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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (105 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Las lágrimas brotaban de sus ojos y de su nariz, mojaban sus mejillas y se deslizaban en su boca.

Luego prosiguió:

—Creía que también tú habías muerto, mi pobre Célestin.

Él dijo:

—Sin duda no te habría reconocido, eras tan pequeña en esa época, y ahora ¡qué grande te has vuelto! Pero ¿cómo es posible que no me hayas reconocido?

Ella hizo un gesto desesperado:

—¡Veo a tantos hombres que me parecen todos iguales!

Él seguía mirándola fijamente, presa de una emoción confusa y tan intensa que le venían ganas de gritar como un niño al que se da unos azotes. La sostenía aún entre los brazos, a horcajadas sobre la pierna, con las manos abiertas sobre la espalda de la muchacha, y a fuerza de mirarla al final la reconoció, la hermanita dejada en el pueblo con todos aquellos que ella había visto morir, mientras él andaba por los mares. Entonces, cogiendo de repente entre sus manazas de marinero aquel rostro reencontrado, se puso a besarla como se besa la carne fraterna. Luego le subieron a la garganta unos grandes sollozos de hombre, largos como olas, semejantes a hipos de embriaguez.

Balbuceaba:

—Aquí estás, aquí estás otra vez, Françoise, mi pequeña Françoise…

Luego se levantó de golpe y se puso a blasfemar con voz espantosa, descargando sobre la mesa tal puñetazo que los vasos se volcaron, rompiéndose. Luego dio tres pasos, se tambaleó, extendió los brazos y se desplomó de bruces. Se revolvía por los suelos gritando, golpeando el suelo con manos y pies y soltando gemidos que parecían los estertores de la agonía.

Todos sus compañeros le miraban riendo.

—Está como una cuba —dijo uno.

—Hay que meterlo en la cama —dijo otro—, si sale así acabará en el trullo.

Entonces, puesto que tenía dinero en el bolsillo, la
madame
ofreció una cama y los compañeros, también tan borrachos que no se aguantaban de pie, le llevaron por la estrecha escalera a la habitación de la mujer con la que había estado antes, y que se quedó en una silla, a los pies de la cama criminal, llorando como él, hasta el amanecer.

ALEXANDRE
*

Aquel día, a las cuatro, como a diario, Alexandre condujo hasta delante de la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de paralítico de tres ruedas con la que llevaba de paseo hasta las seis, siguiendo la prescripción del médico, a su vieja e inválida ama.

Después de haber arrimado aquel vehículo ligero al escalón, en el punto en que podía hacer subir fácilmente a la obesa señora, entró de nuevo en la casa y no tardó en oírse en el interior la voz furiosa, una voz bronca de viejo militar, que vociferaba juramentos; era la del amo, el ex capitán de infantería retirado Joseph Maramballe. Luego se oyó ruido de portazos, de sillas apartadas violentamente, de pasos apresurados, seguidamente un silencio y, al poco, apareció Alexandre en el umbral, sosteniendo con todas las fuerzas a la señora Maramballe extenuada por haber bajado la escalera. Una vez acomodada, no sin esfuerzo, en la silla de ruedas, Alexandre se colocó detrás, cogió la pieza encorvada que servía para empujarla y se encaminó hacia la orilla del río.

Cruzaban la pequeña ciudad todos los días, entre los saludos respetuosos que iban dirigidos tal vez tanto al servidor como al ama, porque aunque ella era muy querida y apreciada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, una verdadera barba de patriarca, era considerado el criado modelo.

El sol de julio caía a plomo sobre la calle, inundando las casas bajas bajo su luz triste a fuerza de ser abrasadora y directa. Algunos perros dormían en las aceras, en la franja de sombra que arrojaban las paredes, y Alexandre, jadeando ligeramente, apretaba el paso para llegar más deprisa a la avenida que lleva al río.

