Cuentos esenciales (55 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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EL VENGADOR
*

Cuando el señor Antoine Leuillet se casó con la viuda Mathilde Souris, llevaba enamorado de ella hacía casi diez años.

El señor Souris había sido su amigo, su viejo compañero de colegio. Leuillet lo quería mucho, pero le parecía un poco sandio. A menudo decía: «Ese pobre de Souris no ha inventado verdaderamente la pólvora».

Cuando Souris se casó con la señorita Mathilde Duval, Leuillet se quedó sorprendido y también un poco picado porque sentía una cierta inclinación por ella. Era la hija de una vecina, antigua tendera que se había retirado con un pequeño capitalito. Era bonita, fina e inteligente. Se casó con Souris por su dinero.

Entonces Leuillet tuvo otras esperanzas: cortejó a la mujer de su amigo. Era un buen mozo, no tenía nada de tonto y era también rico. Estaba seguro de tener éxito; en cambio, fracasó. Se enamoró entonces perdidamente y debido a la intimidad que tenía con el marido fue un enamorado discreto, tímido, azorado. La señora Souris se convenció de que no pensaba ya en ella con malas intenciones y se mostró sinceramente amiga suya. La cosa siguió así por espacio de nueve años.

Ahora bien, una mañana, un recadero le trajo a Leuillet un billete desesperado de la pobre mujer. Souris acababa de morir de repente por rotura de un aneurisma.

Ello le produjo un impacto tremendo, pues eran de la misma edad; pero casi de inmediato también una honda alegría, un alivio infinito, una sensación de liberación le recorrieron el cuerpo y la mente. La señora Souris estaba libre.

Supo mostrarse convenientemente afligido, esperó el tiempo prescrito, respetó todas las conveniencias. Al cabo de quince meses se casó con la viuda.

Su gesto fue considerado natural y hasta generoso. Era el comportamiento que cabía esperar de parte de un buen amigo, de un hombre honesto.

Finalmente fue feliz, completamente feliz.

Vivieron en la intimidad más cordial, pues se comprendían y apreciaban desde un buen comienzo. No existían secretos entre ellos y compartían sus más íntimos pensamientos. Leuillet quería ahora a su mujer serena y confiadamente, la quería como a una compañera cariñosa y abnegada, en una relación de pares, como a una confidente. Pero a él le había quedado dentro un extraño e inexplicable rencor contra el difunto Souris, que había sido el primero en poseer a aquella mujer, que había disfrutado de la flor de su juventud y de su alma, y que la había despoetizado también un poco. El recuerdo del marido muerto estropeaba la felicidad del marido vivo; y aquellos celos póstumos atormentaban ahora día y noche el corazón de Leuillet.

Esto le llevaba a hablar continuamente de Souris, quería saber mil detalles íntimos y secretos de él, conocer todo acerca de sus costumbres y de su persona. Y le perseguía con sarcasmos hasta en la tumba, recordando con complacencia sus manías, reiterando sus defectos y sus taras.

A todas horas llamaba a su mujer de un extremo al otro de la casa:

—¿Mathilde?

—Sí, querido.

—Ven un momentito.

Ella acudía, siempre risueña, aun a sabiendas de que le hablaría de Souris y ella secundaría la inocua manía de su nuevo marido.

—Dime, ¿recuerdas esa vez que Souris quería demostrarme que los hombres bajitos tienen más éxito en el amor que los altos?

Y comenzaba a hacer observaciones desagradables sobre el difunto, bajito, y más bien halagüeñas para sí, que era alto.

La señora Leuillet le daba a entender que llevaba razón, mucha razón; y ella reía de todo corazón, burlándose bonachonamente del primer marido para mayor contento del nuevo, quien concluía siempre diciendo:

—¡Qué sandio era ese Souris!

Eran felices, completamente felices. Y Leuillet no se cansaba de demostrarle a su mujer, en todas sus manifestaciones habituales, su insaciable amor.

Ahora bien, una noche que no conseguían conciliar el sueño, emocionados ambos por un remozamiento, Leuillet, que estrechaba a su mujer entre sus brazos y la besaba con ardor, le preguntó de repente:

—Dime una cosa, tesoro.

—Sí, querido.

