¡Ni en sueños habría pensado tener tanta fortuna! Hijo de un ujier de provincias, Jean Marin había ido, como tantos otros, a estudiar leyes al Barrio Latino. En las diferentes cervecerías de las que se volvió asiduo parroquiano, había estrechado amistad con varios estudiantes lenguaraces que despreciaban la política mientras se tomaban unas cañas. Se sintió embargado de admiración por ellos y les seguía con obcecación, de café en café, pagando incluso sus consumiciones cuando tenía dinero.
Luego se hizo abogado y defendió causas que perdió. Ahora bien, he aquí que, una mañana, se enteró por la prensa de que uno de sus antiguos compañeros de barrio acababa de ser nombrado diputado.
Volvió a ser su perro fiel, el amigo que carga con todas las tareas, con todas las gestiones, a quien manda uno llamar cuando lo necesita y con el que no se anda con cumplidos. Por unos de esos azares propios de la vida parlamentaria sucedió que el diputado se convirtió en ministro; seis meses después, Jean Marin fue nombrado consejero de Estado.
Al principio tuvo un ataque de orgullo como para perder la cabeza. Iba por las calles por el simple placer de exhibirse, como si bastara con verle para comprender quién era. Encontraba la manera de decir, en las tiendas donde entraba, en el quiosco de la prensa, incluso a los cocheros de plaza, con los más triviales pretextos:
—Yo, que soy consejero de Estado…
Luego, como es natural, sintió como consecuencia de su dignidad, por prurito profesional, por deber de persona poderosa y generosa, una necesidad imperiosa de proteger. Ofrecía su apoyo a todos, en cualquier ocasión, con inagotable generosidad.
Cuando encontraba en los bulevares a alguien conocido, iba a su encuentro radiante, le cogía de las manos, se informaba sobre su salud y, sin esperar a que se lo pidieran, declaraba:
—¿Sabe?, soy consejero de Estado y me tiene a su entera disposición. Si puedo serle de ayuda en algo, no tenga reparos en pedírmelo. En mi posición, la influencia es mucha.
Y entonces entraba en los cafés con el amigo que había encontrado para pedir una pluma, tinta y una hoja de papel de carta, «una hoja nada más, es para escribir una carta de recomendación».
Y escribía cartas de recomendación, diez, veinte o cincuenta por día. Las escribía en el Café Americain, en Bignon, en Tortoni, en la Maison-Dorée, en el Café Riche, en Helder, en el Café Anglais, en el Napolitain, en todas partes, donde se terciara. Y las escribía a todos los funcionarios de la República, desde jueces de paz hasta ministros. Y se sentía feliz, completamente feliz.
Una mañana que salía de su casa para dirigirse al Consejo de Estado, se puso a llover. Dudó entre coger un coche de plaza o no, pero decidió no hacerlo, y se fue a pie por las calles.
El aguacero se volvía terrible, anegaba las aceras, inundaba la calzada. El señor Marin se vio obligado a resguardarse bajo un portal. Había ya allí un sacerdote, un anciano sacerdote con el pelo blanco. Antes de convertirse en consejero de Estado, el señor Marin no sentía ninguna simpatía por el clero; pero ahora lo trataba con respeto, desde que un cardenal le había consultado cortésmente sobre un asunto peliagudo. Llovía a cántaros, lo que obligó a los dos hombres a retirarse hasta el interior de la portería para evitar así las salpicaduras. El señor Marin, que sentía siempre unas grandes ganas de hablar para darse postín, dijo:
—Qué tiempo de perros, reverendo padre.
El anciano sacerdote inclinó la cabeza:
—Oh, sí, señor, es muy desagradable cuando se viene a París sólo por unos pocos días…
—Ah, ¿es usted de provincias?
—Sí, señor, estoy de paso.
—Sí, la verdad, es un gran fastidio pasar unos pocos días en la capital con lluvia. Nosotros los funcionarios, que nos pasamos todo el año aquí, ni pensamos en ello.