La señora Maramballe ya dormitaba bajo su sombrilla blanca cuya contera abandonada acababa a veces apoyándose en el rostro impasible del hombre. Una vez que hubieron llegado a la Alameda de los Tilos, a la sombra de los árboles, ella se despertó por completo y dijo con voz benévola:

—Vaya más despacito, mi pobre muchacho, pues con este calor va a acabar agotado.

La buena de la señora no pensaba, en su ingenuo egoísmo, que si ahora deseaba andar menos deprisa era precisamente porque había llegado al abrigo del follaje.

Cerca de aquel camino cubierto por los viejos tilos recortados en forma de bóveda, el Navette discurría por un lecho tortuoso entre dos setos de sauces. Los gluglús de los remolinos, de los saltos sobre las rocas, de los bruscos giros de la corriente, difundían, a lo largo de todo aquel paseo, una dulce canción de agua y un frescor de vapor acuoso.

Tras haber aspirado y saboreado largo rato el encanto húmedo del lugar, la señora Maramballe murmuró:

—Vamos, ahora se está mejor. Pero él hoy no se levantó con buen pie.

Alexandre respondió:

—Oh, no, señora.

Desde hacía treinta y cinco años estaba al servicio de aquel matrimonio, primero como ordenanza del oficial, luego como simple criado que no ha querido dejar a sus amos; y desde hacía seis años, sacaba cada tarde a su ama a pasear por los estrechos caminos de alrededor de la ciudad.

De ese largo servicio abnegado, de ese diario estar a solas, había nacido entre la vieja señora y el viejo servidor una cierta familiaridad, afectuosa por parte de ella, deferente por parte de él.

Hablaban de los asuntos de casa como se hace entre iguales. Por otra parte, su tema principal de conversación y de preocupación era el mal carácter del capitán, avinagrado por una larga carrera comenzada de modo brillante, pasada sin promociones y concluida sin gloria.

La señora Maramballe siguió diciendo:

—No cabe duda de que hoy se ha levantado con mal pie. Pero eso le pasa demasiado a menudo desde que dejó el servicio.

Y Alexandre, con un suspiro, completó el pensamiento de su ama.

—¡Oh!, debería decir la señora que eso le pasa todos los días y que también le pasaba antes de haber dejado el ejército.

—Es cierto. Pero hay que reconocer que no tuvo fortuna. Comenzó con un acto de valor que le hizo ganar una condecoración a los veinte años, y luego, de los veinte a los cincuenta, no pudo ascender más que a capitán, cuando él contaba al comienzo con retirarse al menos como coronel.

—También podría decir la señora que fue, al fin y al cabo, por culpa suya. Si no hubiera sido siempre rígido como una fusta, sus jefes le habrían querido y protegido más. No sirve de nada ser duro, hay que gustar a la gente para estar bien visto.

—Es culpa nuestra que nos trate así, pues decidimos quedarnos con él; pero para los demás es distinto.

La señora Maramballe reflexionaba. ¡Oh! Desde cuántos años hacía que pensaba a diario en la brutalidad de su marido con el que se había casado hacía tanto, tanto tiempo, porque era un apuesto oficial, condecorado muy joven y con un gran futuro, por lo que decían. ¡Cómo se equivoca uno en la vida!

Murmuró:

—Paremos un momento, mi pobre Alexandre, y descanse un poco en su banco.

Era un banquito de madera medio podrido colocado en la curva de la alameda para los que van de paseo los domingos. Todas las veces que llegaban a aquel sitio Alexandre tenía la costumbre de pararse y de recuperar el aliento.

Se sentó, se cogió con ambas manos, con gesto habitual y complacido, su bonita barba blanca abierta en abanico, la estrechó entre los dedos alisándosela hasta la punta, que retuvo unos instantes en la boca del estómago como para fijarla allí y comprobar una vez más la gran extensión de aquella vegetación.

La señora prosiguió:

—¡Yo me casé con él y, por tanto, es justo y natural que tenga que aguantar sus injusticias, pero lo que no comprendo es que también usted, mi buen Alexandre, las haya aguantado!

