con fuerza al tiempo que preguntaba:

—¿Qué?, compadre Lebrument, ¿cómo anda todo?

—Como siempre, señor barón.

Montamos en esa especie de gallinero suspendido y sacudido sobre dos enormes ruedas. Y el joven caballo, tras una violenta reparada, partió al galope haciéndonos saltar por los aires como balas, y cada recaída en el asiento de madera me hacía un daño horrible.

El campesino repetía con su voz calma y monótona:

—Vamos, vamos, tranquilo, Moutard, tranquilo.

Pero Moutard no hacía ningún caso y daba saltos como un cabrito.

Nuestros dos perros, detrás de nosotros, en la parte vacía de la caja, se habían enderezado y olisqueaban el aire de los llanos por los que cruzaba el olor de la caza.

El barón miraba a lo lejos, con ojos tristes, la gran campiña normanda, ondulante y melancólica, semejante a un inmenso parque inglés, a un parque desmesurado, donde los patios de las alquerías rodeados de dos o cuatro hileras de árboles, con manzanos achaparrados que vuelven invisibles las casas, dibujan hasta donde se pierde la vista unas perspectivas de sotos, de bosquecillos y de macizos que persiguen los jardineros artistas al diseñar las propiedades principescas. Y René du Treilles murmuró de repente:

—Me gusta esta tierra; aquí tengo mis raíces.

Era un normando de pura cepa, alto y fornido, un poco panzón, de la vieja casta de los aventureros que iban a fundar reinos en las riberas de todos los océanos. Tenía unos cincuenta años, diez años menos quizá que el aparcero que nos llevaba. Éste era un tipo flaco, un campesino que era un costal de huesos cubiertos de piel sin carne, uno de esos hombres que viven un siglo.

Tras dos horas de marcha por unos caminos pedregosos, a través de aquella verde planicie siempre igual, la galera entró en uno de esos patios con manzanos y se detuvo delante de un viejo edificio ruinoso en el que una vieja sirvienta esperaba al lado de un mozo que cogió el caballo.

Entramos en la alquería. La cocina ahumada era alta y espaciosa. Los objetos de cobre y las lozas brillaban, iluminados por los reflejos del hogar. Un gato dormitaba sobre una silla; un perro dormía debajo de la mesa. Olía, allí dentro, a leche, a manzana, a humo y a ese olor innombrable de las viejas casas de campo, olor a suelo, a paredes, a muebles, olor a viejas sopas derramadas, a viejos fregados y a viejos moradores, olor a bestias y a personas mezcladas, a cosas y a seres, olor del tiempo, del tiempo pasado.

Volví a echar un vistazo al patio. Éste era muy grande, lleno de manzanos añosos, chaparros y retorcidos, y cubiertos de frutos, que caían en la hierba, en derredor de ellos. En aquel patio, el aroma normando a manzana era tan intenso como el de los naranjos floridos en las riberas del Sur.

Cuatro ringleras de hayas rodeaban este recinto. Eran tan altas que parecían alcanzar las nubes a esa hora del ocaso, y sus copas, por entre las que pasaba el viento del atardecer, se agitaban y dejaban escapar un lamento interminable y triste.

Volví adentro. El barón se estaba calentando los pies y escuchaba a su aparcero hablar de las cosas del lugar. Hablaba de matrimonios, de nacimientos, de muertos y luego de la baja de los precios de los cereales y de las noticias relativas al ganado. La Veularde (una vaca comprada en Veules) había tenido su becerro a mediados de junio. La producción de sidra no había sido gran cosa el año anterior. Las manzanas reinetas continuaban desapareciendo en la comarca.

Luego cenamos. Fue una buena cena campestre, sencilla y abundante, larga y tranquila. Y, mientras duró la cena, observé la especie de particular familiaridad amistosa que me había sorprendido de entrada entre el barón y el campesino.

Fuera, las hayas seguían gimiendo bajo el empuje de las ventoleras nocturnas, y nuestros dos perros, encerrados en un establo, plañían y ladraban de un modo siniestro. El fuego se apagó en la gran chimenea. La sirvienta había ido a acostarse. El compadre Lebrument dijo a su vez:

—Si me permite, señor barón, iré a acostarme. No tengo costumbre de recogerme tarde.