—Souris…, es un poco delicado lo que quiero preguntarte…. ¿Souris estaba tan… enamorado?

Ella le dio un gran beso y murmuró:

—Como tú no, tontito mío.

Halagado en su amor propio masculino, él prosiguió:

—Debía de ser… muy lerdo…, ¿verdad?

Ella no respondió. Tan sólo soltó una risita maliciosa, escondiendo el rostro en el cuello de su marido.

Él preguntó:

—Debía de ser un lerdo, y más bien…, más bien…, ¿cómo decirlo?, no muy bueno para…

Ella hizo con la cabeza un ligero movimiento que quería decir:

—Sí, no muy bueno.

—Y de noche —añadió él—, debía de ser un plasta, ¿no?

Esta vez le respondió, en un impulso de sinceridad:

—¡Oh, sí!

Leuillet la besó de nuevo por aquella respuesta y murmuró:

—¡Qué botarate el pobre! ¡Sin duda no eras feliz con él!

Ella contestó:

—No. Mi vida no era muy alegre que digamos.

Leuillet estaba en el séptimo cielo, y para sus adentros establecía un parangón, muy ventajoso para él, sobre la situación de su mujer, antes y ahora.

Permaneció un momento sin hablar, luego tuvo un sobresalto de alegría y preguntó:

—Dime una cosa.

—Sí.

—¿Quieres ser sincera, pero sincera de verdad?

—Por supuesto, querido.

—Pues, verás, ¿nunca tuviste la tentación de…, de…, de engañar a ese imbécil de Souris?

La señora Leuillet soltó un pequeño «¡oh!» de pudor, y apretó aún más el rostro contra el pecho del marido. Pero él se dio cuenta de que se estaba riendo.

Insistió:

—Vamos, dímelo… ¡Pues ese idiota tenía justamente cara de cornudo! ¡Sería tan divertido, tan divertido!… Pobre Souris. Vamos, querida, a mí puedes decírmelo, a mí, sobre todo a mí…

Insistía sobre el «a mí», pensando que, si alguna vez ella había tenido la intención de engañar a Souris, habría sido con él; y se estremecía de placer esperando esta confesión, convencido de que, si ella no hubiera sido una mujer honesta como era, se le habría entregado entonces.

Ella seguía sin responder, y riendo como si recordara algo enormemente cómico.

¡También Leuillet se echó a reír sólo de pensar que habría podido pegársela a Souris! ¡Menuda jugada! ¡Menuda broma! ¡Sí, una buena broma!

Balbuceaba, sacudido por su alegría:

—¡Pobre Souris, sí, pobre Souris, si tenía cara de cornudo, sí, sí!

La señora Leuillet se retorcía bajo las sábanas, reía hasta las lágrimas, casi soltando grititos.

Leuillet repetía:

—Vamos, dímelo, dímelo; sé sincera. Comprende que, a mí, ello no puede disgustarme.

Entonces ella, sin aliento, balbució:

—Sí, sí.

El marido insistía:

—¿Sí qué? Vamos, cuéntamelo todo.

Ahora reía con discreción y, levantando la boca hasta el oído de Leuillet, quien se esperaba una agradable confidencia, susurró:

—Sí, le traicioné.

Él sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y farfulló, desconcertado:

—Tú…, tú…, le engañaste…, ¿en serio?

Ella creyó que él seguía divirtiéndose locamente con el asunto y respondió:

—Sí…, en serio…, en serio.

Leuillet se quedó tan impresionado que tuvo que sentarse en la cama, rota la respiración, tan trastornado como si se hubiera enterado de que el cornudo era él.

No dijo nada al principio; luego, al cabo de unos segundos, se limitó a pronunciar:

—¡Ah!

También ella había dejado de reír, cayendo en la cuenta demasiado tarde de su error.

Finalmente, Leuillet preguntó:

—¿Y con quién?

Ella se quedó callada, buscando una excusa.

Leuillet insistió:

—¿Con quién?

—Con un joven —contestó ella.

Volviéndose de golpe hacia su mujer, Leuillet dijo con voz seca:

—¡Me imagino que no sería con una cocinera! ¡Quiero saber con quién, con qué joven!