Él hizo un leve encogimiento de hombros y se limitó a decir:

—¡Oh!, yo…, señora.

Ella continuó:

—He pensado a menudo en ello. Era usted su ordenanza cuando él se casó conmigo, y tenía que aguantarlo a la fuerza. Pero después, ¿por qué se quedó con nosotros, que le pagamos tan poco y le tratamos tan mal, en vez de hacer como hace todo el mundo, buscarse una colocación, casarse, tener hijos, formar una familia?

Él repitió:

—Para mí, señora, es otra cosa.

No dijo nada más; y se tiraba de la barba como si tocase una campana que le resonaba dentro, como si quisiera arrancársela, y miraba a su alrededor con mirada perdida de persona que se siente incómoda.

La señora Maramballe seguía con sus pensamientos:

—No es usted un campesino. Es una persona instruida…

Él la interrumpió, orgulloso:

—Estudié para perito agrimensor, señora.

—Pues, entonces, ¿por qué se quedó con nosotros, arruinando su vida?

Él balbuceó:

—¡Así es! ¡Así es! Es por culpa de mi forma de ser.

—¿Cómo que su forma de ser?

—Sí, cuando me apego a algo, me apego y se acabó.

Ella se echó a reír.

—Vamos, no querrá hacerme creer que los buenos modales y la dulzura de Maramballe le han hecho apegarse a él de por vida.

Él se agitaba en su banco, la cabeza visiblemente trastornada, y farfulló entre los largos pelos de sus bigotes:

—No es a él…, sino a usted.

La vieja señora, que tenía un rostro dulcísimo, coronado entre la frente y el tocado de una línea nívea de cabellos rizados cuidadosamente a diario con papillotes y relucientes como plumas de cisne, hizo un movimiento en su silla de ruedas y contempló a su criado con ojos de gran sorpresa.

—¿A mí, mi pobre Alexandre? ¿Cómo es eso?

Él se puso a mirar al aire, luego a un lado, seguidamente a lo lejos, volviendo la cabeza, como hacen los tímidos que se ven obligados a confesar secretos vergonzosos. Acto seguido declaró con un valor de soldado al que se ordena enfrentarse al fuego enemigo:

—Así es. La primera vez que le llevé a la señorita una carta del teniente y que la señorita me dio veinte sueldos con una sonrisa, la cosa estuvo clara para mí.

Ella insistió, sin comprender muy bien.

—Vamos, explíquese.

Entonces él soltó con el espanto de un pobre miserable que confiesa un crimen y que se pierde:

—Empecé a sentir algo por la señora. ¡Eso es todo!

Ella no respondió, dejó de mirarle, bajó la cabeza y se quedó pensativa. Era buena, toda rectitud, dulzura, juicio y sensibilidad. En un instante consideró la inmensa devoción de aquel pobre hombre que había renunciado a todo por vivir a su lado, sin decir nunca nada. Y le vinieron ganas de llorar.

Luego, adoptando una expresión seria, pero no ofendida, dijo:

—Volvamos a casa.

Él se levantó, se colocó detrás de la silla de ruedas y comenzó a empujar de nuevo.

Mientras se acercaban al pueblo, vieron en medio de la calle al capitán Maramballe que venía hacia ellos.

Tan pronto como les hubo alcanzado preguntó a su mujer con la clara intención de enfadarse:

—¿Qué hay para cenar?

—Un pequeño pollo y judías pochas.

Él se enfureció.

—¡Pollo, otra vez pollo, siempre pollo, maldita sea! Estoy harto de tu pollo. ¿Es posible que no seas capaz de pensar en otra cosa? ¡Me haces comer siempre lo mismo!

Ella respondió con resignación.

—Pero, querido, sabes que te lo ha ordenado el médico. Es también lo mejor para tu estómago. Si no tuvieras problemas de estómago, te daría de comer muchas cosas que no me atrevo a servirte.