El barón le dio la mano y le dijo:

—Vaya, amigo —con un tono tan cordial que le pregunté cuando hubo desaparecido el hombre:

—Le es fiel ese aparcero, ¿no?

—Más que eso, amigo, es un drama, un viejo drama muy sencillo y muy triste el que me une a él. Le contaré la historia…

*

Ya sabe usted que mi padre fue coronel de caballería. Había tenido de ordenanza a este mozo, hoy un anciano, hijo de un aparcero. Luego, al retirarse mi padre, tomó como criado a ese soldado que contaba unos cuarenta años. Yo tenía treinta. Vivíamos entonces en nuestro castillo de Valrenne, cerca de Caudebec-en-Caux.

En aquel tiempo, la doncella de mi madre era una de las más bonitas que imaginarse pueda, rubia, espabilada, animosa, delgada, una verdadera doncella, la antigua doncella hoy día desaparecida. Actualmente, estas criaturas no tardan en convertirse en mujerzuelas. París, merced a los ferrocarriles, las atrae, las llama, se apodera de ellas no bien florecen, esas reales mozas que antaño seguían siendo simples sirvientas. Cualquier hombre de paso, como en otro tiempo los sargentos reclutadores buscaban quien se alistara, se las camela y corrompe, y no nos quedan ya como criadas más que los desechos de la raza femenina, todo cuanto es tosco, vulgar, ordinario, deforme, demasiado feo para la galantería.

Así pues, esta muchacha era encantadora, y yo la besaba algunas veces en los rincones oscuros. Nada más; oh, nada más, se lo juro. Ella era decente, por otra parte; y yo respetaba la casa de mamá, cosa que ya no hacen los granujas de hoy día.

Ahora bien, sucedió que el ayuda de cámara de papá, el antiguo veterano, el viejo aparcero que acaba usted de ver, se enamoró perdidamente de esta muchacha, pero enamorado de una manera inconcebible. Al principio, notaron que se olvidaba de todo, que no pensaba ya en nada.

Mi padre le repetía sin cesar:

«Vamos, Jean, pero ¿qué te pasa? ¿Estás enfermo?».

Él respondía:

«No, no, señor barón. No me pasa nada».

Adelgazó; luego rompió vasos mientras servía la mesa y dejó caer platos. Pensaron que estaba aquejado de una enfermedad nerviosa y se hizo venir al médico, que creyó observar los síntomas de una afección de la médula espinal. Entonces mi padre, lleno de solicitud para con su servidor, se decidió a mandarle a una casa de salud. El hombre, ante esta noticia, confesó.

Eligió una mañana mientras su amo se afeitaba y con voz tímida dijo:

«Señor barón…».

«Sí, mozo.»

«Lo que yo necesitaría, ¿sabe?, no son medicamentos…»

«Ah, ¿qué, pues?»

«Casarme.»

Mi padre, estupefacto, se dio la vuelta:

«Pero ¿qué dices? ¿Qué dices?…, ¿eh?«

«Casarme.»

«¿Casarte? Entonces, ¿estás… enamorado…, pillo?»

«Así es, señor barón.»

Y mi padre rompió a reír con tal falta de moderación, que mi madre gritó desde el otro lado de la pared:

«¿Qué te pasa, Gontran?».

Él respondió:

«Ven aquí, Catherine».

Y cuando ella hubo entrado, le contó, con los ojos inundados de lágrimas de alegría, que el tontaina de su ayuda de cámara estaba simplemente enfermo de amor.

En lugar de reír, mamá se enterneció.

«¿A quién quieres así, mozo?»

Él declaró sin vacilar:

«A Louise, señora baronesa».

Y mamá prosiguió con semblante serio:

«Vamos a tratar de arreglarlo del mejor modo posible».

Se llamó, pues, a Louise, que fue sondeada por mi madre; y ella respondió que conocía perfectamente la pasión de Jean, que éste se le había declarado varias veces, pero que ella no le quería. Se negó a decir el porqué.