Ella no respondió. Leuillet cogió la sábana con la que ella se cubría la cabeza y la lanzó en medio de la cama, repitiendo:

—Quiero saber con qué joven, lo entiendes, ¿sí o no?

Ella dijo con esfuerzo:

—Pero si bromeaba.

Pero él temblaba de ira:

—¿Cómo que bromeabas? ¿Quieres bromear? Entonces, ¿me tomabas el pelo? ¿Es que te crees que soy tonto? ¡Dime el nombre de ese joven!

Ella no respondió, permaneciendo boca arriba, inmóvil.

Leuillet la cogió por un brazo, apretándoselo con fuerza:

—En una palabra, ¿quieres entender o no lo que te digo? ¡Cuando yo hago una pregunta quiero que me respondas!

Entonces ella dijo nerviosamente:

—¡Parece que te hayas vuelto loco…, déjame en paz!

Él temblaba de furia, tan irritado que no sabía ya qué decir, exasperado; y la sacudía con todas sus fuerzas, repitiendo:

—¿Entiendes lo que te digo?, ¿lo entiendes?

Ella hizo un gesto brusco para soltarse y con la yema de los dedos tocó la nariz de su marido, que se puso hecho un basilisco, creyendo que lo había hecho aposta, y se le echó encima en un arranque.

La tenía ahora debajo y la abofeteaba con todas sus fuerzas, gritando:

—¡Sí, sí, toma, toma, aquí tienes, asquerosa, furcia!, ¡furcia!

Luego, cuando se sintió sin aliento y extenuado, se levantó y fue hacia la cómoda para prepararse un vaso de agua con azucarillo con sabor a azahar, porque se sentía a punto de desfallecer.

Y ella lloraba en la cama, lanzando grandes sollozos, sintiendo que, por su culpa, se había acabado su felicidad.

Entonces, en medio de las lágrimas, ella balbució:

—Escucha, Antoine, ven aquí, te he mentido, lo comprenderás…, escucha…

Dispuesta a defenderse ahora, armada de razones y de astucias, alzó un poco la cabeza despeinada bajo la cofia torcida.

Volviéndose hacia ella, él se acercó, avergonzado de haberle pegado, pero sintiendo vivo en el fondo de su corazón de marido un inextinguible odio contra esa mujer que había engañado al otro, a Souris.

EL CORDEL
*

A Harry Alis

Por todos los caminos de los alrededores de Goderville, los campesinos y sus mujeres se dirigían a pie al pueblo, pues era día de mercado. Los hombres iban, a paso tranquilo, con el cuerpo inclinado hacia delante a cada movimiento de sus largas piernas arqueadas, deformadas por el duro trabajo, por el esfuerzo sobre el arado que desequilibra el hombro izquierdo y hace desviarse también la cintura, por la siega del trigo que obliga a abrir las rodillas para tener un mayor equilibrio, por todas las labores lentas y fatigosas del campo. Sus blusones azules, almidonados y lustrosos, como barnizados, adornados en cuello y puños con un pequeño bordado de hilo blanco, hinchados en torno al torso huesudo, parecían un globo presto a volar, de donde salían una cabeza, dos brazos y dos pies.

Unos tiraban del extremo de una cuerda una vaca, un buey. Y, detrás del animal, sus mujeres le azotaban el lomo con una rama provista aún de sus hojas, para apresurar su marcha. En el brazo llevaban unas anchas cestas de donde salían cabezas de gallinas por aquí, cabezas de patos por allá. Caminaban a paso más corto y rápido que sus hombres, la figura seca y erguida y envuelta en un mantoncillo estrecho, abrochado sobre su pecho plano, la cabeza ceñida con un pañuelo blanco que cubría sus cabellos y coronada de una toca.

Al trote traqueteante de una jaca pasaba un carro que sacudía extrañamente a dos hombres sentados uno al lado del otro y a una mujer en el fondo del vehículo, que se agarraba a un lateral para amortiguar los fuertes bandazos.

En la plaza de Goderville había una infinidad de gente, un hervidero de humanos y de animales entremezclados. Los cuernos de los bueyes, los altos sombreros de pelo largo de los labriegos ricos y las tocas de las campesinas sobresalían por encima de aquella aglomeración. Y las voces chillonas, agudas, estridentes, armaban un griterío continuo y salvaje que dominaba a veces una gran risotada lanzada por el robusto pecho de un campesino contento, o por el largo mugido de una vaca atada al muro de una casa.