Entonces él, fuera de sí, se plantó delante de Alexandre.

—Es culpa de esta mala bestia si estoy enfermo del estómago. Hace treinta y cinco años que me envenena con su asquerosa comida.

La señora Maramballe volvió de repente la cabeza hacia atrás para mirar al viejo criado. Sus ojos se encontraron y se dijeron mutuamente, en esa sola mirada: «Gracias».

LA ADORMECEDORA
*

El Sena se extendía delante de mi casa, sin un rizo, y centelleante por el sol de la mañana. Era una bonita, ancha, lenta y larga corriente argentada, teñida aquí y allá de púrpura; y del otro lado del río, unos grandes árboles alineados formaban en toda la orilla una inmensa cortina de vegetación.

La sensación de vida que vuelve a empezar cada día, de vida recién estrenada, alegre, enamorada, tremolaba entre las hojas, palpitaba en el aire, espejeaba en el agua.

Me dieron los periódicos que acababa de traer el cartero y me fui con paso tranquilo a leerlos a la orilla.

En el primero que abrí leí estas palabras: «Estadística de suicidios» y me enteré de que ese año más de ocho mil quinientos seres humanos se habían quitado la vida.

¡Inmediatamente los vi! Vi esa carnicería, horrenda y voluntaria, de los desesperados cansados de vivir. Vi personas ensangrentadas, con la mandíbula rota, el cráneo hundido, el pecho traspasado por una bala, que agonizaban lentamente, solos en una habitación de hotel, pensando no en sus heridas sino en su desventura.

Vi a otros con la garganta abierta o el vientre rajado, que sostenían aún en la mano el cuchillo de cocina o la navaja de afeitar.

Vi a otros, sentados unos delante de un vaso con fósforos en remojo, otros delante de un frasquito con una etiqueta roja.

Miraban aquello fijamente, sin moverse; luego bebían y esperaban: una mueca deformaba sus mejillas, crispaba sus labios; un espanto extraviaba sus ojos, pues no sabían que se sufre tanto antes del fin.

Se levantaban, se paraban, caían y, con ambas manos sobre el estómago, sentían sus órganos abrasados, sus entrañas corroídas por el fuego del líquido, antes de que su pensamiento empezara a opacarse.

Vi a otros colgados de un clavo de la pared, de la falleba de la ventana, de un gancho del techo, de una viga del desván, de la rama de un árbol, bajo la lluvia de la noche. E intuí todo lo que habían hecho antes de permanecer así, con la lengua fuera, inmóviles. Intuí la angustia de su corazón, sus dudas últimas, sus movimientos para atar la cuerda, comprobar que aguantaba bien, pasársela por el cuello y dejarse caer.

Vi a otros acostados en camas miserables, a madres con sus hijos pequeños, a ancianos muriéndose de hambre, a muchachas desgarradas por cuitas de amor, todos rígidos, ahogados, asfixiados, mientras en medio de la habitación humeaba aún el calientapiés de carbón.

Y vi a algunos que se paseaban en la noche sobre unos puentes desiertos. Eran los más siniestros. El agua corría bajo los arcos con un blando ruido. ¡No la veían…, la adivinaban aspirando su olor frío! Tenían ganas, pero también miedo. ¡No se atrevían! Sin embargo, tenían que hacerlo. A lo lejos, en algún campanario, sonaba la hora y de repente, en el vasto silencio de las tinieblas, se oían, pronto ahogados, el ruido de un cuerpo caído en el río, algún grito, un chapaleo de agua golpeada con las manos. A veces se oía tan sólo la zambullida de su caída, si se habían maniatado o atado una piedra a los pies.

¡Oh, pobres, pobres, pobres gentes, cómo he sentido sus angustias, cómo he muerto de su muerte! He pasado por todas sus miserias, he sufrido, en una hora, todas sus torturas. He conocido todos los dolores que las han llevado a ese extremo; porque yo siento la infamia falaz de la vida más que cualquier otra persona en el mundo.