Y pasaron dos meses, durante los cuales papá y mamá no dejaron de presionar a la muchacha para que se casara con Jean. Como ella juraba que no amaba a ningún otro, no podía aducir ninguna razón seria en favor de su negativa. Papá venció, finalmente, su resistencia gracias a un gran regalo en dinero, y se acordó establecerlos, como aparceros, en las tierras en que hoy nos encontramos. Dejaron el castillo, y no los volví a ver por espacio de tres años.

Al cabo de tres años, supe que Louise había muerto del pecho. Pero mi padre y mi madre murieron a su vez, y pasaron otros dos años sin que volviera a ver a Jean.

Finalmente, un otoño, hacia finales de octubre, se me ocurrió venir a cazar a esta propiedad, mantenida con esmero, y que mi aparcero afirmaba era muy abundante en caza.

Llegué, pues, una tarde, una tarde de lluvia, a esta casa. Me quedé estupefacto al encontrar al antiguo soldado de mi padre totalmente canoso, por más que no tuviera más que cuarenta y cinco o cuarenta y seis años.

Le hice cenar enfrente de mí, en esta misma mesa donde nos encontramos ahora. Llovía a cántaros. Se oía percutir el agua sobre el tejado, los muros y los cristales, caer en forma de diluvio en el patio, y mi perro ladraba en el establo, como hacen los nuestros esta noche.

De repente, después de que la sirvienta se hubiera ido a acostarse, el hombre murmuró:

«Señor barón…».

«¿Qué, compadre Jean?»

«Tengo una cosa que decirle.»

«Di, Jean.»

«Es que es… difícil.»

«Habla igualmente.»

«Recordará usted a Louise, mi mujer.»

«Por supuesto que la recuerdo.»

«Pues bien, me encargó una cosa para usted.»

«¿Qué cosa?»

«Una…, una…, ¿cómo diría?, una confesión…»

«¡Ah!…, ¿el qué, pues?»

«Es…, es…, me gustaría no tener que decírselo a pesar de todo…, pero tengo que hacerlo…, tengo que hacerlo…, en fin…, ella no murió de mal de pecho…, sino…, sino… de disgusto… Eso es, ahora se lo explico mejor.

»Desde que vinimos aquí empezó a adelgazar; cambió, después de seis meses estaba irreconocible, señor barón. Estaba como yo antes de casarme con ella, sólo que a la inversa, completamente a la inversa.

»Llamé al médico. Éste dijo que ella estaba enferma del hígado, que tenía una…, una hepatitis. Entonces yo compré medicamentos y más medicamentos por valor de unos trescientos francos. Pero ella no quería tomárselos, no quería en modo alguno; decía: “No vale la pena, mi pobre Jean. No van a servir de nada”.

»Yo veía que tenía un mal dentro. En una ocasión me la encontré llorando y no sabía qué hacer, no lo sabía. Le compré cofias, vestidos, pomadas para el cabello, pendientes. No sirvió de nada. Comprendí que iba a morir.

»Una noche de finales de noviembre, una noche en que nevaba, en que ella no se había levantado de la cama durante todo el día, me dijo que fuera a llamar al cura. Fui.

»Apenas hubo llegado, me dijo:“Jean, escucha”, me dijo,“quiero hacerte una confesión. Te la debo. Escucha, Jean. Nunca te he engañado, nunca. Ni antes ni después de casarnos, nunca. El señor cura aquí presente puede decírtelo, él que conoce mi alma. Pues bien, escucha. Jean, si yo me muero es porque no he podido consolarme de no seguir en el castillo… porque… tenía…, sentía mucha amistad por el señor barón René. Mucha amistad, quiero decir que nada más que amistad. Por esto me muero. Cuando dejé de verle, sentí que me moría. De haber podido verle, no me habría muerto. Verle solamente, nada más. Debes decírselo algún día, una vez que yo ya no esté. Díselo. Júramelo…, júramelo… Jean, delante del señor cura. Es un consuelo saber que un día lo sabrá, que habré muerto por esto… Sí…, júramelo…”.