Todo allí olía a establo, a leche y a estercolero, a heno y a sudor, desprendía ese regusto agrio, horrible, humano y bestial, particular de la gente de campo.

El compadre Hauchecorne, de Bréauté, acababa de llegar a Goderville, y se dirigía a la plaza, cuando vio en el suelo un trocito de cordel. El compadre Hauchecorne, ahorrador como verdadero normando que era, pensó que todo cuanto puede servir hay que recogerlo; y se agachó no sin esfuerzo, pues padecía de reumatismo. Cogió del suelo ese trozo de delgado cordel y se disponía a enrollarlo con cuidado cuando observó, en el umbral de su puerta, al compadre Malandain, el guarnicionero, que le miraba. Tiempo atrás habían tenido sus más y sus menos por un ronzal, y los dos seguían picados, pues ambos eran rencorosos. El compadre Hauchecorne sintió una cierta vergüenza por haber sido pillado así por su enemigo, recogiendo un cordel entre las cagarrutas. Se lo escondió rápidamente debajo de su blusón, y luego en un bolsillo del pantalón; y a continuación fingió seguir buscando por el suelo algo que no conseguía encontrar, hasta que finalmente se fue hacia el mercado, con la cabeza inclinada hacia delante, doblado en dos por sus dolores.

No tardó en perderse entre la multitud lenta y chillona, agitada por los tratos interminables. Los campesinos palpaban las vacas, se iban, volvían, indecisos, temiendo siempre que se la pegasen, sin atreverse nunca a decidirse, intentando leer en la mirada de los vendedores, tratando continuamente de descubrir la astucia del hombre y el defecto del animal.

Las mujeres, tras colocar a sus pies sus grandes cestas, habían sacado fuera sus aves de corral que estaban tiradas en el suelo atadas por las patas, los ojos despavoridos y la cresta escarlata.

Escuchaban las propuestas, mantenían el precio, con expresión desabrida y rostro impasible; o bien se decidían de golpe a la rebaja propuesta y le gritaban al cliente que se alejaba lentamente:

—De acuerdo, compadre Anthime, lléveselo.

Luego, poco a poco, la plaza se despejó y, mientras sonaba el
Ángelus
de mediodía, los que vivían lejos se distribuyeron por los mesones.

En el de Jourdain, la sala grande estaba llena de clientes, así como el vasto patio abarrotado de toda clase de vehículos, carretas, cabriolés, faetones, tílburis, innumerables carricoches, amarillentos de estiércol, deformados, recompuestos, que dirigían al cielo, como dos brazos, sus varales, o con la delantera en tierra y la trasera al aire.

Muy cerca de los comensales sentados a la mesa, la inmensa chimenea, desbordante de llamas luminosas, desprendía un vivo calor sobre las espaldas de la fila de la derecha. Tres asadores giraban, con pollos, pichones y piernas de cordero ensartados; y un delicioso olor a carne asada y a goteantes jugos sobre la piel dorada, salía del hogar, alegraba los ánimos y hacía las bocas agua.

Toda la aristocracia del arado comía allí, en el mesón de Jourdain, posadero y chalán, un tipo listo que tenía muchos cuartos.

Pasaban las fuentes, se vaciaban lo mismo que las jarras de rubia sidra. Todos hablaban de sus negocios, de sus compras y de sus ventas. Se informaban sobre las cosechas. El tiempo que hacía era bueno para los prados, pero algo húmedo para los trigos.

De pronto, en el patio delantero de la casa se oyó el redoblar de un tambor. Se pusieron todos en pie, excepto unos pocos indiferentes, y corrieron a la puerta, a las ventanas, con la boca llena y servilleta en mano.

Terminado su redoble, el pregonero, con voz entrecortada y marcando el ritmo de las frases, vociferó:

—Se hace saber a los vecinos de Goderville, y al público en general, a las personas presentes en el mercado, que esta mañana se perdió, en el camino de Beuzeville, entre las nueve y las diez, una cartera de cuero negro, que contenía quinientos francos y documentos varios. Se ruega su devolución inmediata en la alcaldía, o en casa del compadre Fortuné Houlbrèque, de Manneville. Se gratificará con veinte francos.