El sacerdote no respondió. Miraba la calle, donde parecía que el aguacero había amainado. De repente se decidió y se levantó la sotana, como las mujeres se levantan las faldas, para sortear los arroyuelos.
Al verle irse, el señor Marin exclamó:
—Se va a poner como una sopa, reverendo. Espere un momentito más, pues está dejando de llover.
El anciano se detuvo, indeciso, y dijo:
—Me corre mucha prisa. Tengo una cita urgente.
El señor Marin parecía desolado.
—Pero es que se calará hasta los huesos. ¿Puedo preguntarle a qué barrio se dirige?
El sacerdote pareció dudar, luego dijo:
—Voy a la zona del Palais-Royal.
—En ese caso, si me lo permite, reverendo, le ofrezco la protección de mi paraguas. Yo voy al Consejo de Estado. Soy consejero de Estado.
El anciano sacerdote alzó la nariz y miró a su vecino, luego declaró:
—Se lo agradezco mucho, señor, acepto encantado.
Entonces el señor Marin le cogió del brazo y se lo llevó. Le dirigía, le vigilaba, le aconsejaba:
—Cuidadito con ese arroyo, reverendo… Desconfíe ante todo de las ruedas de los carruajes, que le salpican a veces a uno de pies a cabeza. Y preste atención a los paraguas de la gente que pasa. No hay nada más peligroso para los ojos que las puntas de las varillas. Pero las mujeres sobre todo son insoportables; no prestan atención a nada y te plantan siempre en plena cara las conteras de sus sombrillas o de sus paraguas. Y nunca se apartan por nadie. Se diría que la ciudad es suya. Son las reinas en la acera y en la calzada. Me parece a mí que su educación deja mucho que desear.
Y el señor Marin rompió a reír.
El sacerdote no respondía. Caminaba un tanto curvado, eligiendo con cuidado los puntos donde poner los pies para no mancharse de barro los zapatos o la sotana.
El señor Marin prosiguió:
—Imagino que ha venido a París en busca de un poco de distracción.
El anciano contestó:
—No, por un asunto.
—¿Ah, sí? ¿Algo importante? ¿Puedo preguntarle de qué se trata? Si puedo serle útil, me tiene a su entera disposición.
El sacerdote parecía incómodo; murmuró:
—No…, se trata de un pequeño asunto personal… Una desaveniencia con…, con mi obispo. No es algo que pueda interesarle. Es una… cuestión, digámoslo así…, interna…, de orden eclesiástico.
El señor Marin dijo solícitamente:
—Pero si es precisamente el Consejo de Estado el que regula estos asuntos. Me tiene a su disposición.
—Sí, señor, también yo me dirijo al Consejo de Estado. Es usted demasiado bueno. Tengo que verme con el señor Lerepère y con el señor Savon, y tal vez también con el señor Petitpas.
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El señor Marin se detuvo de golpe.
—Pero si son amigos míos, reverendo, son mis mejores amigos, excelentes colegas, personas amabilísimas. Le daré una calurosa recomendación para los tres. Cuente conmigo.
El sacerdote le dio las gracias, deshaciéndose en excusas, balbuceando mil expresiones de gratitud.
El señor Marin estaba encantado.
—¡Querido padre, ya puede estar contento del golpe de fortuna que ha tenido! Ya verá, ya verá que, gracias a mí, su asunto irá como la seda.
Llegaron al Consejo de Estado. El señor Marin hizo subir al sacerdote a su gabinete, le ofreció un asiento, le instaló delante del fuego, sentándose luego también él ante su mesa de despacho, y se puso a escribir:
«Mi querido colega, permítame recomendarle de la manera más calurosa a un venerable eclesiástico, persona de lo más digna y meritoria, el reverendo…»
Se interrumpió y preguntó:
—¿Su nombre?, por favor.
—Padre Ceinture.
El señor Marin se puso de nuevo a escribir:
«El padre Ceinture, que necesita de sus buenos oficios para un pequeño asunto del que él mismo le hablará.
»Celebro la circunstancia que me permite, querido colega…».