Cómo he comprendido a esos que, débiles, atormentados por la desventura, por haber perdido a sus seres queridos, despertados del sueño de una recompensa futura, de la ilusión de otra vida en la que finalmente Dios, tras haber sido feroz, se muestra justo, y desengañados de los espejismos de la felicidad, ya no pueden más y quieren poner punto final a ese drama sin tregua o a esa vergonzosa comedia.

¡El suicidio! ¡Pues es la fuerza de los que ya no tienen ninguna, es la esperanza de los que ya no creen, es el sublime valor de los vencidos! Sí, existe en esta vida al menos una puerta que nosotros podemos abrir para pasar al otro lado. La naturaleza ha tenido una forma de piedad; no nos ha aprisionado. ¡Gracias en nombre de los desesperados!

En cuanto a los simples desilusionados, que sigan adelante con el alma libre y el corazón tranquilo. Nada tienen que temer, puesto que pueden irse, puesto que detrás de ellos siempre hay esa puerta que ni siquiera pueden cerrar los dioses soñados.

Pensaba yo en esa multitud de muertos voluntarios: más de ocho mil quinientos en un año. Y me parecía que se habían reunido para dirigirle al mundo una plegaria, para gritar un deseo, para pedir algo, realizable más tarde, cuando se comprenda mejor. Me parecía que todos esos supliciados, esos degollados, esos envenenados, esos ahorcados, esos ahogados, venían, horda espantosa, como ciudadanos que votan, a decirle a la sociedad: «¡Concedednos al menos una muerte dulce, ayudadnos a morir, vosotros que no nos habéis ayudado a vivir! Ved, somos muchos, tenemos derecho a hablar, en esta época de libertad, de independencia filosófica y de sufragio universal. Dad a los que renuncian a vivir la limosna de una muerte que no sea repugnante o espantosa».

Me puse a fantasear, dejando vagar mi pensamiento sobre este asunto en ensoñaciones extrañas y misteriosas.

Me vi en un momento determinado en una hermosa ciudad. Era París: pero ¿en qué período? Iba por las calles, mirando las casas, los teatros, los edificios públicos, y he aquí que en una plaza descubrí un gran edificio, muy elegante, coquetón y bonito.

Me quedé sorprendido, pues en la fachada se podía leer en letras doradas: «Obra de la muerte voluntaria». ¡Oh, extrañeza de los sueños despiertos en los que el espíritu emprende el vuelo hacia un mundo irreal y posible! Nada asombra en él; nada resulta chocante; y la fantasía desatada no distingue ya lo cómico de lo lúgubre.

Me acerqué a ese edificio, donde unos criados en calzón corto estaban sentados en un vestíbulo, delante de un guardarropa, como en la entrada de un círculo.

Entré para ver. Uno de ellos, levantándose, me dijo:

—¿Qué desea el señor?

—Deseo saber qué es este lugar.

—¿Nada más?

—Pues no.

—Entonces, señor, ¿quiere que le lleve a ver al secretario de la Obra?

Yo dudaba, por lo que seguí preguntando:

—¿No será una molestia?

—Oh, no, señor, está aquí para recibir a las personas que desean informarse.

—Vamos, le sigo.

Me hizo atravesar unos pasillos en los que algunos viejos señores charlaban; luego fui introducido en un bonito gabinete, un poco oscuro, todo amueblado de madera negra. Un joven, gordo, barrigudo, estaba escribiendo una carta mientras se fumaba un puro cuyo aroma me reveló su calidad superior.

Se levantó. Nos saludamos y, cuando el criado se hubo ido, preguntó:

—¿En qué puedo servirle?

—Señor —le respondí—, perdone mi indiscreción. Nunca había visto este establecimiento. Esas pocas palabras inscritas en la fachada me han sorprendido mucho y desearía saber qué se hace aquí.

Él sonrió antes de responder, luego, a media voz, con un aire de satisfacción, dijo:

—Dios mío, señor, pues se mata limpia y suavemente, no me atrevería a decir agradablemente, a la gente que desea morir.