Luego el hombre se fue. Se oyó de nuevo a lo lejos los sordos redobles del instrumento y la voz debilitada del pregonero.

La gente se puso entonces a hablar de aquel suceso, enumerando las probabilidades que tenía el compadre Houlbrèque de recuperar o no su cartera.

Y terminó la comida.

Estaban acabando de tomar el café, cuando el cabo de la gendarmería apareció en la puerta.

Preguntó:

—¿Se encuentra aquí el compadre Hauchecorne, de Bréauté?

El compadre Hauchecorne, que estaba sentado en el otro extremo de la mesa, respondió:

—Soy yo.

Y el cabo prosiguió:

—Compadre Hauchecorne, ¿tendría la bondad de acompañarme a la alcaldía? El señor alcalde quiere hablar con usted.

El campesino, sorprendido e inquieto, se tomó de un trago su vaso, se levantó y, más encorvado aún que por la mañana, pues los primeros pasos después de cada descanso eran particularmente difíciles, se puso en marcha repitiendo:

—A su disposición, a su disposición.

Y siguió al cabo.

El alcalde le esperaba, sentado en un sillón. Era el notario del lugar, hombre obeso, grave, de frases pomposas.

—Compadre Hauchecorne —dijo—, se le ha visto recoger esta mañana, en el camino de Beuzeville, la cartera perdida por el compadre Houlbrèque, de Manneville.

Desconcertado, el labrador miraba al alcalde, atemorizado ya por esa sospecha que pesaba sobre él, sin que comprendiera la razón.

—¿Que yo, yo, he recogido esa cartera?

—Sí, usted.

—Palabra de honor que no sé nada del asunto.

—Le han visto.

—¿Me han visto? ¿Y quién me ha visto?

—El señor Malandain, el guarnicionero.

Entonces el viejo se acordó, comprendió y, encendido de ira, exclamó:

—¡Ah, me ha visto, ese malaje! Lo que me ha visto recoger es este cordel, aquí lo tiene, señor alcalde.

Y, rebuscándose en el fondo del bolsillo, sacó el pequeño trozo de cordel.

Pero el alcalde, incrédulo, meneaba la cabeza.

—No querrá hacerme creer, compadre Hauchecorne, que el señor Malandain, que es persona digna de crédito, ha confundido ese hilo con una cartera.

El campesino, furioso, alzó la mano y escupió a un lado para atestiguar su honor, repitiendo:

—Pues es la pura verdad, la sacrosanta verdad, señor alcalde. Se lo juro por lo más sagrado, señor alcalde.

El alcalde continuó:

—Tras haber recogido la cartera siguió buscando usted largo rato entre el barro, por si se le hubiera escapado alguna moneda.

El viejo se sofocaba de indignación y de temor.

—¡Pero qué cosas son capaces de inventarse!…, ¡qué cosas!…, ¡mentiras así para calumniar a un hombre honrado! ¡Qué cosas!…

Pero por más que protestó, no le creyeron.

Se le sometió a un careo con el señor Malandain, que repitió y se mantuvo en lo dicho. Se injuriaron por espacio de una hora. A petición suya, el compadre Hauchecorne fue cacheado. No le encontraron nada encima.

Finalmente, el alcalde, muy indeciso, le dejó irse, advirtiendo que pondría el caso en conocimiento de la justicia y pediría que se instruyera una causa.

La noticia había corrido. A su salida de la alcaldía, el viejo se vio rodeado, interrogado con una curiosidad seria o guasona, pero en la que no había ni sombra de indignación. Y él se puso a contar la historia del cordel. No le creyeron. La gente se lo tomaba a risa.

Siguió andando, parado por todos, parando él mismo a sus conocidos, comenzando de nuevo sin cesar su relato y sus protestas, mostrando sus bolsillos vueltos del revés, para probar que no tenía nada.

Le decían:

—Pero ¡vamos, viejo zorro!

Y él se ofendía, se exasperaba, enardecido, desconsolado porque no le creían, sin saber qué hacer, y contando siempre su historia.