»Se lo prometí, señor barón. Y he mantenido la palabra dada.

Calló, con los ojos fijos en los míos.

¡Por Cristo bendito!, amigo, no puede hacerse una idea de la conmoción que me produjo oír a ese pobre diablo, a cuya mujer yo había matado sin saberlo, contármelo así, en esa noche de lluvia y en esta cocina.

Balbuceé:

«¡Mi pobre Jean!, ¡mi pobre Jean!».

Él murmuró:

«Así son las cosas, señor barón. No podemos hacer nada, ni uno… ni otro… Eso es lo que sucedió…».

Yo le cogí las manos a través de la mesa y me eché a llorar.

Él preguntó:

«¿Quiere venir a la tumba?».

Yo asentí con la cabeza, pues ya no podía hablar.

Él se levantó, encendió un farol, y partimos en medio de la lluvia, cuyas gotas oblicuas, rápidas como flechas, iluminaba bruscamente nuestra luz.

Abrió una puerta y vi unas cruces de madera negra.

Dijo de repente: «Ahí está», delante de una lápida de mármol, y colocó encima su farol para que yo pudiera leer la inscripción:

A LOUISE HORTENSE MARINET

Esposa de Jean-François Lebrument

hacendado

FUE UNA FIEL ESPOSA. ¡QUE DIOS LA TENGA EN SU GLORIA!

Estábamos de rodillas en el barro, él y yo, con el farol entre nosotros, y yo miraba cómo percutía la lluvia sobre el mármol blanco, rebotaba en forma de polvillo de agua y luego chorreaba por los cuatro bordes de la piedra impenetrable y fría. Y pensé en el corazón de la que había muerto. ¡Oh, pobre corazón!, ¡pobre corazón!…

*

Desde entonces, vuelvo aquí todos los años. Y, no sé por qué, me siento turbado como un culpable delante de ese hombre que tiene siempre el aire de perdonarme.

EL HORLA
*

(
Primera versión
)

El doctor Marrande, el más ilustre y eminente de los alienistas, les había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios, que se ocupaban de las ciencias naturales, que fueran a pasar una hora a la casa de salud que él dirigía, porque quería que conocieran a uno de sus enfermos.

Tan pronto como sus amigos se hubieron reunido, les dijo:

—Voy a someterles el caso más extraño e inquietante con el que me he topado nunca. Por otra parte, no tengo nada que decirles de mi cliente. Él mismo les hablará.

Entonces el doctor llamó. Un criado hizo entrar a un hombre. Era muy flaco, de una flaqueza cadavérica, como son flacos algunos locos a los que corroe un pensamiento, pues el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis.

Tras haber saludado y haber tomado asiento, dijo:

*

Señores, sé por qué están ustedes aquí reunidos, y estoy dispuesto a contarles mi historia, como me lo ha pedido mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo, me tuvo por loco. Actualmente tiene sus dudas. Dentro de un rato sabrán todos ustedes que tengo una mente tan sana, lúcida y clarividente como las suyas, por desgracia para mí, para ustedes y para la Humanidad entera.

Pero quisiera empezar por los propios hechos, simplemente por los hechos. Éstos son:

Tengo cuarenta y dos años. No estoy casado, mi fortuna me basta para vivir con un cierto lujo. Así pues, vivía en una propiedad a orillas del Sena, en Biessard, cerca de Ruán. Me gusta la caza y la pesca. Ahora bien, tenía detrás de mi casa, por encima de las grandes peñas que la dominaban, uno de los bosques más bonitos de Francia, el de Roumare, y delante uno de los más bellos ríos del mundo.

Mi casa es espaciosa, pintada exteriormente de blanco, bonita, antigua, en medio de un gran jardín, lleno de espléndidos árboles, que sube hasta el bosque, escalando las enormes peñas a las que me acabo de referir.

Mi personal se compone, o mejor dicho, se componía de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una costurera, que era al propio tiempo una especie de mujer de servicio. Llevaban todos en mi casa de diez a dieciséis años, me conocían, conocían la vivienda, el lugar y todo lo referente a mi vida. Eran servidores buenos y pacíficos. Esto es importante para lo que voy a contar.