Y concluyó con los cumplidos de rigor.
Después de haber escrito las tres cartas, se las entregó a su protegido, que se fue deshaciéndose en muestras de agradecimiento.
El señor Marin despachó su trabajo, volvió a su casa, pasó tranquilamente el día, durmió plácidamente, se despertó de excelente humor y pidió que le trajeran la prensa.
El primero que abrió fue un periódico radical. Leyó:
«Nuestro clero y nuestros funcionarios.
»Nunca se acabarán las fechorías del clero. Cierto sacerdote, llamado Ceinture, convicto de haber conspirado contra el actual gobierno, acusado de actos indignos que ni siquiera mencionaremos, así como sospechoso de ser un ex jesuita disfrazado de cura seglar, suspendido por el obispo por razones, por lo que se dice, inconfesables, tras ser convocado a París para dar explicaciones sobre sus actos, ha encontrado un ardiente defensor en el consejero de Estado Marin, quien no ha dudado en proporcionar a ese delincuente con sotana las más vivas recomendaciones para todos los funcionarios republicanos colegas suyos.
»Quisiéramos llamar la atención del ministro sobre la actitud incalificable de este consejero de Estado…».
El señor Marin se puso en pie de un salto, se vistió, corrió a ver a su colega Petitpas, quien le dijo:
—Ah, es usted un loco por recomendarme a ese viejo conspirador.
Y el señor Marin, desconcertado, balbució:
—No…, verá usted…, fue un error…, tenía todo el aspecto de ser un buen hombre…, me la ha jugado…, me la ha jugado indignamente. Le ruego que le haga condenar severamente, muy severamente. Voy a escribir. Dígame a quién hay que escribir para que le condenen. Me voy a ver al fiscal general y al arzobispo de París, sí, al arzobispo…
Y, sentándose bruscamente delante del escritorio del señor Petitpas, escribió:
«Excelentísimo Monseñor: Tengo el honor de poner en conocimiento de Su Ilustrísima que acabo de ser víctima de las intrigas y de las mentiras de un tal padre Ceinture, que abusó de mi buena fe.
»Engañado por las declaraciones de este sacerdote, creí..................................».
Luego, cuando hubo firmado y lacrado su carta, se volvió hacia su colega y declaró:
—Querido amigo, que esto le sirva a usted de lección: ¡no recomiende jamás a nadie!
A Maurice Leloir
El tren acababa de dejar atrás Génova, en dirección a Marsella, y seguía las largas ondulaciones de la costa rocosa, deslizándose como una serpiente de hierro entre el mar y la montaña, trepando por las playas de arena amarilla que el leve oleaje orlaba de una cenefa plateada, y entrando de repente en las fauces negras de los túneles como un animal en su guarida.
En el último vagón del tren, una mujer gorda y un joven permanecían frente por frente, sin hablar, y se miraban de vez en cuando. Ella debía de tener veinticinco años; y, sentada cerca de la ventanilla, contemplaba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa, de ojos negros, pecho voluminoso y mofletudas mejillas. Había metido varios hatillos debajo de la banqueta de madera y sostenía un cesto sobre las rodillas.
Él debía de frisar los veinte años; era flaco, tostado, con esa tez cetrina de los hombres que trabajan la tierra a pleno sol. Cerca de él, envuelta en un pañuelo, toda su fortuna: unos zapatos, una camisa, un calzón y una chaqueta. Debajo del banco había escondido también alguna cosa: un pico y una pala atados juntos con una cuerda. Iba a buscar trabajo a Francia.
El sol, ya alto en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era hacia finales de mayo, y unos olores deliciosos flotaban en el aire, penetraban en los vagones cuyas ventanillas permanecían bajadas. Los naranjos y los limoneros en flor, exhalando en el cielo sereno sus aromas azucarados, tan dulzones, tan intensos, tan turbadores, los mezclaban con la fragancia de las rosas que crecían por doquier cual hierbas, a lo largo de la vía férrea, en los magníficos jardines, delante de las puertas de las casuchas y también en el campo.