Llegó la noche. Había que irse. Se puso en camino con tres vecinos a los que indicó el lugar donde había recogido el trocito de cordel; y por el camino no habló sino de su historia.

Por la noche dio una vuelta por el pueblo de Bréauté para contársela a todos. Pero no encontró más que a incrédulos.

Pasó una noche infernal.

Al día siguiente, a eso de la una, Marius Paumelle, gañán del señor Breton, agricultor de Ymauville, devolvió la cartera con todo lo que contenía al compadre Houlbrèque de Manneville.

Decía haberla encontrado por el camino; pero, como no sabía leer, se la había llevado a casa para entregársela a su amo.

La noticia corrió por los alrededores. El compadre Hauchecorne fue informado de ello y se puso enseguida en circulación para contar su historia completada con el desenlace. Estaba triunfante.

—Lo que me dolía —decía— no era el hecho en sí, como comprenderán, sino la mentira. No hay nada peor que sufrir reprobación por una mentira.

Hablaba todo el santo día de su historia, la contaba por los caminos a la gente que pasaba y a la que estaba tomando un trago en la taberna, y a la salida de la iglesia al domingo siguiente. Paraba a los desconocidos para contársela. Aunque estaba ahora más tranquilo, algo le molestaba sin que supiera muy bien el qué. La gente parecía no tomarle en serio. Se hubiera dicho que estaban poco convencidos. Y tenía la impresión de que hacían comentarios a sus espaldas.

El martes de la semana siguiente se fue para el mercado de Goderville, nada más que movido por la necesidad de contar su caso.

Malandain, de pie en su puerta, se echó a reír al verle pasar. ¿Por qué?

Paró a un hacendado de Criquetot, que no le dejó terminar su relato y, dándole una palmadita en la panza, le gritó a la cara:

—Pero ¡vamos, viejo zorro! —Y se dio media vuelta.

El compadre Hauchecorne se quedó desconcertado y cada vez más inquieto. ¿Por qué le habían llamado «viejo zorro»?

Cuando se sentó a la mesa, en el mesón de Jourdain, se puso de nuevo a explicar su caso.

Un chalán de Montivilliers le gritó:

—¡Ya, ya, tunante, que me conozco la historia, qué cordel ni qué porras!

Hauchecorne balbució:

—¡Pero si se encontró la cartera!

El otro añadió:

—Mejor estarías calladito, abuelo, uno la encuentra y otro la devuelve. Y aquí no ha pasado nada.

El campesino se quedó sin habla. Finalmente había comprendido. Le acusaban de haber hecho devolver la cartera por mediación de un compadre, de un cómplice.

Trató de protestar. Todos en la mesa rompieron a reír.

Se fue sin haber terminado de comer, en medio de las burlas.

Volvió a casa avergonzado e indignado, atragantándose de la rabia, de la confusión, y tanto más aterrado cuanto que habría sido muy capaz, con su astucia de normando, de hacer aquello de lo que se le acusaba, e incluso de jactarse de ello como de una buena astucia. Siendo como era conocida su malicia, sentía confusamente que le era imposible demostrar su inocencia. Y se sentía herido por lo injusto de la sospecha.

Empezó entonces a contar de nuevo su aventura, alargándola cada día, añadiéndole cada vez nuevas justificaciones, protestas más enérgicas, juramentos más solemnes que pensaba y preparaba cuando se hallaba a solas, obsesionado con el asunto del cordel. Cada vez le creían menos, ahora que su defensa era más complicada y más sutiles sus argumentos.

—Éstas son las razones de un mentiroso —decían a sus espaldas.

Él lo oía, se hacía mala sangre, se agotaba en esfuerzos inútiles.

Se desmejoraba a ojos vista.

Ahora los guasones le hacían contar «la historia del cordel» sólo por diversión, como se hace contar sus batallitas al soldado que ha hecho una campaña. Su espíritu, profundamente afectado, se debilitaba.

Hacia finales de diciembre, se metió en cama.

Murió a principios de enero y, en el delirio de la agonía, atestiguaba su inocencia, repitiendo:

—Un trozo de cordel…, un trozo de cordel…, ese de ahí, señor alcalde.

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