Ello no me conmovió en exceso, ya que me pareció de lo más natural y justo. Estaba sobre todo asombrado de que se hubiera podido, en este planeta de bajas ideas, utilitarias, humanitarias, egoístas y coercitivas de toda libertad real, osar una empresa semejante, digna de una humanidad emancipada.

Proseguí:

—¿Cómo se les ocurrió semejante cosa?

Él respondió:

—Señor, la cifra de suicidios ha aumentado tanto durante los cinco años siguientes a la Exposición Universal de mil ochocientos ochenta y nueve que era urgente tomar medidas al respecto. La gente se mataba en las calles, en las fiestas, en los restaurantes, en el teatro, en los vagones, en las recepciones del presidente de la República, por todas partes.

»No sólo era un feo espectáculo para quienes les gusta vivir como a mí, sino también un mal ejemplo para la infancia. De modo que se hizo necesario centralizar los suicidios.

—¿Qué ha provocado esta recrudescencia?

—No lo sé. Pero creo que, en el fondo, el mundo está envejeciendo. Se comienza a ver claro, y la gente no se resigna. Hoy sucede con el destino lo mismo que con el gobierno; sabemos de qué se trata; comprobamos que se nos engaña por todas partes, y dejamos este mundo. Cuando tomamos conciencia de que la Providencia miente, engaña, roba, estafa a los humanos como un diputado cualquiera hace con sus electores, nos enfurecemos y, dado que no nos es posible elegir otra cada tres meses, como hacemos con nuestros representantes, uno abandona este mundo que es decididamente horrendo.

—¿De veras?

—¡Oh, yo no me quejo!

—¿Le importaría decirme cómo funciona su Obra?

—Con mucho gusto. Por otra parte, puede usted entrar a formar parte de ella cuando quiera. Es un círculo.

—¡Un círculo!

—Sí, señor, fundado por las personalidades más eminentes del país, por sus mejores mentes, por las inteligencias más preclaras.

Añadió, riendo con ganas:

—Y le garantizo que se está muy bien.

—¿Aquí?

—Sí, aquí.

—Me asombra usted.

—Santo cielo, se está bien porque los miembros del círculo no le tienen ese miedo a la muerte que es el mayor aguafiestas sobre la tierra.

—Pero ¿por qué son miembros del círculo si no se matan?

—Uno puede ser miembro del círculo sin estar obligado a matarse.

—Pero ¿entonces?

—Me explico. Ante el número desmesuradamente creciente de suicidios, ante los espectáculos horrendos que nos daban, se creó una sociedad de pura beneficencia, protectora de los desesperados, que ha puesto a su disposición una muerte tranquila e insensible, si no imprevista.

—¿Quién ha podido autorizar semejante obra?

—El general Boulanger, durante su breve paso por el poder. Era incapaz de negar nada. Sólo hizo eso de bueno, por lo demás. Así pues, se creó una sociedad de hombres clarividentes, desengañados, escépticos, que han querido levantar en pleno París una especie de templo del desprecio por la muerte. Al principio esta casa fue un lugar temido, al que nadie se acercaba. Entonces los fundadores, que se reunían aquí, organizaron una gran velada de inauguración con las señoras Sarah Bernhardt, Judic, Théo, Granier y otras veinte; los señores Reszké, Coquelin, Mounet-Sully, Paulus, etcétera; luego conciertos, comedias de Dumas, de Meilhac, de Halévy, de Sardou. Sólo hubo un fracaso, una pieza del señor Becque, que fue juzgada triste, pero que tuvo a continuación un éxito enorme en la Comédie-Française. En fin, vino todo París. Y la cosa fue dada a conocer.

—¡En medio de fiestas! ¡Qué broma más macabra!

—En absoluto. La muerte no tiene por qué ser triste, es preciso que sea indiferente. Nosotros hemos alegrado la muerte, la hemos hecho florecer, la hemos perfumado, la hemos vuelto fácil. Se aprende a ayudar a los demás dando ejemplo; puede verse que no es nada.