¡En esa costa las rosas están como en su casa! Embalsaban el lugar con su poderoso y ligero aroma, el aire se torna una exquisitez, algo más sabroso que el vino e igual de embriagador.
El tren avanzaba lentamente, como si quisiera demorarse en aquel jardín, en aquella molicie. Se paraba de continuo, en las pequeñas estaciones, delante de unas pocas casas blancas, volvía a partir con su marcha tranquila, tras haber pitado largamente. Nadie subía a él. Se habría dicho que todos dormitaban, que en aquella calurosa mañana de primavera nadie se decidía a desplazarse.
La mujer gorda cerraba de vez en cuando los ojos, para luego volver a abrirlos de repente, cuando su cesto se le deslizaba de las rodillas, a punto de caer. Volvía a cogerlo con gesto rápido, miraba unos momentos por la ventanilla y se amodorraba de nuevo. Tenía la frente perlada de gotas de sudor y respiraba con esfuerzo, como si sufriera de una opresión en el pecho.
El joven había inclinado su cabeza y dormía con el sueño pesado de los rústicos.
De pronto, al salir de una pequeña estación, la campesina pareció despertarse, y, abriendo su cesto, sacó un pedazo de pan, huevos duros, un frasco de vino y unas ciruelas, unas bonitas ciruelas rojas; y se puso a comer.
El hombre se había despertado a su vez bruscamente y miraba, miraba cómo cada bocado iba de las rodillas a la boca. Permanecía con los brazos cruzados, los ojos fijos, las mejillas chupadas, los labios cerrados.
Ella comía como una mujer tragona, echándose al coleto a cada momento un trago de vino para que le pasaran los huevos y parándose a resoplar un poco.
Se lo zampó todo, el pan, los huevos, las ciruelas, el vino. Y cuando hubo terminado de comer, el muchacho cerró de nuevo los ojos. Entonces, sintiéndose un tanto agobiada, ella se desabrochó el corpiño y el joven de repente miró de nuevo.
Ella no se preocupó por ello, mientras seguía desabrochándose su vestido, y la fuerte presión de sus pechos abría la tela, mostrando, entre ellos, por la abertura que iba en aumento, algo de su ropa interior blanca y un poco de piel.
Cuando se sintió más a sus anchas, la campesina dijo en italiano:
—No se puede respirar de tanto calor como hace.
El joven respondió en la misma lengua y con idéntica pronunciación:
—Hace buen tiempo para viajar.
Ella preguntó:
—¿Es usted del Piamonte?
—Soy de Asti.
—Yo de Casale.
Eran paisanos. Se pusieron a charlar.
Se extendieron sobre las banalidades que la gente de pueblo repite sin cesar y que bastan para esas mentes lerdas y sin horizonte. Hablaron de su región. Tenían conocidos comunes. Mencionaron nombres, sintiéndose cada vez más amigos a medida que descubrían a una nueva persona conocida por los dos. Las frases rápidas y apresuradas salían de sus bocas con sus terminaciones sonoras y su cantinela italiana. Luego se interesaron cada uno por la vida del otro.
Ella estaba casada; tenía ya tres hijos, que había confiado a su hermana, porque había encontrado una colocación de nodriza, una buena colocación en casa de una señora francesa, en Marsella.
Él buscaba trabajo. Le habían dicho que lo encontraría también por allí porque se construía mucho.
Luego callaron.
El calor se iba volviendo terrible, pues caía como una lluvia sobre el techo de los vagones. Una nube de polvo se arremolinaba detrás del tren y penetraba en él; el aroma de los naranjos y de las rosas se hacía más intenso, parecía adensarse, volverse más pesado.
Los dos viajeros se volvieron a dormir.
Abrieron de nuevo los ojos casi al mismo tiempo. El sol descendía hacia el mar, iluminando la extensión azul con un diluvio de claridad. El aire, más fresco, parecía más ligero.