Añadiré que el Sena, que bordea mi jardín, es navegable hasta Ruán, como sin duda ya saben ustedes; y que todos los días veía pasar grandes barcos de vela o de vapor, procedentes de todas partes del mundo.

Así pues, en el otoño del año pasado, empecé a sentir de repente unos extraños e inexplicables malestares. Se iniciaron con una especie de inquietud nerviosa que me tenía despierto durante noches enteras, un frenesí que me hacía estremecerme al mínimo ruido. Mi humor se agrió. Sufría súbitos ataques de cólera inexplicables. Llamé a un médico, que me prescribió bromuro de potasio y tomar duchas.

Empecé, pues, a tomar duchas mañana y tarde, y a tomarme también el bromuro. No tardé, en efecto, en dormir de nuevo, pero con un sueño más terrible que el insomnio. Apenas me acostaba, cerraba los ojos y me quedaba aniquilado. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en una muerte del ser entero del que me veía sacado brusca y horriblemente por la espantosa sensación de un peso que me aplastaba el pecho y de una boca que me devoraba la vida, sobre mi boca. ¡Oh! ¡Esas conmociones! No conozco nada más espantoso.

Imagínense un hombre que es asesinado mientras duerme, que se despierta con un cuchillo en la garganta y que está, con los estertores de la agonía, cubierto de sangre, y que ya no puede respirar, y que se va a morir, y que no comprende lo que le pasa, ¡eso es!

Yo adelgazaba de manera inquietante, continua y de repente me di cuenta de que mi cochero, que era muy gordo, comenzaba a enflaquecer igual que yo.

Le pregunté finalmente:

«¿Qué le pasa, Jean? Está usted enfermo».

Él respondió:

«Creo que he contraído la misma enfermedad que el señor. Mis noches hacen que mis días sean insoportables».

Pensé, pues, que había en la casa una calentura debida a la cercanía del río e iba a irme para dos o tres meses, por más que estábamos en plena temporada de caza, cuando un pequeño hecho muy extraño, observado por casualidad, me llevó a una serie tal de descubrimientos increíbles, fantásticos, aterradores, que me quedé.

Una noche que tenía sed, me tomé medio vaso de agua y observé que mi botella, puesta sobre la cómoda enfrente de mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.

Durante la noche, tuve uno de esos despertares espantosos a los que acabo de aludir. Encendí mi bujía, presa de una terrible angustia, y, cuando quise beber de nuevo, me percaté con asombro de que mi botella estaba vacía. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. O bien alguien había entrado en mi habitación, o bien yo era un sonámbulo.

A la noche siguiente, quise hacer la misma prueba. Cerré, pues, mi puerta con llave para estar seguro de que nadie podría entrar en mi cuarto. Me dormí y me desperté como cada noche.
Se habían
bebido toda el agua que yo había visto dos horas antes.

¿
Quién
se había bebido esa agua? Yo, sin duda, y sin embargo creía estar seguro, absolutamente seguro, de no haberme movido durante mi sueño profundo y doloroso.

Entonces recurrí a una astucia para convencerme de que no era yo quien llevaba a cabo tales actos inconscientes. Puse una noche al lado de la botella, una botella de viejo burdeos, una taza de leche que detesto y unos pasteles de chocolate que me encantan.

El vino y los pasteles permanecieron intactos. La leche y el agua habían desaparecido. Entonces, cada día, cambié el tipo de bebidas y de alimentos. Nunca
tocaron
las cosas sólidas, compactas, y, en cuanto a los líquidos, sólo
se bebieron
la leche fresca y sobre todo el agua.

Pero quedaba una acuciante duda en mi espíritu. ¿No podía ser que yo me levantaba, sin tener conciencia de ello, e incluso me bebía lo que detestaba porque mis sentidos, entorpecidos por el sueño de sonámbulo, habían cambiado, habían perdido ciertas repulsiones y adquirido nuevos gustos?

Entonces recurrí a una nueva astucia contra mí mismo. Envolví todos los objetos que era inevitable tocar con unas telas de muselina blanca y los recubrí también con un lienzo de batista.