—Comprendo perfectamente que la gente viniera por las fiestas, pero ¿ha venido luego por… Ella?

—No de inmediato, pues desconfiaba.

—¿Y más tarde?

—Ha venido.

—¿Mucha?

—En masa. Tenemos más de cuarenta por día. Ya casi no se encuentra ahogados en el Sena.

—¿Quién fue el que empezó?

—Un miembro del círculo.

—¿Un abnegado?

—No lo creo. Un entrampado, un arruinado, que había tenido enormes pérdidas durante tres meses en el juego del bacará.

—¿De veras?

—El segundo fue un inglés, un excéntrico. Entonces hicimos publicidad en los periódicos, contamos nuestro procedimiento, nos inventamos muertes capaces de atraer. Pero el gran impulso lo dio la gente humilde.

—¿Cómo proceden ustedes?

—¿Quiere hacer una visita? Así se lo explicaré mientras se lo enseño.

—Con mucho gusto.

Tomó su sombrero, abrió la puerta, me hizo pasar y luego entrar en una sala de juego donde unos hombres estaban jugando como se juega en todos los garitos. Cruzamos seguidamente varios salones. Se charlaba animadamente en ellos, alegremente. Yo raras veces había visto un círculo tan lleno de vida, tan animado, tan risueño.

Como mostré mi asombro, el secretario prosiguió:

—¡Oh!, la Obra goza de un favor inaudito. Todo el mundo distinguido del universo entero forma parte de ella para aparentar que desprecia la muerte. Luego, una vez que están aquí, se creen obligados a estar alegres para no parecer aterrados. Así que bromean, ríen, cuentan chistes, hacen gala de ingenio y aprenden a tenerlo. Es cierto que hoy es el lugar más frecuentado y divertido de París. Las mujeres mismas se ocupan en estos momentos de crear un anexo para ellas.

—Y a pesar de ello, ¿tienen muchos suicidios en la casa?

—Como le he dicho, en torno a cuarenta o cincuenta por día.

»La gente de mundo escasea; pero los pobres diablos abundan. La clase media también aporta mucho.

—¿Y cómo… lo hacen?

—Se asfixian… muy lentamente.

—¿Por medio de qué procedimiento?

—Un gas de nuestra invención. Tenemos una patente. En la otra parte del edificio están las puertas del público. Tres pequeñas puertas dan a unas callejuelas. Cuando se presentan un hombre o una mujer, se empieza por interrogarles; luego se les presta socorro, ayuda, protección. Si el cliente acepta, se hacen averiguaciones y a menudo les hemos salvado.

—¿De dónde sacan el dinero?

—Tenemos mucho. La cotización de los miembros es muy elevada. Además, es de buen tono hacer donaciones a la Obra. Los nombres de todos los donantes se imprimen en el
Figaro
. Por otra parte, todo suicidio de un hombre rico cuesta mil francos. Y mueren posando. Los de los pobres son gratuitos.

—¿Cómo reconocen a los pobres?

—¡Oh, oh, señor, eso se intuye! Y tienen además que aportar un certificado de indigencia del comisario de policía de su barrio. ¡Si supiera lo siniestro que es verles entrar! He visitado sólo en una ocasión esa parte de nuestro establecimiento, y no volveré a hacerlo nunca más. Las instalaciones son bonitas como ésta, casi tan lujosas y cómodas, pero ellos… ¡Oh, ellos! Si les viera llegar, a viejas harapientas que vienen a morir, gente que se muere de hambre desde hace meses, a los que se arroja un mendrugo de pan en las esquinas de las calles, como a los perros callejeros; mujeres andrajosas y descarnadas, que están enfermas, paralizadas, incapaces de ganarse el pan y que dicen, tras haber contado su historia: «Como ve, no puedo seguir así, no consigo ya trabajar ni ganar nada».

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