La nodriza jadeaba, con el corpiño abierto, las mejillas lacias, los ojos empañados; y decía con voz cansina:
—No he dado el pecho desde ayer; y me siento como si fuera a desmayarme de un momento a otro.
No sabiendo qué decir, él no respondió. Ella continuó:
—La que tiene tanta leche como yo ha de dar el pecho tres veces al día, si no una se siente mal. Es como si tuviera un peso en el corazón; un peso que me quita la respiración y me deja chafada. Es una desgracia tener tanta leche.
Él dijo:
—Sí, es una desgracia. Debe de molestarle mucho.
Parecía muy indispuesta, en efecto, abrumada y desfallecida. Murmuró:
—Basta con presionar encima para que salga la leche como de una fuente. Es algo realmente curioso de ver. No se lo creería. En Casale, todos los vecinos venían a vérmelo hacer.
Él dijo:
—¿De veras?
—Sí, de veras. Se lo mostraría, pero no me serviría de gran cosa. Así no se hace salir lo bastante.
Y se calló.
El tren hizo una parada. De pie, cerca de un paso a nivel, una mujer sostenía en brazos a un niño que lloraba. Estaba delgada e iba hecha una andrajosa.
La nodriza la miraba. Dijo con tono compasivo:
—Ahí tiene a una a la que yo podría aliviar. Y el pequeño también podría aliviarme a mí. Mire, no soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa y a mi gente y a mi último y querido hijito para ir a servir; pero con gusto daría cinco francos por tener a ese niño diez minutos y darle el pecho. Eso le calmaría a él y a mí. Creo que me sentiría renacer.
Se calló de nuevo. Luego pasó varias veces su ardiente mano por su frente chorreante de sudor. Y gimió:
—No puedo aguantar más. Tengo la impresión de que me voy a morir.
Y, con un gesto inconsciente, abrió por completo su vestido.
Asomó su pecho derecho, enorme, turgente, con su pezón moreno. Y la pobre mujer gimoteaba:
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer?
El tren se había puesto de nuevo en marcha y continuaba su trayecto en medio de las flores que exhalaban su penetrante aroma de las noches calurosas. A veces parecía que en el mar azul una barca de pesca se hubiera dormido, con su blanca vela inmóvil, que se reflejaba en el agua como si debajo hubiera otra barca invertida.
El joven balbució, turbado:
—Pero… señora… tal vez yo podría… aliviarla…
Ella respondió con voz rota:
—Sí, si quiere. Me haría un gran favor. No aguanto más, no puedo más.
Él se arrodilló delante de ella; y ella se inclinó hacia él llevando hacia su boca, con gesto de nodriza, el botón oscuro de su pecho. Al cogerlo ella con ambas manos para acercarlo al joven, apareció una gota de leche en la punta. Y él se la bebió con avidez, cogiendo como si fuera una fruta aquella pesada mama entre sus labios. Y se puso a succionar golosa y regularmente.
Había rodeado con los brazos la cintura de la mujer y la estrechaba para acercarla a sí; y bebía a tragos lentos con un movimiento del cuello parecido al de los niños.
De repente ella dijo:
—Basta con ésta, ahora coja la otra.
Él, dócil, cogió la otra.
La mujer había posado sus manos sobre la espalda del joven y ahora respiraba con fuerza, feliz, saboreando el efluvio de las flores mezclado con las ráfagas de aire que la marcha del tren lanzaba dentro de los vagones.
Ella dijo:
—¡Qué bien huele por estos lugares!
Él no respondió, seguía bebiendo de esa fuente de carne, y cerrando los ojos como para saborear mejor.
Ella le apartó suavemente:
—Ya es suficiente. Me siento mejor. Me ha devuelto la vida.
Él se había incorporado, secándose la boca con el dorso de la mano.
Ella le dijo, mientras hacía entrar de nuevo en su vestido aquellos dos odres vivientes que hinchaban su pecho:
—Me ha hecho usted un favor impagable. Muchas gracias, señor.
Y él respondió con un tono de agradecimiento:
—¡Soy yo quien debo agradecérselo, pues llevaba dos días sin comer nada!