Luego, en el momento de meterme en la cama, me embadurné las manos, los labios y los bigotes con grafito.

Al despertar, todos los objetos habían permanecido inmaculados, si bien habían sido tocados porque el lienzo no estaba como yo la había puesto y, además, se habían bebido la leche y el agua. Y, sin embargo, la puerta, cerrada con una llave de seguridad, y mis postigos cerrados con cadenas por una cuestión de prudencia, no habían podido dejar penetrar a nadie.

Entonces, me hice esta temible pregunta: ¿Quién estaba allí, pues, todas las noches, cerca de mí?

Tengo la impresión, señores, de que les cuento todo esto demasiado deprisa. Se sonríen ustedes, tienen formada ya su opinión: «Es un loco». Hubiera tenido que describir largamente esa emoción de un hombre que, encerrado en su casa, sano de mente, mira, a través del cristal de la botella, un poco de agua desaparecida mientras dormía. Hubiera tenido que hacerles comprender ese tormento, renovado cada noche y cada mañana, y ese invencible sueño y esos despertares todavía más espantosos.

Pero continúo.

De repente, cesó el prodigio.
Ya no
tocaban nada en mi habitación. La cosa se había acabado. Me sentía mejor, por lo demás. Estaba recuperando la alegría cuando me enteré de que uno de mis vecinos, el señor Legite, se encontraba exactamente en el estado en que yo mismo me había visto. Creí de nuevo que había una especie de calentura en aquel lugar. Mi cochero me había dejado desde hacía un mes, muy enfermo.

Había pasado el invierno, comenzaba la primavera. Ahora bien, una mañana, mientras paseaba cerca de mi arriate de rosales, vi, vi claramente romperse, muy cerca de mí, el tallo de una de las más bellas rosas como si una mano invisible la hubiera cogido; luego la flor siguió la curva que hubiera descrito un brazo llevándosela hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire diáfano, totalmente sola, inmóvil, espantosa, a tres pasos de mis ojos.

Presa de una espantosa locura, me lancé sobre ella para cogerla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces, me entró una ira furiosa contra mí mismo. ¡No le está permitido a un hombre razonable y serio tener semejantes alucinaciones!

Pero ¿era una alucinación? Busqué el tallo. Lo encontré inmediatamente sobre el arbusto, acabado de romper, entre otras dos rosas que habían permanecido en la rama; pues eran tres que yo había visto perfectamente.

Entonces volví a mi casa con el alma trastornada. Señores, escúchenme, soy una persona tranquila; no creía en lo sobrenatural, y ni siquiera creo hoy; pero, desde ese momento, estuve seguro, seguro como de que hay día y hay noche, de que existía cerca de mí un ser invisible que me había perseguido, luego me había dejado y que retornaba.

Un poco más tarde tuve la prueba de ello.

Empezaron a estallar entre mis criados furiosas disputas por mil causas en apariencia fútiles, pero llenas de sentido para mí ahora.

Un jarrón, un bonito jarrón veneciano se rompió solo en el aparador de mi comedor, en pleno día.

Mi ayuda de cámara acusó de ello a la cocinera, quien acusó a su vez a la costurera, que acusó a no sé quién.

Unas puertas cerradas por la noche estaban abiertas por la mañana. Robaban leche, cada noche, en la antecocina. ¡Ay!

¿Quién era? ¿De qué naturaleza? Una curiosidad irritada, mezcla de cólera y de espanto, me mantenía día y noche en un estado de extrema agitación.

Pero en la casa volvió a reinar la calma una vez más; y yo creía de nuevo que no se trataba más que de sueños cuando pasó lo siguiente:

Fue el 20 de julio, a las nueve de la noche. Hacía mucho calor; había dejado yo mi ventana abierta de par en par, mi lámpara encendida sobre mi mesa, iluminando un libro de Musset abierto por la página de
La noche de mayo
; y me había tumbado en un gran sillón en el que me dormí.

Ahora bien, tras haber dormido cerca de cuarenta minutos, volví a abrir los ojos, sin moverme, despertado por no sé qué confusa y extraña turbación. Primero no vi nada, pero luego me pareció de golpe que una página del libro acababa de volverse sola. Por la ventana no había entrado ningún soplo de aire. Me quedé sorprendido; y esperé. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, sí, vi, señores, con mis propios ojos que se levantaba otra página y caía sobre la anterior como si la hubiera vuelto un dedo. Mi sillón parecía vacío, pero comprendí que ¡
él
! estaba allí. De un bote me planté en el otro extremo de la habitación para atraparle, para palparle, para estrecharle, si ello era posible… Pero, antes de que yo le hubiera dado alcance, se derribó mi sillón como si alguien hubiera huido; también mi lámpara se cayó y se apagó, rompiéndose el cristal; y la ventana golpeó bruscamente, como si un ladrón la hubiera empujado en su huida… ¡Ay!

Me lancé hacia el timbre y lo pulsé. Cuando apareció el criado le dije:

«He derribado y roto todo. Tráigame otra luz».

No pegué ojo aquella noche. Y, sin embargo, podía haber sido otra vez víctima de una ilusión. Al despertar los sentidos siguen todavía alterados. ¿No había sido yo quien había derribado mi sillón y mi luz al precipitarme como un loco?

¡No, no era yo! Tenía el pleno convencimiento de ello. Y, sin embargo, quería creerlo.

Ahí estaba. ¡Él! ¿Cómo llamarle? El Invisible. No, no es suficiente. Lo bauticé el Horla.
1
¿Por qué? No lo sé. Así pues, el Horla no me dejaba un solo momento. Tenía día y noche la sensación, la certeza de la presencia de ese inasible vecino, así como el convencimiento de que se adueñaba de mi vida, hora tras hora, minuto tras minuto.

La imposibilidad de verle me irritaba y yo encendía todas las luces de la habitación como si, multiplicando la claridad, pudiera descubrirle.

Al final le vi.

No me creerán. Sin embargo, le vi.

Estaba yo sentado delante de un libro, el que fuere, sin leer, pero acechando con todos mis sentidos sobreexcitados, espiándole a él, al que sentía cerca. Sí, estaba allí. Pero ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo echarle el guante?

Enfrente de mí mi cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, mi puerta que yo había cerrado con cuidado. Detrás de mí, un gran armario de luna que me servía cada día para afeitarme, para vestirme, en el que tenía la costumbre de mirarme de pies a cabeza cada vez que pasaba por delante de él.

Así pues, fingía estar leyendo para engañarle, porque también él me espiaba; y de hecho lo sentí, estaba seguro de que estaba leyendo sobre mi espalda, rozándome el oído.

Me levanté, dándome la vuelta tan rápidamente que estuve a punto de caerme. Pues bien… Se veía como en pleno día… ¡y yo no me vi en mi espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no se veía en él… Y yo estaba enfrente… ¡Veía la gran luna, cristalina de arriba abajo! Y yo miraba aquello con ojos de loco, y no me atrevía a avanzar, notando perfectamente que él se encontraba entre nosotros, él, y que se me escaparía de nuevo, pero que su cuerpo imperceptible había absorbido mi reflejo.

¡Qué miedo pasé! Luego, he aquí que de golpe empecé a percibirme envuelto en una bruma en el fondo del espejo, en una bruma vista como a través de una capa de agua; y me parecía que aquella agua se desplazaba lentamente de derecha a izquierda, volviendo más precisa mi imagen segundo tras segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me ocultaba no parecía poseer unos contornos claramente definidos, sino más bien una especie de transparencia opaca que se iba aclarando poquito a poco.

Finalmente, pude verme por completo, como cada día cuando me miro al espejo.

Lo había visto. Me quedó en el cuerpo un espanto que todavía me produce escalofríos.

Al día siguiente estaba aquí, donde rogué que me mantuvieran encerrado.

Concluyo ya, señores.

El doctor Marrande, tras haber dudado largamente, decidió hacer solo un viaje a mi región.

Hoy, tres de mis vecinos están en afectados por lo mismo que sufrí yo. ¿No es cierto?

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